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Un ensayo historico

El pueblo mapuche: derechos políticos autonómicos

Fuentes: Rebelión

1.- Introducción. A lo largo de la transición a la democracia el movimiento social mapuche ha protagonizado impactantes movilizaciones por la recuperación de tierras ancestrales y usurpadas en el marco ‘legal’ desde la mal llamada ‘pacificación de la Araucanía’ (intervención militar y colonización del territorio al sur del rio Bío Bío que culminara hacia  1880-90). […]

1.- Introducción.

A lo largo de la transición a la democracia el movimiento social mapuche ha protagonizado impactantes movilizaciones por la recuperación de tierras ancestrales y usurpadas en el marco ‘legal’ desde la mal llamada ‘pacificación de la Araucanía’ (intervención militar y colonización del territorio al sur del rio Bío Bío que culminara hacia  1880-90). Ha impulsado, además, diversas otras reivindicaciones en tanto comunidad étnica y social.
No obstante, la novedad más significativa desde 1990 es el desarrollo del debate sobre el derecho de la sociedad mapuche a contar con autonomía política relativa. Ciertos grados de autogobierno -aun dentro del Estado de Chile- ; autonomías relativas a la gestión territorial, cultural, social y económica que sirvan de base para su existencia como sociedad distinta que propende a concordar una ‘nueva relación’ con la sociedad mayoritaria. Reconocer la existencia de un Pueblo Mapuche en tanto realidad étnica, histórico-social, debiera ser la base realista y democrática para un ‘nuevo trato’ entre ambas sociedades.
Las distintas propuestas de «autonomía» se expresan aún hoy embrionariamente, pero el movimiento mapuche plantea desafíos a la evolución de la democracia en el Estado de Chile, definido jurídicamente como «unitario». De esa concepción política rígida se ha derivado una suerte de soberbia censura respecto de cualquier razonamiento nuevo acerca de la o las nacionalidades que pudieran convivir en el Estado. Una fuente del autoritarismo en Chile resulta ser la firmeza con que las clases dirigentes han sostenido -desde los inicios de la República- que no es posible un criterio diferente a aquel elevado a la categoría de principio: un Estado conformado por una sola Nación. Hasta hoy, dichas prácticas ideo-políticas se han mantenido hegemónicas sobre la sociedad chilena.
Considero que los debates relativos a generar proyectos de autonomías, tienen mucho que ver con la necesidad y la capacidad que logren tener las organizaciones mapuche para dotarse de una perspectiva de acción común, para lograr mayor unidad en la acción. El movimiento social mapuche tendría que decidir si «lo nuevo» que ellos sean capaces de proponer, será un factor de articulación y unidad o, al contrario, de disgregación e impotencia.
El mismo movimiento mapuche se ha visto enfrentado a la tarea de desmitificar el criterio de que la autonomía a que aspira, es «crear un Estado dentro de otro Estado» o que se trata de otras simplificaciones similares. Incluso, se puede comprobar que prácticamente todas las propuestas autonómicas mapuche, dan por supuesta la existencia del Estado y el carácter  y status de sociedad minoritaria que tendría el pueblo mapuche dentro del Estado-nación.
Los sentimientos e ideas de autonomía que animan a diversas organizaciones mapuche apelan, por cierto, a una identidad histórica. Es claro que la construcción de una política de identidad sólo puede estar situada en la historia. La historia de las relaciones del Estado de Chile y los mapuche es una secuencia compleja de políticas de opresión.
Esta historia se inició con un «igualamiento» entre criollos e indígenas bajo la categoría de chilenos (1818), que significó la pérdida de la protección que la nación mapuche había tenido de acuerdo a las leyes españolas y ratificada en diversos tratados o Parlamentos, se expresó en la «Guerra a Muerte» mediante la cual los patriotas o criollos actores de la independencia respecto de España irrumpieron en los territorios de los mapuche rebeldes, se manifestó a través de otras acciones de «conquista jurídica y misional» y siguió en 1861 con la guerra declarada por el Estado contra ese pueblo-nación con el fin de someterlos militarmente -lo que no logró la colonización española- y poder, así, consolidar la idea de ‘nación chilena’ surgida desde los intereses de las clases dirigentes y estructurada desde su poder estatal.
