Nota del autor:
Escribir para mí nunca ha sido ejercicio. Inspiración, incluso vicio, pero nunca ejercicio. Por eso hice este pequeño texto en ese comercial formato de las quinientas palabras, para los que hacen la lectura inteligente, esa de la diagonal que nunca aprendo a hacer. Aquí está una de las tantas cosas que pongo en un Word y se quedan meses abiertos, sin guardar. Hoy lo redescubro, en medio de un mundo que tiembla ante el virus. Sé que no es el mejor momento para estos temas, pero aprendí de Aristóteles que nunca es el momento correcto. Por eso lo publico ahora, no sé cuánto tiempo pase hasta que me vuelva a encontrar este post dando vueltas en la PC.
Se lee rápido. Luego podemos volver al tema. Incluso puede contar conmigo para ayudar.
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Pedir perdón es algo que se debe aprender. Tal vez no arregla el daño, pero ayuda a aliviar el dolor. También acerca a ser perdonado, acción sin la cual es más difícil una espiritualidad satisfecha consigo misma. Y si de hechos del pasado que tocan una dimensión política se trata, no estamos ante una excepción.
Muchos pueblos merecen una disculpa por las atrocidades que contra ellos se cometieron; atrocidades que siempre dejan más dañados a los inocentes, que son esa yerba debajo del combate de elefantes. Luego, si el arrepentimiento devenido en acciones reparadoras no llega, contribuye a la persistencia un dolor histórico que sobrevive y se manifiesta en la cultura, en la cotidianidad, incluso en la rebeldía. Como respuesta a la acumulación de estas, se han proclamado no pocas revoluciones.
Pero las revoluciones también cometen errores. Como toda subversión social, en ocasiones se descalibran en el acto de normalización y, en el sostener de cierta hegemonía, confunden el abuso con justicia, el ser violento con su ser revolucionario y el atropello intolerante con la transformación. Es un riesgo del que casi nunca se escapa. Por eso, en clave de una sabia enmienda, hay revoluciones que, en su reafirmación como tales, deben pedir perdón. La cubana es una de ellas.
Es un hecho todo lo que se logró transformar con respecto a la Cuba previa al 59, pero la otra cara de la moneda deja un caudal de momentos cotidianos -también políticos, claro- que nuestros libros de historia y el discurso político oficiales no mencionan.
A pesar de que se anunció la rectificación de errores y tendencias negativas, que marcó una auto-revisión necesaria, otra parte de lo que merecía ser revisado, incluso que lo ha merecido en un posterior congreso del PCC, no se ha generalizado, ni se ha creado desde la voluntad política oficial una visión crítica al respecto.
Tenemos en el ayer cercano hechos que han pasado a la historia, otros que solo son testimonios personales -y no por eso menos válidos- de usos arbitrarios del poder político. El cierre de puertas a intelectuales, el ejercicio de Buchaca, el quinquenio Gris, las UMAP, tirar huevos, gritar que se vayan, el cierre del Departamento de Filosofía, botar del trabajo por criterios que hoy serían absurdos a mi generación, son solo algunos ejemplos. Y entremezclo acciones que venían directamente de la alta dirección del país con otras que eran realizadas y autogeneradas con mayor horizontalidad dentro de la escala de poder, para ilustrar que hay más de un culpable si es que es justo usar ese término- y diferentes niveles de altitud de esas culpas.
Mientras no aparezca ese perdón histórico y necesario, ese que nos haga reconciliarnos como sociedad y no como signos políticos, porque estamos hablando de humanidad; mientras no se reconozca el error, mientras no se entienda que la política es menos humana cuando es intolerante, no podremos mirar al pasado con naturalidad, libres de rencores o de soberbias pasiones.