Desde que fue compuesta, en 1975, para la lucha contra la dictadura militar de Chile, la canción del grupo chileno Quilapayún, pasó a convertirse en el himno oficioso de las luchas populares de las izquierdas latinoamericanas y también de España. Es conocida la grabación tomada a los presidentes de Ecuador, Venezuela, Bolivia, Honduras y Nicaragua […]
Desde que fue compuesta, en 1975, para la lucha contra la dictadura militar de Chile, la canción del grupo chileno Quilapayún, pasó a convertirse en el himno oficioso de las luchas populares de las izquierdas latinoamericanas y también de España. Es conocida la grabación tomada a los presidentes de Ecuador, Venezuela, Bolivia, Honduras y Nicaragua cantando, como si estudiantes de los 70 fueran, la canción de Quilapayún, en medio de un mar enfervorizado de personas que celebraban la victoria de Rafael Correa.
Ha sido la capacidad de los dirigentes de las fuerzas progresistas latinoamericanas de forjar unidades, lo que ha hecho posible el milagro de derrotar electoralmente a la derecha y ganar, una vez sí y otra también, a los búnkeres políticos tradicionales. No fue camino fácil. En los años del fuego, en la clandestinidad, la represión y la guerra, las ideologías podían más que las realidades. Allende fue, en la era moderna, el primero en crear un consenso entre las disímiles -y opuestas- fuerzas de izquierda chilenas, para forjar una alianza que pasaría, heroica y trágicamente, a la historia latinoamericana como la Unidad Popular. Una alianza de fuerzas de izquierda, progresistas y populares para ganar el gobierno -que se ganó en 1970-, ya que no el poder, que es una cosa más taimada e implacable, como demostró el golpe militar del 11 de septiembre de 1973.
No habría que esperar mucho tiempo para que otro movimiento guiado por la conciencia de unidad tomara el gobierno y -entonces sí- también el poder. En julio de 1979, seis años, dos meses y dieciséis días después del sangriento derrocamiento del presidente constitucional Salvador Allende, una insurrección nacional, promovida por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), derrotaba y destruía hasta los cimientos una dictadura de cuarenta años. El sandinismo había logrado aquella hazaña gracias a que, primero, supo reunificar, en febrero de 1979, a las tres fracciones en que se había dividido. Luego, a que fue capaz de reunir a amplios y dispersos sectores antisomocistas en un Frente Patriótico Nacional, que juntaba desde socialcristianos progresistas hasta comunistas archi-radicales. La revolución sandinista empezó a resquebrajarse con la asunción de políticas sectarias, que llevaron a la disolución paulatina de la unidad progresista. Al final, el FSLN se quedó solo y su soledad estaría en la raíz de la traumática derrota electoral de 1990.
En 1989, el «caracazo» despertó la inquietud de un oficial enviado, junto a decenas más, a reprimir a la población hambrienta. Hugo Chávez tuvo la inmensa virtud de ser capaz de reunir en un único movimiento a las diseminadas fuerzas sociales venezolanas, hasta constituir el Partido Socialista Unido de Venezuela. Luego, en Brasil, Bolivia, Ecuador, Uruguay, El Salvador, la fórmula de unidad determinaría el triunfo electoral -y las victorias posteriores- de las coaliciones populares.
Las fuerzas de la unidad no se han quedado intramuros. Los gobiernos progresistas latinoamericanos impulsan, con más voluntad que nunca, la unidad regional, de la que nació la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC), primer organismo regional sin la presencia sulfurosa de EEUU. El hecho es histórico y ha tenido resultados prometedores para la integración regional. Uno de ellos, poco recogido en los medios de prensa, es que esa ola de triunfos electorales de las coaliciones populares y el reforzamiento general de los sistemas democráticos, ha convertido a Latinoamérica en la única región en paz del mundo y donde los países resuelven pacíficamente sus controversias por vías diplomáticas o jurisdiccionales, como se constata en el anuario de la Corte Internacional de Justicia.
