El reinado de los mediocres y de los necios está llegando a su fin. Cuando Erasmo de Rotterdam escribe su «Elogio de la locura» a finales del siglo XV, no existían propiamente sociedades. La sociedad no era, era población o pueblo. Y el pueblo, un conglomerado, un amontonamiento de seres mitad humanos mitad bestias manejados […]
El reinado de los mediocres y de los necios está llegando a su fin.
Cuando Erasmo de Rotterdam escribe su «Elogio de la locura» a finales del siglo XV, no existían propiamente sociedades. La sociedad no era, era población o pueblo. Y el pueblo, un conglomerado, un amontonamiento de seres mitad humanos mitad bestias manejados como rebaños o manadas por unos pocos. El poder político era detentado por la fuerza bruta enmascarada en explicaciones celestiales qué sólo comprendían los predicadores. Los reyes y reinas estaban puestos por Dios y sostenidos en el trono por sus ejércitos, por la nobleza y por la sugestión, vista la cosa desde la consciencia de ahora. La nobleza, en su origen, era un compendio de hombres fornidos que dominaban a los demás en el hábitat al que pertenecían. Bestias depredadoras que, mas tarde, se unían entre si ́para convertirse en casta capaz de las mayores atrocidades. Esta era su verdadera fuerza. La camuflaban con la noción de Dios y el Deus ex machina asociado, panacea que a su vez también lo explicaba todo: lo racional, lo irracional, lo contranatural y lo absurdo. Aquí radica el origen de la propiedad tal como la entendemos hoy. Los villanos estaban sometidos, más por el reblandecimiento moral que les provocaban los chamanes religiosos aliados a los fuertes a lo largo de centurias, que por su inferioridad física. La nobleza y los reyes no se regían (ni se rigen) por la moral que refrena al resto. El resto era el esclavo a secas, sin connotaciones grecolatinas. El mundo, entonces, sólo «era» Europa. El espacio exterior al continente, sólo tinieblas…
Erasmo explica la aventura humana a través de esa locura, esa cósmica estulticia, esa ceguera de la sociedad y del ser humano individual que, como los metales y metaloides inestables que precisan de aleación para adquirir su solidez, son imprescindibles para ser, para existir; para hacerse la existencia mínimamente soportable.
No ha variado gran cosa ni el significado, ni la fuerza de esa treta somnolienta señalada sagazmente por el humanista holandés. Y es que la vida, con la plenitud de consciencia y la lucidez máxima del raciocinio, sigue siendo verdaderamente insoportable si no se ajusta al control personal o a una enajenación deliberada. Se entiende aquí por lucidez, la disposición y capacidad del pensamiento para proyectar simultáneamente o en rápida sucesión en todas direcciones, el conocimiento; la aptitud para abarcarlo «todo», para aprehenderlo «todo» en un solo vistazo; para examinar «todo» en sentido absolutamente intemporal, y para disponerlo todo, en fin, con un orden.
No sólo la lucidez es penosa sin bridas. Simplemente «tener razón», principalmente en tiempos de injusticia, suele ser una desgracia. Sobre todo cuando, al ostentarla, al pretender «tener razón», no se vale uno de la fuerza material. Lo saben bien los prepotentes. Guiarse hoy por los referentes basados en la moral de las religiones principales, dirigidas todas a neutralizar la naturaleza zoológica del humano empieza a ser una terrible debilidad, una actitud involuntariamente suicida. Pues de ella, de la debilidad, de la estulticia generalizada potenciada por los mecanismos conductistas y mentalistas de la inteligencia artificial de que se sirve hoy día la mediocridad, vuelve a prevalerse otra vez una variante de «nobleza» desalmada de los tiempos nuevos.
Nobleza ahora compuesta por individuos consorciados para practicar sin pudor alguno la abyección, para favorecer el genocidio, para diezmar por métodos diversos pero masivos la demografía galopante en el planeta, y para provocar en fin la opacidad del débil y del intencionadamente debilitado. Lo débil son los individuos y los pueblos pobres y oprimidos. Y lo debilitado, esos mismos individuos sin auxilio y esos mismos pueblos, ricos pero condenados al empobrecimiento por su expolio.
