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El normal caos del exterminio

Fuentes: Rebelión

«El genocidio y la limpieza étnica practicados por los israelíes sobre los palestinos no solo ponen de manifiesto la relación colonial, sino también el nivel de enfrentamiento al que están dispuestas las clases dominantes, los capitalistas y gran parte de la opinión pública del Norte del mundo.»

(Maurizio Lazzarato, ¿Hacia una nueva guerra civil mundial?, 2024)

La referencia: el normal caos del amor

En este artículo abordaremos con detenimiento una de las manifestaciones más sobrecogedoras de la hipernormalización del colapso civilizacional —esa paradoja de actuar como si nada cambiara mientras todo se derrumba—, que define lo que hemos denominado el «filtro gris» (https://www.15-15-15.org/webzine/2025/06/01/la-hipernormalizacion-ante-el-colapso/). Este funciona como una niebla simbólica que difumina el deterioro, lo oculta y, al mismo tiempo, lo amplía, anestesiando la sensibilidad colectiva e impidiendo imaginar salidas distintas a un sistema que se hunde. A esa manifestación —especialmente espeluznante—, en la que vamos a profundizar, la hemos bautizado como el normal caos del exterminio.

Para ello hemos tomado como referencia la obra El normal caos del amor, de Ulrich Beck y Elisabeth Beck-Gernsheim (2001), publicada en 1990, un ensayo para comprender las paradojas de la intimidad amorosa en las líquidas sociedades contemporáneas. Para los autores, el amor refleja y concentra las contradicciones estructurales de la modernidad, ligadas a la individualización, la emancipación y la pluralización de estilos de vida que dejan atrás las formas de relación tradicional.

Los Beck hablan de la relación amorosa bajo una lógica contractual que aumenta la fragilidad y volatilidad de los vínculos: la relación está siempre bajo amenaza de disolución si deja de satisfacer las expectativas de autonomía y reconocimiento. En paralelo al concepto de «sociedad del riesgo» introducido por Ulrich Beck (1998), se interpreta el amor como un ámbito donde los individuos gestionan riesgos afectivos y existenciales. Así como la modernidad tardía multiplica los riesgos ambientales, laborales, políticos, también el amor se convierte en una zona de riesgo permanente. La contradicción radica en que, en el amor, se busca a la vez estabilidad, seguridad y continuidad —un refugio frente a la incertidumbre y una evocación del desaparecido modo de vida tradicional—, pero también se exige autonomía, libertad y autorrealización personal. Esta tensión genera inevitablemente una sensación de inseguridad. Esta contradicción no tiene una salida definitiva, pero tampoco puede abolirse, de modo que termina por normalizarse como experiencia compartida. De ahí que los Beck hablen del «normal caos» del amor.

Lo que en el modo de vida tradicional —caracterizado por la familia estable, el matrimonio como institución social rígida, la división clara de roles de género y el fuerte control comunitario y religioso— se vivía como anomalía o desviación (rupturas, conflictos persistentes, frustraciones), en la modernidad tardía se ha convertido en una condición estructural y compartida. Para los Beck, lo decisivo no es solo la inestabilidad resultante, sino la ambivalencia permanente: el ‘normal caos’ del amor consiste en que las relaciones íntimas se configuran simultáneamente como refugio y amenaza, promesa y riesgo, estabilidad y disolución, definiendo así las nuevas formas de gestión del vínculo amoroso en la era de la individualización neoliberal.

Nuestro planteamiento sostiene que, en el contexto del «capitalismo del colapso» (https://www.elsaltodiario.com/medioambiente/capitalismo-colapso), un escenario en el que se multiplican y retroalimentan todo tipo de crisis estructurales recurrentes, resulta posible extrapolar el análisis de los Beck sobre el amor hacia una dimensión que remite, de una forma u otra, al odio, manifestado en la destrucción premeditada y planificada de poblaciones humanas y no humanas. Es decir, el exterminio.

Ciertamente, los exterminios, genocidios y violencias extremas siempre existieron, y el capitalismo histórico los empleó de manera sistemática, metódica y racional en su larga fase expansiva, sobre todo en las periferias y, de forma más intermitente, en su propio centro. De hecho, se consideraban actos normales de civilización (Lazzarato, 2014). Sus poblaciones podían ser esclavizadas y explotadas, o bien eliminadas sin contemplaciones a escala regional cuando se las consideraba una molestia o un obstáculo para la obtención de beneficios. Eran odiosas por el mero hecho de existir como obstáculo para la reproducción ampliada del capital.