El primer paso fue ‘reducir’ a las comunidades indígenas a espacios de mínimo valor para el ‘desarrollo’, en la época de la Pacificación. Luego, vinieron las políticas de ‘asimilación’, principalmente mediante la legislación ‘radicadora’, los títulos de propiedad individual de parcelas, la ‘chilenización’ educativa-ideológica. Paralelamente, las políticas de ‘integración’ que buscaban canalizar los reclamos y las propuestas mapuche casi exclusivamente por la vía de los partidos políticos (nacionales chilenos) y la institucionalidad.
Las clases dominantes han difundido un cierto ‘sentido común’ que consiste en creer que los mapuche no quieren ser mapuche; en creer que el ‘ser mapuche’ está condenado a desaparecer paulatinamente bajo el impacto de la migración campo-ciudad, del desarrollo e integración a las modernizaciones. El discurso homogenizador nos dice que -aun reconociendo que la sociedad chilena discrimina al ‘indio’-, lo mejor o ‘lo necesario’ sería que aquel otro (el indígena) camuflara, su «ser diferente». Que tratase de ser ‘wingka’ [no mapuche] para hacerse aceptar en la chilenidad. Esa realidad ha afectado particularmente a la mayoría mapuche que habita grandes ciudades; familias e individuos migrantes que llevan, al menos, un apellido mapuche. No es extraño, entonces, que una noticia de prensa nos cuente que casi 32 mil indígenas estén empeñados en procesos legales para cambiar sus apellidos que los visibilizan como tales. Lo significativo es, al contrario, el incremento de las acciones identitarias colectivas, «comunitarias», porque la emergencia del problema mapuche tiene como base la resistencia y la reivindicación del derecho a recuperar tierras arrebatadas a los linajes, lof o comunidades.
En ese contexto de resignificación y resistencia (entendida como re-existencia) es la asunción de la identidad mapuche de acuerdo al Censo de 1992, y la per-sistencia en el de 2002, pese al cambio de reglas del juego y al sesgo de la estadística, ya que no se preguntó por la identificación sino por la per-tenencia a un pueblo originario. De acuerdo al censo reciente, al menos un 4% de la población nacional declara pertenecer al pueblo mapuche.
Las reivindicaciones se articulan. En efecto, las luchas por: (a) la tierra, (b) por condiciones para desarrollar la propia cultura han generado las nuevas demandas (c) de reconocimiento político por parte del poder estatal chileno. Y esos tres elementos pasan a ser los más vitales para reconstruir y fortalecer la identidad mapuche.
La comunidad agraria mapuche actual -a pesar de que la mayoría de los mapuche habita ciudades y que buena parte de las tierras antes pertenecientes a las comunidades han sido formalmente distribuidas en propiedad individual -aunque no enajenable a no indígenas- es el sustento más inmediato y vivaz de las experiencias que pudieran conducir a un proyecto de autonomía en tanto pueblo-nación.
De acuerdo a los datos demográficos de 1992, cabe destacar dos hechos: una gran mayoría de quienes se autodeclaran mapuche viven en Santiago y algunas otras ciudades mayores; los mapuche son minoría en la región «histórica» y con más comunidades -La Araucanía-, donde representan el 26% de la población total.
No obstante, ante el Estado de Chile, en el Censo de 1992 se auto-reconoció mapuche cerca de un 10% de la población total del país. Como explicación de ese hecho se ha dicho que la pregunta censal estuvo ‘confusamente’ formulada. En el Censo del 2002 cerca de un 4% se autoidentifica claramente mapuche.
¿Qué hace hoy que una parte considerable la población se ‘sienta’ mapuche? ¿Cuáles pueden ser elementos significativos de esos procesos individuales y colectivos de construcción de una identidad? Las acciones identitarias, ¿llevarán al movimiento mapuche a entender los objetivos de lograr ‘autonomías’ como el eje de sus aspiraciones en este periodo de sus luchas?
Sin pretender obtener respuestas específicas, intentamos en esta reflexión vincular aspectos teóricos relativos a la comprensión de los movimientos sociales en «la era de la globalización» -que envuelve a Chile-, con «hechos» que creemos relevantes para el movimiento mapuche.

