«Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar, nadie le ha puesto remedio pudiéndolo remediar» Violeta Parra Ricardo Parra Contreras, hijo único de Ricardo Parra Flores, pregunta y pregunta desde los 16 años a su tío Avercio Parra que cómo murió su padre realmente. Ahora […]
«Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar, nadie le ha puesto remedio pudiéndolo remediar» Violeta Parra
Ricardo Parra Contreras, hijo único de Ricardo Parra Flores, pregunta y pregunta desde los 16 años a su tío Avercio Parra que cómo murió su padre realmente. Ahora Ricardo Parra hijo tiene 24 años, y las interrogantes sobre las oscuras circunstancias en que fue asesinado su padre se tornan graves y apremiantes.
Avercio, el menor de los tíos y el que sabe la verdad, pero la ha enmudecido o tergiversado para postergar el dolor, ha tomado la decisión después de dos décadas, de liberar los hechos. Para Avercio, y está pensando en sí mismo, es la pieza faltante en la carrera de un revolucionario nacido y criado en Cañete -territorio mapuche-, un sobreviviente de la dictadura, un instintivo combatiente que estuvo en los orígenes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, en los años 60 del siglo pasado, resistió la dictadura militar más sangrienta y dura de Chile y hoy, en otoño de 2011, es el Coordinador Nacional de la Confederación de Sindicatos de Trabajadores Independientes de Ferias Libres.
Avercio no es un arrepentido. En la actualidad, la lucha social lo sitúa como dirigente de trabajadores que sufren la represión concertada de la gran venta al detalle, los supermercados, y el Estado a través de los municipios. En fin, sólo ha cambiado la forma del combate.
Pero lo cierto, es que Ricardo Parra, 9 meses mayor que su hermano Avercio, no murió por causas corrientes, en una cama tranquila, o como un delincuente.
En marzo de 1990, asumió el primer gobierno civil después de la dictadura con Patricio Aylwin. Avercio, ya retirado del MIR, junto con otros compañeros con los cuales todavía mantenía contacto, decidió salir de la clandestinidad luego de una autorización gubernamental para que pudieran volver a la vida civil ‘normal’ todos los perseguidos políticos de Pinochet.
En agosto del 91, Nina, esposa de Avercio, lo convenció de que ya era hora de que su madre, Teresa Flores, conociera a sus nietos. Hacía 23 años que no la veía y partieron a Cañete. Con el reencuentro y los paseos por la ciudad «me di cuenta que habían ojos que andaban permanentemente observándome. Hasta en las partes públicas tenía carabineros cerca siempre». Vio a su hermano Ricardo Parra que padecía una enfermedad que lo invalidaba para trabajar o escribir. Apenas podía caminar. A las dos semanas volvió a Santiago, quedando pendiente una visita a su hermana Eliana en Purén. En el segundo viaje, Avercio aprovechó de pasar a Cañete de nuevo. «Salimos con mi hermano Ricardo a recorrer el campo, pero ahora era más evidente el seguimiento. Y me topé accidentalmente con el ‘Loco Aguayo’, el mismo colaborador de la DINA que me reconoció en el lugar de torturas de Villa Grimaldi, y me dijo, «Estás vivo todavía, huevón» y añadió que «en La Moneda encontramos una foto tuya con Allende». Se trataba de una fotografía que yo me había sacado muy niño con Salvador Allende en la campaña para las elecciones de 1964, donde mi padre me hizo llevarle un ramillete de flores a la Tencha.» Después, Avercio se reunió con su primer profesor de escuela y se despidió de su hermano Ricardo. Antes de irse, le obsequió una parca que andaba trayendo.
Tres meses más tarde, ya en Santiago, un llamado telefónico de una de sus hermanas le conminó a partir urgente a Cañete porque «Parece que mataron a Ricardo». Otra hermana, Elba, le comunicó que «dicen que lo agarró un tal ‘Loco Aguayo’ junto a la policía». En Cañete, Averció encontró a su madre deshecha. «Ahí me contaron que Aguayo delante de la policía, le preguntó a Ricardo que ‘¿dónde está la cagada de tu hermano?’. Lo detuvieron e interrogaron primero en Cañete. Luego lo llevaron a Purén y de vuelta a Cañete, donde mi madre. Roto por las torturas recibidas fue llevado al hospital regional de Concepción. Yo vi su cuerpo y su cabeza destrozada. El registro de defunción Nº 1135 del 8 de octubre de 1991 como causa de muerte sólo dice ‘sepsis generalizada’. De allí fuimos al juzgado de Cañete, donde el juez Juan Alberto Petit ironizó con mi presencia luego de tantos años sin verme. Yo le manifesté que únicamente buscaba justicia para mi hermano. Petit secamente sentenció que ‘lo que buscan aquí, no lo van a encontrar’. En Concepción una radio local nos entrevistó y mi hermano fue enterrado en Cañete.»