Lo novedoso hoy —lo que está emergiendo como regla a escala global— es que el exterminio —guerras permanentes, limpiezas étnicas, confinamientos criminales, necropolíticas migratorias, abandono de los vulnerables, devastaciones climáticas inducidas— está definiendo las nuevas formas de gestióndel sistema en su fase de colapso. Con un rasgo distintivo respecto al pasado: el exterminio pasa a operar bajo la presunción de que existe una población excedentaria mundial, que designa a la humanidad mayoritaria percibida como sobrante —incluida la que habita dentro del Norte global— para la supervivencia de un capitalismo asediado por su choque con los límites impuestos por Gaia, ese planeta vivo, vibrante y poderoso. Una población odiada, por tanto, por el simple hecho de constituir un estorbo estadístico para un capital a la fuga. Y víctima primera de la que podríamos nombrar como humanicidio, que confirma el lúcido diagnóstico de Günther Anders (2011), cuando, en plena Guerra Fría, advertía sobre la creciente obsolescencia del ser humano. Un proceso hoy propiciado no sólo por el desarrollo perverso de la técnica, sino también por la caída en un abismo moral de difícil salida. De ahí el humanicidio: no sólo se asesina en masa a seres humanos, sino también a la propia noción de humanidad como referente filosófico y político.

Y tan grave como esto es que se trata de un tipo de exterminio cada vez más hipernormalizado —aceptado como inevitable, natural o incluso técnicamente justificado— y, al mismo tiempo, hipervisibilizado. Esta hipervisibilidad —selectiva y dirigida por el poder, que obstaculiza la labor informativa veraz y asesina a periodistas, como ocurre en Gaza— no atenúa su normalización, sino que la refuerza, integrando el exterminio en la rutina cotidiana de la vida contemporánea, es decir, en el filtro gris que impregna el mundo. Otra cuestión, que excede el alcance de este artículo, es la imprevisible reacción de aquella parte de la ciudadanía que, horrorizada por los genocidios, se niegue a sumarse a dicha normalización.

Recapitulando, lo que para Beck y Beck-Gernsheim define como el normal caos del amor —la conversión de una excepción histórica en norma contemporánea— se reproduce en el ámbito del odio-exterminio. Este ha dejado de ser un recurso de autorregulación de un sistema en expansión —aunque de carácter extremo, periférico y regional— para convertirse en un rasgo ordinario, normalizado, globalizado y visible de un sistema-mundo en colapso, aplicado sobre una población mayoritaria considerada sobrante.

Excedentariado y exterminismo

Pero para entender el «normal caos del exterminio» en el contexto de hipernormalización del colapso, hay que aludir previamente al concepto de excedentariado, qué remite a un vasto segmento social que, a diferencia del proletariado tradicional, no logra insertarse en el sistema económico vigente: ni su trabajo ni su capacidad de consumo encuentran una demanda sostenida. Tampoco resulta asimilable, funcional o aprovechable desde el punto de vista político o cultural. Es un grupo excedente: población considerada «superflua», «obsoleta» o «prescindible» e incluso percibida como «infrahumana» y potencialmente hostil.

Como ha señalado Emmanuel Rodríguez (2025:99), se trata de una humanidad zombi, es decir «la humanidad excedentaria para el capital, la cual ya no sirve ni siquiera para ser explotada. Es el extremo final del proceso de proletarización, cuando la desposesión llega al punto en que se atraviesa la barrera de la humanidad y cae definitivamente del otro lado». Hasta el punto de que «lo que podríamos llamar con un particular brutalismo el proceso de excedentarización de la fuerza de trabajo, o en última instancia de la humanidad en su conjunto, es seguramente la tendencia menos reconocida de la crisis capitalista» (Rodríguez, 2025:102). Este fenómeno se ha intensificado con la globalización y las crisis cíclicas del capitalismo. En un escenario de colapso ecosocial esta población excedentaria enfrenta una estigmatización estructural existencial.