2. La construcción del sujeto social.

Como desde el inicio de la República, la ideología liberal oligárquica de la derecha política y empresarial propende hoy – después ede dos siglos de independencia- terminar con ‘el problema del indio’ forzándolo a hacerse chileno ‘igual que el resto’ y a someterlo sin distingos a las leyes del mercado y a la explotación.
Desde la perspectiva del cambio social, lo nuevo que aporta el movimiento social mapuche consiste en ensanchar las posibilidades de construir el ‘sujeto social’, mediante sus luchas por reproducir su identidad. Serán sujetos indígenas portadores de identidad y formas de luchar diferentes a las de periodos pasados. Un rasgo relevante es que ahora saben más acerca de su propia desconfianza en el Estado, sus rodajes y ‘la clase política’, así como de los actores ‘tradicionales’ de la sociedad civil chilena (sean partidos, iglesias, ONGs , etc.). Dichos organismos de la sociedad civil -propios de la modernidad- actuaron seguros de que estaban «llamados» por sus ideologías a ‘conducir’ o’vanguardizar’ a los mapuche proporcionándoles ‘desde fuera’ una teoría y un proyecto ‘totalizador’ para el cambio social. Era (y tal vez sigue siendo) la convicción de los partidos, iglesias o estructuras de tipo sindical con sus ‘visiones de mundo’ y empeñados en ‘representar’ a las categorías, estratos o clases sociales para obtener el control ideológico y político del Estado.
Lo nuevo es que el movimiento social mapuche, mediante las acciones de creación de identidad, está ensanchando las posibilidades de «producir» sujetos sociales. Se trata de otros sujetos, distintos a los actores de periodos históricos pasados. Ahora, en «la era de la información» y del «ascenso de la sociedad red», las organizaciones clásicas de la sociedad civil serían – según Manuel Castells- incapaces de convocar a los actores marginalizados, alienados, oprimidos bajo los efectos de la globalización y de ofrecerles prácticas que den sentido a sus acciones.
Esa hipótesis relaciona directamente la «resistencia» comunitaria (o «comunal») y con la desarticulación de la «sociedad civil» que hemos vivido, entendida en su configuración tradicional.
    «La constitución de sujetos, toma un camino diferente al que conocíamos durante la modernidad (…), a saber: los sujetos, cuando se constituyen, ya no lo hacen en las sociedades civiles, que están en proceso de desintegración, sino como una prolongación de la resistencia comunal».
Ahora bien, la resistencia comunitaria puede ser un primer peldaño; los sujetos sociales fuertes pasarán desde la resistencia a impulsar un proyecto que -siendo propio- esta llamado a cambiar las relaciones sociales, el «sistema» prevaleciente.
Si aceptamos que la identidad es, antes que todo, «la fuente de sentido y experiencia para la gente» y que aquella experiencia/sentido arranca de la comunidad («no conocemos gente sin nombre, ni lenguas o culturas…(sin) distinciones entre el yo y el otro , nosotros y ellos…), eso no quiere decir que la identidad sea una «esencia» inmanente e inmutable.
Los individuos que en una comunidad comparten diversos atributos/experiencias culturales (heredadas, en el caso de grupos étnico-culturales) , de todas maneras optan por reconstruir socialmente su identidad. Aceptan o rechazan el núcleo histórico identitario recibido e intentan desarrollarlo de acuerdo a las co-relaciones sociales de fuerzas, marco en el cual opera su creatividad y se plasman sus posturas críticas ante los valores y prácticas de las sociedades (o civilizaciones) existentes en los planos mundial/global, nacional o plurinacional, según sean los ámbitos en los cuales se les niegan derechos, reconocimiento y se van ampliando las contradicciones políticas.
Al impulsar una identidad, el individuo choca con las instituciones y coerciones del Estado. Pero, al mismo tiempo, respecto de sus propios roles recibidos o adoptados (feligrés, asalariado, sindicalista, militante, hombre, mujer, etc.). El individuo «negociando» -desde su experiencia y pensamiento- entre sus roles e identidad, puede o no hacerlos compatibles .
La identidad sólo puede realizarse socialmente. «Es el yo entendido reflexivamente por la persona en virtud de su biografía»; entender cómo y por qué actuamos «comunitariamente» con nuestras aspiraciones. El yo acogido por las organizaciones sociales de la modernidad se convierte en «un proyecto reflexivo» que mira críticamente las intersecciones entre la mundialización de la vida y los anhelos individuales y grupales. Mientras decaía el peso de la sociedad tradicional, crecía la dialéctica entre lo local y lo global. Durante la «modernidad» anterior a «la era de la información», de ese modo, las opciones para planificar «mi vida» exigieron mayor reflexión y experiencia crítica socialmente adquirida.
El individuo se hace sujeto social conformando una práctica colectiva crítica: el movimiento social.

3.- La historia reciente.

