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El poder judicial (I): Releyendo a Montesquieu

Fuentes: Rebelión

De entre las muchas descalificaciones malintencionadas que sobre el pensamiento radical se vierten a menudo, me llama la atención una. Aquella que, pasando por alto la necesidad de que el pensamiento político (como todos los demás pensamientos, por cierto) vaya hasta la raíz (de ahí radical) de las cosas, da por hecho que los radicales […]

De entre las muchas descalificaciones malintencionadas que sobre el pensamiento radical se vierten a menudo, me llama la atención una. Aquella que, pasando por alto la necesidad de que el pensamiento político (como todos los demás pensamientos, por cierto) vaya hasta la raíz (de ahí radical) de las cosas, da por hecho que los radicales extremamos nuestro discurso desde posturas irracionales opuestas al sistema actual, sin intentar antes analizar, en positivo, la funcionalidad, la utilidad, la racionalidad en suma, de la parte del sistema que estemos criticando en cada caso.

En otras palabras, es como calificarnos de extremistas, para así negarnos cualquier posibilidad de representar la opinión del hombre medio. Olvidando que el hombre medio, el ciudadano del común, suele aún en esta tierra nuestra, y pese a todos los intentos de alienación mediática, mantener esa sensatez común que no cede a chantajes (ni al de la moderación, siquiera). Y que no tiembla ante extremos y rigores lógicos si a ellos le lleva el buen pensar. Y que hace que se oigan en la calle los pensamientos más lúcidos y más independientes. Y que nos hace estar tan orgullosos de nuestra cultura popular castellana, vieja y nueva, tan socarrona y tan insobornable, tan irreverente y tan sabia. Y que nos hace estar, hasta en la lógica, orgullosos de sentirnos comuneros, hoy, como siempre, ante los ídolos que se nos pongan por delante. En este caso, en nuestros días, el poder judicial. Sin miedo, una vez más, a ‘aquellos que firmaron la sentencia’.

Mientras, los que defienden el Poder a secas han dado últimamente en considerar radicales a todos los que cuestionan el poder judicial. Y a acercar así la opinión del común con las más radicales. Y a falta de argumentos de peso para defender lo indefendible, o para acallar el clamor social contra los abusos de toda índole de los que detentan este poder, estos defensores a ultranza de la judicatura española nos vuelven a recordar la lección fundacional, según la cual hubo unos ilustrados sabios -el ilustre ya para tanto ilustrísimo, barón de Montesquieu- que pensaron que era mejor dividir el poder, para que si el ejecutivo, el legislativo y el judicial se separaban en distintas manos, la probabilidad de que alguien acumulara demasiado poder se redujese. Por eso sería bueno que hubiera un poder judicial independiente, lo más independiente posible, de lo que deducen que lo más viciado del sistema judicial español estaría en lo poco que cambió la actual ‘democracia’ ‘representativa’: la influencia de los partidos políticos -o del legislativo y el ejecutivo, en términos de poderes- en el poder judicial, vía fiscalía y consejo general del poder judicial. Falacias múltiples, y graves errores y engaños aún más graves. Veamos poco a poco:

Primero, se ignora -deliberadamente- la realidad. La social, la única pertinente para hablar de política. La que conocemos todos, y sufrimos bastantes, de unos funcionarios -que eso son los Jueces, por la forma en que adquieren su puesto- que no actúan como tales, más que cuando se trata de eludir responsabilidades apelando a la obediencia debida, o a la excusa pueril de la falta de medios. No actúan como funcionarios, no quieren reducirse a eso. Actúan como un poder soberano, y reivindican serlo cuando se intenta controlar su poder despótico. Pero no les he visto plantearse nunca de dónde viene la legitimidad de ese poder. Porque en un estado democrático debería venir de la nación, la única soberana, como pretenden los del poder ejecutivo o legislativo cuando recuerdan que se les ha votado. Discutible, sí. Mejorable, y mucho. Pero a estos ni se les ha votado, ni quieren que se introduzca la opinión de la nación en sus nombramientos, ni en el control de sus actuaciones, porque rechazan rabiosamente cualquier principio que recuerde el de la soberanía nacional o que cuestione su poder omnímodo.

Por contra, ellos se aferran con todo su poder a que sólo ellos mismos puedan revisar sus sentencias y procedimientos, convirtiéndose así en un poder autocrático, es decir, fuera de control, y por ello potencialmente tiránico. No hablo en abstracto, es práctica cotidiana en todos los juzgados del estado tener que soportar de continuo la soberbia, los malos modos y las arbitrariedades de unos funcionarios que se sitúan más allá del bien y del mal, conculcando sin rubor los principios más elementales del orden jurídico, comenzando por la presunción de inocencia, por ejemplo. Los mismos principios de los que ellos debieran ser guardianes celosos. Y esto se repite en todas las instancias a las que se recurra.

