Es natural que se comparen. El de ahora, que es el segundo, con el primero, celebrado el 18 de septiembre de 1910. A un siglo de distancia, se puede conjeturar que no tienen nada en común. Sin embargo, en sociedades y mundos muy distintos parecen conservarse claves ocultas que perduran. Con todo, no hay que […]
Es natural que se comparen. El de ahora, que es el segundo, con el primero, celebrado el 18 de septiembre de 1910. A un siglo de distancia, se puede conjeturar que no tienen nada en común. Sin embargo, en sociedades y mundos muy distintos parecen conservarse claves ocultas que perduran. Con todo, no hay que olvidar que hace un siglo el país era considerablemente atrasado, con una estructura agraria primitiva que adolecía de un retardo de siglos, dependiente en sus exportaciones casi exclusivamente del salitre controlado por capitales ingleses, con un movimiento obrero poco desarrollado y que estaba en una fase de regresión -luego de la horrorosa masacre de la Escuela Santa María en Iquique- y con una sociedad en que el peso de la oligarquía era incontrarrestable en medio de una, al parecer, permanente crisis política, que mantenía a los sectores dominantes tensionados ante la inestabilidad y escaso avance que se advertía prácticamente en todos los ámbitos.
En este cuadro general, en Chile, en un período de veinte a treinta años, se habían producido cambios enormes. El triunfo militar en «la guerra de conquista de 1879 en que la clase gobernante de Chile anexó la región salitrera», como escribió Recabarren, le entregó al país las provincias de Antofagasta y Tarapacá, dos enormes territorios en que la existencia de salitre le otorgaron un virtual monopolio mundial, y otras grandes riquezas mineras. De improviso, la economía chilena creció desmesuradamente en relación a la situación que tenía antes del conflicto. Casi simultáneamente, la «pacificación» militar de la Araucanía incorporó al territorio nacional grandes extensiones de tierras arrebatadas a los mapuches, que fueron entregadas a inmigrantes alemanes y de otras nacionalidades que poblaron la zona y a latifundistas chilenos que extendieron sus explotaciones hacia el sur. Esos cambios económicos produjeron migraciones, hacia el norte en busca de trabajo en el salitre y en mucho menor grado, en busca de tierras en el sur. La economía chilena cambió aceleradamente con las anexiones territoriales.
La «cuestión social»
Según el historiador Hernán Ramírez Necochea, los capitales ingleses invertidos en Chile en 1880 eran algo más de siete millones de libras esterlinas, de los cuales más de seis millones correspondían a empréstitos contratados por los gobiernos. Diez años después, las inversiones eran de unos 24 millones de libras esterlinas, de los cuales solamente ocho millones correspondían a empréstitos. En otras palabras, las inversiones británicas en Chile se habían triplicado en diez años. También llegaban capitales de otros orígenes. Los más importantes eran norteamericanos. En 1880 significaban el 5% del intercambio exterior global, y en 1905, representaban ya el 19%.
Por otro lado, el país vivía en permanente crisis económica. En 1902, informa Ramírez Necochea, una comisión integrada por economistas que eran también hombres públicos, señaló que el país estaba afectado desde unos quince años antes por una crisis económica que parecía endémica. Se agudizó la llamada «cuestión social», que era el eufemismo para hablar de la miseria de los trabajadores y, sobre todo, de su rebeldía y organización, que amenazaban al capitalismo. La preocupación venía especialmente de la Iglesia, luego de la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII, en 1891.
Antes del Centenario se oyeron clarinadas de alarma. El triunfo de los sectores conservadores y los capitales ingleses en la guerra civil de 1891, a un costo terrorífico en vidas humanas, no había significado progreso ni mejoramiento de las condiciones de vida de los trabajadores. Al poco tiempo de la victoria congresista que llevó al suicidio al presidente José Manuel Balmaceda, el desencanto y la frustración se generalizaron ante los vicios del parlamentarismo, los negociados, la vida escandalosa de las grandes familias y la pobreza que se acentuaba. Hubo inquietud en la oligarquía y también en algunos intelectuales.
