¿Por qué, aún después de medio siglo de Revolución, continúan observándose prácticas de discriminación racial y prejuicios raciales en la sociedad cubana? La respuesta «constructiva» más usual a esta pregunta está muy desgastada. Ella insiste en que medio siglo es poco tiempo para lo que se acumuló durante siglos. El colonialismo español tenía más de […]
¿Por qué, aún después de medio siglo de Revolución, continúan observándose prácticas de discriminación racial y prejuicios raciales en la sociedad cubana?
La respuesta «constructiva» más usual a esta pregunta está muy desgastada. Ella insiste en que medio siglo es poco tiempo para lo que se acumuló durante siglos. El colonialismo español tenía más de tres siglos y medio de implantación en Cuba, con población, idioma y muchos elementos más a su favor, y fue destruido sin remedio en solo 30 años por las revoluciones anticoloniales. A nadie se le ocurre que haya habido influencia política española en Cuba en los últimos 113 años.
Hay que acercarse de otra manera a un hecho innegable: el siglo XIX – y no los tres siglos anteriores – fue el de la implantación en Cuba de un racismo tremendo, que se benefició un poco de la tradición, pero dependió de su propio esfuerzo y de las necesidades de la nueva dominación. La composición de la población, las relaciones sociales principales y muchos elementos de la cultura del país que existen hasta hoy se formaron bajo un modo de producción que utilizó masivamente un millón de africanos importados como esclavos en el breve lapso de un siglo. Una de las instituciones modernas de la Cuba del XIX fue el racismo antinegro, intencional, legalizado y socializado de todas las formas que fue posible. Los 30 años de Revolución a los que me referí le dieron un golpe formidable a aquel racismo y lo hicieron retroceder de muchos modos. He insistido en el peso trascendental de ese evento y de sus consecuencias permanentes, por lo que no alargaré aquí mi respuesta.
Los dos hechos están ahí: uno en contra, otro a favor de una integración de los cubanos sin racismo antinegro. Pero la nación Estado existente desde 1902 realizó solo parcialmente los ideales y el programa revolucionario del 95, se alejó de ellos en sus prácticas y por su naturaleza burguesa neocolonial abandonó proyectos como el de una integración nacional antirracista. En la cultura republicana, el racismo fue condenado políticamente y se mantuvo socialmente, a pesar de los innegables adelantos subjetivos y objetivos que experimentaron los no blancos y de que la mayoría de los blancos asumieron el antirracismo como un requisito de la cultura cívica. Entre 1886 y 1958 se mantuvo la situación relativa de los no blancos, la peor en cuanto a medios materiales, condiciones de vida y oportunidades entre los grupos en que puede clasificarse la mayoría de la población del país, que vivía explotada o en la miseria.
Esas fueron las condiciones básicas dentro de las cuales se mantuvo la nueva construcción social de razas y racismo plasmada durante la posrevolución, a inicios del XX. Ella gozó, por consiguiente, de consenso mayoritario. Aunque el modo de producción dominante ya no necesitaba directamente el racismo después de 1886, el capitalismo cubano lo incluyó dentro de sus reformulaciones de la hegemonía. La acumulación cultural existente en el país no tuvo fuerzas suficientes para impedírselo, y más bien incluyó al racismo dentro de su acervo, de maneras vergonzantes; así lo vivió – en grados y formas diversas – la mayoría de la población. Sin duda, hubo una evolución de los problemas raciales entre 1902-1958, que resultó positiva para el antirracismo durante el período que llamo la segunda república, pero que no logró romper lo esencial.
La Revolución emprendió desde 1959 una transformación de las personas, las relaciones sociales, las instituciones y otros aspectos de la vida social y el país en su conjunto que resulta incomparable a cualquier hecho histórico anterior – excepto la colonización de Cuba por los europeos – , por su profundidad, su carácter abarcador y sus consecuencias. El racismo sufrió a causa de ella una gran derrota en su naturaleza, sus manifestaciones y, sobre todo, en las bases que tenía en el sistema social de dominación burguesa neocolonial. Pero hubo dos ausencias fundamentales en la política de la Revolución en este campo. Una fue consecuencia del propio proceso: la lucha por la obtención de la unidad del pueblo y de los revolucionarios, su obtención y su conversión en un principio central de la ideología y las prácticas políticas. Las diversidades sociales fueron obviadas ante la unidad y sus problemas no se atendieron a fondo, o fueron sacrificadas cuando se consideró necesario. Sin proponérselo, la Revolución le dio espacio a un aspecto negativo del nacionalismo republicano, que oponía el patriotismo a las demandas y luchas sectoriales de tipo social o racial, pero ahora ese hecho se reforzó por el peso inmenso y abarcador que tenía la politización en la vida social de la población.