La madre de Ricardo, Teresa Flores, declaró a El Siglo que el 19 de julio de 1991 el miembro de Investigaciones de la subcomisaría de Lebu, José Tapia González con el ‘Loco Aguayo’, detuvieron a la víctima, lo mantuvieron en custodia 20 minutos en la Tercera Comisaría de Carabineros de Cañete y se lo llevaron a Investigaciones de Lebu. Allí Ricardo fue «violentamente golpeado en la cabeza en numerosas ocasiones, e incluso recibió patadas cuando estaba en el suelo. Luego de ser mojado y baldeada la celda, lo colocaron en posición de pie y le aplicaron el tormento de la gota de agua en la cabeza durante toda la noche…(cuando volvió lastimosamente y por sus propios medios a su casa en Cañete) el doctor Patricio Cruz le diagnosticó un severo traumatismo en un hueso parietal del cráneo». Del hospital de Cañete fue trasladado al de Concepción. De allí Ricardo sólo salió muerto.
En Santiago, Avercio se entrevistó con el ministro de Justicia de Patricio Aylwin, el democratacristiano Francisco Cumplido, quien luego de recibir la documentación y el relato de los hechos, le contestó que el asesinato de su hermano era ‘un caso común’, que ya el país estaba en democracia y que el caso fue cerrado en Cañete. «No está cerrado en ninguna parte», le respondió Avercio, «aquí hay una herida abierta y la democracia está matando al pueblo. Lo que le faltó a Pinochet, lo está haciendo la democracia.» Entonces Francisco Cumplido le advirtió que Avercio no podía hacer acusaciones a la democracia que había salvado a los marxistas. «A mí no me salva nadie. A lo mejor los marxistas lo han salvado a usted.» Así terminó la cita infructuosa.
Sin embargo, en el 2003, bajo el gobierno de Ricardo Lagos Escobar, los carabineros Julio Pino Ubilla y Miriam Solís Fernández, desertaron de la institución y se fueron a Gran Bretaña a demandar asilo. En Londres, los ex uniformados denunciaron que carabineros seguía torturando gente con la anuencia de sus oficiales. Según el diario La Nación de la época, Miriam Solís afirmó que «es muy difícil que nuestros compañeros se atrevan a denunciar lo que sigue pasando a diario dentro de Carabineros, aún en esta democracia chilena que es tan falsa». Dentro del listado que entregaron los ex policías respecto de personas muertas como resultado de la tortura, está Ricardo Parra.
«El caso de mi hermano demostró la continuación de la dictadura después de Pinochet: torturas, cárceles secretas, detenciones arbitrarias, venganza y muerte. Hoy mismo la democracia emplea la violencia contra los sindicatos, los jóvenes que disienten, contra los mapuche, como la usaron contra mi hermano, contra un hombre inocente», declara Avercio Parra.
Esta es la historia del horror y la resistencia, de la venganza política y la voluntad de lucha de un pueblo; la historia del espanto y la ternura.
Avercio
A mediados de 1960, Cañete era un pueblo muy pequeño que no alcanzaba los 4 mil habitantes, y que estaba dividido entre mapuche y chilenos. De hecho, sus alrededores eran puramente mapuche. No existían fuentes de trabajo, empresas, ni hospitales. Se sobrevivía de lo que producía el campo.
«Yo vengo de una familia donde mi padre, Juan Bautista, era mapuche y un ferviente luchador político», relata Avercio, «y en su juventud fue presidente de sindicatos del carbón de Lota y Curanilahue. Juan Bautista siempre nos enseñó a sus hijos que la vida había que mirarla con firmeza y con mucha solidaridad. Mi papá era comunista y durante el gobierno del radical Gabriel González Videla, cuando fue proscrito el Partido Comunista, Juan Bautista, defendiéndose, perdió una mano al estallarle una carga de dinamita. Estuvo oculto en el monte y al tiempo regresó a la ciudad donde de la minería, pasó a convertirse en zapatero. Cuando me reencontré con él, me enseñó que la sociedad está dividida entre ricos y pobres. Y que nosotros éramos pobres.»
Avercio era el menor de 8 hermanos y se crió un período con su madre. Por diferencias con ella, abandonó la casa a los 13 años y se fue a un pueblo en la provincia de Arauco. A los 15 años, en 1965, ingresó a una fuerza revolucionaria llamada «Campesinos por la Libertad», que fue la organización que antecedió al Movimiento Campesino Revolucionario del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), después. El 67, el MIR, con Miguel Enríquez a la cabeza, comenzó a adquirir la forma de una organización marxista-leninista y político-militar. El hermano mayor de Avercio, Sofanor Parra, en tanto, hacía trabajo al interior del pueblo mapuche, y años más tarde integró el MCR, el brazo de masas campesino del MIR. En 1977 su cuerpo abatido por agentes de la dictadura militar sería hallado en la Vega Central de Santiago.