En 1900, el político radical Enrique Mac Iver, uno de los gestores del levantamiento contra el presidente Balmaceda, pronunció su famoso «Discurso sobre la crisis moral de la República». Un llamado de alerta ante el panorama desolador que ofrecía una sociedad que el optimismo oficial se empeñaba en mostrar como la imagen de un país pujante, poderoso, próspero, integrado y en pleno ascenso. Mac Iver comienza con una constatación casi coloquial: «Me parece que no somos felices», que le da pie para desarrollar su reflexión que, en algún momento, plasma en una frase que se hizo célebre: «Chile era un programa, ahora es un problema». Hace un balance indiscutible que expresa no solamente sus inquietudes, sino también las de sectores ilustrados: «No sería posible desconocer que tenemos más naves de guerra, más soldados, más jueces, más guardianes, más oficinas, más empleados y más rentas públicas que en otros tiempos; pero, ¿tendremos también seguridad, tranquilidad nacional, superiores garantías de los bienes, de la vida y del honor, ideas más exactas y costumbres más regulares, ideas más perfectas y aspiraciones más nobles; mejores servicios, más población y más riquezas y mayor bienestar? En una palabra, ¿progresamos?».
Visiones de Chile
Hubo otros estudiosos y otras obras, en un ambiente de gran vitalidad intelectual y artística. En la derecha destacaron Alberto Edwards y Francisco Antonio Encina, que postulaban una reformulación oligárquica ante el evidente atraso del país. Ambos atribuían la decadencia a la influencia del liberalismo. Propugnaban un gobierno fuerte, autoritario, como los de los decenios conservadores. Añoraban un gobernante de personalidad magnética, una especie de hombre providencial como -según ellos- fue Portales, que asegurara honradez, patriotismo, visión de futuro y, sobre todo, orden frente al caos.
Encina atribuía, además, a la oligarquía castellano-vasca dotes especiales para dirigir el país. Ambos postulaban la superioridad del sentido práctico en los gobernantes, que los protegiera de utopías y otras ideas librescas. Encina atribuyó especial importancia a la educación en su libro Nuestra inferioridad económica. Propone una reforma a fondo, que dé relevancia a las carreras profesionales y técnicas que aseguren el futuro de Chile como país industrializado.
Hubo otros autores que provocaron revuelo, aunque se orientaban por posiciones mesocráticas. Uno fue el doctor Nicolás Palacios, autor de Raza chilena, publicado en 1904. Movido por la preocupación ante la decadencia nacional -que significaba peligro de disolución- y angustiado por la miseria y las enfermedades que diezmaban al pueblo, focalizó en la oligarquía la principal responsabilidad, que la condenaba a ser reemplazada por sectores sociales más dinámicos y emprendedores: las clases medias. Para Palacios, Chile tenía la ventaja de la superioridad étnica, derivada de que había sido conquistado por españoles de origen godo, vale decir germanos y no latinos, que se habían mezclado con los araucanos, que con su valor, capacidad organizativa e inteligencia habían demostrado ser una raza superior. El gran lastre de Nicolás Palacios fue su germanofilia, que derivaba en un racismo ofensivo -especialmente contra los judíos y los pueblos orientales-. Las exageraciones de Nicolás Palacios provocaron airadas observaciones de Miguel de Unamuno. El ilustre español calificó las ideas del chileno como «un tejido de disparates y de afirmaciones gratuitas anegadas en un revoltijo de nociones traídas de todas partes y de vulgaridades seudocientíficas» y a su autor como «prototipo de ignorancia petulante».
Otro notable personaje fue Alejandro Venegas, que en 1910 publicó Sinceridad, un libro demoledor compuesto en forma de cartas al presidente Ramón Barros Luco, firmado con el seudónimo «Dr. I. Valdés Canje». Profesor de francés y filólogo, llegó a ser rector del Liceo de Talca, en esa época un cargo muy importante en el escalafón educacional. Venegas era un reformador social. Estudioso, necesitaba conocer a fondo la realidad para denunciar sus vicios y aberraciones y proponer reformas. Viajó por todo el país, incluso con nombres supuestos o disfrazado. Visitó países cercanos, pero siempre pensando en Chile, al que veía amenazado por un desastre. Los de arriba -afirmaba- llevan el país al abismo y no les importa, pero desconfiaba del pueblo por «ignorantísimo y alcoholizado». Sus propuestas apuntaban a sensibilizar a los sectores medios y no eran, ciertamente, revolucionarias, aunque la virulencia de sus críticas era brutal. Decía, sin embargo, verdades que nadie había dicho antes. Todavía hoy impresionan, y conservan vigencia en muchos aspectos. Fue perseguido. Debió abandonar la enseñanza. Puso una verdulería en Maipú, donde vivió en medio de la pobreza. Murió súbitamente, a los 51 años, y es considerado uno de los precursores del pensamiento social.
