El debate sobre el reconocimiento de la guerrilla colombiana como fuerza beligerante está abierto. El simple hecho de que Chávez haya dicho una verdad de Perogrullo a los ojos del Derecho Internacional ha provocado tal pánico en el mundo que sólo con ello ya se ha ganado una batalla: en Colombia hay un conflicto armado […]
El debate sobre el reconocimiento de la guerrilla colombiana como fuerza beligerante está abierto. El simple hecho de que Chávez haya dicho una verdad de Perogrullo a los ojos del Derecho Internacional ha provocado tal pánico en el mundo que sólo con ello ya se ha ganado una batalla: en Colombia hay un conflicto armado que va a cumplir ya casi 50 años y que no tiene visos de solución si no es a través de un acuerdo de paz que vaya más allá de una simple entrega de las armas por parte de los guerrilleros. Es decir, no sólo la paz entendida como ausencia de conflicto sino como consecuencia de una reformulación de la política económica y su consecuencia más inmediata, una mejor distribución de la riqueza y el fin de la injusticia social.
Para llegar a ese acuerdo de paz hay que transitar, necesariamente, por acuerdos intermedios y uno de ellos es tanto el reconocimiento de la guerrilla como fuerza beligerante como el que permita el intercambio de prisioneros. Prisioneros, y no secuestrados. La mayor parte de las personas que están en poder de las FARC y están incluidas dentro del acuerdo humanitario son soldados y policías. Salvo que en Colombia estemos asistiendo al mismo espectáculo que en Israel, donde el agresor se convierte en víctima, no es lo mismo atacar a un tanque que a un autobús, a un militar que a un civil.
Israel cada vez que un resistente palestino (guerrillero, insurgente, pongamos la terminología que sea preciso) lanza un cohete, ataca un tanque, un convoy de soldados, un asentamiento o un autobús de línea cataloga dicha acción como terrorista. Da igual que la resistencia palestina contra la ocupación de su territorio esté amparada por el Derecho Internacional o que haya proporcionalidad entre los medios utilizados por los resistentes y los objetivos perseguidos, que no son otros que la retirada israelí a las fronteras de 1967; la lucha armada palestina no está bien vista. Todo es terrorismo.
En Colombia cada vez que en una acción de combate la guerrilla captura a un soldado o un policía se habla de secuestro. Y cada vez que se pone encima de la mesa el reconocimiento de derecho de la figura de «fuerza beligerante», tal y como reconoce el Derecho Internacional, se reacciona con la etiqueta de terrorismo. El presidente de Colombia, Álvaro Uribe, no es precisamente un intelectual. Es un hombre simple y un personaje sin relieve, capaz de decir una cosa y su contraria sin despeinarse. Un hombre obsesionado con la derrota militar de la guerrilla y un personaje tan sumiso a los intereses de su gran patrón, los EEUU, que no tuvo el menor reparo en ser el único presidente latinoamericano en apoyar la invasión, ilegal, de Irak. Uribe dio una patada al Derecho Internacional apoyando la invasión del país árabe y la vuelve a dar ahora cuando se menciona la posibilidad de reconocer, de derecho, una figura jurídica de la que ya goza la guerrilla colombiana de hecho.
Guste o no, las organizaciones que componen la guerrilla colombiana no son, como dicen Uribe y todo el frente mediático-militar que le arropa, «organizaciones terroristas que cambiaron sus viejas ideas de revolución marxista por el mercenarismo financiado por las drogas ilícitas y, además, engendraron el terrorismo paramilitar» (1) sino organizaciones político-militares con un programa concreto, público y reiterado. Tanto que el antecesor de Uribe en la presidencia, Andrés Pastrana, el hombre que propició las conversaciones de paz en San Vicente del Caguán, reconoció que el carácter político del conflicto armado colombiano es innegable y que tiene su origen y se alimenta en situaciones estructurales de injusticia y exclusión social, política y económica.
Pero Pastrana se acongojó cuando la guerrilla de las FARC-EP puso encima de la mesa la reformulación de la política económica. A la oligarquía colombiana no le preocupa la búsqueda de una solución negociada, siempre y cuando no se toque la política económica que la ha enriquecido desde siempre. Ese, y no otro, fue el motivo por el que Pastrana decidió romper unilateralmente las conversaciones y poner fin a la zona de distensión. En repaso a cómo el frente mediático-militar trató las reivindicaciones económicas de las FARC es muy instructivo al respecto. Y aprovechando que se había producido el famoso 11-S y que Bush buscaba terroristas por todo el mundo, decretó que las FARC, y el ELN, eran organizaciones terroristas. Así, sin más y por arte de birlibirloque.
Hobbes y los actos de hostilidad contra la disidencia
El comunicado que Uribe y su frente mediático-militar han difundido sobre por qué la etiqueta de terrorista debe colgarse a la guerrilla no tiene desperdicio, por su simpleza. Primero, achaca a la guerrilla la formación del paramilitarismo. Viene a decir que si no hubiese existido la guerrilla, los paramilitares no habrían surgido. Por esa regla de tres, si no existiese el capitalismo y no se fortaleciese con situaciones de violencia estructural y pobreza no surgirían ni sindicalistas, a quienes se asesina año tras año antes, durante y lamentablemente después de Uribe, ni luchadores sociales a quienes se asesina año tras año antes, durante y lamentablemente después de Uribe puesto que el asesinato de este tipo de luchadores es inherente al sistema político colombiano. Pero, además, es que la falacia de Uribe y su frente mediático-militar es eso, una falacia. Los paramilitares fueron creados por el Estado, actuaron bajo su amparo y personajes como Uribe siempre han estado medrando al calor de la sangre que estos personajes hicieron correr por todo el país y a quienes ampararon y amparan.
