La promesa de la política ya no alcanza para superar la honda crisis social que atraviesa el país, dividido, polarizado y en llamas por las movilizaciones sin precedentes que reclaman otro orden social, libre del miedo, la humillación, la precariedad y el riesgo a morir en cualquier momento, a manos del estado que estaba llamado a hacer del respeto a los derechos humanos su bandera de unidad y progreso civilizatorio y que ha terminado por convertir en su principal objetivo a destruir.
El reclamo de las mayorías es por un orden social que tenga en su base el reconocimiento de derechos y garantías orientadas a forjar una sociedad de la vida, distinta a la de muerte y escombros, fundada por el imaginario de una minoría poderosa que cree tener supremacía por su clase, apellido, linaje o capacidad económica, sostenidas todas, por prácticas colonialistas de odio, persecución, amenaza, temeridad y venganza contra las mayorías, de las que saca enemigos a combatir o eliminar y trata como peligroso a quien se interese por el bien humano, por lo beneficioso para todos.
El orden social que reclaman las mayorías es más simple de lo que se cree, solo basta justicia, para acceder a bienes materiales básicos, casi que son mínimos de la supervivencia biológica como agua potable, alimentos, techo, salud y unos básicos sociales de respeto, educación y empleo. Nadie pide regalos, caridad o compensaciones, ni esta por fuera de lo que le corresponde entregar a cualquier estado de derecho: derechos y trato a todas las personas como seres humanos con dignidad y atención a sus demandas, con igualdad, en equidad, en libertad y con respeto por su vida.
El orden ofrecido por las élites priva a su ciudadanía de ejercer su función, de participar en las grandes decisiones como la definición de presupuestos o la diplomacia y excluye las expresiones de experiencias políticas no centradas en sus imaginarios de poder, por lo que termina siendo ajeno a lo reclamado por las mayorías. Con arrogancia alimenta el conflicto actual entre el estado de élites compuesto de minorías poderosas y la sociedad de mayorías que le teme a la capacidad de destrucción del estado. El orden de las élites es defendido con argumentos de exquisita retórica de ilustrados que guardan el espíritu de los antiguos propósitos coloniales aún no completados. En la vida cotidiana los jueces son expuestos a los medios que anticipan las condenas, fiscales que defienden corruptos, corruptos que definen gobernantes, gobernantes que amparan a mafiosos y mafiosos que imponen “su” propio orden y aplican su propia ley. Es un orden cerrado y cíclico resguardado por soldados y policías preparados para la guerra pero empujados a ejecutar civiles a quemarropa, generales bañados en medallas que encubren políticas de muerte, congresistas que niegan lo pactado en democracia y cambian la constitución por una biblia y una democracia sin confianza entre la ciudadanía y el estado.
El triunfo del orden social de las élites se funda en la “razón de estado”, estratégica, que privilegia la voluntad de destrucción por encima de todo derecho elemental de las personas como sentencia de muerte para la ciudadanía que compone las mayorías. Las metas de la economía en ese orden van antes que la vida y la ideología del capital, impone sus reglas para que todo sea convertido en mercancía y la política sea solo de obediencia y lealtad al furher, a la élite, al jefe del poder.
El orden social de las élites, es un sistema completo, complejo, que por sus rasgos, características y representantes, encaja muy bien en el marco de referencia del modelo y espíritu nazi, es replicado con la publicidad de Goebbels, las leyes discriminatorias de Hess, los experimentos humanos de Mengele y las listas de exterminio de Eichmann, la economía es trazada con la voz y cartas ocultas de los grandes empresarios patrocinadores del poder, la política se hace con el fuste y embuste de los jefes de directorios regionales y la defensa la organiza con comandos en una especie de ejército y policía política del régimen, con militares y colaboradores paramilitares al servicio del partido en el poder, empresarios y parapolíticos. El orden funciona bien, las élites no pierden nada, ni en pandemia o sin ella, con bloqueos o sin ellos, la riqueza fluye, el capital se acrecienta y se concentra, porque la guerra la hace funcionar, elimina la diferencia (innecesaria para ellos) entre bien público y el interés privado. El estado para las élites es su mejor oportunidad, su botín, su razón de ser.
El orden social que reclaman las mayorías propone asegurar primero el derecho a la vida para cumplir el más universal deseo humano de no volver a recibir el desconocimiento y menosprecio de sus derechos humanos, que por estar entronizados en el orden de las élites han originado los actos de barbarie más ultrajantes y contrarios a la dignidad humana que han ofendiendo a la humanidad entera.
El orden social que reclaman las mayorías no es el mismo de las élites, el de las élites somete a convivir con el desprecio que acarrea daños tangibles e irreparables a las mayorías y no da muestras de querer atacar la desigualdad que empobrece y mata, ni tampoco muestra su intención de abandonar sus patrones de violación sistemática de derechos humanos, desplegado con estrategias de una secreta política de muerte, orientada a mantener como sea el control del estado, garantizarse la obediencia de la sociedad a sus designios y callar ante los crímenes coordinados o previstos por segmentos asociados a las élites y de los que presumiblemente participan instituciones, funcionarios y terceros con plena conciencia de su orden social que avanza como proyecto criminal.