La lucha de clases
Pero fue Luis Emilio Recabarren, sin embargo, el que hizo el cuestionamiento más serio y profundo a la celebración del Centenario, en una conferencia que dictó el 3 de septiembre de 1910 en Rengo, publicada con el título «Ricos y pobres a través de un siglo de vida republicana». Su punto de partida fue una visión de clase: «No es posible mirar la sociedad chilena desde un solo punto de vista, porque toda observación resultaría incompleta. Es culpa común que existen dos clases sociales opuestas, y como si esto fuera poco, todavía tenemos una clase intermedia que complica más este mecanismo social de los pueblos». A partir de ese punto de vista -el del proletariado-, desarrolla su pensamiento.
«Estamos convencidos desde hace tiempo -sostiene- que no tenemos nada que ver con la fecha llamada el aniversario de la Independencia nacional. Creemos necesario decir al pueblo el verdadero significado de esa fecha, que desde nuestro punto de vista, tiene solamente sentido para la burguesía, siendo que son ellos los que se levantaron contra la corona de España y son ellos los que conquistaron esta patria para aprovechar todas las ventajas que les dio la Independencia… Es por esto que no encontramos razones por las cuales la clase popular pudiera sentirse feliz de este día… La fecha gloriosa de la emancipación del pueblo todavía no ha sonado, las clases populares viven aún en la esclavitud, encadenadas al orden económico por el salario y al orden político por el fraude… Un pueblo que vive así, sometido a los caprichos de una sociedad injusta, inmoral y organizada de manera criminal, ¿cómo puede celebrar el 18 de septiembre? Imposible. El pueblo debe abstenerse de participar en esta fiesta, debe negar su participación en las fiestas donde los verdugos y los tiranos celebran la independencia de la clase burguesa que no es ninguna independencia del pueblo, ni como individuo ni como colectividad».
No niega Recabarren lo evidente, pero descubre sus causas. «Hay progresos evidentes en el siglo transcurrido, ello no puede negarse. Pero esos progresos corresponden a la acción de toda la colectividad y en mayor proporción, si se quiere, de la clase proletaria, que es el único agente de producción, de creación de las ideas y de los pensamientos. Pero esos progresos ostensibles, son precisamente la causa de la miseria proletaria. El progreso está construido, pues, con cuotas de la miseria. De todos los progresos de que el país se ha beneficiado, al proletariado no le ha correspondido sino contribuir a él, pero para que lo gocen sus adversarios».
Protagonismo del pueblo
La polémica del Centenario no se ha saldado. Los principales problemas nacionales siguen sin solución, aunque la experiencia del gobierno de Salvador Allende demostró que era posible superarlos con la participación organizada del pueblo. Muchas de las ideas que se plantearon en el Centenario siguen dando vueltas. Las ideas racistas, por ejemplo, se han transformado en xenofobia y en fascismo en amplios sectores de la derecha. Sigue vigente la ideología conservadora, con su rechazo aparente a la política y la añoranza por el líder portaliano que devuelva a Chile la grandeza perdida. La visión de permanente frustración que agobiaba a Alejandro Venegas sigue en pie. Y no se han borrado las palabras revolucionarias de Luis Emilio Recabarren, que siguen vigentes porque Chile no es realmente la patria de todos los chilenos, con millones de explotados y marginados, ciudadanos de tercera o cuarta categoría, que no pesan ni cuentan a la hora de tomar decisiones.
Recabarren pensó hasta su muerte que el pueblo vivía engañado, para explotarlo mejor. En un informe para la Internacional Comunista describió en pocas líneas lo que le pareció esencial: «El sistema de gobierno en Chile se llama democracia y es electivo en sufragio popular, lleno de vicios y trampas. Es un gobierno feudal y militarista que mantiene en Sud América uno de los más poderosos ejércitos para defender los intereses creados de los capitales extranjeros que están perfectamente garantidos, sin existir ninguna garantía para los obreros». (Informe sobre Chile y su movimiento obrero, para el Congreso de Profinter, Moscú, 1922).
A la polémica del Centenario se sumará la del Bicentenario, con menos ímpetu y vehemencia, porque parece haber menos esperanza y más complejidad en un mundo difícil de entender. Sin embargo, el pueblo está en una disposición diferente. Sabe que ha sido el gran constructor del país en estos doscientos años y que está en condiciones de gobernar y de asumir el poder en la sociedad que se hunde en el capitalismo neoliberal. Hace suyas las palabras de Recabarren, en 1904: «Nosotros somos todo, por nosotros se hace todo. Sin nosotros no habría nada, sin nosotros nada tendría valor. Nosotros que lo producimos todo, no poseemos nada. Este estado de cosas debe terminar». El pueblo movilizado es la única fuerza real que puede garantizar que la patria sea para todos sus hijos, y que, con ella, se realicen las tareas comunes que convocan a todos los pueblos.
«Punto Final», edición Nº 707, 16 de abril, 2010