Desde nuestro punto de vista, y como hemos señalado aquí en relación al excedentariado (https://rebelion.org/la-desactivacion-exterminista-del-excedentario/), se puede hablar de un exterminismo aplicado sobre aquél. El exterminismo nombra la inclinación de ciertas estructuras de poder hacia la destrucción masiva de poblaciones y recursos naturales. Este término puede ser comprendido en el contexto de la fase terminal del capitalismo, donde las dinámicas catabólicas y autolíticas de explotación y acumulación de capital conducen inevitablemente a la devastación ambiental y social. El exterminismo deviene rasgo destacado del colapso ecosocial, representando el punto en el que las dinámicas destructivas del sistema socioeconómico alcanzan su máxima expresión. Abarca la ruina ambiental, la aniquilación demográfica derivada de la desigualdad social cada vez más extrema, el racismo intensificado, la violencia múltiple en aumento, azuzada por políticas sociales necroliberales, la militarización de los conflictos sociales y el recurso a la guerra y al genocidio como “solución final”.

El exterminismo puede entenderse como la aplicación de lo que Rita Segato (2018) denomina «pedagogías de la crueldad», que se refiere «a todos los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas», lo cual suele comportar violencia, cuya repetición en «esta fase apocalíptica del capital» produce «un efecto de normalización de un paisaje de crueldad y, con esto, promueve en la gente los bajos umbrales de empatía indispensables para la empresa predadora. Por ello, añade Segato, «como he afirmado en otras oportunidades, el capital hoy depende de que seamos capaces de acostumbramos al espectáculo de la crueldad en un sentido muy preciso: que naturalicemos la expropiación de vida, la predación» (Segato, 2018: 11-12). Dicho de otro modo, la hipernormalización de la crueldad capitalista.

Desde una óptica cerca a la del acercamiento al exterminismo debe citarse el libro Informe Lugano de Susan George (2008), publicado en 2001. Una obra que examina, desde la ficción, los mecanismos de perpetuación del capitalismo global en un mundo en crisis. La autora imagina un informe elaborado por expertos contratados por las élites económicas, quienes analizan cómo preservar el sistema neoliberal a cualquier costo. Este texto conecta directamente con el concepto de exterminismo, al explorar cómo las estructuras de poder podrían priorizar la supervivencia de un reducido grupo privilegiado mediante la exclusión y sacrificio sistemático de los sectores más vulnerables de la población.

Como hemos planteado (Hernàndez, 2024), se puede distinguir entre dos modalidades de exterminismo en curso: uno, por abandono —que consiste en dejar morir —de forma pasiva o activa—; y otro, por aniquilación—orientado a matar en masa. Ambas pedagogías de la crueldad a gran escala responden a una intención deliberada —con distintos grados de planificación— vinculada a mecanismos capitalistas expeditivos para protegerse del colapso que ellos mismos generan. Resulta irrelevante si estas prácticas se ejecutan bajo regímenes más autoritarios o formalmente democráticos: en todos los casos son reacciones estratégicas de élites globales —económicas, políticas y culturales— desplegadas a través de sus redes locales, partidos, gobiernos o estructuras internacionales opacas que aprovechan su influencia sistémica.

A su vez, cabe distinguir entre exterminismo simbólico y sico, aunque ambos se entrelazan. El exterminismo simbólico, que suele anteceder al físico, se manifiesta mediante discursos, políticas o actitudes que estigmatizan, excluyen socialmente o representan negativamente a un grupo, legitimando su marginación o eliminación simbólica desde medios, arte o instituciones. Por el contrario, el exterminismo físico implica acciones concretas para erradicar a amplios grupos humanos —genocidios, limpiezas étnicas y violencia sistemática contra poblaciones— con efectos devastadores. En todos los casos, estas manifestaciones extremas de intolerancia y agresión, justificadas en nombre de la lucha contra el «terrorismo» y el «crimen organizado», destruyen las bases de la convivencia. Cabe agregar, y debiera ser una obviedad, que todo etnocidio es también ecocidio, y viceversa, de manera que el exterminismo generalizado tiende ser completo e integral.

