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Día del refugiado

El olor del pánico

Fuentes: IPS

El pánico tiene un olor y hasta un sonido característicos, tal vez un latido o una respiración, «algo que no se puede explicar». Alfredo Witschi-Cestari aprendió a reconocerlo en dos continentes, y lo encontró de nuevo en una reunión con dirigentes sociales desplazados en Soacha, un municipio al sur de la capital colombiana. Witschi-Cestari, coordinador […]

El pánico tiene un olor y hasta un sonido característicos, tal vez un latido o una respiración, «algo que no se puede explicar». Alfredo Witschi-Cestari aprendió a reconocerlo en dos continentes, y lo encontró de nuevo en una reunión con dirigentes sociales desplazados en Soacha, un municipio al sur de la capital colombiana.

Witschi-Cestari, coordinador residente y humanitario del sistema de las Naciones Unidas en Colombia, percibió por primera vez ese olor y ese sonido hace 27 años en Sabra y Chatila, campamentos de refugiados palestinos en Líbano, donde una familia amenazada pensaba que el suicidio colectivo era preferible a caer en manos de las milicias cristianas.

El funcionario nunca ha sabido qué ocurrió con aquellos palestinos en 1982, cuando las milicias perpetraron una matanza en esos campamentos.

Volvió a reconocer el pánico en 1981, en la sudoriental selva Lacandona de México, a una hora de camino de la frontera con Guatemala, una madrugada en que llegaron huyendo del ejército guatemalteco cuatro mil indígenas mayas, y un hombre exhausto y muy viejo dijo: «Si no nos quieren guardar aquí, no nos manden de vuelta. Mejor péguennos un tiro, es más fácil morir así».

Los mayas huían desde hacía cinco meses, comiendo raíces y hojas pues no se atrevían a hacer fogatas.

Los desplazados en Soacha «tienen miedo porque nadie los está protegiendo de los armados; son líderes que han tomado la decisión de ser líderes y por eso están amenazados», dijo Witschi-Cestari con motivo de la conmemoración por cuarta vez, este domingo, del Día Mundial de los Refugiados.

Su mensaje central es que los desplazados «son hombres y mujeres que tienen tanto derecho a no tener pánico como cada uno de nosotros, así como a recuperar lo que perdieron» al abandonar sus pertenencias para salvar la vida.

Una semana antes del Día de los Refugiados, el nuevo presidente panameño Martín Torrijos expresó que los desplazados que lleguen a su país huyendo de la guerra en Colombia «serán repatriados en una colaboración estrecha y fluida con el gobierno colombiano».

Unos 60.000 colombianos indocumentados viven en Ciudad de Panamá y en otros centro urbanos panameños según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). De ellos, sólo 829 han presentado solicitudes de asilo, y a otros 860 les han sido aceptados pedidos de ese tipo.

Algunos panameños piensan que el asilo en general, y en particular el otorgado a colombianos, pone en peligro la economía de su país, de 3.000 millones de habitantes, y que habría que cerrar sus puertas.

«Confiamos en que se seguirá aplicando el derecho internacional de los refugiados como se viene haciendo, y que se mantendrá la institución del asilo, que viene desde tiempos milenarios» y está establecida incluso en la tradición de las grandes religiones, comentó el representante del Acnur en Colombia, Francisco Galindo.

Según la Consultoría para los Derechos Humanos (Codhes) de Colombia, en 2003 huyeron a Ecuador, Venezuela y Panamá 40.800 colombianos.

Con el fin de disminuir el riesgo del rechazo a los desplazados más pobres, los programas fronterizos que desarrolla el Acnur en los países vecinos de Colombia incluyen proyectos que benefician también a las comunidades receptoras, que a menudo están en la pobreza y abandonadas por el Estado.

En los cinturones de miseria de los centros urbanos colombianos, los expertos hablan del impacto de los «nuevos pobres» (los desplazados internos) sobre los «pobres históricos», pues unos y otros compiten en el desempleo y por una oferta insuficiente de servicios sociales.

El Acnur registra 2.388 solicitudes de asilo de colombianos en Venezuela, y sólo 20 concedidas.

El coronel José Uriana, director de derechos humanos y derecho internacional humanitario del estado mayor conjunto del ejército venezolano, alega que muchos pedidos de asilo de colombianos tienen como objetivo final obtener el reconocimiento como refugiados en Estados Unidos, y que por eso Venezuela se muestra reacia a aceptarlos.

