En los últimos días, hemos sido testigos de una serie de alarmas democráticas activadas por el gobierno en relación al Movimiento Estudiantil que exige, en las calles de las distintas ciudades de Chile, Educación Pública, gratuita y de calidad. El propio Presidente de la República declaró que «ese camino [el de la Movilización Social] ya […]
En los últimos días, hemos sido testigos de una serie de alarmas democráticas activadas por el gobierno en relación al Movimiento Estudiantil que exige, en las calles de las distintas ciudades de Chile, Educación Pública, gratuita y de calidad. El propio Presidente de la República declaró que «ese camino [el de la Movilización Social] ya lo conocimos en el pasado y nos llevó al quiebre de la democracia, a la pérdida de la sana convivencia y tuvo muchas otras consecuencias».
Si, por un lado, la propia acción de movilizarse es considerada un peligro, por otro, una de las propuestas del movimiento para resolver el actual impasse entre el mundo político y la ciudadanía, a saber, el plebiscito, también suscita, entre el oficialismo, una animadversión pública. Así por lo menos quedó reflejado en las palabras del actual Ministro de Economía Pablo Longueira , quien aseguró que los plebiscitos «destruyen la democracia».
Dos cuestionamientos surgen al revisar estas declaraciones: ¿está nuestra democracia realmente en peligro? Y, derivada de la anterior, ¿es el movimiento estudiantil y su demanda por educación pública una verdadera amenaza para la democracia?
Respecto de la última pregunta, no es difícil argumentar que cuando un movimiento social, en este caso encabezado por los estudiantes, sale a las calles para exigir el cumplimiento de un derecho, la democracia se está nutriendo de fuerzas y contenidos que le dan vigor y la legitiman, porque, después de todo, la democracia debe ser receptiva a las demandas emergidas desde la propia ciudadanía.
La movilización social, por otro lado, es la principal herramienta con la que cuentan aquellos sectores desprovistos de otros medios para hacer oír sus demandas. Exigirle a un movimiento social que se desprenda de esta herramienta en pos del diálogo, como un supuesto gesto democrático, es pedirle que renuncie al único medio de presión y visibilidad con el que un grupo social subalterno cuenta para equilibrar la asimétrica relación de poder cuando se enfrenta a otros grupos de presión más fuertes ¿Qué otra acción colectiva pueden oponer los estudiantes frente a aquellos grupos de interés que están a favor del lucro en la educación, cuando precisamente estos últimos cuentan con representantes en el gobierno, en el parlamento y tienen acceso directo a las tribunas de los principales medios de comunicación de masas?
Ahora bien, cuando una democracia es incapaz de generar los mecanismos para resolver un desacuerdo entre el mundo político (en particular el ejecutivo) y la ciudadanía sí estamos frente a una amenaza a la democracia. Más aún cuando la institucionalidad que la ampara tiene un origen espurio y autoritario como la Constitución de 1980. Por lo demás, en las propias alertas activadas por el gobierno está contenida una amenaza, para comprobarlo basta con revisar las declaraciones del Alcalde de Santiago, Pablo Zalaquett , » Si esto no para antes del 11, y tiendo a creer que no va a parar, va a ser muy duro. Quien tiene que medir esto es el Ministerio del Interior y los organismos especializados. Si ven que este cuento está a un nivel de alto riesgo, muy sencillo, tendrán que ver si con las fuerzas policiales alcanza. Si no, tendrán que pedir ayuda a las Fuerzas Armadas».
Las aseveraciones de Zalaquett no sólo reflejan una profunda insensibilidad simbólica frente a lo que puede significar llamar a las calles a los militares en una fecha tan marcante para la historia de Chile como el día del aniversario del Golpe de Estado. No es sólo eso. También son una amenaza a la ciudadanía, una advertencia si ésta no se atiene a los estrechos márgenes que le están destinados para manifestar su disenso, es, por lo tanto, derechamente un llamado a no disentir (o, al menos, a no manifestarlo).
La particular transición democrática chilena puede ser considerada en cierta medida un permanente acto de extorsión política contra la ciudadanía. El paso de la dictadura militar para la actual democracia fue mediado por la tutela del ejército en su concreción, la figura del ex dictador, Augusto Pinochet, primero como Comandante en Jefe del Ejército y posteriormente como Senador Vitalicio, marcó el tránsito para un régimen político que privilegió la estabilidad por sobre la manifestación libre de los anhelos ciudadanos que derrotaron electoralmente a la Dictadura en el plebiscito del ’88. La Concertación, consciente de la fragilidad que sostenía la democracia, se resguardó exitosamente en el temor del retorno a un pasado autoritario, desmovilizando a buena parte de los sectores sociales que la llevaron al poder.
Una vez que la Concertación es derrotada y la derecha entra, sin bombardeos mediante, a La Moneda, paradojalmente la desmovilización deja de ser un acto de autocensura por parte de los sectores sociales, perdiendo su eficacia discursiva. En este escenario, la derecha se ha mostrado incapaz de generar las justificaciones necesarias para evitar que el descontento en algunas áreas sensibles (Educación, Medio Ambiente, Derechos Civiles) tome cuenta de las calles chilenas. Como consecuencia, hemos sido testigos de un recrudecimiento de las lógicas represivas ordenadas por el ejecutivo. Aunque la ampliación de estas lógicas no surge con las movilizaciones estudiantiles, la masividad de las marchas y el amplio apoyo ciudadano a las mismas han visibilizado una serie de dispositivos destinados a la contención de los sectores sociales movilizados: infiltración policial en las protestas, detenciones ilegales de manifestantes, ejercicio de una violencia desmedida, restricción al derecho de reunión y al de libre tránsito, etc.
Ningún régimen político se puede sostener, a largo plazo, únicamente basándose en la coacción, necesita también de ciertas dosis de convencimiento (Boltanski y Chiapello, 2002). En las democracias modernas, este último ingrediente debe ser abundante y la coacción reducirse al mínimo posible. Aunque cabe esperar, de parte del gobierno, una mayor capacidad para generar convencimiento para sustentar su proyecto político, una posible fuente de legitimidad para el sistema político es precisamente su permeabilidad frente a las demandas ciudadanas que están siendo defendidas en las calles. Considerando estos puntos revisados, resulta pertinente volver a preguntar: ¿Cuál es el peligro para la democracia: los estudiantes, que, con sus demandas, han desbordado una institucionalidad política que aparece como vetusta o es el sistema político actual, que es incapaz de lidiar con los desafíos que la propia democracia le ofrece?
La respuesta del gobierno ya la conocemos. No nos queda sino ser nosotros los que ahora le hagamos una advertencia al propio gobierno, parafraseando a Bertold Brecht, si es el derecho a la educación, defendido por la mayoría de la ciudadanía, el problema, no será más fácil «disolver la ciudadanía y elegir a otra».