El oficio y profesión ejercidas en tanto que especialidad, si bien aquilatan la solvencia y eficacia de un quehacer, imprimen carácter al individuo y al tiempo deforman en cierto modo su percepción de la realidad respecto a quien no es especialista. Pues es norma y normal la dificultad que experimenta el profesional para salirse del […]
El oficio y profesión ejercidas en tanto que especialidad, si bien aquilatan la solvencia y eficacia de un quehacer, imprimen carácter al individuo y al tiempo deforman en cierto modo su percepción de la realidad respecto a quien no es especialista. Pues es norma y normal la dificultad que experimenta el profesional para salirse del objeto de su habitual estudio o examen y tomar distancia suficiente de esa visión y de sí mismo para contemplar la «otra» realidad como los demás mortales. Reflexiona poco fuera de la materia que domina. Es más, cuanto más celo menos reflexiona sobre lo que no es «lo suyo», y más se deforma como pensante. Por ello el especialista, y el político lo es, suele hablar por clichés, eslóganes y tópicos…
En efecto. Hay numerosas situaciones en todos los países vertebrados en democracia de partidos, pero sobre todo en España, que ponen de manifiesto la distancia mental existente entre el ciudadano común y el político. Sobre todo cuando el político ya está en la gobernanza. Cuando ostenta el poder, unos más y otros menos pero todos, el político es irremediablemente corrupto. Fuerzas colosales ajenas a él, por más empeño que ponga en evitarlo, condicionan su voluntad lo bastante como para hacer muy problemática su exacta integridad y su coherencia de una manera permanente. Entre lo que piensa y siente, lo que dice, lo que quiere hacer, lo que hace… y lo que puede hacer, apenas hay correspondencia salvo en asuntos de escaso fuste. Unas veces porque se ve obligado a hacer lo que no quiere y otras por verse obligado a desistir de lo que quería hacer, el político gobernante más honesto es un juguete de los poderes fácticos evanescentes: el económico, el religioso y el castrense. Antes de llegar al poder, su afán se lo oculta, pero luego va comprobando que al intentar llevarlas a la práctica, sus ideas o su ideología se malogran. Si el político sigue en el poder, esperando la oportunidad que unas veces nunca se presenta y otras tarda mucho en presentarse, para quienes no somos políticos el dirigente ya está en cierta manera corrompido. Pues su actitud, y llegado el caso su conducta, entre pasivas y frustradas por la impotencia, invitan a la ciudadanía a imitarle. Pues de ese modo puede ésta enmascarar y justificar su corrupción, aunque ante la justicia no le sirva de nada, al igual que la monarquía y la dictadura generan imitadores del dictador o del monarca, en los aspectos más sombríos de ambas instituciones.
Digamos que lo expuesto no tiene solución. Sólo remiendos y pública condescendencia. Pero lo que sí influye, y mucho, en la condición del político en el poder y en su posibilidad de atemperarse, son estas dos cosas: una es el tiempo de permanencia. Cuanto menos tiempo lo ostente, menos probabilidad de corromperse. La otra es la forma de Estado. Una República favorece mucho menos la corrupción que la Monarquía, pues aun estando siempre expuesto a ella, el dirigente de la República está más cerca del pueblo y de su modo de ver las cosas que el monarca rodeado de las élites. Mientras que el gobernante de la monarquía, está más lejos del pueblo de igual modo que el rey lo está de sus plebeyos.
Que no sea posible evitar todo eso porque la política y los políticos son imprescindibles y preferibles a cualquier otra forma de gobierno y de estado, es algo tan discutible como tantas otras cosas, pero en todo caso asunto a tratar aparte. Eppur si muove…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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