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El racismo, una ideología para los tiempos de crisis

Fuentes: Rebelión

Una opinión bastante generalizada insiste en que el racismo es un fenómeno consustancial a todas las sociedades humanas, lo que equivale a decir que el racismo es un fenómeno natural o propio de los humanos y que, por lo tanto, es inevitable. Sin embargo, en contra de esa opinión, sostenemos que el racismo, que distribuye […]

Una opinión bastante generalizada insiste en que el racismo es un fenómeno consustancial a todas las sociedades humanas, lo que equivale a decir que el racismo es un fenómeno natural o propio de los humanos y que, por lo tanto, es inevitable. Sin embargo, en contra de esa opinión, sostenemos que el racismo, que distribuye a los grupos humanos reconocibles en la especie Homo sapiens en una Scala Naturae en la que, de acuerdo con el grado de desarrollo social, económico o moral alcanzado, se les atribuye una posición de superioridad o inferioridad que remite a una relación de dominio producida por factores históricos en la que las víctimas ocupan la posición subordinada, es un discurso ideológico propio del capitalismo que intensifica su fuerza dialéctica en momentos de crisis, por lo que se manifiesta de modo diferente según el momento histórico.

Si esta definición es válida, y no tengo ninguna duda al respecto, debería ser fácil demostrar la falsedad de los supuestos argumentos científicos del racismo, como son la distribución de los individuos en razas y la atribución de unas cualidades intelectuales y morales a cada una de esas razas, y que el discurso racista y la violencia xenófoba aumentaron su intensidad tras las grandes crisis que afectaron al sistema capitalista en 1873, 1929 e 1973.

Las razas, hay que insistir en esto, no son entidades biológicas objetivas, como pone en evidencia el hecho de que sea la pigmentación de la piel, un rasgo físico muy visible y acorde con la geografía del colonialismo decimonónico, el rasgo que prima sobre cualquier otro para establecer la existencia de los grandes troncos raciales (causasoide, negroide, mongoloide y australoide), que a su vez se subdividen en tantas razas diferentes como clasificaciones existen. La evidencia objetiva, sin embargo, es otra: la semejanza de nuestro código genético demostra que en nuestra especie existe un continuum biológico, portador de una gran diversidad producida por 200 mil años de evolución a partir de un antepasado africano, que no puede ser fragmentado más que a condición de primar los factores genéticos colectivos (que representan el 15% de la variabilidad genética humana) sobre los individuales (que representan el 85% restante). Sin embargo, no caigamos en el error de negar la existe ncia de grupos humanos diferenciados (es obvio que los nórdicos no son como los khoisan, los vedas o los amerindios), simplemente afirmemos que las diferencias morfológicas no se sostienen genéticamente, por lo que la humanidad es una ‘comunidad de iguales’. Por otra parte, sostener que el grado de desarrollo de los pueblos está en relación con unas determinadas capacidades intelictivas es una falsedad; en este sentido, es preciso hacer tres observaciones: primera, las formaciones sociales no están determinadas por la capacidad intelectual de los individuos que las integran; segunda, las capacidades psíquicas humanas dependen del desarrollo individual y están relacionadas con el estímulo del aprendizaje y de la experiencia; tercera, los test de inteligencia están elaborados de acuerdo con los patrones culturales de las sociedades occidentales y no son extrapolables a individuos de otras sociedades.

Entonces, si el racismo no tiene base científica, a qué debe su éxito. La respuesta es sencilla: a pesar de que el racismo hunde sus raíces en las profundas transformaciones económicas, sociales y políticas que sufrió Europa a partir de 1492, hecho que explica algunos de los discursos racistas de los siglos XVI, XVII y XVIII, es a partir del siglo XIX cuando alcanza su significación actual.

