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El nombre de la cosa

Fuentes: Rebelión

Los matemáticos nos aseguran, muy gravemente, que los nombres son cosa seria. Ellos lo saben muy bien, porque si la denominación fuera cualidad indiferente, se quedarían sin trabajo. En efecto, qué importancia podría tener entonces pensar en un «algo» al que nos acercamos cognitivamente mediante la proposición (y condición) de que es idénticamente igual a […]


Los matemáticos nos aseguran, muy gravemente, que los nombres son cosa seria. Ellos lo saben muy bien, porque si la denominación fuera cualidad indiferente, se quedarían sin trabajo. En efecto, qué importancia podría tener entonces pensar en un «algo» al que nos acercamos cognitivamente mediante la proposición (y condición) de que es idénticamente igual a «otro algo» (¡?). No caben dudas de que las matemáticas evidencian con mucha fuerza, incluso formalmente, el poder de la dialéctica.

Los adustos matemáticos, si son nuestros amigos, a veces nos resultan muy pedantes, porque permanentemente, ante cualquier giro que demos al coloquio, nos acosan -armados de rostro candoroso y aguda mirada enjuiciadora- con la misma inocente pregunta onomasiológica: «¿Qué tú entiendes por ‘tal cosa’?» o «Defíneme ‘tal cosa’.» (Si el matemático es un transeúnte casual, nos apresuramos a buscar una buena excusa que nos permita darle la espalda con urbanidad… Si es nuestro profesor, respiramos profundo, apelamos a la máxima experiencia mundanal que poseamos, e inventamos con nuestros músculos faciales la sonrisa más cautivante que nos sea dable regalar antes de decir… cualquier disparate, bajo la condición de que sea ocurrente… Espero que sepáis qué es «ocurrente».)

Los matemáticos tienen razón, porque si bien es verdad -por ejemplo- que «1/2» representa exactamente el mismo número que «3/6», atributo que nos permite sustituir un nombre por otro en múltiples oraciones, no podemos decir que el denominador del primer nombre de ese número sea divisible entre «3» (digamos), proposición cierta en el caso del segundo nombre que dimos al mismo número.

Ahora se sabe que los nombres propios y toponímicos de los extranjeros ayudaron al desarrollo de los lenguajes de los nativos, mientras que el perfeccionamiento del propio lenguaje es condición necesaria y suficiente para el desarrollo del pensamiento. (Esa sola causa invalida utilitariamente la xenofobia y las coacciones a la expresión.) Así, hoy aprendemos, entre curiosos y asombrados, que la «Alejandría» del castellano es la «Ishkandiriya» de los lugareños, porque el Alexandr (Αλεχανδρ) del conquistador, sonaba en sus oídos con un «Ishkandr» justificadamente duro.

Los nombres propios también acaparan nuestra atención. Todos tenemos alguna conocida, el «Sindy» de cuya «tarjeta de presentación» oculta doctamente el impróvido «Gumersinda» que le regalaron sus padres.

Las denominaciones de las ciencias son muy curiosas. La especialización que han experimentado ha hecho aparecer no solo las «Matemáticas Aplicadas» y la «Física Nuclear», sino algunas tan bizarras como la «Bioética» o la «Química Militar».

Habida cuenta que nuestro aprendizaje transcurre por «estratos» de sustentación temporal y progresiva, donde los «antiguos» apuntalan los «recientes», imaginamos -tras haberlo olvidado- que podemos experimentar amor en la adultez (los que estamos en capacidad de hacerlo), porque «aprehendimos» el significado de «mamá» mientras succionábamos sus senos y recibíamos sus cuidados, lo cual nos permite inferir que la nana de Bush, Jr., digamos para focalizar, no era una persona de buen corazón.

Los nombres son «comodines» del intelecto, «señalizaciones cognitivas», «avisos de locaciones memorísticas», y, en tal virtud, ayudan a organizar nuestras ideas, emociones y sentimientos.

Su utilidad se aprecia en cualquier «plano» de todas las «esferas» de la actividad humana. Por ejemplo, al sistema social (o formación económica-social, denominación que parece reflejar con mayor precisión de qué se trata) cuyo objetivo es la acumulación de capital se le llama claramente «capitalismo».