La lucha contra el racismo formaba parte de la Revolución, pero no fue una de aquellas banderas suyas que eran asumidas por el pueblo con ardor avasallador que rendía oposiciones, escollos, tradiciones y prejuicios, y eran organizadas por el poder revolucionario para darles viabilidad y efectos permanentes.
La otra ausencia provino del recorte del alcance de la Revolución, que sucedió a inicios de los años 70. El ciclópeo trabajo de modernizaciones emprendido entre todos y guiado por el poder revolucionario en su primera etapa incluía la comprensión de que la modernización tenía que ser al mismo tiempo criticada, comprendida y denunciada como un peldaño que la dominación puede ascender sin dejar de existir, y que puede terminar en la «normalización» de las cosas y el fortalecimiento de una nueva forma de dominación, modernizada. En la segunda etapa, iniciada con los años 70, esa comprensión se fue perdiendo y abandonando, lo que ha ocasionado un daño grave al proceso. El combate a ese retroceso fue incluido en el proceso llamado de rectificación de errores, de la segunda mitad de los años 80. En estos últimos 20 años esa grave deficiencia de la conciencia y la crítica socialista sigue vigente, aunque los datos del problema han cambiado mucho.
Por la primera ausencia se abandonó prácticamente la concientización antirracista y la elaboración de una estrategia de educación de los niños y jóvenes – y de reeducación de los adultos – para una integración socialista entre las razas en Cuba, a pesar de que las tareas y los logros de la Revolución le hubieran brindado un suelo óptimo. Al contrario, se veía mal referirse a cuestiones «raciales», que serían «rémoras de la sociedad anterior» que el socialismo en general liquidaría.
Por la segunda ausencia se estimularon el individualismo egoísta, la formación de grupos privilegiados y retrocesos notables en la ideología revolucionaria, a pesar de que la expansión y sistematización de los logros de la Revolución y de las acciones internacionalistas brindaban un suelo favorable y apropiado para continuar la política de relaciones dialécticas entre la liberación y las modernizaciones, gobernada por la primera y con procesos de concientización correspondientes. Los resultados fueron muy contradictorios tanto a nivel del país en su conjunto, como al de las personas. En la cuestión racial, fueron muy positivas en esta etapa la maduración de las relaciones interraciales en la vida de los individuos, la universalización de la educación y su papel destacado en el ascenso social y el prestigio, la preocupación por tener una participación mayor de los no blancos en las instituciones y la parte que les tocó a estos en el aumento del bienestar material que se produjo. Pero el paradigma civilizatorio que tendió a predominar contenía latentes elementos del orden burgués que lo creó, y para este los pobres son individuos ineptos o que no cuentan, y los no blancos son seres inferiores.
¿Cuáles son los rasgos que caracterizan las manifestaciones de discriminación racial y prejuicios raciales en la Cuba actual?
Ante todo, el más preocupante es el crecimiento de ellas en las dos últimas décadas, si nos atenemos al consenso de los observadores y los analistas. El punto de partida era muy bajo, pero ese dato no le quita importancia al problema. Lo relaciono con otro fenómeno que parece diferente y menos dañino: una mayor afinidad en cuestiones de vida cotidiana y relaciones amistosas de personas con rasgos raciales análogos. Eso parece poseer la inocencia de lo que sucede «en la vida privada» pero, como otros eventos actuales, está cargado de sentido de cambios en la forma de vida, las relaciones sociales y las concepciones compartidas, que a mediano plazo tocarán fuerte a la puerta de los asuntos políticos y de la naturaleza del sistema social. En realidad, en nuestro país y nuestra época se trata de una forma de «naturalización» de los prejuicios raciales que resulta factible, y que no parece negar el derecho de nadie. Porque mostrarse ajeno a las relaciones y las definiciones sociales es fundamental para el avance del racismo en la Cuba actual.
