Recomiendo:
0

El fútbol contemplado con el ojo de la izquierda

El niño que recogía balones

Fuentes: Editorial Comares

Después de tantos años, extraer de la memoria el brillo intermitente del Granada C.F., entrar en el túnel del tiempo del ascensor rojiblanco, me regala el placer agridulce de escarbar en mi propia infancia. Desandar, a tiro hecho, no por un capricho accidental del recuerdo, medio siglo de una vida para escribir sobre la emoción […]

Después de tantos años, extraer de la memoria el brillo intermitente del Granada C.F., entrar en el túnel del tiempo del ascensor rojiblanco, me regala el placer agridulce de escarbar en mi propia infancia. Desandar, a tiro hecho, no por un capricho accidental del recuerdo, medio siglo de una vida para escribir sobre la emoción colectiva que era el Granada, en aquella ciudad oriental, vociferante y famélica de mi niñez. Decapar las miles de pieles que le han crecido a aquel chavea de pelo rizado y sabañones milenarios, hasta llegar a la memoria impúber de la fina piel de los once años. Partir de muescas, las arrugas, los restos de lo que fueron las alegrías y las tribulaciones de una infancia sin prestigio, en una suerte de striptease íntimo. Para llegar a ese tiempo, sólo se necesita ajustar la banda emocional al recuerdo del desamparo de aquellas tardes de domingo, en el fondo sur del estadio de Los Cármenes, esperando un balón caído del cielo.

El antiguo campo de fútbol, un goloso terreno ahora inmerso en un pantanoso asunto de especulación inmobiliaria, según cuentan, estaba limitado al norte con la siniestra Cárcel Provincial, por donde se entraba a las localidades de General, al este con un colegio de tapias inexpugnables y el Camino de Pulianas, al oeste con la Avda. de Madrid, por donde se accedía a los asientos de Tribuna, – por la que me escaparía un día de esta ciudad, para poner kilómetros entre un destino que no era el mío y mi vocación-, y con el sur con un solar convertido en escombrera de las escasas obras de los años del hambre franquista.

Si miro a través del espejo retrovisor del alma, las imágenes son tan nítidas, que podría describir las briznas de hierba que anunciaban la llegada de la primavera, en aquel descampado yermo, embarrado, helado o polvoriento del gol sur del estadio, en el que jugábamos un puñado de niños de mi cercano barrio, el Cercado Bajo de Cartuja, esperando el redondo, e incierto, pasaporte que nos permitiera la entrada al campo de fútbol. A la fiesta de los otros.

El mapa sentimental de aquel erial -hoy sembrado de casas que daba al Hospital Clínico, aparece en el azogue del pasado como la tierra de la última esperanza, para los que no teníamos la fortuna de poder comprar una entrada para el paraíso. Para los que esperábamos un balón llovido del cielo, propiciado por el error de un fogoso y desatinado delantero, o por el desesperado despeje de un agobiado defensa, era la única posibilidad de colarse en el estadio. El milagro de que el balón te llegara a ti, que fueras el elegido de aquel bote caprichoso de la fortuna, nos hacía soñar en atrapar la pelota, entre la algarabía y la envidia de tus compañeros de aventuras, y correr hasta aporrear el portón cerrado a cal y canto, y entregársela al portero, que a cambio de la buena acción te arreglaba la tarde dejándote pasar. Pero, aunque el maná esférico de aquellas tardes de domingo de mis primeros años en la vida era escaso, no había nada más excitante en las tediosas tardes de domingo, para los chavales sin entrada, que esperar allí afuera, siguiendo el partido a través de las emociones de los que estaban dentro, sobre las lomillas romas del páramo, como los sioux de las películas del Oeste que veíamos en el cine Ideal de mi barrio. Hieráticos y expectantes. En el frío y en la calor.

Sabíamos exactamente cómo le iba el partido al Granada, por la estruendosa celebración de los goles, por los uys, por las broncas al árbitro, por el silencio helador del gol contrario, por el runrún de la grada cuando el equipo no funcionaba. En aquel tiempo sin transistores v de abrigos heredados de un hermano mayor, el humor del público era más expresivo que la narración más detallada de Matías Prats, pongo por ejemplo. Los recogepelotas accidentales, nos sumábamos, desde afuera, como si estuviéramos dentro, a las gargantas enfervorizadas de la hinchada que le contestaban a un solista de voz prodigiosa, el canto totémico de las grandes ocasiones: «torotoroto, tó, torotorotó, tó, torotorotó tó, a la bin, a la ban, a la bin bon ban. Granada, Granada y nadie más». Nos abrazábamos como posesos cuando el Granada marcaba, como si hubiéramos visto el gol con nuestros propios ojos. Hambrientos de fútbol y de diversión, en aquella ciudad oscura, maravillosa y aburrida de mediados de los años cincuenta, nos acercábamos a la insalvable tapia, y a voces, preguntábamos quién había marcado. Desde arriba nos gritaban el nombre del héroe de la tarde, y nosotros hacíamos todo tipo de conjeturas acerca de la jugada, imaginábamos cómo le había pegado a la pelota, quién se la había pasado. Excitados, como sólo puede estar quien se imagina la gloria.