En sus derroteros, hacia la segunda mitad de los 60, Marcia Merino o la ‘Flaca Alejandra’, que en 1974 se convirtió en delatora y colaboradora de los servicios de inteligencia de la tiranía, preparó a Avercio y lo integró al MIR, «cuando todavía era una gran luchadora en Arauco».
Las corridas de cercos
Avercio estaba en calidad de ‘simpatizante’ del partido cuando comenzaron las «corridas de cercos» del pueblo mapuche, una política determinada por el MIR durante el gobierno del DC, Eduardo Frei Montalva.
«Los mapuche se estaban quedando sin tierras. Yo ya estaba en la ciudad y pasaba por pequeños cursos y discusiones. Al principio no entendía nada: lo único que sabía era que había que recuperar lo que otros nos quitaban.»
Sólo tenía tercer año de preparatoria cuando en 1966 Avercio conoció a Luciano Cruz -líder mítico del MIR- quien solicitó al partido su traslado para trabajar con él en el campo. En calidad de aspirante del MIR, Avercio se convirtió en ayudante de Luciano, sobre todo como enlace entre él y la Dirección del MIR. Bajo el gobierno de Frei Montalva hubo una gran revuelta en territorio mapuche, donde murieron tres originarios en Tirúa. En esos momentos, la gente del MIR se hallaba en la zona de Arauco y Nahuelbuta preparando lo que serían las ‘corridas de cerco’, con un equipo de topógrafos y abogados. Cuando se enteraron de la matanza, se trasladaron al sector y «comprobamos que la represión caía duramente contra el pueblo mapuche». En ese momento se resolvió que había llegado la hora de actuar y se realizó la primera corrida de cercos en un sitio llamado ‘El Paso de los Patos’, en Arauco.
-¿Qué era una corrida de cercos?
«Si nosotros calculábamos que una comunidad mapuche tenía 10 hectáreas de terreno y el patrón había corrido 20 para él, nosotros recuperábamos lo que el patrón había robado y un poco más, y el resto lo distribuíamos a los mapuche inmediatamente. Entregábamos media hectárea para cada uno, instalábamos la ruca y la cerrábamos como propiedad de los mapuche de hecho. Entonces también actuaban jóvenes abogados que venían de la Universidad de Concepción. Yo recuerdo a uno no tan joven, de apellido Castañeda, que le decíamos ‘El Castaño’. Años después supe que la dictadura lo había matado en Paicaví. En fin, expandimos las corridas de cerco a lo largo de toda la provincia de Arauco y más allá. En Temuco seguimos, junto al compañero miembro del Comité Central del MIR, Miguel Cabrera, ‘El Paine’. Y en Valdivia, las corridas se realizaron con José Gregorio Liendo, el ‘Comandante Pepe’.»
El partido entonces le dio una nueva misión a Avercio en Concepción -al borde de 1968- como enlace con Miguel Enríquez. En esos instantes se había efectuado una expropiación porque la organización carecía de recursos para seguir funcionando. Era preciso hacer llegar el dinero a Santiago y a la misma Concepción, que eran las ciudades donde el MIR tenía presencia significativa. Bautista van Schouwen -otro de los dirigentes máximos del MIR- le pidió a Avercio una tarea especial: ir con un maletín a un punto (contacto) en la propia ciudad de Concepción. Esperando el punto en calle Caupolicán con Barros Arana, fue detenido por la policía, lo metieron a un vehículo, y en un lugar desconocido fue torturado, siendo embutido en un tambor con agua al que le daban martillazos. Querían saber quién era su jefe y qué estaba pasando en el sur.
«Me callé y terminé en el juzgado, donde fue la última vez que vi a mi padre. Yo tenía 17 años y había quedado en muy malas condiciones. El juez resolvió entregarme a mi mamá. Mi padre sólo me dijo ‘¿Ves esa vuelta que está allá? Por allí te vas a ir y no vas a volver nunca más. Tú elegiste la revolución. Ahora sigue tu camino.'»
La maduración
Al poco andar, Avercio se reconectó con el MIR en Lebu. Retornó a Arauco, y entonces el partido dispuso que debía partir a Santiago a estudiar, donde terminó su Sexto de Humanidades en el Liceo Valentín Letelier. En la Capital, en 1968, comenzó a realizar trabajo poblacional en la zona norte de Santiago, en Conchalí, a través de su participación en el GPM 8 (Grupo Político-Militar 8).