La discriminación y los prejuicios raciales son opuestos a la legalidad y las relaciones revolucionarias, y han sido condenados de manera descarnada y reiterada por el presidente, compañero Raúl Castro. Estos factores no son nada desdeñables, pero las actitudes y prácticas racistas – que asumen formas muy variadas – viven en un mundo paralelo, jamás chocan con las definiciones revolucionarias y no suelen mostrarse abiertamente. Las que se dan en las instituciones se ocultan con hipocresías o detrás de instrumentos administrativos. En la vida social, la discriminación y los prejuicios raciales tampoco se exhiben, funcionan en silencio, en entendidos que es de mal gusto mencionar, a través de hechos y no de posiciones expresas, pero funcionan. Sus víctimas no tienen – o tienen muy pocas – posibilidades de defenderse, por esas formas sutiles de ser de nuestro racismo y porque no resultan agobiadas y excluidas en su vida en general por ellas: pueden protestar o alegar, pero pueden resignarse a ellas en silencio y tomar por otras vías, es decir, pueden «darse su lugar».
Las manifestaciones actuales de racismo tienen a su favor un viejo saber social que está tratando de regresar en la Cuba actual: «siempre fue así». Este es un tercer rasgo que a mi juicio es crucial. Ellas son un territorio del crecimiento de la cristalización de desigualdades sociales, un paso muy necesario para los que aspiran al retorno al capitalismo. El antiguo y grande arraigo del racismo en la cultura cubana, su evolución y persistencia en nuevas condiciones y su latencia durante el auge revolucionario lo capacitan para tornarse una parte efectiva de la vanguardia social en un eventual proceso de retorno el capitalismo – que sería siempre muy complejo y riesgoso – , porque no alude directamente a la «cuestión social», es decir, a la explotación, sometimiento y devaluación social de las mayorías que están basados en la ganancia y los demás aspectos centrales del sistema capitalista. El racismo y sus efectos parecen deberse a la naturaleza, y no a las relaciones sociales. La sinceridad brutal expresada en una publicación reciente – «siempre hubo pobres» – solo despierta rechazo: es, por lo menos, una pifia. Mientras, el racismo funciona como una ideología y no necesita tener intenciones políticas para existir y cumplir su tarea.
Otro rasgo que advierto es que el racismo puede ser muy reforzado si se agudizan las desigualdades sociales, por la tendencia a la permanencia de estratos y grupos sociales que participan menos de la riqueza y son menos favorecidos socialmente, personas y grupos ubicables en cuanto a conductas, modos de vida y lugares. Si no se produce una ofensiva cultural, ideológica y política socialista que enfrente esas tendencias, las representaciones sociales predominantes acerca de esos sectores llegarán a ser muy desfavorables y tenderán a estabilizarse como tales, no solo por la usual confusión entre causas y consecuencias, sino por la influencia de la guerra cultural imperialista actual, con sus dicotomías como la de «éxito-fracaso» para cada individuo, su «sálvese quien pueda» y las demás armas de su arsenal. Los no blancos que pertenezcan a esos grupos pueden ser objeto de racismo en dos sentidos: por estar en proporción mayor a la que tienen en la población total; y por sus rasgos como no blancos, que constituirían una agravante.
¿Cómo valora usted los actuales niveles de pobreza que se observan en la población negra y mestiza en nuestro país?
No voy a alargar mis respuestas relacionándolos. Comparto los criterios de todos los que informan sobre ellos y destacan su entidad, sus causas y su persistencia, y la obligación que tienen las instituciones de no silenciar o disfrazar esos niveles de pobreza. Este silenciamiento sucede cuando no se recolecta y ofrece información desglosada por color de la piel ni se incluye esa variable en las mediciones y valoraciones, mediante instrumentos y métodos idóneos; cuando no se incluye la cuestión – o se hace pobremente – en los estudios y las estrategias institucionales, en la enseñanza, en las campañas de divulgación y en otras actividades en que debería hacerse. En esa situación, como en muchos otros campos de la vida del país, inciden muy duramente la inercia, el espíritu burocrático y la ignorancia, y no tanto motivaciones racistas. Pero es obvio que los procesos de diferenciación económica y social que están en curso desde hace casi 20 años afectan a los no blancos en medida mayor que su proporción en la población del país. Quiero al menos señalar el gravísimo problema moral de desentenderse de las carencias y desigualdades de los propios paisanos, las injusticias que esa situación conlleva y las perspectivas de divisionismo y conflicto social que implica.
En su opinión, ¿cómo debemos enfrentar los desafíos relacionados con las desigualdades raciales en la Cuba actual?