Un sistema social, o sea, un complejo entramado de relaciones interpersonales muy diversas puede tener un objetivo tan estrambótico como esa idiotez de acumular cosas (el capital es siempre cosificable, o traducible a cosas concretas, por lo que un millonario no es «un triunfador», sino el poseedor virtual de un millón de tuercas y tornillos cuyo precio al por menor sea de 1 dólar), solo si partimos del supuesto de que los seres humanos no somos sino predadores perfectos, ávidos insaciables de posesiones, codiciosos redomados y avaros inmanentes. De acuerdo a esa estrecha visión, los seres humanos somos idénticos a los animales, en el sentido de que nuestra conducta está programada: ellos se comportan según sus instintos; nosotros, motivados por nuestras ambiciones materiales.

Pero, el problema humano es otro, porque además de un cuerpo tenemos un universo psíquico tan potente como exigente, motivo por el cual, además de vivir, existimos.

Dadas estas premisas, un buen día comprendemos que hemos de morir (algo que no logrará hacer jamás el más listo de los simios) y que somos causales y efectivos solo en la madeja de relaciones humanas (cuya totalidad conocemos por «historia») que creamos en nuestro entorno, pero no respecto al mundo circundante, por mucho que -tenaces enamorados- aseguremos al ser amado que la Luna se detendrá tras su deceso. Apenas alcanzamos semejante lucidez nos preguntamos qué hacemos en este mundo, para qué nacimos, cuál es la finalidad de nuestro «estar hoy aquí».

Muchas personas intentan descubrir «el sentido de sus existencias» en los giros que les imponen las circunstancias y ven en ellos un pâthos-revelación de un destino inexcusable. Otros, componentes de la mayoría, se ven obligados a adaptarse heroicamente a las circunstancias, y a convertir su enfrentamiento a ellas y su virtual vencimiento en su telos personal.

Para conseguir triunfar sobre las exigencias puntuales de los eventos, los seres humanos están forzados a ejecutar acciones, emitir juicios, adoptar creencias, revelar comportamientos, aceptar compromisos alejados de sus naturales dones e inclinaciones, hasta el punto de transformar su propia persona en «transportador» de un ser que le es ajeno.

Otras personas nacen con ciertos dones, de acuerdo con las estrechas aproximaciones humanas a la realidad que impongan su época y circunstancias (un potencial gran ajedrecista en el territorio del actual Benin en el siglo III a. n. e. podía ser un estorbo, si no redimensionaba sus atributos), pero se ven obligados a «venderlos», literalmente, de acuerdo a las exigencias del mercado, bajo tales condiciones, que llega a rechazar su «suidad», como graciosamente llamara José Ortega y Gasset la identidad personal. Este individuo también se hace un extraño para sí.

Como bien se conoce, pero no pesa repetir, ese terrible fenómeno de predestinación social y enajenación fue muy bien estudiado por Karl Marx.

J. P. Sartre quiso resumir la tragedia que importaba el problema humano, en cuanto seres carentes de instintos inevitables y definidores de sus respuestas conductuales, mediante la fórmula lapidaria: «Estamos condenados a elegir», por lo que «Cada hombre [sic] debe inventar su camino.»

En verdad la tragedia no parece venir de nuestra «obligada libertad de elección», sino de carecer de los recursos materiales, espirituales y cognitivos para elegir en libertad el sentido de nuestras existencias.

El ensayo capitalista realizado por la humanidad ha demostrado con creces que si bien los ricos viven alegadamente con más comodidades, no son necesariamente más felices, y que la agradable experiencia -sea el caso- de degustar plácidamente un buen manjar (no uno caro y publicitado, sino uno verdaderamente sano, ecológicamente adecuado, retributivamente saludable) puede muy bien obtenerse con cualquier bocado ingerido con sencillez, sin la parafernalia del lujo kitsch de un renombrado restorán, puesto que hacerlo en ellos ni enriquece el sentido de nuestras existencias, ni evita nuestras muertes, ni cambia nuestra insignificancia cosmogónica. La triste vida y trágica muerte de Norma Jean Baker, o Mortenson, (a. Marilyn Monroe) sirve de parangón testimonial de estas aseveraciones, y de los miles de millones de seres humanos a-nónimos de similar suerte.

Pero la inviabilidad del capitalismo no es únicamente un asunto de eticidad (lo cual es ya bastante), sino típicamente de insolvencia económica: nadie es rico si no tiene a quien extorsionar una parte de las ganancias que reciba por su trabajo. Ese apotegma apodíctico es extensivo para las naciones, vale decir, las naciones consumistas y (tecnológicamente) desarrolladas han alcanzado esa posición no en virtud de sus privilegiados atributos ontológicos, ni otras enteléquicas sandeces, sino como consecuencia de la más cruda y despiadada explotación de los países del Tercer Mundo. El símil inercial de la afirmación contraria es que una persona, sin ayuda externa ni apoyo de sus piernas, puede levantarse de una silla halándose por el cuello de la camisa.