Protagonizó las primeras tomas de terrenos, como las que devinieron en la población Última Hora, El Barrero, y otras. De pobladores, pasó al Frente de Trabajadores Revolucionarios (FTR), otra estructura de masas del MIR, donde Avercio integró la Dirección Regional junto a José Carrasco Tapia (‘Pepone’) -asesinado el 7 de septiembre de 1986 por agentes de la Inteligencia pinochetista-, la ‘Flaca Alejandra’, y otros.
«Empecé a trabajar en la construcción para ir formando sindicatos, dándole énfasis al FTR. Estábamos en lo mejor. El trabajo de masas crecía rápidamente. Y el 69, el partido me envía con Bautista van Schouwen, Humberto Sotomayor, Andrés Pascal, José Carrasco, siempre en Santiago. Una parte era de la Comisión Política y otra del Comité Central. Mi pega era como la del ‘chico de los mandados’ y enlace de confianza entre la CP y el CC. En 1970 fui enviado a Cuba a hacer algunos cursos de especialidad. Volví en 1971 ya entendiendo mucho mejor las cosas.»
A su regreso se encontró con que en el MIR se había producido un quiebre. Con otros compañeros, Avercio fue parte de la formación del Movimiento Revolucionario Manuel Rodríguez (MR2). La crisis tenía antecedentes viejos por concepciones diversas que existían respecto de lo político y lo militar. Había un sector que decía que el partido no podía convertirse en una fuerza militar porque no tenía la capacidad suficiente para ello, y otro señalaba que si bien, el MIR no podía transformarse en un ejército popular, sí debía estar preparado para dar respuesta al enemigo cuando fuera golpeado. Pero no existía ninguna de las dos condiciones. Finalmente, en 1972, por acuerdo de direcciones, el grupo organizado en el MR2 volvió al MIR, sin condiciones.
El golpe
En el intertanto, Avercio se fue a Concepción a cumplir labores de Inteligencia, y en 1973 retornó a Santiago a hacerse cargo de la comunicaciones de la Dirección. Con otro equipo del MIR, él asesoraba la seguridad interna del Presidente Salvador Allende, distinta al GAP. No estaban en ninguna locación fija, «estábamos en todas partes»
Días antes del golpe, cuya inminencia el mismo Miguel Enríquez -Secretario General del MIR- había anunciado en el Teatro Caupolicán, Miguel fue conminado a salir de Chile y a preparar las casas de seguridad.
«Nosotros ya sabíamos del golpe el 14 de agosto de 1973 por los movimientos de tropas en Santiago (en Peldehue y el regimiento Buin, particularmente). El problema era que la izquierda no nos hizo caso. Los socialistas nos dijeron que éramos unos paranoicos, infantilistas, y otras cosas por el estilo. Nosotros nos concentramos en la seguridad de la Dirección del partido, fundamentalmente de Miguel, Edgardo Enríquez y Bautista van Schouwen, que era la sucesión política del MIR. Entonces llegó el golpe de Estado y nosotros no estábamos preparados. Nos reunimos con Miguel, se negó a salir del país y destacó una comisión a la Argentina donde iba Edgardo Enríquez, a una reunión de la Junta Coordinadora Revolucionaria donde estaban el Partido Revolucionario de los Trabajadores – ERP (Argentina), el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria – Chile), el MLN — Tupamaros (Movimiento de Liberación Nacional -Uruguay) y el ELN (Ejercito de Liberación Nacional – Bolivia). Yo partí a Buenos Aires un día antes. Uno de los objetivos era que Edgardo Enríquez se quedara afuera.»
Avercio volvió en el mismo mes de octubre del 73 a Chile. Se reunió con José Carrasco para laborar en la documentación nueva para sus compañeros ante la persecución sistemática e inclemente de la dictadura contra todos los opositores al régimen y especialmente, contra los militantes de las organizaciones de izquierda. Se formaron talleres de comunicación, realizándose un trabajo de hormiga. Al poco tiempo, ‘Javier’, encargado del sistema de espionaje del partido y llevando las placas de las cédulas de identidad en su poder, murió en un enfrentamiento casi en las narices de La Moneda.
«Ya el 30 % del Comité Central estaba en manos de la Inteligencia de la Fuerza Aérea. Miguel se comunicó con los militares y les señaló que mientras más compañeros aprisionaran, más se sumarían a la lucha. A fines de 1974 cae la ‘Flaca Alejandra’, y en el 75 debo asumir la reconexión del partido a nivel nacional. Había que recuperar a algunos, salvar a otros. Yo ya tenía en el cuerpo dos enfrentamientos. El primero en calle Esperanza con Agustinas, que fue mi primera experiencia violenta, mi prueba de fuego. Naturalmente, sentí miedo. El otro enfrentamiento lo tuve en un control en Providencia con Tobalaba.»