En Chile, desde los años ’50 a 1973, los movimientos sociales y políticos (de la modernidad temprana o tardía) consideraron que «el ser mapuche» sólo cobraba sentido a través de organizaciones destinadas a subsumirse en el proyecto de las clases portadoras del proyecto «socialista» de los marxismos, o bien, «comunitarista» de la corriente social-católica post-conciliar. La identidad étnica podía favorecer una toma de conciencia, pero los mapuche fueron entendidos como «campesinos», particularmente explotados. De allí surgía cierta atención a sus demandas culturales étnicas.
Como dijimos, partidos como la DC y los de izquierda promovieron el ‘cambio de sociedad’ y asumieron la función o misión de ‘vanguardizar’ a los mapuche proporcionándoles ‘desde fuera’ una teoría y un proyecto ‘totalizador’ para el cambio social, portador de sus visiones de mundo e ideologías. Un cierto evolucionismo, marxista o teilhardiano, suponía que los pueblos avanzaban por estadios sociales, hacia una sociedad y cultura civilizada y universalista, superando las culturas de origen. Generaciones enteras se educaron bajo principios positivistas (incluso de vertiente cristiana) que estigmatizaban y demonizaban lo ‘bárbaro’. cuando no lo «salvaje» asociado ideologizadamente a las culturas originarias. En ese contexto, era normal asociar la asimilación o la integración de los pueblos a la superación de la in-civilización originaria. Sin embargo, se mantuvieron vigentes algunos círculos y corrientes de pensamiento que creyeron positivo el aporte de la diversidad cultural al concierto universal, y en nombre de las libertades individuales defendieron el derecho de los pueblos a su autodeterminación al menos en el plano cultural, así como reconocieron su derecho a la propiedad ancestral.
     Es el caso de la visión de Alejandro Lipschutz, que interpretando -en los años ’50 y ’60- como exitosa la historia soviética del reconocimiento de naciones autónomas que integraban «armoniosamente» la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, afirmaba que el devenir socialista de América Latina agruparía, con plenos derechos autonómicos, a las diversas Repúblicas de los pueblos-naciones originarias.
El discurso ideológico de Alejandro Lipschutz colocó como base de una posible praxis teórica y política para la izquierda aquella «conclusión» fundamental que fluye de los debates sobre «la cuestión nacional» entre los socialistas marxistas durante las primeras décadas de siglo XX. Nos referimos a la tesis teórica derivada de aquellas potentes argumentaciones que postularon el «derecho a la auto-determinación de los pueblos»/etnias/culturas – naciones (hipótesis política tantas veces contradicha por la praxis política en los Estados del «socialismo real» y al resguardo de un llamado «marxismo-leninismo»).
No obstante, como ya lo indicamos, ninguna de las vertientes de la izquierda chilena desarrolló un discurso ni políticas específicas respecto de «la cuestión mapuche» considerando la etnicidad en la perspectiva de la autodeterminación de ese pueblo/nación.
Tal vez, bajo algún grado de impacto del discurso soviético y – hasta es posible, del prestigio de A. Lipschutz, personalidad científica y militante comunista- se encuentran concisas y generales alusiones a la teoría de la cuestión nacional en una intervención del diputado del partido comunista, Adolfo Moreno, a propósito de la legislación que facilitaba la sub-división de las tierras comunitarias y alentaban la propiedad individual.
«Se nota de parte del gobierno una ausencia de doctrina para encarar el problema indígena en su totalidad. Para nosotros (P. Comunista) es un problema importante de la Nación. («chilena», se entiende). Creemos que al indígena debe tratársele como una minoría nacional porque es un grupo especial, porque tienen características propias, étnicas, idiomáticas, hereditarias, etc., que los distinguen fundamentalmente del resto de la comunidad nacional».
«Estamos seguros que terminada la subdivisión de las comunidades o por lo menos efectuadas éstas en una proporción considerable, transcurridos los 15 años (que estipulaba el proyecto de ley), los indígenas serán tan pobres como lo están hoy día».

Hoy en día, se ha renovado el apetito devorador de tierras indígenas, materializado en la gestación de un proyecto de reforma a la ley 19.253 que permita la subdivisión de las tierras indígenas, actualmente protegidas por esa ley, para facilitar su posterior venta a particulares no indígenas. La argumentación a favor de la ley (dada por la derecha y algunos parlamentarios de la Concertación, coalición de los partidos en el actual gobierno, que actúan de patrocinantes) va en el sentido de facilitar a sus propietarios la enajenación, el derecho a créditos y otros beneficios materiales. La contrargumentación, de numerosas organizaciones mapuche, plantea, al igual que el diputado Moreno en 1959, que tras la venta de tierras, los beneficiarios mapuche quedarían más pobres que antes, y además sin un terreno donde hacer siquiera un huerto.
   
