¿Hasta cuándo seguiremos usando el despectivo término de «Primer Mundo»? ¿Quién dijo que los países ricos del mundo -ubicados en el norte del globo terráqueo- son los «primeros»? ¿»Primeros» en qué sentido? No seamos ingenuos tampoco: está claro que «primeros» en cuanto disponen de más poder, infinitamente más poder que los que no están en […]
¿Hasta cuándo seguiremos usando el despectivo término de «Primer Mundo»? ¿Quién dijo que los países ricos del mundo -ubicados en el norte del globo terráqueo- son los «primeros»? ¿»Primeros» en qué sentido?
No seamos ingenuos tampoco: está claro que «primeros» en cuanto disponen de más poder, infinitamente más poder que los que no están en similar situación, económica en principio, y por tanto también en cuanto a lo militar, lo político y lo cultural. El poder del llamado «Primer Mundo» nace de una combinación de todos esos factores: económicos, militares, el manejo de los saberes, la influencia política que tienen. Lo cual reafirma una vez más que las relaciones humanas, y más aún las relaciones entre grandes colectivos sociales, se organizan en torno a la distribución del poder (también pasa a nivel micro, pero ahí puede no ser tan evidente). En otros términos: quien tiene más poder es el «primero», el triunfador, el que somete al menos favorecido. Queda, por tanto, muy poco espacio para la solidaridad a partir de ese esquema. La historia se escribe sobre la base del discurso del ganador, silenciando al vencido; pero la verdadera historia es más que la versión oficial. Según el modelo guerrerista con el que se han construido las sociedades hasta la fecha, ser «el primero» significa haber vencido a otro, el que quedará de «segundo». En la historia reciente del siglo XX, al lado de la opulencia capitalista y del campo socialista se levanta el reino de la pura sobrevivencia, el Sur, lo que desde hace ya 50 años venimos llamando «Tercer Mundo». Y quienes hacen de «primeros» -siempre en este esquema guerrerista, patriarcal, de macho ganador- ponen todas las reglas del juego. Para ser triunfador, para ser el «primero» es necesario imponer las reglas (hoy día hay que decir «number one»; así lo establecen los códigos ganadores); y el derrotado es obligado -muchas veces incluso por colonización cultural, por psicología del esclavo, psicología de la sumisión- a seguir los modelos del vencedor. A nadie se le ocurre estudiar lengua watusi ni quechua, pero todos estudiamos inglés; no es raro ver que un negro se tiña el pelo de rubio, pero es impensable lo contrario, y todos comemos hamburguesas como alimento «civilizado» pero nadie consideraría de buen gusto comer carne de mono, fuera de los africanos que sí lo hacen naturalmente.
Y en esa matriz de dominación -cultural, sin dudas, pero sostenida en la explotación económica, sostenida también con el peso de las armas- desde que el capitalismo de los blancos se impuso triunfal por todo el planeta, la «democracia» ha pasado a ser otra imposición más para el resto del mundo.
Los «primeros» marcan el rumbo a los «segundones»; pero visto objetivamente, con esto de la democracia sucede lo mismo que con el cabello rubio o con las hamburguesas. ¿Por qué el Tercer Mundo, o el campo socialista que todavía persiste -porque no cayó todo, no lo olvidemos-, ¿por qué deben seguir el modelo de la democracia occidental? ¿Acaso es cierto que la misma es panacea para los males de la humanidad?
El capitalismo triunfante, el capitalismo con su cultura eurocéntrica -la cultura de los blancos- no hace sino lo que todo triunfador hace: se impone. Lo cual abre un interrogante que no ahondaremos aquí, pero que es el núcleo de lo que queremos plantear en definitiva: el poder, al menos tal como se ha estructurado hasta ahora, es un ejercicio vertical de dominación donde el que manda no sólo ordena sino que no está dispuesto a perder su lugar de honor por lo que puede llegar a matar al otro si le opone resistencia; es decir, por lo que conocemos hasta ahora, que el poder no es democrático. Todo lo que, entonces, nos lleva a la pregunta de cómo construir relaciones humanas horizontales, no basadas en el ejercicio de la dominación. En otros términos: un poder de todos, una democracia real.
Convengamos entonces que el poder no ha sido nunca democrático. Y las tan ampulosamente publicitadas democracias modernas, ésas que la cultura capitalista -primero europea, luego estadounidense- presenta como el punto máximo de la civilización, no es más que una forma posible en que se ejerce la dominación de unos sobre otros. Quizá, podríamos estar tentados a decir, una dominación más «civilizada»; pero si vemos con atención lo que fue y sigue siendo el capitalismo, enseguida eso cae por su propio peso. La trata de esclavos, la sobreexplotación de los recursos naturales, las guerras con armamento nuclear, el desprecio de los pueblos «salvajes», la apología de la riqueza material superflua, son todas cualidades que hacen parte determinante de la democracia capitalista. ¿Dónde está la civilización? Y también es parte de este modelo la infame deuda externa que sangra día a día a los habitantes del Sur. ¿Eso es lo que el Norte desarrollado aconseja/impone al Sur? Bueno, empecemos a pedir la devolución de las riquezas robadas entonces, que el hindi pase a ser la lingua franca del planeta en sustitución del inglés y todo el mundo a comer carne de víbora. ¿Lo aceptaría el Primer Mundo?
Si se escarba un poco, no mucho, sólo unos pocos detalles, en lo que encubre esta preconizada enseñanza de «civilización» por parte del Norte respecto a las bondades de la democracia, nos encontramos con situaciones patéticas: mientras se habla de democracia, algunos países europeos siguen siendo monarquías, y continúan teniendo colonias de ultramar. Continúan, además, con prácticas racistas infames en pleno siglo XXI (ahí están los recientes sucesos de Francia recordándolo). ¿Y por qué la música europea de los siglos pasados es «clásica» y no lo es una cumbia o un cántico suahili? Otro tanto podemos decir de la enseñanza del «Primer Mundo» del otro lado del Atlántico: ¿podemos tomarnos en serio que alguien representando a Estados Unidos enseñe a los «atrasados» del Sur qué es la democracia? Sin palabras. Un país que quedará en la historia de la humanidad como el imperio más belicoso que haya existido, fanfarrón y vergonzosamente pobre en lo cultural, donde su clase dirigente vive de la guerra y donde es deporte nacional el uso de armas de fuego y su correspondiente apología, está a años luz de entender qué es democracia, gobierno popular.
No debemos olvidar, además, que cada vez que hay elecciones democráticas en las democracias industrializadas del Primer Mundo, el nivel de participación jamás supera el 60 % de la población en condiciones de votar. ¿Es eso el gobierno del pueblo, lo que se le recomienda al Sur tercermundista?
Entonces, ante este patético y desolador panorama no podemos, como mínimo, pedir que terminen las lecciones. Después de Auschwitz o Hiroshima, de la conquista de América o de la deuda externa creada hacia fines del siglo XX por los banqueros del Norte, del fraude de los republicanos estadounidenses en las dos últimas elecciones o de los recientes sucesos europeos contra los inmigrantes africanos y árabes, por pudor, simplemente por pudor y honestidad deberíamos pedir no volver a usar la palabra democracia y dar lecciones de la misma desde el Norte hacia el Sur.
Es probable que la democracia como real gobierno del pueblo exista en modestas cantidades a lo largo y ancho del planeta: en algunas experiencias comunales, en comunidades pequeñas, en asambleas populares. Pero es por demás de hipócrita y arrogante pensar que el Primer Mundo intente enseñar sobre ello al Sur.