Es obvio que el problema tiene dos aspectos discernibles: las realidades y desventajas que motivan la pregunta anterior – los niveles de pobreza – , y el relativo al racismo, que motiva las dos primeras preguntas. Existe una historia de relaciones entre los dos aspectos, a la que he aludido en mis respuestas, historia que ha implicado situaciones diferentes. En las tres primeras décadas después de 1959 la vinculación entre ambos aspectos fue, a mi juicio, la menor a lo largo de toda esa historia; en las dos últimas ha crecido, pero está lejos de ser lo determinante en cuanto a las manifestaciones de racismo. Quiero resaltar, eso sí, que para analizar todas estas cuestiones es imprescindible tener en cuenta las diferencias de los problemas en los diferentes medios sociales existentes y los correspondientes ambientes que en ellos cristalizan.
El combate a las desventajas «objetivas» que padece una alta proporción de los no blancos debe formar parte, sin duda, de una política revolucionaria socialista general que favorezca a las cubanas y cubanos de cualquier color de piel que padezcan esas situaciones. Pero es imprescindible añadir una política especializada – bien fundamentada – , dirigida a erradicar o disminuir las situaciones de personas y grupos no blancos que se deben a una reproducción continuada de sus desventajas que se convierte en formas culturales, y las debidas a relegaciones y discriminaciones por causas raciales. En el diseño y en la instrumentación de esa política deben ser determinantes la participación, juntos, de especialistas y de personas que forman parte de los grupos en desventaja, y la voluntad de no permitir que se reduzcan a acciones administrativas que se rutinizan, decaen y finalmente desaparecen.
No comparto la política de acciones afirmativas, porque ella es un recurso de las sociedades de dominación capitalista para corregir en alguna medida características suyas escandalosas y que pueden acarrear protestas y desordenes sociales. La asignación de recursos, las ordenanzas y las acciones de esa política no ponen en cuestión lo esencial, que es la naturaleza del racismo y sus funciones positivas para la dominación, no son educativas ni constituyen pasos hacia cambios profundos en las personas y las relaciones sociales, es decir, no son acciones antirracistas ni son socialistas. En la transición socialista, la política debe tener propósitos socialistas y formar parte de una gigantesca escuela social; cada uno de sus aspectos importantes está obligado a cumplir esos requisitos.
El segundo aspecto, naturalmente, proviene de las discriminaciones y prejuicios que configuran la persistencia del racismo. Quisiera hacer una distinción previa a mi comentario. Todos los logros científicos recientes ratifican y demuestran la ausencia de diferencias «naturales» entre los diferentes grupos de la especie humana que son clasificados como «blancos y «no blancos». Eso está muy bien, pero no impide la existencia de las razas como construcciones sociales históricamente determinadas, siempre ligadas de un modo u otro con la exclusividad y superioridad de unos y la identificación de los otros como seres incompletos o inferiores. De manera que afirmar que «no hay razas» no resuelve en realidad los problemas del racismo.
En un sentido opuesto, la afirmación de que los no blancos «somos diferentes» y debemos centrarnos en obtener un reconocimiento respetuoso de nuestra diferencia, me parece profundamente errónea. Es peligrosa en la práctica, porque debilita la pelea por la igualdad real y total – y no meramente escrita en los textos – , de todos los cubanos, y hasta parece desistir de ella; y es ambigua, porque en su posición cabe la aceptación tácita de un digno segundo lugar en la sociedad y una ciudadanía de segunda, y las divisiones consecuentes, entre negros y mulatos, y entre los que se reconocen «de color» y los que tratan de «parecerse al blanco», ser aceptados por él y hasta «traspasar la línea del color». Eso se parece demasiado al mundo que conocí en mi niñez. Una cosa es la riqueza maravillosa de las diversidades – y de identidades que existen inscritas en otra más general – , y otra es refugiarse y resignarse a la manipulación practicada y teorizada desde hace algunas décadas, mediante las cuales se les reconocen a los que hasta ayer fueron colonizados, explotados, oprimidos y tenidos por seres inferiores sus identidades como grupos, y hasta se les celebran, para que se solacen y se conformen con ellas, en vez de pretender su liberación de todos los yugos y una vida más plena, en la que sean dueños de sus países y de su trabajo, participen como iguales en la dirección política de la sociedad y tengan acceso al bienestar y las conquistas que ya existen en el mundo.
