Se reedita Faith of Graffiti, de Norman Mailer y Jon Naar, publicado en 1973 y considerado la biblia del arte callejero
En diciembre de 1973, el fotógrafo Jon Naar tomó el metro hasta la estación de la calle 155, más allá de Harlem, lo que en aquella época exigía cierto espíritu de aventura, con la idea de retratar una nueva forma de arte (o de vandalismo) que empezaba a invadir Nueva York. Armado con dos cámaras, una Leica y una Nikon, pasó las dos semanas siguientes a la luz del invierno, fotografiando los inicios de un movimiento urbano salido de sus barrios más difíciles, voz de una ciudad ahora irreconocible.
El resultado fue Faith of Graffiti, el primer gran libro sobre el fenómeno, un clásico del género. Las fotos de Naar, y los textos de Norman Mailer ayudaron a entender reconocer, descubrir y descifrar los jeroglíficos tatuados en los espacios públicos y darles legitimidad. El libro, que estuvo agotado durante décadas, sale ahora en una nueva versión, con muchas más fotos de Naar, para recordar, con cierta nostalgia, las primeras horas del nacimiento de un idioma. En España, su lanzamiento está previsto para finales de este mes de la mano de 451 editores.
«Fui el primer fotógrafo profesional en interesarme en este fenómeno» , comentaba Naar recientemente, con ocasión de la salida del libro en Estados Unidos. «En 1973 era algo que nos rodeaba, aparecía en el metro, en los autobuses, y me entró curiosidad. Soy una persona de ciudad, nací en Londres, me eduqué en París y viví en Nueva York durante 50 años. Siempre me ha interesado el fenómeno urbano».
«Les gustaba llamarse escritores»
El primer día «fui a la estación 155 de la línea A y en la plataforma había un grupo chicos. Yo estaba con mis cámaras. Uno de ellos se acercó, no me sentí amenazado, tenían como 10 o 12 años, debía ser un jueves por la tarde, tendrían que haber estado en la escuela. Me preguntaron qué estaba buscando y les dije la verdad, siempre me parece mejor opción. Se rieron cuando les hablé de los grafitis porque ellos mismos eran grafiteros o escritores, como les gustaba llamarse. Y durante diez días fueron mis guías. Luego se los presenté a Norman. Lo triste es que no conseguimos dar con ellos cuando salió el libro. Mi intención era ponerles en portada pero ninguna de las editoriales accedió: pensaron que los padres los iban a denunciar. Estáis de broma les dije; estos chicos no tienen realmente padres».
Los grafitis modernos nacieron en Filadelfia , en los años sesenta, de la mano de autores como Cornbread y Cool Earl. A finales de la década otros nombres florecieron en metros y espacios públicos de Nueva York: en Washington Heights, Brooklyn y el Bronx. El New York Times reconoció su existencia en julio de 1971 al publicar el breve perfil de un grafitero llamado TAKI 183, aunque precursores como Julio 204 y JOE 182 (los números se referían normalmente a las calles donde vivían u operaban), ya habían empezado a dejar su impronta unos años antes.
Entre Boticelli y Leonardo
En el libro, Mailer compara las pintadas urbanas a los talleres del Renacimiento donde salieron Boticelli y Leonardo. «Los grafitis tienen todas las tallas y tamaños. Escriben obras de arte en letras de más de metro y medio, en paredes y metros, o garabatean en pequeño y sin estilo. Se siente el pánico en estos actos, siempre con una mirada por encima de la espalda por si vienen los policías o un juez con toga salomónica que te condena a limpiar tu nombre y el de otros».
A mediados de los setenta estaban por todas partes , muchos vagones de metro desa-parecían debajo de la pintura. El entonces alcalde de la ciudad, John Lindsay, les declaró una guerra que sólo acabó en 1989, cuando el ultimo vagón grafiteado fue retirado. Desde entonces, los neoyorquinos circulan por líneas impolutas y por una ciudad muy distinta de la que captaron las instantáneas de Naar.
«Hubo un momento», escribe Mailer, «en el que parecía que el grafiti iba a apoderarse del mundo, destino de un movimiento que empezó como la expresión de los pueblos tropicales encerrados en un universo gris de cemento y ladrillo, rodeados de asfalto, cemento y ruido, surgido para salvar la carne sensual de su herencia de la implacable apisonadora urbana y salvar las paredes de la ciudad con árboles gigantes y junglas exuberantes».
Lo que más impresionó a Naar fue que «estos chicos nunca habían ido a un museo, no tenían educación artística. Me preguntaba cómo tenían ese sentido gráfico . Luego te dabas cuenta de que estaban muy influidos por la estética de la publicidad» .
El libro salió en 1974. «Cay 161 (el nombre de uno de los tagers más importantes) iba a ser el título, pero como a Mailer le pagaron 35.000 dólares para escribir el texto, el editor le pidió algo mejor. Me llamó y ya se refería a su libro. Ya pensaba titularlo Faith of Graffiti (La fe del grafiti). Al principio no le entendí, pensé que hablaba de la «cara» (face). Para mí, el título debía ser: «Verás pasar mi nombre», porque de eso se trataba: de reivindicar una identidad».
La publicación causó cierta controversia. «En su momento me acusaron, entre ellos el alcalde de Nueva York, de convertir el vandalismo en algo estético. Pero yo lo veía más como una reivindicación política, una poderosa forma de expresión y de protesta de la gente que vivía en esas condiciones en aquella época». Y aunque los grafiteros no se consideraban como artistas, «en los setenta se respetaban los unos a los otros. Algo muy distinto de lo que ocurre ahora».