    La historia cercana de las organizaciones mapuche ha permitido que se formulen hipótesis sobre la relación entre la reconstrucción de identidad y el poder.
    Desde las primeras décadas del siglo XX, las organizaciones mapuche interlocutaron con los partidos que representaban una vía de acceso más cierta al poder.
    José Bengoa visualiza en torno a la personalidad de Venancio Coñoepán Huenchual, diputado (primero independiente, luego por el Partido Conservador) y Ministro de Tierras y Colonización del gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, en 1952, un nudo interpretativo.
    Diversas organizaciones de indígenas marcaron las fases de la lucha mapuche «por la integración respetuosa» entre los años ’10 y fines de los ’50.
    Durante los años ’10 y ’20, la primera asociación mapuche posterior a la ocupación del territorio ancestral por el Estado chileno vía militar y la subsecuente «reducción» de los vencidos en espacios de bajo valor agrícola, fue la Sociedad Caupolicán Defensora de la Araucanía. Esa organización practicó un «defensismo mutualista».
    La denuncia de agresiones y usurpaciones de tierras caracterizó las acciones identitarias, apoyadas por la participación política partidista que llevara a la Cámara de Diputados, por el partido Demócrata, a Francisco Melivilu Henríquez. Se destacó la actividad de varias generaciones de mapuche titulados en la Escuela Normal de Preceptores, entre ellos, Manuel Manquilef, bibliotecario del liceo de Temuco y, más tarde, diputado por el Partido Liberal (1926). Este último dirigió la Sociedad Caupolicán.
    Los miembros de la «juventud araucana» -como se autodefinieron- a inicios de los ’30 controlaron la Sociedad Caupolicán de Defensa de la Araucanía. Aunque no lograron elegir parlamentarios, participaron de la atmósfera ideológica del periodo (por ejemplo, la República Socialista, surgida de una iniciativa militar y civil, en 1932, cuyos líderes «socialistas» permanecieron en la Junta de Gobierno durante 12 días). Dirigentes mapuche proclamaron mediante un Manifiesto, entonces, una República Araucana. De entre las tendencias diferentes que surgieron en esa generación, Manuel Aburto Panguilef fue dirigente de la Federación Araucana.
    Bajo el entusiasmo despertado por la coalición política y candidatura a la Presidencia de la República del Frente Popular (1938) se creó el Frente Único Araucano. Algunos de sus miembros adhirieron al «ideario socialista». En 1941, el Frente Único Araucano, junto con rechazar la Ley que posibilitaba las divisiones de la propiedad de las Comunidades agrarias indígenas, demandó al gobierno la designación por parte de los propios mapuche de diversos empleados del Estado que debían cumplir funciones relativas a la vida indígena y elevaron la proposición de que se creara una Procuraduría para el resguardo de sus derechos.
    ¿Se trataba de una percepción y de una estrategia política a favor de «integrar» a las comunidades a los proyectos de «desarrollo», pero ajena a cualquier idea de renunciar a la identidad mapuche?
    Bengoa sostiene que la actitud de Venancio Coñoepán buscó siempre obtener una mayor autonomía respecto del Estado que la postura de los líderes anteriores, los creadores del Frente Araucano. Coñoepán no se habría limitado a demandar del Estado; su estrategia sería construir, impulsar organizaciones sociales, productivas, comerciales -¿embriones de poder económico y social?-, a fin de integrarse a las promesas y realizaciones del «desarrollismo». Esas políticas industrialistas y de ampliación del rol económico-social del Estado se hallaban en marcha desde el frentepopulismo y readecuadas durante la fase de la post-segunda guerra. El documento fundacional de la nueva organización, la Corporación Araucana, dirigida por Coñoepán, la definió como institución de fomento y desarrollo del pueblo araucano. El más poderoso instrumento estatal había sido llamado Corporación de Fomento de la Producción, CORFO.
Explica Bengoa que Coñoepán fue uno de los pocos indígenas que participaron en el Primer Congreso Indigenista Interamericano celebrado en Pátzcuaro (Michoacán, México) en 1940. Dado que no había otros interesados, le fue asignada la invitación que envió el Presidente Lázaro Cárdenas al gobierno chileno del Frente Popular; al fin de cuentas -se decía- «el tema indígena no existía en Chile». El indigenismo que se desarrollaba en México expresaba claramente ideas y políticas de «integración» a la «mexicanización», dentro de una gran nación y Estado. Sin embargo, el representante mapuche-chileno habría escrito a su esposa desde Pátzcuaro: «…estoy cada vez más convencido de la necesidad de crear en Chile la República Indígena». El devenir de un tal sentimiento, tal vez noción de acciones por enhebrar, quedaría librado a su pragmatismo político.
    Carlos Ibáñez del Campo había sido -en el segundo lustro de los años ’20- líder del movimiento militar adverso a la dominación oligárquica decimonónica y, al mismo tiempo, al caudillo civil «mesocrático», Arturo Alessandri Palma. Instauró una dictadura en 1927 que cayó bajo la movilización «civilista» en 1931. En 1952, Ibáñez emerge como postulante mesiánico a la Presidencia, catalizando las frustraciones de las anteriores fases del «desarrollo», y derrotó a los partidos tradicionales (radical y liberal-conservador). Entonces Venancio Coñoepán abandona sin sobresaltos su pasado reciente de parlamentario del partido Conservador (tronco político de los latifundistas). Se gana un espacio emblemático en tanto personalidad mapuche: Ministro de Tierras en el ibañismo. El fulgor y fin del «populismo» ibañista frustrado, termina también con la etapa de «indigenismo» actuado por indígenas que él encabezó. Por eso, a fines de los ’50 el movimiento mapuche -centrado en la demanda de recuperación de tierras y rechazo a la división de las comunidades- experimentó un giro hacia la acción de los partidos de izquierda y centro.
Los vínculos amistosos que unieron al «pragmático» dirigente indígena con Alejandro Lipschutz, el apasionado estudioso marxista de la comunidad indígena, llaman nuestra atención sobre el interés que ambos tuvieron en que los actores mapuche llegaran a constituirse en sujetos de un futuro histórico posible, expresándose como movimiento social tras una perspectiva de convivencia justa en un Estado plurinacional.
El triunfo político de la reforma social, desde 1964 con el gobierno demócrata-cristiano y la ley de la Reforma Agraria (1967), implicó que los mapuche fuesen tratados como campesinos pobres, sin que se aplicaran cambios importantes a la propiedad comunitaria de tierras, ni menos el reconocimiento de la existencia de un problema relacionado con la población mapuche urbana, dado el crecimiento de la migración y relativa concentración de ella en municipios muy pobres de la capital. Paralelamente, el ascenso de la izquierda en los movimientos sociales, reafirmaba la concepción de la cuestión mapuche como aquella de un sector de «los pobres del campo»; ellos debían incorporarse al sindicalismo agrario y a la acción partidaria en la perspectiva inmediata de la Reforma Agraria.
Algún cambio se produjo dentro de la izquierda y dentro del mismo movimiento mapuche en los ’60, para que se dejasen de lado las posiciones comunistas que enfatizaban que el problema del pueblo mapuche era el de una minoría nacional, a la vez que no se hablase nuevamente de «República indígena» por el lado de las organizaciones mapuche, y que en cambio este movimiento se subsumiese dentro de las preocupaciones de la «mayoría nacional», constituida por las clases asalariadas o «los pobres» en general, del campo y de la ciudad.
    El gobierno de la Unidad Popular (1970-73) actuó, así, impulsando la restitución de tierras usurpadas a las comunidades, políticas crediticias y de apoyo técnico, todo eso dentro de las limitaciones legales y financieras, así como bajo el impacto de la polarización política del país que la oposición llevaba hacia el quiebre democrático.
    El golpe de Estado (11 de septiembre de 1973) significó masacres de militantes mapuche y sus familias, múltiples nuevas usurpaciones y un «marco legal» que promovió el debilitamiento de las comunidades mediante el otorgamiento de títulos individuales de propiedad de las parcelas (D.L. 2.568 de 1979).