El primer sentido del caos

El paralelismo entre el «normal caos del amor» y lo que hemos denominado como «normal caos del exterminio» se sostiene en la lógica de las contradicciones irresolubles. En el caso del amor, la contradicción atraviesa a todos los individuos: cada persona bajo el influjo de la modernidad experimenta el choque entre el deseo de unión estable y el ansia de libertad personal. Es una contradicción simétrica, porque todos los sujetos comparten esa tensión en su biografía íntima. Del mismo modo, en la era del colapso la mayoría de individuos influidos por la modernidad occidental comparte un doble deseo contradictorio. De una parte está la aspiración la continuidad/estabilidad: que la vida siga «como antes», que la vieja normalidad basada en la aspiración al bienestar y al consumo no se rompa. De otra, existe una necesidad de salvación: aceptar medidas expeditivas y violentas, incluso el exterminio de otros, si eso garantiza preservar la ilusión de continuidad. De este modo, se impone la lógica de las élites, orientada a preservar sus privilegios aun a costa de sacrificar territorios y poblaciones, que se contagia a extensas masas de las poblaciones del Norte global. Porque, en última instancia, se sabe pero se hace como que no se sabe.

En el caso del exterminio, hay dos sentidos del caos. El primero resulta de la referida contradicción que atraviesa al cuerpo social entero. Ese sería el primer sentido de caos. La mayoría, en su intimidad, no desea la destrucción, la aniquilación humana, pero la tolera, la justifica o la metaboliza como precio necesario para salvaguardar su modo de vida imperial. Mientras que en el amor moderno se acepta que “no se puede tener todo”, en el exterminio-odio se acepta que “alguien tiene que perder”. La diferencia fundamental es que, mientras en el amor la contradicción es intersubjetiva y proporcional, en el exterminio es estructural y jerárquica: las élites imponen las condiciones de la salvación, y las mayorías, atrapadas en la promesa de continuidad, terminan aceptando e interiorizando las lógicas de descarte masivo. Lo humanitario cede a lo pragmático. Se impone, una vez más, el realismo capitalista (Fisher, 2022).

La hipernormalización funciona aquí como anestesia perceptiva: las víctimas se convierten en datos estadísticos discutibles, los bombardeos en espectáculo mediático de rápida caducidad, las hambrunas en informes técnicos perdidos entre un alud se información banal. Lo que debería provocar un escándalo civilizatorio se integra como ruido de fondo. El exterminio no se percibe ya como anomalía, sino como paisaje ordinario bajo el filtro gris dominante. Caos normal como condición constitutiva, aunque en los intersticios crezcan las protestas, de recorrido siempre imprevisible.

En el caos del exterminio-odio, como en el del amor, lo decisivo no es solo la inestabilidad resultante, sino la ambivalencia permanente que señalaban los Beck: en nuestro caso se presenta al mismo tiempo como continuidad y ruptura, estabilidad y colapso, orden y descontrol, visibilidad y ocultación, inclusión vigilada y exclusión radical. El exterminio-odio aparece como solución y como amenaza, como protección y como sacrificio. Esta tensión irresuelta —entre la promesa de salvación y el coste de la destrucción— define las nuevas formas de gestión de la vida y la muerte en la era del colapso, donde la crueldad se normaliza y la violencia se metaboliza como rutina. Igual que en el amor moderno, la ambivalencia no es disfunción: es el núcleo mismo de su funcionamiento. A esto se suma una diferencia histórica: mientras que en los exterminios modernos el caos estaba sometido a una planificación teleológica civilizatoria, en los exterminios del colapso el caos surge de la fragmentación y la ausencia de horizonte.

El segundo sentido del caos

Efectivamente, en el contexto del colapso civilizatorio la lógica del exterminio cambia radicalmente. Ya no existe un relato unificador de expansión. La civilización moderna no se siente en fase ascendente, sino en declive, pese a la retórica vacía del tecnooptimismo. El exterminio ya no se presenta como recurso instrumental para conquistar el planeta, sino como estrategia fragmentada de autopreservación en un mundo que se desmorona. Se trata de un sálvese quien pueda, quien tenga y como se pueda, sin necesidad de justificarlo como parte de un proyecto universalista de crecimiento ilimitado. Cada fragmento o fracción privilegiada del sistema —élites estatales, corporaciones energéticas, potencias militares, bloques regionales— actúa por su cuenta para blindar su supervivencia, incorporando ciertas sectores subsidiarios en tareas auxiliares, aunque eso implique sacrificar territorios y poblaciones enteras pertenecientes a las periferias, tanto exteriores como interiores. El caos deviene normalidad genocida, aunque disfrazada de eufemismos orwellianos de nueva creación.

