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El pasado imprevisible

Fuentes: Rebelión

El pasado 8 de mayo los países del «viejo continente» y los Estados Unidos celebraban el 60 aniversario de la victoria contra la Alemania nazi y sus aliados. El presidente Bush depositó flores en el camposanto de Margraten, en los Países Bajos, donde reposan miles de soldados norteamericanos caídos en la Segunda Guerra Mundial. Casi […]

El pasado 8 de mayo los países del «viejo continente» y los Estados Unidos celebraban el 60 aniversario de la victoria contra la Alemania nazi y sus aliados. El presidente Bush depositó flores en el camposanto de Margraten, en los Países Bajos, donde reposan miles de soldados norteamericanos caídos en la Segunda Guerra Mundial. Casi a la misma hora, el primer ministro de uno de los países de la «nueva Europa» (según la terminología de Donald Rumsfeld), también hacía una ofrenda floral, pero, a diferencia de George Bush, Andrus Ansip quiso homenajear a los combatientes del nacional-socialismo depositando flores sobre las tumbas de los soldados alemanes y estonios que durante la guerra habían formado parte de las unidades de las SS.

Este insólito suceso se inscribe dentro de la larga y ruidosa polémica que se ha desarrollado en la prensa de los países bálticos durante los últimos meses y que ahora ha llegado a los medios informativos del oeste europeo. Uno tras otro, los presidentes de Lituania, Estonia y Letonia (aunque a última hora la presidenta letona cambió de parecer) rechazaban la invitación de Vladímir Putin a las celebraciones de la victoria en Moscú, alegando que el triunfo de las tropas soviéticas sobre el fascismo dio lugar a la ocupación de sus países y al consiguiente martirio de sus respectivos pueblos por la tiranía comunista.

Una y otra vez, los políticos y los periodistas bálticos han repetido la misma interpretación de los acontecimientos de aquella terrible guerra: las tropas anglo-americanas liberaron a los países del oeste europeo (olvidándose, por cierto, de España y Portugal), mientras en el este los tanques «rusos» aplastaban la libertad de los pueblos. Los norteamericanos luchaban contra los opresores alemanes, pero los soviéticos combatían a los defensores de la democracia y la independencia nacional asociados con el ejército alemán. El hecho de que esta asociación revistiera circunstancias tan comprometedoras como el servicio en las divisiones de las SS se justifica por el amor patrio. Hemos podido ver en la BBC y otras cadenas europeas entrevistas en las que veteranos de las Waffen-SS letonas y estonias negaban tener motivo alguno de arrepentimiento. Asimismo, hemos visto cómo en Estonia se levantaban monumentos a estos peculiares luchadores por la democracia y la libertad nacional, mientras que en Letonia hace pocas semanas tenía lugar una manifestación de veteranos del ejército nazi. En Lituania, un joven político llegó al punto de declarar que los judíos, exterminados durante la guerra por las SS, eran enemigos alevosos de la raza europea.

«El pasado es imprevisible», se decía en broma en la antigua Unión Soviética, y ahora parece que los propagandistas de las repúblicas bálticas están dispuestos a continuar la tradición estalinista de revisar la historia. Sin embargo, la nueva versión de la historia de la Segunda Guerra Mundial que promueven los gobiernos bálticos se basa en ciertas premisas que merecen ser examinadas. En primer lugar, la más trágica de las contiendas que ha vivido la humanidad es presentada como la lucha entre dos fuerzas eternas: el Occidente democrático (cuyos paladines en el este son los tres estados bálticos) y el Oriente totalitario, es decir, Rusia. En segundo lugar se da por sentada la continuidad histórica y política entre la extinta Unión Soviética (cuyo parlamento, por cierto, ya había condenado el pacto Molotov-Ribentrop en 1989) y la actual Federación Rusa.