4.- Territorio y visión de la autonomía «etno-nacional».

Al inicio del siglo XXI la sociedad chilena está viviendo el impacto de acciones mediante las cuales numerosas comunidades – en diversos espacios mapuche históricos- reivindican derechos sobre territorios que les fueron usurpados.
    La derecha política, por medio de sus voceros en el parlamento y con instrumentos como el diario El Mercurio y el Instituto Libertad y Desarrollo, han culpabilizado de estos hechos a los gobiernos concertacionistas y al marco de la Ley 19.253, enfatizando su carácter violento, atentatorio al «Estado de Derecho», y argumentando que la ley genera desigualdad ante la ley, en favor de los mapuche y sus tierras aún protegidas por el marco jurídico. Añaden que la situación lleva a desequilibrios de la unidad nacional y en general sobredimensionan el conflicto secular, cuyas manifestaciones violentas eran antes poco conocidas pero que han existido en todas las épocas, por lo general con un balance de muerte y destrucción contrario a los propios mapuche.
    Por otra parte, hay sectores mapuche que enfatizan una visión distinta: el gobierno y la ley han sido inoperantes ante sus demandas y el movimiento indígena se ha vuelto dependiente de la esfera estatal.
    José Marimán afirma que «casi la totalidad del movimiento mapuche (distintas organizaciones nacidas con la lucha contra la dictadura del régimen militar de Pinochet (1973-1990) continuó operando en la lógica de la dependencia (…) a las instituciones del Estado nacional». ¿Qué significa esto? Que al instaurarse el primer gobierno democrático, las organizaciones mapuche participaron del consenso que dio nacimiento a la llamada Comisión Especial de Pueblos Indígenas (CEPI) y a la Ley Indígena. Desechaban, así, la «propuesta» o perspectiva de una estrategia que vinculase la restitución de derechos y el reconocimiento de la identidad étnica y a la conquista de un estatuto «nacionalitario», a formas políticas específicas de autonomía como nación mapuche.
    Más tarde, J. Marimán ha dicho que, si bien lo central en las movilizaciones mapuche ha sido la reclamación de tierras (y continúa siendo el objeto casi exclusivo del conflicto), «hoy, los sectores mapuche más nacionalitarios ya no creen que la simple restitución de tierras usurpadas pueda variar la situación insoportable de pobreza…».
    No obstante, expresa, «al interior del movimiento mapuche aún persiste una mayoría, cuya práctica política se acerca más a la conducta política de una minoría étnica no territorial, que a una conducta política nacionalitaria».
    Luego plantea como argumentos principales:

