«El más grande de todos los novelistas -Dostoievski-, siempre escribe mal, al menos según dicen los conocedores de la lengua rusa», escribe Virginia Woolf en un artículo de crítica literaria publicado en enero de 1920. «Pero la tarea del novelista carga tales fardos sobre cada uno de los nervios, músculos y fibras que exigirle además […]
«El más grande de todos los novelistas -Dostoievski-, siempre escribe mal, al menos según dicen los conocedores de la lengua rusa», escribe Virginia Woolf en un artículo de crítica literaria publicado en enero de 1920. «Pero la tarea del novelista carga tales fardos sobre cada uno de los nervios, músculos y fibras que exigirle además una prosa cargada de belleza» resultaría un esfuerzo excesivo. En el mismo texto incluido en «The Athenaeum» (traducido al castellano por Miguel Martínez-Lage en «Horas en una biblioteca», de la editorial «El Aleph»), compara al escritor ruso con Joseph Conrad, cuya prosa es tan bella en algunas novelas que el lector se queda admirado «como la abeja en la corola de una flor». Pero esto implica que Conrad tenga que «encapsular la energía» para resaltar la componente estética de la narración, de ahí que -explica Virginia Woolf- tantas páginas de este autor resulten «flojas», «adormecedoras» y «monótonas». ¿Hay una contradicción entre el estilismo y la belleza formal y, por otro lado, la pasión, la fuerza e intensidad en descripciones y personajes? ¿La perfección técnica le resta vitalidad a un texto literario, incluso lo despersonaliza?
En «El escritor y sus fantasmas» (Seix Barral), Ernesto Sábato responde a alguna de estas preguntas cuando afirma que los retóricos consideraban el estilo «como ornamento, como un lenguaje festival; cuando en verdad es la única forma en que un artista puede decir lo que tiene que decir. Y si el resultado es insólito no es porque el lenguaje lo sea sino porque lo es la manera que tiene ese hombre de ver el mundo». Por eso, cuando Sabato glosa el estilo de Flaubert, considerado uno de los eximios narradores de la Historia de la Literatura, le achaca que no deje de lado su «corona de flores de naranjo», es decir, su perfección estilística, pues precisamente este «famoso estilo de Flaubert», esta «pantalla erizada de joyas», es como una «pantalla» que se interpone entre el asunto tratado y la emoción que el texto debería producirle al lector.
De tanto en tanto los narradores explicitan sus reflexiones sobre la novela, el sentido de éstas, así como lo que les mueve a escribir. Fallecido en agosto de 2015 y autor de novelas como «Los disparos del cazador», «La larga marcha», «Los viejos amigos», «Crematorio» o «En la orilla», Rafael Chirbes escribió en 2002 «El novelista perplejo», un ensayo publicado por Anagrama en el que recoge el contenido de media docena de conferencias sobre sus principales preocupaciones literarias. Sostiene, por ejemplo, que a los críticos y estudiosos les obsesiona encuadrar el estilo de un escritor, pero en el momento en que este se fija y solidifica, opina Chirbes, «está perdido» pues ha encontrado «un maletín de formas que repite de novela en novela», es decir, convierte en «retórica» lo que en un momento pudo ser un hallazgo. El estilo se convertiría, así pues, en sinónimo de rutina y reiteración de patrones, asimilados a una impronta personal.
La novela no discurre con prisas, no es amiga de los vértigos ni del resultadismo mediático. Trabaja a fuego lento y erosiona la realidad poco a poco, hasta que construye nuevos puntos de vista sobre el universo exterior. «No importa tanto el número de lectores a corto plazo que tenga un libro, lo que importa es que alguna vez el mundo ha sido contemplado desde un lugar nuevo», explica Chirbes. El autor de «El novelista perplejo» no comparte que el objetivo de la literatura sea el puro placer estético del lector, entre otras razones, por la subjetividad que se esconde tras esa pretensón. Así, Rafael Chirbes encuentra ese goce estético en parágrafos del «Manifiesto Comunista» como el siguiente: «Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta». ¿En qué antología literaria se destacan estas palabras con las que Marx y Engels describían en 1848 a la burguesía en ascenso? «Desde mi punto de vista, el placer estético está íntimamente ligado a la percepción de la realidad desde un lugar nuevo».