Entonces, Avercio vivía en Compañía con Miguel de la Barra, casi al frente de donde estaba en esa época la Embajada de Estados Unidos. Se le encomendó avisarle a Humberto Sotomayor que debía salir de la casa de Vicuña Mackenna donde estaba oculto. Luego, el ‘Coño’ Molina le indicó que debía citarse con Miguel Enríquez, quien le pidió que limpiara la piscina que había en el paradero 24 de Gran Avenida.
«Y en el punto, justo aparecen dos carabineros, que yo creo fue fortuito, y comenzó una balacera mientras sacaban a Miguel del lugar. En fin, aseamos la piscina. Revisamos milímetro por milímetro, para que en caso de problemas se instalaran los francotiradores.»
Luego viajó al sur. Avercio estaba viviendo con una pareja que tenía tres meses de embarazo. En la zona recuperó parte de la militancia y las estructuras. Y pensando en que sería la última vez que tendría la posibilidad, pasó por Cañete, chequeó la casa de su madre para asegurarse de que nada pasara. Así, estuvo una noche lluviosa con ella. Le preguntó qué ocurriría si lo mataban en alguna parte donde la familia no supiera. «Yo le respondí que la muerte es una cosa que uno no busca, sólo llega.» Al día siguiente tomó con su mujer el bus a Santiago, cargado con tarros con grasa, queso de cabeza y tres metros de longaniza.
La caída
«Yo siempre tuve una memoria fotográfica muy buena», cuenta Avercio, «además me levantaba a las 06:00 hrs. a recoger los diarios. Sin embargo, llegando a Santiago, no tomé esas precauciones que eran una costumbre para mí. Tampoco llamé a la gente que trabajaba conmigo. Sólo pasé a buscar el auto con mi mujer y eché toda la comida del sur arriba. Y cuando voy pasando por San Antonio con Merced, me topé con el local llamado ‘El Dante’ donde bajé a comprarle un completo a mi señora. En un kiosco, ahí mismo, había un diario en cuya portada aparecía la cara enorme de un compañero que sabía más o menos donde yo vivía, pero, desconcentrado, no me detuve a leerlo. Y entonces comencé a cometer una seguidilla de errores. Me percaté de que había muchos vehículos transformados en ambulancias, pero no le di importancia. Después advertí que había personas barriendo por ambas aceras, y comerciantes en carritos que no eran usuales en el barrio. Estacioné el auto, bajé los paquetes, y nos fuimos al ascensor. Lo único que atine a hacer fue a sacar mi pistola 765 y pasarle bala, me la puse en la espalda, y abroché a mis bolsillos dos granadas que llevaba. Mi mujer iba adelante, mientras yo cargaba los bultos con alimentos. Mientras ella hurgueteaba en su cartera buscando las llaves del departamento, la puerta se abrió y un grupo de tipos se arrojó sobre ella. Solté la comida inmediatamente, saqué la ametralladora que traía, los cargadores, y salí del edificio a enfrentar lo que me esperaba: policías con armamento de guerra. Comencé a disparar, mientras corría hacia calle Andrés Bello donde me encontré con otro hombre parapetado que disparaba para todas partes. Allí cometí un nuevo error. Me metí al Hotel Foresta, y tomé a un gringo como defensa, pensando que a él no lo matarían. Pero, ¿a dónde ir? Ya había llegado mucha prensa, muchos uniformados y el ruido de las sirenas ensordecía. Y con el gringo a cuestas, salí del hotel para cometer un nuevo error: me fui al cerro Santa Lucía, considerando que era el mejor lugar para cubrirme; pero nunca pensé que las balas se acaban. Solté al gringo y, sin saber si me entendería, le dije que muchas gracias. Cuando las cosas ya se veían muy mal, por primera vez en mi vida me encomendé a Dios, me dije Patria o Muerte, lancé una granada y me eché a correr cerro abajo en dirección a la calle Ismael Valdés Vergara porque ahí estaba la embajada de Suiza y el MIR tenía una suerte de convenio con esa embajada. Mi objetivo era entrar a la zona de la sede diplomática. A todo esto, ya me había dado cuenta de que la represión era muy cobarde. Yo estaba solo frente a una cantidad que jamás conocí en número. Y pasó algo particularmente extraño en mi carrera. El único sujeto que estaba a unos 10 metros de distancia atrás, y que sin problemas podría haberme reventado a balazos con el fusil que llevaba, me gritaba ‘corre, corre, corre’, y nunca me disparó. Yo mientras, llegué a Miguel de la Barra con la punta de diamante, a la altura de calle Monjitas. Cruzando la calle a la embajada, se me estancó la pistola. La golpee contra un grifo que todavía existe, pero no hubo caso. Lo único que me quedaba eran tres balas en el fusil AKA que tenía. Las disparé, y en la esquina, por primera vez, me llovieron contra mi suerte las balas enemigas desde un edificio. Tiré las armas vacías que traía conmigo. Caí a tres metros de la embajada. Una horda de tipos se me arrojó encima y me cubrieron con frazadas. Era el 25 de julio de 1974. Los periodistas me gritaban, preguntando mi nombre, si era extranjero o chileno. Yo repetí mil veces ‘Me llamo Avercio Parra’. En ese momento me tomó el Servicio de Inteligencia de Carabineros (Sicar) y me llevó a un cuartel recién hecho en calle General Mackenna con Teatinos. Allí yo creo que no supieron tratarme, no supieron interrogarme. Sólo se dedicaron a golpearme brutalmente y a preguntarme una y otra vez dónde estaba Miguel Enríquez. Terminé inconciente, y tengo entendido que estuve en el cuartel unos 10 días.»