Los procesos de convergencia no han sido, ni son, ni serán, procesos fáciles. La forja de alianzas requiere capacidad de renunciar a lo que, en última instancia, no dejan de ser cuestiones tácticas o adjetivas vis-a-vis los objetivos estratégicos y esenciales. El primero de ellos es arrancar las mayores cuotas posibles de gobierno a las fuerzas tradicionales y conservadoras, con siglos acumulados detentando poder y gobierno.
Quien no entienda esta regla de hierro de la política sabe poco de política. Como bien decía el -posiblemente-, último político renacentista de Europa, Giulio Andreotti, «el poder desgasta sobre todo al que no lo tiene». La izquierda ha solido desgastarse en cainitas luchas despiadadas, para solaz y disfrute de la derecha. Parte fundamental del patrimonio de las izquierdas nacionales y mundiales ha sido dilapidado en guerras sectarias («yo soy dueño de la verdad, tú, un traidor») sirviendo en bandeja de plata el gobierno, el poder, las tarjetas de créditos y hasta los mariscos a la derecha.
Cuando las izquierdas son capaces de entrar en procesos de maduración política, entienden que los adversarios reales no son sus hermanos ideológicos, sino esa casta que cobra coimas, trafica con los dineros públicos, tiene cuentas en paraísos fiscales y vende sin sonrojo las riquezas y recursos del país a voraces poderes extranjeros. Cuando demuestran a los ciudadanos que son capaces de crear consensos, las izquierdas multiplican exponencialmente sus posibilidades de ser y de hacer política en mayúscula.
Maceradas las divergencias, es posible crear consensos y programas claros que fijen los objetivos a favor de los desfavorecidos y excluidos, asumiendo así, de forma inteligente y práctica, las responsabilidades adquiridas con los sectores olvidados. En ese escenario, sus potencialidades electorales se multiplican y consolidan, permitiéndoles alcanzar el gobierno, no ya de manera residual, sino como fuerzas políticas consolidadas a las que no es posible ningunear. Alcanzar cuotas amplias de gobierno hace posible poner en marcha y ejecutar procesos de cambio desde los cuales es viable arrancar -es el verbo preciso- cuotas cada vez mayores de poder a los búnkeres nacional-derechistas. Y, por fin, devolver a los excluidos los derechos económicos, sociales y culturales que les han sido arrebatados: sus derechos a salud, educación, trabajo, vivienda, cultura, dignidad…
La historia es una suma de momentos efímeros, como las glorias. Quien hoy tiene noventa, mañana tendrá diez o tendrá nada. Hay quienes, por no entender, no logran ser siquiera chispas; otros, entendiendo el momento, logran darle eternidad a lo efímero. La lucha por el respeto objetivo y real de los derechos humanos ha sido larga, dura, difícil y llena de retrocesos, como los que se viven ahora. Pero ahora hay una posibilidad cierta de cambiar la situación y las posibilidades del cambio dependerán de la madurez con que actúen las organizaciones y fuerzas políticas y sociales, de izquierda y progresistas.
Puede que sea este el momento en que las fuerzas de izquierda españolas deban girar sus ojos hacia la otra orilla del Atlántico, no para verla con miradas condescendientes, sino para, desde la humildad, aprender. Con miradas que asuman las reglas básicas que han permitido reelegirse a Evo Morales con el 61% de votos, ganar unas duras elecciones a Dilma Rousef y, con casi total seguridad, posibilitar un nuevo triunfo al Frente Amplio uruguayo.
Podríamos pensar, entonces, en que no sería remota la posibilidad de ver a un presidente de gobierno español cantando (herejía entre las herejías para los hijos de la OTAN), con unos cuantos presidentes latinoamericanos, la canción de Quilapayún, de que el pueblo unido jamás será vencido. Porque, efectivamente, los pueblos que saben construir y mantener la unidad son invencibles. Dar la talla no es fácil, pero ese es el reto actual de la izquierda política y social española, que vuelve a moverse entre el ser de la realidad y la nada de los ascetas, con el riesgo de terminar como en el Simón del Desierto, del irreverente maestro Luis Buñuel, al pie de la columna, disputando sobre hipóstasis, anástasis y apocatástasis.
Augusto Zamora R. Profesor de Relaciones Internacionales
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