El autor de «Crematorio» y «En la orilla» reivindica una literatura que mire al exterior y acopie materiales de la realidad, que se fije en el afuera, frente a los ejercicios de solipsismo e introspección tan caros a otros escritores. Por esta razón en «El novelista perplejo» Chirbes no se cansa de proclamar la el valor de narradores como Galdós o Max Aub. También Balzac, Zola, Tolstói, Dostoievski o Clarín partían de aspectos de la realidad material que les disgustaban, con una intención transformadora. Hoy, por el contrario, afirmaba Chirbes en una conferencia titulada «El yo culpable», «leo libros correctamente escritos, algunos hasta llenos de ingenio, que no carecen de méritos y que incluso responden con brillantez a ciertos problemas literarios que los críticos y expertos estudian, y, sin embargo, casi siempre estos libros me parecen muertos, inútiles, vacíos». Les falta el impulso exterior. Pero esto no significa que el narrador valenciano desprecie la buena escritura, al fin y al cabo, las palabras son la materia prima con la que trabaja el escritor: requieren cuidado y esmero. En una conferencia ante estudiantes de un instituto de Zafra (Badajoz), afirma: «Debemos mimar las palabras y su ordenado conjunto, lo que llamamos la lengua, porque, si la usamos bien, transportan con viveza y precisión ese mundo que hemos vivido y llevamos dentro». Son palabras que le dedica a Carmen Martín Gaite.
Cuando se cita a Valle-Inclán como gran renovador del lenguaje teatral o se destaca su manejo del idioma, Rafael Chirbes recuerda que esto es indisociable de la fuerza expresiva de sus obras, de su contacto con la realidad histórica. De hecho, «en el espléndido lenguaje de Luces de Bohemia está prendida la sordidez del exterior (…)». ¿Tendría la misma fuerza ese castellano valleinclanesco sin el drama de ese obrero anarquista a quien se le va a aplicar la «Ley de Fugas»? Pero la cuestión de las formas permite ir un punto más lejos en la reflexión. En el libro «La CIA y la guerra fría cultural» Frances Stonor Saunders destaca que los servicios secretos de Estados Unidos primaron el expresionismo abstracto como corriente artística frente a la Unión Soviética durante la «guerra fría». El «macartismo» y la «caza de brujas» antepuso una realidad amable, patriótica y edulcorada, que escondía los conflictos de fondo en la novela, el cine o el teatro (escritores como Dashiell Hammet terminaron en la cárcel). En el estado español se produjo «una autocrítica del realismo inducida por las vanguardias», apunta Chirbes. Era el tiempo de los escritores autocentrados en la literatura, en los libros y las «revoluciones del lenguaje»: Nabokov, Cabrera Infante, Severo Sarduy, Octavio Paz… Era el tiempo de los «enterradores del realismo».
El escritor y periodista defiende también la novela en un sentido artesanal, entendido como que el narrador ha de fraguar una «obra maestra». Es lo contrario de la prosa de consumo rápido, de usar y tirar, de la redacción a vuela pluma pensando en la lista de ventas y los premios literarios. La propuesta resulta ambiciosa, pues consiste en que cualquier novela contemporánea «lleve incorporada el saber novelesco y la reflexión en torno a ese saber de cuantas la han precedido». Un narrador que se precie no puede ser alguien desconocedor de las obras de Marcel Proust, Thomas Mann o Robert Musil, subraya Chirbes.
Es más, la novela «debe proseguir y actualizar la lista de interrogantes intelectuales y técnicos que han marcado su historia». Pero sin que la propia escritura, los engranajes del texto y los procedimientos literarios agoten la narración. Porque cuando Cervantes escribió el Quijote lo hizo contra los grandes relatos de caballerías y un mundo en decadencia; Balzac se enfrentó en sus textos a la carencia de escrúpulos de la burguesía emergente; Galdós criticó el oscurantismo y la intransigencia; Flaubert, las «escenas de costumbres provincianas». Y se podría eternizar la reflexión sobre la novela y el oficio de escribir, que tal vez zanje Cesare Pavese al afirmar, recuerda Rafael Chirbes, que la poesía no se enuncia sino que se intenta. «Me parece que soy novelista cuando estoy escribiendo una novela», concluye el autor de «En la orilla».
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