a) La situación de reclamo de tierras usurpadas afecta a una parte de las comunidades, sin perjuicio de la solidaridad que puedan manifestar los no involucrados. La consideración esencial es que aun cuando se lograse recuperar todas las tierras susceptibles de litigio o demanda «nadie saldría de la situación de pobreza en que se vive, ni se habría conquistado poder económico». Por tanto, la demanda nacionalitaria es aquella que cuestiona (aun mediante reclamos parciales de tierras) la ocupación y expoliación del territorio, «la colonización de los mapuche por los chilenos». Esa es la causa de la pobreza del pueblo mapuche (independientemente de situaciones particulares).

b) La demanda por restitución territorial supone discutir con el Estado una nueva relación mapuche / chilenos, en la cual los mapuche puedan gozar de poder político y económico para pensar en un futuro como nación. «Si la demanda (…) de tierras usurpadas se inscribe en un proyecto mayor, en perspectivas de plantear la cuestión territorial y el retorno al país mapuche, entonces sí adquiere una connotación de lucha nacionalitaria».

c) «Se desprende una lección importante, y ella es que la problemática mapuche no puede ser reducida a un problema de derechos democráticos, derechos humanos o derechos individuales, por cuanto corresponde a una problemática de nacionalidad dominada y colonizada al interior del Estado chileno».

5.- Propuestas desde las organizaciones mapuche.