Luego Avercio fue transportado al diario El Clarín que había sido transformado en una locación de tortura en calle Dieciocho. Una semana y media después fue mudado a una casa de monjas que estaba en San Bernardo. En ese emplazamiento le aplicaron sólo químicos que le provocaron largas y sombrías alucinaciones. Al parecer a los agentes de la dictadura tampoco les dio resultado ese método y lo volvieron a El Clarín. Estuvo dos meses en ese sitio. «Yo únicamente preguntaba por el estado de mi mujer y les aseguraba que ella no tenía nada que ver con mi opción política. Mis guardianes me decían que mi hijo iba a nacer con la cara mitad mía y mitad de su jefe.»
Un día cualquiera Avercio escuchó que gritaban que sacaran al ‘Indio’, que se iba el ‘Indio’. Lo ubicaron de frente a la muralla, le levantaron la capucha y alguien dijo que apuraran los papeles para que el detenido se fuera. Y entonces llegó la policía secreta de la tiranía, la Dirección de Inteligencia Nacional, la DINA en pleno: el ‘guatón’ Osvaldo Romo, Tulio Pereira, Manuel Contreras, Pedro Espinosa, la ‘chica Carola’ (Alicia Gómez, ex militante del Partido Socialista que se convirtió en colaboradora de la DINA). Osvaldo Romo preguntó que dónde estaba el ‘Indio’. Indicaron a Avercio, y Romo replicó con garabatos a los policías, martillándoles que tenían en sus manos al que él consideraba el segundo hombre del MIR. La ‘chica Carola’ le repuso la capucha a Avercio, lo arrojaron al interior de una camioneta, «y por el aire cordillerano, supe que me llevaban a Villa Grimaldi».
A partir de ahí, solamente se concentraron en preguntarle dónde estaba Miguel Enríquez, que él sabía dónde se ocultaba, que quién venía en el mando después de él.
«A mí se me ocurrió una idea que a muchos, en esas condiciones, les parecerá una niñería. Les conté que yo no sabía nada y que era evangélico. Obviamente, Romo no me creyó, y recomenzaron las torturas», evoca Avercio. En los interrogatorios del horror estuvieron Manuel Contreras, Tulio Pereira, Pedro Espinosa, Romo y entre ellos, la ‘Flaca Alejandra’. Todos lo castigaron con escarnio bíblico. Al tiempo, ya no le ordenaban qué tenía que hacer, «yo me sacaba la ropa solo». Fue hipnotizado, le colocaron pentotal (‘el suero de la verdad’), lo quemaron con cigarrillos; fue fusilado falsamente, lo colgaron de un poste hasta dislocarle los hombros, y sintió morirse dos veces.
A los 15 días, alrededor de mayo de 1975, fue transferido a la torre de Villa Grimaldi, «de donde no se salía más con vida». Allí se encontró con José Carrasco Tapia y Víctor Toro Ramírez. «Víctor Toro me dijo que algún día la patria me recordaría si llegaba a morir, y si no, que recordara a los que estuvieron conmigo. Y nos callamos para siempre. Ya no supe más de mi vida. Ese fue el instante en que ‘me fui’. El resto, fueron sesiones de tortura.»
Entonces Averció inventó a sus verdugos que uno de los puntos de contacto a los tres meses de desaparecer o pasar un imprevisto lo tenía en Concepción, en la calle Caupolicán, en un restaurante que se llamaba ‘El Chiquitito’, y que debía llegar solo, con un diario, y tener una cajetilla de cigarrillos Lucky sobre la mesa. Cuando eso no resultó, ideó que tenía un segundo punto de recambio en la medialuna de Arauco. Como lo que dijo no existía, después de los viajes fallidos, la ira de los agentes de la DINA hizo que lo ataran a la parte trasera de una camioneta y la echaran a andar a toda carrera. Cuando ya estaba destruido, lo devolvieron en helicóptero a Santiago.