En Ecuador, de 23.036 solicitudes de asilo presentadas por colombianos han sido concedidas 6.250. Según el Acnur, desde 2001 la guerra recrudecida en el sur de Colombia duplica cada año los pedidos de asilo a Quito.

En 2003 hubo 11.388 de esas solicitudes, que situaron a Ecuador en la primera línea internacional del impacto del conflicto interno colombiano entre guerrilleros izquierdistas y fuerzas estatales y paramilitares derechistas.

Según el Acnur, de 1999 a 2003 han pedido asilo oficialmente 81.921 colombianos, en primer lugar en Estados Unidos, seguido por Ecuador, Costa Rica, Canadá, España, Gran Bretaña, Francia, Venezuela, Suecia y otros 15 países.

A ojo de buen cubero, un experto que prefirió no ser citado calcula que por cada asilo otorgado fueron rechazados 10, y que otras 10 personas ni siquiera se atrevieron a presentar una solicitud, por miedo o desconfianza.

Según la Codhes, en 2003 abandonaron Colombia 157 dirigentes sociales, ante todo sindicalistas. «Se trata de líderes sindicales de primera línea, con entre 15 y 30 años de experiencia, que tuvieron que abandonar su trabajo, y eso tiene un costo muy grande en materia de cohesión de la sociedad civil», dijo a IPS Jorge Rojas, director de la entidad.

«Muchos de estos líderes no se registran como refugiados, sino que viajan bajo programas de protección internacionales», precisó.

Por otra parte, los desplazados internos son de dos y tres millones, según sea la fuente gubernamental o la Codhes, respectivamente.

Desde el punto de vista humanitario, el éxodo «es un desastre sociodemográfico que implica un crecimiento atípico, caótico y desordenado de las ciudades grandes e intermedias, y un colapso de la capacidad institucional del Estado para atender estas personas», señaló Rojas.

«Desde el punto de vista de derechos humanos, es una crisis de un gobierno que no garantiza la protección de los derechos fundamentales de la gente antes, durante, ni después del desplazamiento, derechos que no son sólo civiles y políticos sino también económicos, sociales y culturales», agregó.

Los desplazamientos masivos ocurren «porque (a las comunidades) llegan grupos que las amenazan, les dicen ‘váyanse’ y se tienen que ir, porque si no cumplen, los que los han amenazado sí cumplen con la amenaza y los matan, los masacran. El otro desplazamiento tiene nombre y apellido, es individual, una amenaza de muerte y la persona tiene que ponerse a salvo», explicó Galindo.

A los campesinos y colonos, mayoritaria y tradicionalmente afectados por el desplazamiento, desde hace un tiempo se suman los indígenas y las comunidades negras.

Los indígenas «tienen una vinculación muy particular con la tierra, y cuando la abandonan es porque realmente no pueden más. El desplazamiento es la última medida» para los aborígenes y las comunidades negras que viven a la manera tradicional en la selva, «les rompe su proyecto de vida, las comunidades quedan rotas», dijo el representante del Acnur.

En 2003 se invirtió una tendencia que venía siendo creciente, y el número de nuevos desplazados forzados disminuyó 52 por ciento en relación con 2002, de acuerdo con datos del gobierno.

Pero la otra cara de ese aparente buen resultado es que aumentó el confinamiento de poblaciones mediante el bloqueo militar, la restricción de desplazamientos y el control de víveres, con el argumento de que éstos podrían ir a parar a manos de la guerrilla.

Confinamiento «es un término que no le gusta al gobierno, pero es un elemento nuevo de la crisis, y hoy es tan grave el confinamiento como el desplazamiento», afirmó Rojas.

Jan Egeland, secretario general adjunto para asuntos humanitarios y coordinador del socorro de emergencia de la Organización de las Naciones Unidas, manifestó la preocupación de ese organismo «por las 10 regiones (de Colombia) donde hay grandes comunidades de población indígena bloqueadas».

Pero Rojas no puede dar cifras sobre el confinamiento, pues cuando la Codhes intenta hacer trabajo de campo al respecto, «nos toca regresar porque los paramilitares no nos dejan entrar».

En estos días no hay forma de comprobar el olor del pánico en Jiguamiandó, en la noroccidental provincia del Chocó. La comunidad está sitiada y «el que sale es hombre muerto», dijo Rojas.