El capitalismo globalizado contemporáneo explota en Chile bosques que conforman mega-latifundios, constituyéndose esa actividad en uno de los pilares de la economía neo-liberal exportadora de recursos primarios. Esas empresas ocupan escasa fuerza de trabajo; predominan los contratos estacionales. Sus plantaciones de pinos ocupan una proporción importante de las tierras mapuche ancestrales hoy reclamadas por las comunidades, luego de siglos de traspasos arbitrarios de la propiedad. Casi todos los conflictos mapuche de envergadura, en las décadas recientes, son por recuperar ese tipo de predios. El ocupante y usufructuario de gran parte del territorio demandado es el capital globalizado, transnacional, y su materialización en Chile: las Empresas Forestales. Las ideas que hablan, de manera general y disímil, sobre la necesidad de un reconocimiento del derecho del pueblo-nación mapuche a contar con formas políticas de autonomía, parece estar entrampado. Sin embargo, debiera recordarse que antes del término del régimen dictatorial y del inicio de la «transición a la democracia» no existió ni argumentación, ni debate ni propuesta alguna. Hace poco más de una década, se podría haber dicho que el «problema» político derivado de un cuestionamiento mapuche al Estado de Chile conformado por una sola nación, definitivamente no existía. Para «la clase política», el Estado y sus instituciones tal problema aún no existe. Las distintas organizaciones del movimiento mapuche se hallan separadas. No han elaborado espacios suficientes de diálogo a fin de calibrar si el futuro del movimiento social mapuche depende o no de un programa que considere los nexos entre la reivindicación de territorios arrebatados; la exigencia de «reconocimiento» de la etnia-nación (como sustento de una nueva relación entre la sociedad chilena y el pueblo mapuche) y la obtención de formas de autonomía política con base territorial. Admapu (Asociación Gremial de Pequeños Agricultores y Artesanos) ha planteado el reconocimiento político del pueblo mapuche mediante la participación (como minoría nacional) en todas las instancias políticas representativas del Estado: un 10% de representantes mapuche en el Parlamento, etc. Ha dicho que ese camino de «autonomía» no supone, necesariamente, la separación de un territorio mapuche respecto del espacio nacional chileno. Pero, los mapuche sí necesitan acrecentar su control sobre territorios suficientes para sustentarse como pueblo y requieren igualmente aportes económicos del Estado-nación de Chile, «Estado del que formamos parte». En esa argumentación, los partidos políticos sí pueden constituir «una fuerza de liberación». La organización Aukiñ Wallmapu Ngulam o Consejo de todas las Tierras ha propuesto el reconocimiento de una autoridad política propia, autónoma y paralela a las instancias estatales existentes. Las atribuciones de esa autoridad política respecto de los territorios con población mapuche no ha sido explicitada. Reafirma que la lucha del movimiento mapuche debe desarrollarse ajena a la injerencia de los partidos políticos, los cuales jugarían un papel neutralizante, de instrumentalización de los mapuche en pro de su propia lógica del poder.
La organización zonal o local Identidad Territorial Lafkenche, reclama formas autonómicas políticas en las «zonas específicas» que quieren representar y que llaman «espacios territoriales de patrimonio lafkenche». Proponen una Asamblea Territorial (integrada por tres representantes de cada comunidad) y un Coordinador territorial elegido bajo un procedimiento democrático por todas «las bases». Sin duda el alcance «local» lafkenche de esa proposición hace que ella sea la única que evita el problema de la delimitación geográfica del total del territorio mapuche demandado; y, en consecuencia, resuelve -por su carácter local, insistimos- el problema de que los mapuche son una minoría demográfica, aun en la 9ª Región de la Araucanía, donde ellos conforman el 26% de la población total.
El Centro de Estudios Mapuche «Liwén» (que cuenta entre sus miembros al citado José Marimán), argumenta la necesidad de que se cree una «Región Autónoma Pluriétnica». Con ese enfoque diferente, la autonomía política se hace depender de la creación de condiciones para el desarrollo de una nueva relación entre la sociedad regional no mapuche en la 9ª Región y el pueblo mapuche (con la mayor concentración relativa en dicha Región). Señala que un Estatuto de Autonomía Regional, válido para los no mapuche (mayoría) y mapuche (minoría) podrá crear una legislación interna a esa Región que favorezca una relación más justa entre ellos. Un Parlamento Regional (elegido por un solo cuerpo electoral que vote en una única «circunscripción electoral») y un Gobierno (Ejecutivo) Regional darían mayor poder real a todos los habitantes de la 9ª Región, acrecentando el auto-control de esos ciudadanos sobre sus existencias, intereses y riquezas «regionales». Insiste en la participación política democrática del conjunto de los ciudadanos -mapuche y no mapuche- en la elección de autoridades (y critica la posibilidad de que los mapuche sean representados por sus autoridades «tradicionales», no elegidas). Esta proposición, creemos, subraya la necesidad de crear «una nueva relación» entre chilenos y mapuche de la Región como la estrategia eficaz para lograr el reconocimiento y desarrollo de derechos etno-nacionales. Es por ello que admite que los mapuche, siendo minoría, participen en un plano de igualdad con los demás ciudadanos en aquella «autonomía regional pluriétnica».
Ninguna de las propuestas reseñadas, plantea hoy la integración de los mapuche urbanos a las eventuales formas de una autonomía política territorial (el Censo de 1992 consignó 409.079 auto-declarados mapuche en Santiago; debiera también considerarse la población mapuche de varias ciudades al sur de la 7ª Región del Maule). Ese aspecto parece ser insoluble en el estado actual de la definición de objetivos étnico-nacionales del movimiento mapuche.
Recientemente, se ha constituido una Coordinación de Identidades Territoriales que busca agrupar o más bien federar comunidades y organizaciones de diferentes sectores geográficos, incluidos los wariache o mapuche urbanos, frente a demandas comunes, manteniendo cada organización identitaria su propia estructura.

Algunas conclusiones

Los censos desmienten la construcción decimonónica de que el país sea homogéneo. Hay de un cinco a un diez por ciento de la población que se declara identificada o perteneciente a uno de los pueblos originarios.
    El conjunto de reivindicaciones, luchas y conflictos en que tiene parte el pueblo mapuche nos parece lleva a la siguiente síntesis. Podemos poner el énfasis en lo cultural o en el conflicto de tierras, pues no necesariamente hay consenso o un ‘gran acuerdo’ ni entre las organizaciones mapuche ni entre los movimientos sociales chilenos, sobre el qué hacer para solucionar este conflicto, pero la hipótesis central -solamente comprobable en la práctica- es que los movimientos sociales en Chile se identifican con distintos sectores mapuche, y se va a evolucionar a una idea o reivindicación con un ‘articulador’ central, intrínsecamente político: si existe el pueblo-nación mapuche, de acuerdo al concepto y calidad jurídica modernos de pueblo (tal cual se abre paso en el propio seno de la Organización de Naciones Unidas), su existencia trae consigo el derecho a su autodeterminación. Las formas políticas y de autogestión autonómicas del pueblo mapuche constituyen la mayor probabilidad de desenlace del proceso reivindicativo que éste protagoniza. Este debiera ser el corolario eficaz del reconocimiento constitucional de los pueblos originarios que hoy también está en debate.

Augusto Samaniego Mesías es profesor de la Universidad de Santiago de Chile y Dr. Universidad de Paris 8