Un examen atento de la primera hipótesis demuestra inmediatamente su falsedad. La Europa de entreguerras era muy distinta de la actual, y los ideales democráticos se hallaban entonces muy desprestigiados. En la mayoría de los estados constitucionales no se reconocía el voto de la mujer, y muchos de ellos poseían imperios coloniales donde la explotación y marginación de las poblaciones autóctonas era la norma. Además, numerosos países europeos adoptaron regímenes de corte fascista, e incluso donde se mantuvieron las formas democráticas fueron muchos los que simpatizaron abiertamente con el extremismo nacionalista y racista. Los países bálticos no escaparon a la corriente: en ellos se instauraron dictaduras presidenciales en las que se disolvieron los parlamentos y se prohibió la actividad de partidos políticos y asociaciones civiles. La Unión Soviética, por supuesto, sufría también una horrible dictadura, pero cabe recordar que la firma del pacto Mólotov-Ribbentrop (1939), que según los actuales dirigentes bálticos constituye la prueba de la inherente naturaleza agresiva del estado soviético y de su cercanía al totalitarismo fascista, se produjo tras los acuerdos de Munich (1938), en los que Francia, el Reino Unido, Alemania e Italia aceptaron la anexión de una parte del territorio de Checoslovaquia por el Tercer Reich.

Tampoco es cierta la impresión que se desea crear de que los pueblos bálticos habían gozado de su independencia política hasta el momento en que las tropas soviéticas atravesaron sus fronteras en 1940. Con la notable excepción de Lituania, antiguo rival de Rusia, los estados bálticos nunca habían sido independientes antes de 1918. Letonia y Estonia fueron cedidas por Suecia a Rusia en 1721, mientras que Lituania fue anexada al imperio zarista en 1772 como resultado del reparto de Polonia. Por otra parte, la relativa independencia de estos países en 1918 no fue ciertamente producto de su lucha por la liberación, sino consecuencia de la paz, que Rusia bolchevique firmó separadamente con Alemania en su deseo de abandonar la primera guerra mundial. Veintiún años después, Alemania se mostró dispuesta a devolver a la URSS esos territorios.

Por último, aunque Rusia fue la república más grande y poblada de la Unión Soviética, ésta no se identificó nunca con un estado nacional ruso. De hecho, el porcentaje de población no rusa en la URSS en vísperas de la guerra ascendía al 45% del total. Por otra parte, el componente internacionalista de la ideología comunista favoreció en gran medida la participación de representantes de todas las nacionalidades en los distintos niveles del poder soviético. Sin ir más lejos, el máximo dirigente del país Stalin era georgiano (algo que parecen olvidar los actuales denigradores de Rusia), Kaganovich era judío; Jrushev era ucraniano, etc. Como tampoco puede considerarse exclusivamente ruso el Ejército Rojo, en el que siempre se cuidó el equilibrio entre nacionalidades: incluso la bandera roja que los soldados soviéticos izaron sobre el Reichstag fue portada por un ucraniano, un ruso y un georgiano.

Las recientes especulaciones históricas ignoran asimismo algunos hechos esenciales: el pueblo ruso sufrió igual que las demás naciones de la Unión Soviética los abusos y crímenes del totalitarismo estalinista, pero en el momento de la invasión hitleriana no fue Stalin quien detuvo la barbarie fascista (ni tampoco el «general Invierno», como se empeñan en repetir periodistas y comentadores mal informados), sino el conjunto de los pueblos soviéticos, incluidos los numerosos estonios, letones y lituanos que lo sacrificaron todo por defender su tierra. Todos los pueblos de la URSS por igual son responsables de las glorias y de las miserias de su historia. Sería más lógico que los actuales nacionalistas bálticos hubieran planteado el debate de si la Federación Rusa de hoy, capitalista y liberal, tiene derecho a reclamar en exclusiva las hazañas del Ejército Rojo y de la URSS, pero lo que resulta insultante, no sólo para los millones de caídos soviéticos, sino también para las víctimas del nacional-socialismo, para todos los europeos, es que pretendan sustentar sus respectivas identidades nacionales en el odio al pueblo ruso y el elogio de los colaboracionistas.