Señoras y señores: Hace más de una década, ante el homicidio perpetrado contra mi padre, el último congresista sobreviviente del movimiento político Unión Patriótica, dejé la academia y decidí consagrar mi vida a la protección y promoción de los derechos humanos. Elegí trabajar con las víctimas de crímenes contra la humanidad. Son múltiples […]
Señoras y señores:
Hace más de una década, ante el homicidio perpetrado contra mi padre, el último congresista sobreviviente del movimiento político Unión Patriótica, dejé la academia y decidí consagrar mi vida a la protección y promoción de los derechos humanos. Elegí trabajar con las víctimas de crímenes contra la humanidad.
Son múltiples las caras del reto que implica intentar superar esta experiencia traumática. En primer lugar, la impunidad. La impunidad no es, como se piensa a menudo, la sola ausencia de sanción judicial. La impunidad es la condición legal y culturalmente instituida por un Estado que ha cometido crímenes masivos. La impunidad crea una nueva articulación de relaciones entre los perpetradores y las víctimas, en la que las víctimas son tenidas bajo el control de quienes han utilizado métodos de terror. Por esta razón, es fundamental preservar en la memoria las campañas de exterminio del pasado. Pero es igualmente importante ser conscientes de las estructuras de opresión del presente.
Bajo ciertas circunstancias puede ocurrir también que la impunidad abierta ceda su lugar a otras formas de dominación, y se esconda tras procedimientos de reparación humanitaria. Reducida a una forma de compasión, la reparación corresponde a un concepto de víctima que priva a las personas de su condición de actores con iniciativa. Esta clase de tratamiento de las víctimas perpetúa la desposesión de atributos jurídicos y políticos para grupos e individuos.
Durante estos años de lucha contra la impunidad, paulatinamente llegué a la convicción de que es necesario hacer conciente la diferencia entre la actitud humanitaria, y la concepción propia de los derechos humanos que son, a mi juicio, un proyecto político.
No tengo nada en contra de mitigar las consecuencias de las enfermedades, las catástrofes naturales, o los sistemas económicos y políticos arbitrarios. No obstante, la tarea de los defensores de derechos humanos no consiste solamente en aliviar el sufrimiento. Como dice uno de los grandes abogados en este campo, Roberto Garretón: ‘No basta con luchar para que un individuo no sea torturado. Necesitamos abolir la tortura’. Eso quiere decir que es imperativo transformar el sistema que produce el genocidio, la desaparición forzada, las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, el secuestro, el desplazamiento forzado. Los derechos humanos son la vía más universal para construir ese ideal de convivencia justa: la democracia.
Como otras naciones, en su historia reciente mi país ha sufrido los efectos de los crímenes contra la humanidad. Pero con una peculiaridad sustancial. En contraste con otras sociedades en las que también han acontecido el genocidio y la guerra, en Colombia las atrocidades se han escondido bajo un sistema de democracia simulada. El de mi país es tal vez el caso más ilustrativo de los extremos a los que se llega a través del formalismo legal y de un modelo de aparente participación ciudadana.
Ante tal situación, el actual gobierno colombiano ha optado por una actitud negacionista. Contra toda evidencia, niega que exista el conflicto armado que afecta el país por más de cuatro décadas, y ahora busca persuadir a la comunidad internacional de que entramos en la era del posconflicto y la transición. Asimismo, niega que existan víctimas de la acción del aparato estatal. Y sobre todo niega que los grupos paramilitares hayan sido una creación de políticas de Estado, y que sigan actuando.
En Colombia el paramilitarismo es la demostración más consistente del carácter simulado de la democracia. Durante las últimas dos décadas, cerca de 20.000 personas fueron enterradas en sepulturas clandestinas en todos los rincones del país. Por medio de estas cruentas campañas, los paramilitares y las fuerzas armadas estatales impusieron gobiernos locales totalitarios. Cerca de 4’000.000 de personas, el 10% de los colombianos, fueron desplazadas por la fuerza para usurpar sus tierras. Así, el paramilitarismo de Estado ha sido una estrategia de imposición de un poder despótico y de acumulación de riquezas y territorios.
Cerca de un centenar de los más estrechos colaboradores del presidente Álvaro Uribe están siendo investigados por la Fiscalía General y la Corte Suprema de Justicia por sus nexos con los grupos paramilitares. Esto demuestra que la desmovilización paramilitar es una ficción. El desmonte definitivo de las redes paramilitares es un paso ineludible en la búsqueda de democracia.
Las víctimas de la violencia en Colombia necesitan mucho más que asistencia humanitaria. Su realidad requiere ser reconocida. Su participación auténtica en todos los procesos sociales y políticos debe ser garantizada, sin que se les imponga una falsa reconciliación.
Expreso mi agradecimiento a Human Rights First por haberme distinguido con esta prestigiosa medalla. Asimismo agradezco a la organización que postuló mi nombre US Office on Colombia. Este galardón es un revelador respaldo internacional a las víctimas de crímenes de Estado. Quiero dedicar este premio a todos los que hacen esfuerzos por erradicar los crímenes contra la humanidad en mi país: a las comunidades que resisten hoy al despotismo, a los defensores y defensoras de derechos humanos, a las organizaciones que pertenezco -el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, y el Movimiento Hijos e Hijas por la Memoria y contra la Impunidad-.
También dedico esta distinción a Brigadas Internacionales de Paz que desde hace años nos acompaña solidariamente, garantizando que podamos seguir trabajando en el país.
Pero en especial, deseo consagrar este premio a una defensora de derechos humanos, que además de ser mi interlocutora permanente, me ha acompañado a mí y a muchas otras víctimas de la violencia en Colombia con su luminosa presencia, su sensibilidad humana y su inteligencia. Se trata de Claudia Girón, quien además de ser mi colega, es mi esposa. Con ella comparto este honroso reconocimiento.