En Villa Grimaldi, estando en una casona preso que quedaba después de la piscina, fue convocado a la oficina de Manuel Contreras, el director de la DINA. Le retiraron la capucha porque «hoy día eres fiambre». Le pusieron un café delante y Contreras le ofreció que entregara a Miguel y que trabajara con ellos. «Yo no quería más y le respondí que se podía ir a la mejor parte de su mamá. Nuevamente me dieron hasta que se cansaron», rememora Avercio.
De pronto, la suerte se hizo su amiga. Viajó a Chile la autoridad de la OEA en materia de Derechos Humanos, el argentino Alejandro Orfila , a realizar una observación a los campamentos de prisioneros políticos. Los carceleros se desesperaron y se llevaron a los reos velozmente a Tres Álamos donde había una pieza grande que le llamaban ‘el caserón de los incomunicados’. Antes, en Villa Grimaldi, Avercio se encontraba con unos 20 compañeros. Entonces un agente de la DINA, el coronel Walter Miralles, ‘El Choclo’, les ordenó formarse y tomarse de las manos, y el prisionero Víctor Muñoz Urrutia junto a un argentino, ‘el Pescadito’, que estaban en mejores condiciones que Avercio, lo sacaron de la cama, lo elevaron como pudieron y lo metieron dentro del montón hasta el vehículo donde los transportaron a Tres Álamos.
«Apenas llegamos al pabellón de incomunicados, un compañero informó al pabellón de libre plática que yo estaba allí. Entonces José Carrasco pide que me pongan donde pueda hablar conmigo y, en clave, me pregunta ‘¿Cómo estamos en el agua?’, y yo le respondo que soy ‘Carlos’.»
Providencialmente, mientras ocurrió esto, apareció el Cardenal Raúl Silva Henríquez, a quien le informaron dónde se encontraba Avercio Parra, desaparecido hacía 4 meses.
Avercio habló con el Cardenal y con el sacerdote Cristián Precht. Y Orfila de la OEA visitó Tres Álamos, y todos los que estaban incomunicados fueron tirados al pabellón 3 de libre plática, donde había un buen grupo de presos.
«De golpe se me olvidó la idea de morir. Esto ocurrió un viernes y el domingo tuve visita de mi familia. Pero al martes siguiente la DINA me fue a buscar otra vez. Ahora se ensañaron al extremo conmigo, arrojándome ácido en la cara, dejándome sin ver durante dos semanas. Por primera vez me quebré. Entre sueños vi a mi padre recordándome sus palabras de jamás hablar. Estaba tan hecho trizas que me llevaron a la Clínica Alemana, y de vuelta en Tres Álamos empecé a ver de a poco. El doctor Leiva hizo que mi cama quedara al lado de la suya. Yo deliraba toda la noche.»
A los dos meses Avercio fue llevado al Consejo de Guerra junto a José Carrasco, Nelson Aramburu, Víctor Toro, Víctor Muñoz Urrutia, ‘El Paine’, y tres prisioneros más. Los esposaron y fueron arrojados a una especie de microbus. Posteriormente se presentó un vehículo y preguntaron cuál de todos era el ‘Indio’. Allí lo encadenaron, lo echaron adentro del auto y «yo pensé que era el fin». Llegó a la Fiscalía donde se encontraban los demás y a las 02:30 de la madrugada lo hicieron ingresar a la sala. Ahí estaba el coronel Cristian Labbé (actual alcalde de Providencia, en Santiago de Chile).
«Me dijo que estaba cansado y que no daba más. ‘Te devuelvo a Villa Grimaldi, te mando a fusilar, o me dices la verdad. ¿De quién son estas armas?, me interrogó. Yo respondí que mías. Y de nuevo: ‘¿Dónde está Miguel?’ Yo repliqué que Miguel Enríquez había caído en un enfrentamiento, combatiendo, como un verdadero comandante de la revolución. Y si quería, ahora le podía decir dónde estaba.»
La resurrección
Labbé casi le dio 200 años de presidio y Avercio, de Tres Álamos fue trasladado a Puchuncaví, y en la amnistía de la tiranía dictada en 1978, fue expulsado del país. Eran 16 los de su grupo. Ahí recién supo que su mujer había perdido al hijo que esperaba y que estaba en Inglaterra. De Santiago, partieron a Buenos Aires, luego a Paraguay, y por intervención de la Iglesia, los dejaron en Río de Janeiro donde estaba la Dirección del partido, que lo envió a Suecia. Allí fue apadrinado por un sindicato de trabajadores. Lo atendieron en un hospital, le arrancaron esquirlas de bala que tenía en la cabeza, y las balas que agujereaban sus piernas.