Precisamente aquí reside el segundo sentido de caos: no se trata de un plan maestro coordinado, sino de una multiplicidad de regímenes sociales de muerte, a menudo contradictorios entre sí, que juntos configuran un paisaje global de destrucción. Mientras en los exterminios modernos había una lógica teleológica de desarrollo y dominación, en los exterminios del colapso se impone una lógica caótica de resistencia desesperada. Lo que los unifica no es un proyecto civilizatorio, sino la necesidad de librarse de la catástrofe que dicho proyecto ha provocado, aunque sea a costa de una gran mayoría de «otros» condenados a la desaparición. Este cambio histórico refuerza el concepto de «normal caos del exterminio»: la violencia sistemática no es ya el instrumento planificado de un proyecto de modernidad capitalista, sino el resultado de la descomposición de un sistema en ruinas, donde cada actor poderoso aplica microestrategias de descarte que, sumadas, generan un volcánico paisaje de exterminio generalizado.

Por eso, el concepto de «normal caos del exterminio» ilumina la paradoja más oscura de nuestro tiempo: la catástrofe global no aparece como ruptura del sistema, sino como la radicalización de su modo de funcionamiento, pese a que no funcione. Una racionalidad necropolítica que destruye los restos precarios de la Era de la Razón. Igual que el amor moderno no tiene un equilibrio al que regresar, el exterminio-odio tampoco dispone del horizonte de «progreso» anterior, motivo por el cual deviene necesariamente caótico y nihilista.

En la alta modernidad o modernidad expansiva, los exterminios estaban vinculados a proyectos imperiales de conquista y a una racionalidad moderna que los concebía como instrumentos de avance civilizatorio. Como señala Marques (2024:48): “Se trata de la percepción de que, por encima de todos esos crímenes abominables, genocidios, tragedias y antagonismos ideológicos, flotaba una comprensión de la historia, compartida por todos, en la cual el futuro seguía siendo fundamentalmente prometedor.”

Los exterminios de esta fase de la modernidad podían desplegarse de dos maneras: por extirpación, cuando se llegaba a un territorio considerado disponible y se eliminaba a su población originaria por “sobrante” o “infrahumana” (caso de pueblos indígenas en América, África o Australia), o por depuración, cuando se perseguía a colectivos internos percibidos como enemigos o disfuncionales: judíos, moriscos, herejes, homosexuales, mujeres acusadas de brujería, minorías políticas. En ambos casos, la violencia exterminadora se justificaba en nombre de la civilización cristiana o ilustrada, y aunque con diferentes grados de sistematicidad, respondía a un futuro imaginado y a una lógica optimistamente desarrollista. Los grandes exterminios de la modernidad —desde los genocidios coloniales de los imperios occidentales hasta la maquinaria de destrucción del fascismo, el estalinismo y el maoismo — estaban enmarcados en proyectos civilizatorios expansivos. El exterminio aparecía como un medio al servicio de un fin teleológico colonialista: la expansión imperial, la modernización industrial, la pureza racial, la conquista del espacio vital o la forja totalitaria de un «hombre nuevo». Existía una planificación más o menos definida, arropada con justificaciones ideológicas que daban coherencia e incluso legitimidad a la violencia masiva aplicada por el binomio Estado-Mercado.

En cambio, en la baja modernidad o modernidad defensiva (desde los años del pasado siglo), el exterminio condicionado por el colapso tiende a aparecer bajo la forma de filtración: poblaciones enteras son sometidas a cribado, excluyéndose de la vida digna o incluso de la vida misma. No se trata de decretar explícitamente su eliminación, sino de excluirlas de facto del acceso a los recursos vitales y a las protecciones humanitarias. Los migrantes que mueren en el Mediterráneo, los civiles sacrificados en guerras asimétricas, los ancianos fallecidos por olas de calor sin cuidados, los habitantes de territorios convertidos en “zonas de sacrificio”: todos ellos son “filtrados” hacia un afuera de la supervivencia social. La filtración opera mediante una combinación de planeamiento burocrático-represivo —bloqueos, cercos, restricciones de ayuda, trabas administrativas, control de desplazamientos— y de improvisación por dejadez intencionada —abandonos estructurales, indiferencia institucional, negligencia sistemática—, cuyo propósito es la autoconservación fragmentada de élites y bloques dominantes en un contexto de colapso.

