Luego de la victoria de la derecha en las elecciones presidenciales y la debacle electoral de la centro-izquierda tradicional junto con la emergencia del Frente Amplio como tercera fuerza política, hemos podido ver diversos esfuerzos de articulación entre fuerzas de la ex Nueva Mayoría (en particular el PS) y el Frente Amplio. Sin embargo, no […]
Luego de la victoria de la derecha en las elecciones presidenciales y la debacle electoral de la centro-izquierda tradicional junto con la emergencia del Frente Amplio como tercera fuerza política, hemos podido ver diversos esfuerzos de articulación entre fuerzas de la ex Nueva Mayoría (en particular el PS) y el Frente Amplio. Sin embargo, no se ha visto una reflexión respecto a qué es lo que se está fraguando tras estos intentos de articulación, situándolos en el contexto de lo que cada fuerza es, representa y quiere construir como proyecto político para Chile.
Esto se ha intensificado a propósito de la intención por parte del PS de revitalizar el proyecto de ley propuesto por el Frente Amplio para establecer primarias en las elecciones municipales. Pero más allá de la dimensión instrumental electoral -que es importante sin duda-, tras estos acercamientos rondan otras preguntas relevantes, como el carácter de la oposición, la posibilidad de acercamientos más estratégicos e incluso eventuales acuerdos en futuros proyectos de gobierno u otros.
El Frente Amplio es un conglomerado diverso y articula diversas tradiciones políticas. Con todo, su alianza se levanta sobre un elemento estratégico fundamental: la superación del neoliberalismo. La pregunta es obvia entonces: ¿Es posible cimentar alianzas -que superen lo meramente instrumental- con partidos hasta ahora abiertamente neoliberales? La respuesta es bastante lógica: considerando que el Frente Amplio debe ampliar su arco de alianzas ante la eventualidad de ser gobierno, entonces sí, es posible -e incluso necesario- cimentar alianzas de este tipo. Pero primero, es también necesario arreglar cuentas, puesto que lo que no es posible es establecer alianzas con partidos que continúen en la senda neoliberal.
Arreglar cuentas no es un ejercicio menor en la medida de que gran parte de todo lo que el Frente Amplio se dispone a construir, comienza precisamente por acabar (en la forma de superación) con parte fundamental de la obra de la Concertación, encabezada por pacto del Partido Socialista y la Democracia Cristiana. Si el relato oficial nos presenta la transición como un periodo de crecimiento constante y consolidación democrática, lo que puede observarse desde una perspectiva crítica es el desarrollo de un consenso elitario -valga la redundancia: al que no estuvo invitado nadie más que la élite política- en torno a los principios fundamentales del neoliberalismo, que fueron crecientemente abrazados por parte de la dirigencia concertacionista en general y socialista en particular. Edgardo Boeninger, analizando el gobierno de Aylwin del que fue ministro, muestra con claridad este asunto cuando planteó que «la definición del gobierno es que no hay otro camino para Chile que una política macroeconómica esencialmente liberal en cuanto asigna un rol central al mercado, la empresa privada y la apertura al exterior». Esta definición de gobierno se extiende hasta nuestros días y se la presenta como si no existiese alternativa. Decir esto no quiere decir que la Concertación no haya hecho nada, por supuesto que se hicieron cosas, se redujo la pobreza, se aumentó la cobertura educacional, se aumentó la infraestructura pública, etc. pero todo esto se hizo bajo el paraguas general de la consolidación del neoliberalismo y el Estado Subsidiario.
¿Qué implica este consenso neoliberal? Principalmente tres cosas: Estado subsidiario, democracia degradada (sin polis ni demos) y principios económicos regidos por la ortodoxia monetaria y fiscal, en una economía orientada a una apertura comercial creciente y con importantes subsidios públicos a la actividad privada. Este esquema devino un mantra que se repitió en prácticamente todas las reformas de todos los gobiernos concertacionistas: si algo lo puede hacer un privado que lo haga un privado (hay que concesionar todo lo concesionable, decía Lagos). El Estado se encargará de aumentar las subvenciones a los sectores más pobres y articulará la provisión del servicio en base a una lógica de competencia y mercado, creando verdaderos nichos de acumulación privada y regulada.
Así, de lo que se trata es de la generalización de una lógica, una racionalidad subyacente a todo lo realizado políticamente en el período y que dio forma a la sociedad chilena, su institucionalidad en sentido amplio y a su trama de relaciones sociales, en base a los principios neoliberales que se fueron transformando en norma. Recordemos que hasta el 2011 no se podía hablar en Chile de gasto social universal, defender la focalización era el pase para recién comenzar una conversación dentro de los márgenes de lo razonable.
Como consecuencia de esto, los 20 años de Concertación entregaron un país de casi 13.000 USD per cápita (distribuidos de manera muy poco per cápita), pero totalmente privatizado: se privatizó lo público (tanto en sus servicios como en la propia administración estatal tras la adopción del New Public Management como dogma de la gestión pública) y se rechazó constituir ámbitos basados en lo común y la solidaridad; se privatizó la reproducción social, principalmente tras la introducción de mecanismos de mercado y el fortalecimiento, asociado a la hegemonía del principio de focalización, de la privatización de los servicios sociales. Junto con esto, la integración social misma fue parcialmente privatizada, estableciendo el consumo como el principal ámbito integrador y generalizando con ello la «servidumbre por deudas». Finalmente, se privatizó la política principalmente mediante la experiencia anti-política de la política de los consensos, que operó como mecanismo principal de disolución de los conflictos y de la administración del proceso transicional.