«Al tiempo me visitó Andrés Pascal para decirme que tenía que irme a Cuba», reseña Avercio, «allá me trataron tres meses sanitariamente y luego partí a Punto Cero a unos cursos. Más tarde me tomó el G8 donde estudié Inteligencia. Me fui a la Unión Soviética, regresé a Checoslovaquia y de ahí viajé a Nicaragua a pelear contra la contra en el Frente Sur. A los dos meses me hicieron viajar a Francia, y la Dirección me envió a Chile. Pascal me comunicó que el partido estaba quebrado económicamente y que debía encargarme de un equipo para realizar actividades de refinanciamiento de la organización. En Chile, esas iniciativas complejas y riesgosas resultaron un éxito. Regresé a Francia con mi gente después de sus realizaciones y me aguardaba otra tarea: ingresar a las fuerzas que iban a insertarse en Neltume (por la cordillera desde Argentina) y Nahuelbuta (por el Golfo de Arauco) para iniciar la lucha guerrillera contra la dictadura militar. De retorno al país, reconectamos al partido que había recibido un golpe. En tanto, asumí en el área militar el cargo de ayudante suplente de Arturo Villavela, después de ‘José’. Y otra vez el partido estaba desfinanciado, en medio del regreso al país de un gran numero de compañeros que participarían en la guerrilla del sur. ¿Pero, cómo una cantidad más que importante de recursos había desaparecido en 6 meses? Otra vez tuve que ingeniármelas para refinanciar la operación.»
En 1981 había fracasado el proyecto guerrillero, con un enorme saldo en vidas preciosas, y la represión le pisaba los talones a Avercio en Santiago. Él se emparejó con Nina que ya tenía una pequeña hija, y con quien tuvo un hijo. Ella pasó a la clandestinidad donde nació Miguel Ernesto. Entonces la represión descubrió su casa en calle Bellavista con Dardignac, donde tuvo que repeler un ataque. Más tarde, los encontraron en otra vivienda ubicada en calle Bolivia, en El Salto; y después otra casa en Valdivieso, arriba del cerro, donde Avercio debió resistir con armas más pesadas para sacar a la familia con vida. «Nina siempre fue muy valiente», dice Avercio mientras se bebe un vaso de agua de un trago.
El quiebre
Finalmente, Avercio salió del país para regresar tres meses después, y ya las cosas «estaban hechas un desastre». Habían matado a Villavela, a ‘José’ (oficial Montonero), al chico Palma. Viajó a Argentina donde se le había pedido a Nelson Gutiérrez que se hiciera cargo de las fuerza militar del MIR en Chile, pero él no quiso. Y en 1983 se efectúa un activo o Congreso donde se quebró el partido entre Andrés Pascal, y Nelson Gutiérrez con Hernán Aguiló.
«Nuestros propios errores nos llevaron a la debacle del partido», piensa en voz alta Avercio, «para mí, los miristas en el extranjero no quisieron asumir sus tareas en Chile; y los que estábamos en Chile, no tuvimos la capacidad suficiente para revertir la crisis. Yo me quedé con Pascal, y gran parte del Comité Central, con la idea de no exponer más vidas y tratar de reorganizar el partido. Con el tiempo me volví a reunir con Pascal y otros compañeros, también en Argentina, donde ya se veía el tipo de salida que tendría la dictadura. Yo el 80 había obtenido la nacionalidad sueca, cuestión que me salvó de la policía alemana en un viaje en tren donde llevaba dinero y propaganda. En 1984 ya me descolgué de toda vida militante y me interné en Chile por el paso de Los Libertadores. Me mantuve clandestino hasta el gobierno de Aylwin.»
La venganza político -criminal y la justicia necesaria
Cuando el sobrino de Avercio, el joven Ricardo Parra lea la presente crónica, conocerá por primera vez los hechos que terminaron con la venganza política y las causas profundas que gatillaron las torturas policiales que mataron a su padre en 1991. También sabrá de las andanzas detalladas de su único tío, ese a quien tanto pregunta por qué no hay justicia para su padre. Porque Ricardo padre no sólo fue víctima de torturas atroces bien documentadas, siendo un minusválido. Él jamás militó en partido alguno antes, durante o después de la dictadura.
El dolor tiene de silencio y de misterio. Y también la justicia debe tener su hora y su plaza. Avercio Parra Flores, militante revolucionario en la Unidad Popular, sobreviviente de la resistencia contra la dictadura más feroz de la historia chilena, y hoy, dirigente sindical, piensa que las cosas no pueden guardarse en un baúl en la hondura rotunda de Arauco. Su familia tiene sed de justicia. Y sólo rescatando la memoria auténtica de las motivaciones perversas y políticas que terminaron con la muerte de Ricardo Parra Flores, podrá mirar el futuro sin tanto tormento.
«Que todos sepan la verdad», dice Avercio, y sus ojos mapuche dicen también que no cejará de luchar hasta que exista justicia para su hermano y para los pobres de la Tierra.
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