Sintetizando todo de manera más gráfica: mientras perduró la ilusión de un horizonte prometeico de expansión infinita y depredadora, el capitalismo actuó como un asesino discreto, metódico y masivo, que solo recurría a grandes y escandalosas masacres cuando sus crisis de crecimiento le hacían sentir un peligro inminente. Sin embargo, con el despliegue real de un horizonte de colapso —fruto de sus delirantes fantasías de progreso—, el capitalismo ha comenzado a percibir la amenaza actual como existencial y se ha transformado en un exterminador enloquecido y fuera de sí, dispuesto a sacrificar la mayor parte de la humanidad y de la vida con tal de prolongar su existencia zombi por un tiempo más. Justo lo que en estos momentos personifica el comportamiento del Estado nacionalsionista de Israel.

La israelización y gazaficación del mundo

Lo que llamamos israelización del Primer Mundo hace referencia a lo que sucede en el Estado nacional-sionista de Israel en relación con Gaza y con los países vecinos. El afán imperialista, colonizador, depredador y exterminista de Israel puede considerarse un anticipo de lo que el Norte global podría llevar a cabo: ese exterminismo por filtración al que nos hemos referido. Los países, las élites y los gobiernos del mundo rico, respaldados por buena parte de su población blanca —en gran medida compuesta por clases medias en descomposición y una clase trabajadora cada vez más degradada y resentida—, probablemente tenderán a actuar como el Estado sionista y su ciudadanía frente a las poblaciones consideradas diferentes, inferiores y estigmatizadas como potencialmente peligrosas. Esto afectará especialmente a la población inmigrante y a los refugiados —políticos, climáticos o de cualquier tipo—, así como a las minorías sexuales, identitarias y culturales.

De hecho, ya estamos viendo cómo la Unión Europea se muestra proclive a externalizar el control de refugiados e inmigrantes “ilegales” en centros de internamiento semejantes a campos de concentración en países periféricos, para que estos, a cambio de dinero, le hagan el trabajo sucio. Como constata Lazzarato (2024:13): «Los Estados occidentales simpatizaron inmediatamente con Israel no solo porque reconocen en él su secular deseo de colonización, elemento estructural de la acumulación capitalista aún hoy, sino también porque todo Estado tiene sus palestinos, todo Estado contiene en su seno su «sur», todo Estado practica políticas racistas que desempeñan un papel central en la gubernamentalidad de la guerra civil contra el proletariado». O como sostiene Rita Segato (2025) «el genocidio en Gaza es el espectáculo de que el mundo tiene dueños». De manera que esta situación remite, según Segato, a la «dueñidad», que describe un mundo adueñado por los poderosos y sus extensiones mafiosas, que conecta con la «conquistualidad», sinónimo de colonialidad como estructura permanente del mundo. La razón de fondo de todo esto, desnuda y cruda, es que ante el avance del colapso civilizacional causado por un capitalismo sin control, entregado a una dinámica ecocida y suicida, el Norte global, principal motor de ese capitalismo, parece haber optado por blindarse, huir hacia adelante y prescindir de toda la población considerada excedentaria. El normal caos del exterminio.

Esto es lo que practica el Estado de Israel, totalmente respaldado por el lobby sionista mundial (Shoup, 2024; Pappé, 2025), cada vez con mayor intensidad, aceleración y criminal represión en Gaza: quiere acceder a los recursos minerales, energéticos, hídricos y turísticos de la zona, pretende crear su propio “espacio vital” y lo hace, despiadadamente, a costa de la población palestina, de otras poblaciones árabes y minorías, sin importarle en absoluto el genocidio, el etnocidio, el ecocidio, arrasándolo todo por la vía militar. Este comportamiento bien podría ser bautizado como gazaficación, en decir, como el proceso ideológico, político y militar que convierte a una población o territorio en una “Gaza”, es decir, en un espacio de asedio permanente, bloqueado y vigilado, que combina encapsulamiento territorial, control fronterizo extremo, precarización económica deliberada y uso recurrente de la fuerza armada, de manera que la vida queda reducida a mera supervivencia, convirtiéndose en paradigma global de apartheid militarizado y necropolítica. Con total impunidad. Lo que supone el fin de los derechos humanos, de la razón humanitaria.