Apostábamos al resultado final, cromos, tebeos de Hazañas Bélicas o del Capitán Trueno, gomeros, chapas de gaseosa sin usar que nos daban en la cercana fábrica de Cervezas Alhambra. Forradas con tela, y selladas con pericia con el corcho, les pegábamos con un engrudo de harina, las caras de las estrellas del balompié patrio, y se convertían en un objeto de gran valor en el momento del trueque. Ése era el paupérrimo tesoro civil de nuestra infancia. Álbumes de estampas de los más variados temas que comprábamos en los abigarrados puestos de chucherías, o que venían como premio en determinados productos de bollería. Manoseadas novelitas policíacas y del oeste, yoyos multicolores, volaeras, piruletas, regaliz, maní, pipas, altramuces, almendras garrapiñadas, canicas, cigarrillos americanos y arenoso chicle a granel, refrescos calientes, castañas pilongas, y un innumerable sinfín de naderías, amontonadas en el desorden infinito del minúsculo espacio de los kioscos itinerantes de mi niñez, expuestas con el desorden de la tentación, para sangrar la exigua paga del domingo que nos daban en casa.

Si a la sequía de balones se sumaba la derrota del Granada, la caída de la tarde hacía el domingo mucho más insoportable. Arremolinados en la puerta del estadio esperábamos la salida al equipo contrario, y nos sumábamos a los agrios insultos de los exaltados, como si hubiéramos visto el partido. Eso sí, pendientes de los guardias que podían darte un tirón de orejas, de los viejos cancos, que podían ponerte un rabo, de los agarrones, que podían hacerte un siete en la chaqueta nueva y tu madre te mataba. Pero si el Granada ganaba volvíamos a la placeta dando cabriolas, persiguiendo gatos, inventando a voces la narración del partido, dándole patadas a las piedras, pasándolas como si fuera el balón, y gritando el torotorotó hasta que nos desgañitábamos. Después, en un portal, o en las escaleras de entrada al barrio, si el tiempo lo permitía -llovía mucho en aquella Granada-, hacíamos el inventario de la jornada. Si entre nosotros alguien había tenido la suerte de colarse, ese era el jefe del resto de la tarde. Lo escuchábamos hasta que oíamos a nuestras madres llamando a cenar. Remoloneábamos hasta que el volumen de la llamada se tornaba peligroso, recogíamos el botín de cromos, tebeos y abalorios, escupíamos el chicle para evitar el: «niño tú qué haces mascando eso, como te lo tragues y se te enrede en las tripas y te mueras, te mato».

La edad me echó del descampado. La infancia duraba poco por entonces. La edad, y la vergüenza. La pubertad, ese tramo de la vida que conocemos como la edad del pavo, me revistió con las escamas de una nueva piel que enrojecía y se atribulaba ante la inquietante presencia de las mujeres, y con el sentido del ridículo. Esa turbación del espíritu producida por la conciencia de verte, por primera vez, como individuo, al margen de la vida grupal de la infancia, me puso en tal estado de turbación, que se me hizo insoportable esperar un balón que nunca llegaba, además de comprender el porqué yo no estaba dentro.

Y en esto llegaron, el fin de la escuela y los pantalones largos, los Almacenes Olmedo y su Anexo, y los discos de rockandroll, y Radio Granada y mi primera maqueta, y mi primer restregón, y el principio de la música. Y entonces, casi de golpe, me hice un hombre. El pavo dura hasta que la vida te da la primera hostia. Me fui a Madrid a probar fortuna en un camión de Galletas Artiach, en el que me enchufó mi cuñado Antonio Castro. Era a mediados de Julio de 1961 y el Granada C.F. había bajado a segunda. La hermosa ciudad encantada y subdesarrollada de mi infancia, Granada, parecía inmóvil y derrotada bajo la calima que trajo la pertinaz sequía, y yo, con el corazón encogido, pasé por la puerta del Estadio de Los Cármenes, mi antiguo objeto de deseo, con la cabeza en otra parte. Me iba a Madrid.

Texto relacionado: Che Carranza

Este relato de Miguel Ríos pertenece al libro colectivo Pidiendo la hora, 75 años de pasión rojiblanca, publicado
en mayo de 2006 por la Editorial Comares y el Ayuntamiento de Granada (España), en homenaje al Granada Club de Fútbol en el septuagesimoquinto aniversario de su fundación. Selección y presentación de Martín Domingo. Prólogo de José G. Ladrón de Guevara.

Miguel Ríos nació en Granada en 1944. Editó su primer LP en 1962 para la compañía Phillips Records y, desde entonces hasta nuestros días, ha producido algunas de las mejores canciones del repertorio del rock en español en infinidad de discos, y ha contribuido al desarrollo de esta música en España y en Latinoamérica, actuando con muchos de sus mejores exponentes. Desde 1998 edita sus discos con su propio sello independiente Rock and Ríos Records.