«Nobleza» nueva representada principalmente por el anglosajón con sus concepciones ultrapragmatistas y sus aparatos militares que las dinamizan.
Pero en todo caso el mundo, y especialmente España, está dominado por mediocres. Esos que amordazan al que sobresale. Esos que hablan poco, no por prudencia sino porque en cuanto ladran, resplandece su mediocridad insoportable. Esos que utilizan la mediocridad para atraerse a los mediocres que compactan a la inmensa mayoría de humanos constituidos, ahora sí, en sociedad. En épocas pasadas, es cierto que los más brutales se imponían. Pero se imponían en buena medida porque, además de ser brutales, también eran más «inteligentes»: Alejandro Magno, Napoleón, Gengis Khan o Atila responden a ese perfil. Pero las democracias occidentales, principalmente en el grado avanzado de su desarrollo, han traído el gobierno de los mediocres y de los necios. La ineptitud, como jamás fue, es lo que concita admiradores, y «lo funesto» es lo que más celebran las mayorias.
Durante siglos y siglos el pensamiento colectivo permaneció narcotizado, comprimido por diversas causas forzadas. Sólo en los monasterios y en reductos muy determinados luego en los siglos posteriores, permanecía, pero larvado. Mucho de él hubo de expresarse en lenguaje cifrado para no perder la vida sus autores. Entre otras, la razón «institucional» sería evitar que de él se apoderase precisamente la razón, que, abandonada a su propia suerte, generaría monstruos. A cambio se alimentaba de los monstruos que la «razón» de los magos, de los monjes y de los reyes que se inventaban.
Pero poco a poco, contado el poco por decenios, pasado el pensamiento por los filtros de las grandes guerras, de las vastas experiencias, de los recursos aportados por sucesivos periodos de Ilustración; todo ello enalbardado por una no guerra durante más de sesenta años y la hipertrofia de la información aunque se propague ordinariamente falsificada, el pensamiento colectivo va alcanzando unas cotas de expansión sin precedentes. Y un contrapoder difuso emerge. Si bien, en esto sigue sucediendo lo de siempre: que reside en unos cuantos cerebros ajenos al poder instituído y a la influencia directa y oficial de «los poderes». Ahora no reside en los monasterios, ni en la criptografía, ni envuelto en el misterio de páginas oscuras como las que escribieron brujos, magos, alquimistas y profesores de Universidad como Beccaria. El pensamiento, hoy, fluye libremente y se desarrolla vertiginosamente. Es un élan vital bergsoniano. Y ese élan vital se aloja en Internet expandiéndose a la velocidad con la que se alejan las galaxias entre sí.
Cuando el poder mundial quiera darse cuenta, no podrá ya controlarlo, y entonces el pensamiento de los inteligentes y de los lúcidos ofrecerá in crescendo tal resistencia al poder, que éste volverá a sentir la tentación de descargar toda su potencia castrante sobre las masas de mediocres para destruir la inteligencia imbricada entre ellos. Pero las masas aquí, en Internet, son virtuales y carecen de la corporeidad que tuvieron hasta ayer. Por eso la perplejidad paralizará al poder cuando se dé cuenta de que no podrá destruir a las abejas sin destruir a un tiempo el enjambre del que el poder se alimenta también. Hay algo más fuerte que la noche, y es… la aurora. En la Red, los lúcidos, los epígonos que les siguen y los que auscultan el vertiginoso devenir terminarán triunfando sobre los necios y poniendo en evidencia su estulticia. El reino de los mediocres habrá llegado a su fin. Una nueva inteligencia se alzará, y una nueva Era habrá empezado. ¿Coincidirá el evento con la Parusía, como llaman los cristianos al regreso del Cristo?
Jaime Richart, Antropólogo y jurista
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