Así, fue tras la crisis de 1873, provocada por una disminución del comercio y una caída de los precios que redujo los beneficios empresariales y llevó al cierre de numerosas empresas y al aumento del paro, cuando se elaboraron la mayoría de los discursos racistas clásicos, como los de Drumont (1844-1917), Vacher de Lapougue (1854-1936) o Chamberlain (1885-1927) todos en la estela de Gobineau (1816-1882), para legitimar el inicio de la segunda fase del imperialismo, que supuso la sumisión colonial de África y de Asia decidida en la Conferencia de Berlín (1885) y la intensificación de las guerras coloniales. Es en este contexto, marcado por el colonialismo, en el que se deben situar y entender los discursos sobre la superioridad de la raza blanca, la predisposición a la sumisión de la raza amarilla, la inferioridad física, intelectual y moral de la raza negra… El racismo, por esos años, debía justificar la violenta agresión colonial que los imperios europeos estaban ejerciend o sobre la mayoría de los pueblos de la Tierra. Sin embargo, después de una guerra mundial y tras una nueva crisis estructural la de 1929, que como consecuencia del crack de la Bolsa de New York provocó el cierre de numerosas empresas y el aumento del paro primero en los Estados Unidos y después en los restantes países occidentales, el racismo dejó de ser el discurso legitimador del imperialismo para constituirse en el discurso legitimador del nacionalismo irracional de la Europa de los años treinta del siglo XX. Asimismo, en torno a esta nueva crisis, que favoreció el apogeo del fascismo y del nazismo, la violencia xenófoba ya no se basaba en la agresión colonial, sinó que se centró en la construcción de un espacio vital propio. Es en este contexto en el que hay que situar la proclamación del no derecho a la vida de numerosos pueblos asentados tradicionalmente en Europa (judíos, gitanos, etc.) y la solución final de la cuestión judía en Europa, hecho que condujo al Holocausto nazi entre febrero de 1942 y la primavera de 1945, en el que se cuentan por millones las victimas. Por último, después de un período de prosperidad y bienestar en el que todos los indicadores demográficos, como los índices de nupcialidad o fecundidad entre argelinos y franceses o entre turcos y alemanes (más altos en la década de los sesenta que en la de los ochenta), apuntaban hacia una efectiva integración social, favorecida por el pleno empleo y la estabilidad social, una nueva crisis, en esta ocasión provocada por el encarecimiento del petróleo tras la guerra del Ramadán o del Yom Kippur (octubre de 1973) y agravada por el desabastecimiento general de 1978 y 1979, hizo saltar los dispositivos necesarios para garantizar la estabilidad social nacional y el orden mundial. Es en este contexto en el que hay que situar la génesis del racismo actual, tanto en el ámbito local como en el ámbito global.

Así, en el ámbito local, después de que la crisis quebrase el papel del trabajo como factor de integración social (aparición de la precariedad laboral, existencia de trabajos de primera y de segunda, exclusión de ciertos derechos a los trabajadores de segunda…), el racismo surgió como un discurso de integración gracias a que identifica un corpo social natural de la Nación: el nosotros unitario e interclasista que se opone al extranjero, que es culpable de quitarnos los puestos de trabajo y provocar la precariedad laboral. Así, infundiendo un sentimiento de pertenencia a un colectivo privilegiado a todos los miembros de ese cuerpo natural, los intereses estratégicos de la clase dominante se ven satisfechos al exteriorizar la conflictividad social y canalizar la violencia xenófoba hacia las minorias étnicas, evitando así un estallido de la lucha de clases. Insistamos, la violencia xenófoba en la Europa actual incide, alentada por partidos elitistas como la Alianza Nacional es pañola, el Front National francés o Die Republikaner alemán, en los barrios o en las ciudades en las que conviven las clases más pauperizadas del colectivo nacional con los inmigrantes más desfavorecidos: los actos de violencia racial nos sorprendieron en El Ejido, no en Marbella.

Asimismo, en los tiempos de la globalización y de la tolerancia interracial, la nueva expresión del racismo en el ámbito global es el racismo posmoderno de la (in)diferencia, que bajo una apariencia de respeto a las diferencias culturales (el neocolonialismo no precisa movilizar ejércitos, por eso no es necesario degradar a los individuos a una condición inferior), únicamente respecta las diferencias que perpetúan el desequilibrio entre el Norte y el Sur; en este sentido, es sintomático que no se respete el tradicional conservacionismo ecológico de los pueblos amazónicos pero si se respeten las formas tradicionales de esclavitud y explotación infantil y femenina.

El racismo, como acabamos de ver, no es una expresión natural de los humanos, es un discurso ideológico irracional y violento que legitima las desigualdades y los desequilibrios provocados por el sistema capitalista en cada una de sus fases. En este sentido, el racismo puede y debe ser superado.