Karl Marx era una persona de convicciones materialistas, en el sentido de que comprendía que la voluntad humana es ineficaz respecto a las leyes naturales, por lo que no existe ninguna organización social que pueda cambiar la esencia del problema humano, siendo posible, sin embargo, abordarlo de forma más lúcida, razonable, mancomunada, sinergéticamente, de modo que se creen las condiciones materiales y espirituales que permitan a cada cual convertirse en el diseñador y hacedor de su propio futuro, en concordancia con las posibilidades que le ofrezca la época. A ese régimen que apelaba a una organización participativa de la sociedad le pareció conveniente llamarlo indistintamente socialismo o comunismo, tal como habían hecho sus predecesores directos. Y es difícil no convenir en que es un nombre muy adecuado, sintético, ilustrativo y hermoso, en tanto encierra en sí, nítidamente, el contenido de sus propósitos.

Karl Marx estaba convencido de que sus apreciaciones eran tan razonables, tan coherentes, tan incontradictorias respecto a la íntima naturaleza humana, que llamó «pre-historia» a las eras humanas anteriores a esa sociedad esperada, por la sinrazón imperante en ellas, y -en verdad- parece imposible discordar de sus fértiles especulaciones científicas. Con todo, científico al fin y a la postre, él sabía que debía formular sus asertos en un lenguaje rigurosamente formalizado mediante las categorías sociológicas que resultaran pertinentes. Procedió, por tanto, auxiliándose de la observación y del fértil método dialéctico que aprendiera con Hegel, a definir categorías a partir de la realidad, y a revelar los nexos existentes entre ellas y la evolución a que estaban sujetas. El aprendizaje de ese valioso instrumental teórico requiere ciertos conocimientos preliminares y alguna familiarización con el lenguaje utilizado, pero básicamente Karl Marx avizoró y expuso el sistema socio-político-económico que se describe en el párrafo precedente; ni más, ni menos.

El socialismo, se sabía de antemano, habría de enfrentar tres dificultades no minimizables. En primer lugar, a diferencia de todos los sistemas anteriores de jerarquización social espontáneamente heredada (aunque impuesta), el socialismo -en tanto régimen de edificación diseñada- exigía ser (literalmente) construido de manera razonable, y no podía apelar en su concurso a ninguna experiencia anterior ni referente histórico. En segundo lugar, los países dominados por la burguesía harían cuanto estuviera a su alcance para impedir la realización exitosa de semejante proyecto. En tercer lugar (pero no menos importante), el socialismo sería construido por personas educadas en el capitalismo, por lo que eran portadores inconscientes de la ideología dominante de ese sistema, cuyo principal precepto hace descansar el sentido de la vida en la posesión de riquezas materiales, y la felicidad en vivir en el exceso.

La convocatoria de los nombres es tan ascendente en el ideario de las personas que, por ejemplo, a Karl Ernst Haushofer, Alfred Rosemberg, y a otros ideólogos del fascismo alemán les pareció útil redireccionar, en su propio beneficio, la impresionante fuerza que las ideas socialistas aglutinaban a su alrededor, entre la clase obrera alemana. Para hacerlo encontraron prudente agregar el tendencioso adjetivo «nacional» al naciente movimiento que gestaban, con lo cual quisieron resaltar que las aspiraciones socialistas no se descalifican si tienen como base y meta «die Volksgemeinschaft» [la comunidad de las gentes; lo «ario», en este caso]. Nació el tristemente célebre Partido Nacional-Socialista Alemán (Nazi).

V. I. Ulianóv (a. Lenin), por su parte, comprendió claramente las principales contradicciones de su época y, por ser dialéctico convencido (no voluntarista ni fatalista), supo aprovecharlas muy adecuadamente a favor de la solución de los problemas abismales de sus congéneres, no por estrecho nacionalismo, sino por verse en ese momento los pre-soviéticos acuciados por una crisis insoluble del sistema semi-feudal en que vivían.