Durante el mandato de Uribe 150 dirigentes de la izquierda han sido asesinados, el último Alirio Gutiérrez, un joven perteneciente a las Juventudes Comunistas que estaba exiliado en Venezuela. Durante el mandato de Uribe, 282 dirigentes sindicales han sido asesinados, según datos de la Central Unitaria de Trabajadores. Durante el mandato de Uribe, se han contabilizado 936 ejecuciones extrajudiciales atribuibles a la Fuerza Pública según la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos en un informe hecho público el pasado mes de octubre en Medellín. La propia ONU ha solicitado una investigación sobre 37 ejecuciones de dirigentes sociales por parte del Ejército a quienes se presentó como guerrilleros caídos en combate. Y a estas cifras habría que sumar las de desaparecidos.
En Colombia hay un terrorismo de Estado. Los dirigentes y las fuerzas de seguridad colombianas han pasado por alto, con impunidad, los valores y las normas que subyacen al derecho que dicen representar y han convertido la estructura legal en un arma de opresión para sus enemigos internos. Es lo que Hobbes denominaba «actos de hostilidad», es decir, «actos dirigidos contra alguien que no es políticamente obediente al Estado, a la autoridad legal,». Y en estos actos de hostilidad, para Hobbes «cualquier imposición de castigo es legítima». Es decir, en Colombia no hay límite para la violencia contra los disidentes, sean izquierdistas, sindicalistas o defensores de los derechos humanos.
El texto oficial del gobierno colombiano explica que los guerrilleros son terroristas porque «se financian con el narcotráfico; secuestran, ponen bombas indiscriminadamente, reclutan y asesinan niños, asesinan mujeres embarazadas, asesinan ancianos y utilizan minas antipersonales dejando a su paso miles de víctimas inocentes; destruyen el ecosistema; lo único que han producido es desplazamiento, dolor, desempleo y pobreza; secuestran en cualquier parte». Simple, propagandístico y falso. Pero supongamos que es así. En ese caso, la guerrilla habría perdido hace mucho tiempo apoyo.
Al gobierno colombiano y a su frente mediático-militar habría que exigirle, al menos, un cierto rigor intelectual y reconocer que se estaría, por lo tanto, ante un terrorismo revolucionario. Y, en ese caso, entramos dentro de la categoría de partidos y movimientos revolucionarios en los que el terror se emplea como arma auxiliar puesto que no es de recibo que un ataque a un puesto militar, o una comisaría de policía sea considerado acto terrorista ya que el objetivo es claro. Salvo que entremos en la misma paranoia que utiliza Israel contra los palestinos, como indicaba más arriba y que tan de moda está entre el frente mediático-militar que se opone a cualquier acuerdo de paz negociado si no es entendido como paz igual a rendición.
Cada vez que se utiliza el término «terrorista» se hace con una finalidad peyorativa contra los insurgentes. Sin embargo, hay importantes diferencias, teóricas y prácticas, entre la guerra de guerrillas, sea urbana o rural, y el terrorismo. La guerrilla puede combatir con escasez de miembros y de armamento pero puede luchar, y así lo hace con frecuencia, de acuerdo a las convenciones de la guerra, capturando e intercambiando prisioneros y respetando los derechos de los no combatientes. Los terroristas no hacen esto con frecuencia. Esa es una diferencia importante entre un terrorista y un guerrillero.
La Convención de Ginebra
Uribe y su frente mediático-militar quieren poner puertas al campo. Piensan que un simple calificativo puede cambiar de raíz el rumbo del conflicto armado en Colombia. Pero, aún así, el calificativo de terroristas que no oculta el hecho de que se pueda negociar «por razones humanitarias» aunque esa negociación se haga con una interlocución guerrillera claramente definida y con atribuciones esencialmente políticas. Ese estatus político de la guerrilla no se perderá, ni ahora ni nunca, al igual que EEUU en Irak, Israel o Colombia, exponentes del terrorismo de Estado, no pierden su condición de Estados.
Tampoco la guerrilla pierde la condición de fuerza beligerante puesto que cumple, a carta cabal, los presupuestos que son reconocidos en el Derecho Internacional Público para establecer tal condición y que, tanto en su vertiente terminológica como aplicativa, es de aplicación al conflicto interno colombiano tal y como ha sido sancionado por la Convención de Ginebra de 1948 y los Procololos I y II adicionales, de 1977, suscritos por Colombia. Así, el Protocolo I establece como «combatientes legítimos» a los rebeldes que a) lleven un uniforme conocido por el adversario; b) que lleven abiertamente las armas; c) que estén a la dependencia de un comando responsable; d) que respeten las leyes y costumbres de la guerra. No cabe duda que esta es la realidad en Colombia, quiera o no Uribe y su frente mediático-militar. Y no es a Colombia a quien le compete su reconocimiento, sino a terceros Estados, tal y como sucedió en 1984 cuando Francia y México reconocieron al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional de El Salvador como «fuerza beligerante».
Uribe lo que pretende es la guerra total. Sabe que el reconocimiento de la guerrilla como «fuerza beligerante» humanizaría el conflicto al tiempo que pondría unas bases sólidas para el inicio de un diálogo de paz. Un diálogo en el que se abordasen los aspectos que están el origen de la aparición de la guerrilla y que aún se mantienen vigentes. Mantener lo contrario no es otra cosa que fuegos de artificio, apostar por más sufrimiento y enconar el conflicto.
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(1) Comunicado de la Presidencia del gobierno colombiano. 11 de enero de 2008.