En los últimos 15 años ha ido creciendo la percepción del problema del racismo y el rechazo de sus graves implicaciones entre sectores cada vez más amplios y en un buen número de instituciones, o la admisión al menos de la existencia del problema por parte de otros sectores y organismos sociales y estatales. Pero todavía estamos lejos de una conciencia nacional fuerte, generalizada y decidida a actuar en consecuencia. Por otra parte, los problemas del racismo en la Cuba actual han sido abordados en numerosos espacios de debate y algunos de estudio, y hoy contamos con una buena cantidad de documentos e investigaciones sobre el tema, especialistas y activistas habituados a tratarlo y propuestas concretas de un notable valor. Sería lógico agregar que están en marcha una estrategia y un gran número de acciones y campañas para enfrentar, batir e ir erradicando esta lacra tenaz de nuestra sociedad. Pero eso no está sucediendo.
En la identificación, el rechazo y la lucha contra el racismo existen profundas diferencias entre la posición oficial de la Revolución y las ideas que manejamos nosotros, por una parte, y lo que sucede en la práctica social, por la otra. ¿Por qué los debates del VI Congreso de la UNEAC, de 1998, y los innumerables eventos, divulgaciones y conocimientos adquiridos sobre este tema que se han acumulado hasta hoy no se generalizan, y no llegan a convertirse en sentido común? ¿Por qué no resulta posible llevarlos a la escala de la sociedad? ¿Por qué no pueden llegar a ser la guía de las instituciones de la sociedad cubana y de las prácticas de nuestro Estado, para escolarizar e instruir a la población, para tratar a los ciudadanos, para divulgar y para entretener educando, para convertir en una regla el repudio al racismo y la exaltación de una unidad nacional más plena, justa y real? Por ejemplo, repetimos hasta el cansancio que nuestro inmenso sistema educacional no es un lugar de formación antirracista, y que nuestro amplísimo sistema de medios de comunicación, totalmente estatal, tampoco lo es.
Llega a ser agobiador el carácter impenetrable de muchos medios respecto a estos problemas, sus manifestaciones y las propuestas antirracistas que se les hacen. Nunca es la negativa la respuesta, sino el silencio, la práctica de no hacer caso. No dudo que concurra la soberbia en funcionarios que están acostumbrados a no ser objeto de ningún control popular efectivo, y el racismo solapado o vivido sin mayor conciencia por los que lo practican o lo permiten, pero también forma parte de esta situación la gigantesca inercia que corroe muchos campos de la vida del país. Estos dos últimos males afectan a un enorme número de personas que no entienden las realidades del racismo y la necesidad de combatirlo, personas que podrían ser decisivas, si se sumaran a esta tarea.
No procede detallar aquí las acciones, la estrategia que las articularía y la política en las que unas y la otra se inscribirían. Pero quiero agregar algo que me parece muy necesario para que esto no se reduzca a un diálogo de sordos, aunque sea un paso de avance respecto al silencio o las quejas de pequeños grupos. Debemos fomentar las acciones y la concientización antirracistas en los ámbitos más diversos de la sociedad, sin esperar todo de la acción y las directivas del Estado, debemos presionar, lograr que actúen juntos los que en el Estado y la sociedad estén dispuestos a hacerlo, debemos considerar a este problema como lo que es, un campo de lucha en sí mismo y un campo de lucha en la pugna cultural tremenda entre el socialismo y el capitalismo que se está ventilando en nuestra patria.
Las diversidades sociales siguen ganando peso en Cuba, mientras se mantiene la unidad política. ¿Cómo lograr que unas y la otra no se contradigan, sino que se complementen y se refuercen? Si miramos la específica cuestión de las razas y el racismo desde esa perspectiva política más general, pueden entenderse mejor sus problemas y los caminos de su superación. El racismo hoy, con todo y sus antiguas raíces, está ligado a los efectos que ha tenido la crisis desatada en los años 90 sobre los grupos menos favorecidos de nuestra sociedad, pero también está ligado a la disgregación social, al apoliticismo, a la conservatización de la vida social y otros fenómenos desplegados en estas dos últimas décadas. El racismo favorece las necesidades ideológicas de aquellos que aspiran a un regreso mediato al capitalismo, porque es una naturalización de la desigualdad entre las personas, algo que nadie admitiría en la Cuba actual si se planteara respecto al orden social en general. Por tanto, con mucha más razón tenemos que desarrollar y hacer triunfar el antirracismo: la lucha por la profundización del socialismo en Cuba está obligada a ser antirracista.