Quiso el azar que el proceso soviético de construcción del socialismo perdiera demasiado pronto la certera conducción de Lenin. Tras haber aparentemente extraviado, en medio de la dinámica de los eventos, los claros objetivos del socialismo, como herramienta existencial de todas las personas -sin exclusiones- de la sociedad de que se trate, e incapaces de vencer en sí los presupuestos de la ideología dominante del capitalismo, los pigmeos herederos de la responsabilidad heredada de Lenin no pudieron vencer los peligros enunciados anteriormente. Una cadena fatal de errores generó y potenció una burocracia estatal que devino eventualmente clase para sí. Al mismo tiempo, el «estado de bienestar general» que la burguesía europea «consiguió» para sus proletariados a costa de la indigencia de las naciones tercermundistas, sirvió de espejismo teleológico del sufrido pueblo soviético, hasta provocarles una desafección por su régimen y la ulterior incapacidad en ellos de «vivir como antes». Sobrevino, a su vez, el momento en que «los de arriba no quisieron gobernar como antes», porque la burocracia exigió reproducir sus condiciones de privilegio y la ocupación de sus posiciones jerarquizadas en la escala social de forma sistémica o automática, para el logro de lo cual acudieron a la única forma conocida y posible: apropiarse de los medios de producción. La incapacidad manifiesta de la dirección soviética en propiciar a cada cual la definición de metas individuales, unida a gruesos errores en política interior (tanto económica y jurídica, como educativo-cultural, incluyendo enfoques mecanicistas y reductivos hacia la cultura y hacia sus portadores-creadores, los intelectuales) y exterior, y una relación imperial con sus pares de luchas y objetivos en otras naciones, propició la aparición de una crisis social cuya superación supuso la paradójica destrucción de la vía de sus soluciones: el imposible «retorno» a un capitalismo que los pueblos ex-feudales de la Unión Soviética no habían experimentado nunca antes.

El socialismo no es la única aproximación a la solución de los problemas humanos cuya implementación inicial ha sido difícil, errada, sangrienta, desacertada. Hablar en este sentido de las atrocidades del capitalismo parecería redundante, porque ese es un régimen que debe ser permanentemente impuesto, toda vez que la inequidad esencial de los seres humanos (única condición que validaría las jerarquizaciones clasistas de la sociedad y las haría aceptables ante los ojos de los oprimidos, como ocurre con las relaciones «humanos-mundo animal») es indemostrable. (Por el contrario, las ciencias evidencian con fuerza creciente la identidad esencial de los mismos.)

Podríamos entonces tomar, en calidad de ejemplo, el cristianismo occidental: es casi imposible encontrar otro cuerpo doctrinario en la historia universal que deba su supervivencia a un número siquiera similar de muertes y atropellos como los cometidos por los representantes de las iglesias cristianas. A pesar de eso, los creyentes comprenden muy bien que las verdades paradigmáticas de su fe no necesitan de esos desmanes para su sustentación, y que ellos se han debido a enfoques equivocados de los potentados eclesiales. Así, nadie ha propuesto crear un «cristianismo del Siglo XXI», porque nadie supone que el perfeccionamiento de la implantación del cristianismo, o de los métodos de propagación de la fe, exige -como condición- la reescritura de la biblia ni la redefinición de sus presupuestos rectores. Quien haga semejante proposición corre el riesgo de, ignorando -mejor que olvidando- la herencia del pasado, verse un día abocado a la invención de un nuevo nombre para el hijo de dios o de una nueva fábula trinitaria o especulación de resurrección.

Es posible que tras las re-denominaciones del socialismo con adscripciones seculares haya un intento de las fuerzas progresistas por distanciarse, purificarse, exorcizarse, o -peor aun- por deslindarse de las (erradas y heroicas) vivencias anteriores, con lo cual se encara el riesgo de rechazar la rica experiencia del socialismo a secas y de vernos un día escribiendo Das Kapital, o la Segunda Declaración de la Habana.

Por cierto, hablando de nombres, ¿cómo se conocería ahora la carne asada con humo de carbón al aire libre, si cuando sus subalternos de aventura en la conquista canadiense le preguntaron al capitán Samuel Champlain por el sabor del osezno cocinado en un horno improvisado de piedras con que los indios hurones los agasajaban, este no hubiera contestado «On peut le manger de «barbe-à-queue«? ¿O cómo sería la letra de la conocida pieza cubana «La Guantanamera» sin la corrupción fonética que las gentes sencillas de Cuba dieron a la forma en que los Rough Riders del ejército de ocupación estadounidense se referían a los mambises: «War Hero»?