Esta vía dura, exterminista, que está adoptando el nacionalsionismo, se manifiesta ante la pasividad y colaboración de las potencias occidentales «civilizadas». Este hecho parece revelar, además de una connivencia con el sionismo extremista de Israel y con la «solución final» que aplica en los territorios palestinos, la posibilidad de que en un futuro no lejano tales prácticas se extiendan sin control por amplias regiones del planeta, incluso en áreas centrales del sistema.

Existe una cruel determinación de querer sobrevivir a toda costa y de crear una fortaleza hostil a la gente colonizada, considerada como una amenaza existencial para el Estado sionista. Esta idea de Estado-fortaleza es similar a lo que puede pasar especialmente en Europa y en Norteamérica; de hecho, ya ocurre en cierta forma con la idea de una Europa-fortaleza, que se ha ido desarrollando en los últimos años. Existe la tentación, sobre todo en los gobiernos de derechas conservadores y de extrema derecha, de avanzar hacia esta israelización de la política, a medida que se bunquerizan, se atrincheran y actúan de manera despiadada y expeditiva contra aquellos colectivos que se consideran como el “enemigo interior”.

La brutalidad y la falta de misericordia en el trato hacia los “enemigos interiores”, sea en Israel o en Europa, apunta a una dinámica de deshumanización. La idea de “seguridad” se convierte así en un pretexto para la violencia sistemática y la exclusión. De modo que en el normal caos del exterminio el imperativo represivo de la seguridad se impone sobre el imperativo ético de humanidad, mientras la democracia desaparece “democráticamente”, carcomida desde su interior por el neofascismo y el exterminismo del excedentariado. Tanto es así que, a medida que el colapso civilizatorio avanza, las élites tenderán instrumentalizar el miedo para justificar la exclusión de ciertos grupos, creando un sistema que solo sirva a intereses restringidos, mientras que la mayoría de la población queda al margen, abandonada en vertederos humanos. La deriva genocida del Estado de Israel es solo el anticipo de lo que puede suceder.

Todo esto, además, está especialmente agravado por el régimen de visibilidad del genocidio palestino en curso, que describe una evolución histórica desde del silencio a la sobreexposición. En los exterminios clásicos de la alta modernidad (coloniales, fascistas, “comunistas”, etnicistas), la violencia masiva solía ejecutarse en condiciones de opacidad: fuera de la mirada pública, en espacios periféricos o con control estricto de la información, además de con escasa difusión internacional. El silencio, la censura y la invisibilidad mediática constituían parte de su eficacia: la aniquilación de pueblos indígenas, los campos nazis o las purgas internas se producían al margen de la circulación global de imágenes, y sólo después se conocía su magnitud. En cambio, en los exterminios de la baja modernidad (neoliberales, ecofascistas, tecnofeudales), el régimen de visibilidad es radicalmente distinto: se producen bajo un régimen de hipervisibilidad, en tiempo real, documentados por medios globales, ONGs, organismos internacionales y, sobre todo, por la circulación constante de imágenes en redes sociales.

Lo sintetiza muy bien Rita Segato (2024): “El nivel de violencia de Gaza existió otras veces, pero no el espectáculo. En el Holocausto, con todas las abominaciones que sucedieron, terribles y espantosas, había algo oculto. Mucha gente, inclusive en Alemania, no tenía una noción diáfana de lo que estaba ocurriendo. En Gaza no es eso, lo que están haciendo es esto: miren. Es la exposición total del genocidio como ley legítima del poder de muerte, hay un final del Estado de Derecho”. La paradoja es que, al menos de momento, esta sobreexposición no genera necesariamente ruptura ni movilización efectiva, sino que contribuye a la hipernormalización: la catástrofe se integra como flujo continuo de imágenes que se consumen, se olvidan y vuelve a comenzar el ciclo. El espectáculo de la violencia se convierte en parte de la vida cotidiana, anestesiando en lugar de activar la reacción. Si los exterminios clásicos necesitaban del silencio para operar, los de la baja modernidad se sostienen en la banalización de la visibilidad: la saturación mediática, que también es supuración de bulos, convierte la catástrofe en ruido de fondo y refuerza la hipernormalización del normal caos del exterminio.