Hemos comprendido poco la profundidad real con la cual el neoliberalismo, como proyecto de sociedad, ha sido instalado en el país y la responsabilidad, por tanto, que tuvo la concertación en este proceso mediante su consolidación. Pensar una alternativa de salida tiene que partir desde una comprensión adecuada de esta situación radical. El neoliberalismo en Chile es la experiencia misma de la vida en sociedad y aparece, por tanto, de modo naturalizado para un individuo -que es todos los individuos- que asiste a jardines infantiles privatizados, a un sistema escolar articulado en base a principios de mercado, que trabaja en un mercado laboral altamente flexible, precario y desprotegido, y que termina su vida empobrecido tras haber cotizado en una cuenta de capitalización individual, aportando con su salario capital a la AFP para que esta lo utilizara en sus negocios de especulación financiera. Los responsables de esa obra, que ha sido construida en 40 años (si aceptamos como inicio el año 1978 y las «siete modernizaciones»), y de los cuales solo los primeros 10 fueron dictadura, en realidad no visten de uniforme, sino que administraron en democracia el país por las tres décadas siguientes hasta nuestros días.
Sin embargo, incluso los sectores de izquierda del Partido Socialista tienen una visión débil respecto del rol cumplido durante la concertación. Intelectuales orgánicos como Manuel Antonio Garretón plantean que durante esos años el neoliberalismo fue corregido, o, similarmente, Fernando Atria plantea que durante estos años se le dotó de rostro humano al modelo neoliberal. Ernesto Águila, en una reciente entrevista en El Mostrador, indica que el «costo de la labor democratizadora» fue continuar con la agenda neoliberal. La frase es notable: en la gesta socialista que estuvo orientada a la democratización, el neoliberalismo fue un «costo», como si se hubiese desarrollado por pura inercia o de manera inevitable, y no hubiese habido agencia política por parte del propio PS en la consolidación y profundización del neoliberalismo en el país.
Pero como hemos visto, el PS ha estado muy lejos de ser un agente pasivo del proceso. Quizás bastaría recordar que este partido tuvo dos presidentes en el período para pensar que la consolidación neoliberal, que tiene como hito el gesto de Lagos firmando la Constitución de Pinochet, no fue un mero costo, sino que parte de la obra. Pero si eso no es suficiente, también podemos mencionar el CAE, la subvención a la salud privada en el AUGE, la LGE y el mantenimiento de la lógica de mercado en educación o la regresiva reforma laboral de Bachelet, todas estas políticas impulsadas en gobiernos socialistas. O si es por hablar del partido mismo, habría que mencionar el tránsito de insignes dirigentes partidarios (algunos de ellos antaño muy izquierdistas y muy radicales) a las filas del empresariado, la relación orgánica del partido con este último traducido finalmente en el financiamiento ilegal a la política, los lazos con el narcotráfico en el sector sur de Santiago, el modo como otros insignes dirigentes celebraron la neoliberalización del país como la entrada a la modernidad o como unos últimos consideraron que su democratización real, en realidad no era más que fumar opio.
Lo que Atria o Garretón llaman humanización o corrección del neoliberalismo, en realidad y a la luz de lo anterior, no es más que fortalecimiento del Estado subsidiario y por lo tanto, fortalecimiento de la lógica neoliberal subyacente a esas reformas. Esa lógica, más allá del aumento de los subsidios o las transferencias focalizadas, ha permanecido intacta hasta nuestros días. Si su comparación de humanidad es con respecto a la dictadura, por supuesto que allí el neoliberalismo, como todo, fue más inhumano, ¡si era una dictadura!. En definitiva, la profundización del modelo no fue un «costo» del PS, fue parte de su actividad propia, no muy distinta de la actividad en los ’90 del resto de los partidos socialistas en otras latitudes. No por nada Margaret Thatcher dijo que Tony Blair fue su mejor creación.
Acá hay un debate pendiente y algunos, como el mismo Atria, desde hace algunos años han tomado la iniciativa y desde el Frente Amplio debe recogerse el guante. Sus concepciones (reductoras, a mi parecer) del socialismo o su propuesta de la construcción de un Régimen de lo Público (insuficiente para un proyecto antineoliberal), solo han sido respondidas precariamente desde la derecha (véase Razón Bruta del mismo autor) y desde el Frente Amplio han tendido a ser aceptada de manera acrítica. Establecer un campo de debate, entonces, es fundamental. Sin esto, que parte por dar abiertamente este debate en nuestras propias filas, y, por el contrario, estableciendo estos vínculos de manera irreflexiva, meramente instrumental y reducido únicamente a un supuesto provecho electoral, a lo que se contribuye es de hecho al debilitamiento del carácter transformador y refundacional de la apuesta frenteamplista, poniéndola en un cara a cara con la mera renovación elitaria y con la posibilidad de no ser más que una mera fuerza auxiliar del proyecto de Elizalde. Sin esta discusión, además, apuestas potencialmente positivas para todos, como Casa Común de Atria, terminan convirtiéndose en un verdadero Caballo de Troya de los sectores conservadores -y mayoritarios- del PS. Una política transformadora, como la que quiere impulsar el Frente Amplio, si quiere ser realmente transformadora, debe establecer un marco de alianzas con fuerzas que estén dispuestas a hacer precisamente lo que no se hizo durante la transición: cambiar la lógica neoliberal en cada una de las reformas que se implementen y romper los lazos orgánicos con el empresariado. Es en ese sentido que hablar de la transición es hablar de futuro y hoy día una cuestión absolutamente necesaria.
Simón Ramírez es miembro de la Comisión Política Movimiento Político SOL – Frente Amplio
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