Y ahí viene entonces mi segunda cuestión, básica también: ¿de qué son los jueces entonces guardianes celosos, aparte de su propio poder político y social? ¿a quién defienden?

Si revisamos las sentencias trascendentales, o las más mínimas cotidianas, vemos que van en un sentido inequívoco: en el peor sentido del término conservador: no se trata sólo de preservar el orden social imperante, sino de aplastar sistemáticamente cualquier actitud crítica, cualquier ejercicio del derecho a disentir, cualquier asomo de sentirse ciudadano igual en derechos a ellos, a los sacerdotes que tienen el monopolio de interpretar el derecho. Aunque sean unos ignorantes deliberados en cualquier fundamento de ciencia social, o de las bases éticas más elementales. No importa. Aunque desprecien a sus conciudadanos, aunque se burlen en privado y en público de la democracia, aunque no renieguen ni de su pasado a favor de la dictadura.

El Derecho, como el sábado de los evangelios, se habrá hecho para el hombre, para la convivencia, pero ellos siguen viéndolo al revés, como los antiguos fariseos, y es el hombre, la sociedad, los que tenemos que acomodarnos al derecho. A su derecho. A su arbitraria, contradictoria y nunca profunda interpretación de las tablas de la ley. Que curiosamente se suele alinear con los que tienen ya el poder económico y social dominante.

¿Qué función de reparto de poderes hacen entonces? ¿En qué atenúan los posibles abusos de los legisladores o del poder ejecutivo? ¿En aplastar los pocos intentos reformistas que surjan entre estos? Parece que así lo han entendido ¿No hay que releer a Montesquieu?

Porque el ilustre ilustrado francés valoraba el sistema inglés de su época por su oposición al absolutismo, y desde la visión que nos dan los casi tres siglos transcurridos más parece que al absolutismo le habían cortado las alas en Inglaterra los revolucionarios del común, y no las consideraciones del barón francés. Los comuners que pararon con sus costillas de acero a la nobleza y al rey absoluto, a los que arrebataron la arbitrariedad del mismo modo que los compatriotas de Montesquieu harían pocos años después. De un tajo. Las revoluciones atenuaron el abuso de poder del despotismo, y los magistrados y los juristas que encabezaron esas dos revoluciones -esos sí merecían de verdad llamarse así- se opusieron en nombre del Común a la tiranía.

Que no nos quieran engañar tan burdamente: si hay que atenuar poderes excesivos, que haya jurados, procuradores del común, juntas arbitrales e instituciones democráticas que representen en lo judicial esa voluntad de todos democrática. Y estudios serios de la opinión pública, para escucharla, no para manipularla. Y no campañas sistemáticas para ridiculizarla -como lleva haciéndose hace ya más de veinte años en los medios de comunicación, cada vez que la participación popular se escenifica con masas embrutecidas de figurantes zafios que abuchean o vitorean a sus partidarios, o con la presencia de los que en vez de debatir se gritan, se insultan o se amenazan-. ¿No os resulta sospechoso que de una ciudadanía cada vez más consciente los supuestos ejemplos que aparecen en televisión sean progresivamente más impresentables? ¿No se trata de desacreditar deliberadamente lo popular?

Y desde luego, que se inspeccione, como se inspecciona a otros funcionarios, las actuaciones judiciales cada vez que atentan contra el bien común. Sólo una justicia así, desde la aplicación social del sentido común, y con el objetivo del bien común, es decir, una justicia comunera, podrá llamarse justicia. Si no, una vez más, tendremos al enemigo en casa. Y pagado por nosotros, y contra nosotros. Como en las antiguas caricaturas decimonónicas, en que se veía a los funcionarios del gobierno liberal como pagaban al clero que movía, con ese mismo dinero y a escondidas, guerra contra la misma sociedad que les estaba manteniendo. Vamos, más o menos como ahora.

Y yo me pregunto lo de siempre también, lo que es ya opinión común: ¿es que no hay más remedio en nuestras naciones que optar entre los liberales que permanecen inactivos ante lo que va mal, y los reaccionarios que están dispuestos a actuar con energía, pero para cargar el peso del esfuerzo sobre el común y castigar a los más débiles, reforzando una vez más a los poderosos? ¿Es que no hay ni siquiera unos reformistas enérgicos?

Despertemos, hermanos del común, para ser capaces de cohesionarnos, porque somos más y mejores, y llevamos razón, y otros pueblos, y el paso del tiempo nos la dan. Hay que cohesionar ese común y parar ya los pies a los que abusan, a los que especulan, a los que causan las crisis y se benefician luego de ellas, y a los que desde la irónicamente denominada

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes. les encubren y les apoyan día a día.