El caso de Gaza es lo que podemos llamar un genocidio de nueva generación. La hipervisibilidad es obscena y deliberada. Los bombardeos se transmiten en directo, las imágenes circulan por los dispositivos móviles, los responsables políticos y militares no solo no ocultan lo que hacen, sino que lo justifican, lo reivindican, lo legitiman y, incluso, lo celebran. Hay una perversa dimensión lúdica en la manera en que sectores de la población israelí aplauden y vitorean los ataques. Es una obscenidad nueva, de carácter psicopático, un paso más en la barbarie humana, porque el exterminio se muestra como una demostración de poder, como un orgullo nacional, como un espectáculo del que disfrutar. Nadie puede decir que no sabe nada, nadie puede refugiarse en la ignorancia. Ante esta evidencia, la neutralidad se vuelve todavía más inmoral: es mirar la masacre y decidir no posicionarse, no «significarse». Gaza es hoy la “zona de interés” del mundo: un enclave sitiado, administrado como experimento de control total, que anticipa lo que el sistema puede aplicar en otros espacios y poblaciones consideradas sobrantes.

Exista, además, otra diferencia. En los campos de concentración nazis, en los gulags soviéticos, en las colectivizaciones forzosas chinas y camboyanas, el genocidio era de proximidad: los verdugos debían ensuciarse las manos literalmente con los cuerpos de las personas exterminadas. En cambio, el genocidio en Gaza se implementa mediante una modalidad profiláctica, “limpia” y a distancia, casi irreal, sin contacto físico con los masacrados, que parecen ser meros figurantes digitales de un sangriento videojuego operado desde las asépticas salas del poder real. Sin embargo, más allá del brillo de las múltiples pantallas, del ruido de las redes sociales, de las cínicas declaraciones institucionales, de las vulgares refriegas partidistas, las fosas comunes se llenan nuevamente con las víctimas de siempre. Pero lo hacen a plena luz pública, mientras la vida cotidiana continúa su devenir declinante y gris bajo el capitalismo crepuscular. Miseria moral de la historia.

Bibliografía

Anders, Günther (2o11): La obsolescencia del hombre, València, Pre-textos.

Beck, Ulrich (1998): La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Barcelona, Paidós.

Beck, Ulrich – Beck-Gernsheim, Elisabeth (2001): El normal caos del amor: las nuevas formas de relación amorosa, Barcelona, Paidós.

Fisher, Mark (2022): Realisme capitalista. No hi ha alternativa?, Barcelona, Virus Editorial.

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Hernàndez, Gil-Manuel (2022): «El capitalismo del colapso», El Salto, https://www.elsaltodiario.com/medioambiente/capitalismo-colapso.

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Lazzarato, Maurizio (2024): ¿Hacia una guerra civil mundial?, Madrid, Tinta Limón-Traficantes de Sueños.

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Pappé, I (2025): El lobby sionista. Una historia a ambos lados del Atlántico, Madrid, Akal.

Rodríguez, Emmanuel (2025): El fin de nuestro mundo. La lenta irrupción de la catástrofe, Madrid, Traficantes de Sueños.

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Segato, R (2024): “El presente es siniestro. Estamos todos amenazados”, entrevista en El País, 31 diciembre 2024, https://elpais.com/mexico/2024-12-31/rita-segato-el-presente-es-siniestro-estamos-todos-amenazados.html.

Segato, R (2025): “El genocidio en Gaza es el espectáculo de que el mundo tiene dueños”, entrevista el Pikara Magazine, https://www.pikaramagazine.com/2025/02/el-genocidio-en-gaza-es-el-espectaculo-de-que-el-mundo-tiene-duenos/

Shoup, L.H (2024): «El Consejo de Relaciones Exteriores, el Cabildo Israelí y la Guerra contra Gaza», La Alianza Global Jus Semper, https://www.jussemper.org/Inicio/Boletines/Resources/BOLETIN-JusSemper-Invierno-Primavera-2025.pdf.

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