Las crisis que se desarrollan en el mundo moderno, implicaron siempre la indicación de un reseteo, o sea, un “reinicio del sistema”.
El reinicio consiste en volver algo a su “estado original”. Eso es algo recurrente en la historia de las crisis del capitalismo: volver al “estado original” como el paraíso sustitutivo de un orden sin contradicciones. Un orden sin contradicciones como “estado original” es, por supuesto, un modelo ideal inventado; pero un orden sin contradicciones no es un orden sino la inercia, y si la inercia (el automatismo del mercado o la competencia perfecta, por ejemplo) es la dinámica que impone todo “reinicio del sistema”, o sea, subordinar y forzar lo real a lo ideal, entonces las crisis ya no son un fenómeno accidental sino sistémico.
En la historia del capitalismo, las crisis fueron siempre anteladas por burbujas especulativas, como la primera burbuja de los tulipanes de 1636; desde entonces las crisis financieras no desaparecen, sino que son implícita y paradójicamente impulsadas por la mitología moderna del “progreso infinito” y el consecuente paradigma del “desarrollo”, para legitimar siempre, y únicamente, las expectativas capitalistas (la apertura de nuevos mercados y la generación de “nuevos campos de oportunidades” subsumen todo a disposición de las necesidades del capital, es decir, al crecimiento exponencial de su tasa de acumulación: una riqueza como resultado del despojo absoluto de todo lo que hay).
El siglo XX es el gran siglo del capitalismo, pero las crisis no desaparecen sino, más bien, se acrecientan. Se dice que, actualmente, estamos ante una crisis más grave que la “gran depresión” de 1929, que configuró el escenario de la segunda guerra mundial; pero en el imaginario social la crisis se ha convertido en la normalidad; es el orden mismo que vuelve a reiniciarse siempre. En 1972, el Informe del Club de Roma, Límites del Crecimiento, advertía la insostenibilidad futura de toda economía del crecimiento, pero las burbujas especulativas no sólo continuaron sino se hicieron más frecuentes; ya en la crisis subprime del 2008 se retoma la retórica de la reforma del sistema, siendo esta reforma un nuevo reseteo, un volver al “estado original”.
Lo idílico de esa apuesta manifiesta lo iluso y contradictorio de las pretensiones modernas, expresadas en el liberalismo (y su radical actualización, como neoliberalismo); por ejemplo, aunque la religiosidad moderna predique una celebrada progresión hacia el futuro (llamada “progreso”), los continuos reseteos del capitalismo manifiestan más bien la desconfianza de esa progresión positiva, por ello, la necesidad financiera de “capturar” el futuro en una cartera de inversiones, no sólo confirma la incapacidad moderna de comprender la temporalidad humana (creyendo que se puede dominar lo intangible) sino que, también demuestra, la insensata necesidad de garantizar, a como dé lugar, las apuestas descontroladas del casino financiero global, empeñando el presente mercantilizando el futuro.
Si las consecuencias negativas provocadas por la lógica inherente del sistema capitalista son siempre externalizadas espacial y temporalmente, entonces volver idílicamente a ese “estado original” significa el no enfrentar las consecuencias provocadas sino el siempre restituir sus propósitos iniciales, que son, precisamente, la causa de aquellas consecuencias. Para que no se advierta aquello, el propio sistema necesita hacer de la crisis forma de vida para, de ese modo, naturalizar una situación permanente de alteración expansiva, es decir, exponencial. En ese sentido, volver a su “estado original”, es lo que hace siempre posible el impulso constante y necesario de la tendencia exponencial del capitalismo.
Pero esto no es posible de modo indefinido, por las mismas condiciones finitas que hacen posible la vida. El continuo desequilibrio de las condiciones vitales no puede proyectarse al infinito. Entonces ¿qué pasa si la crisis misma entra en crisis? En tal caso, volver a ese “estado original” no resuelve nada sino, más bien, reafirma los mismos objetivos y finalidades que expresan una proyección infinita que no considera la condición finita de toda base vital.
En ese sentido, la irresponsabilidad manifiesta en las decisiones globales de los países ricos no es algo ocasional, sino la expresión misma de la ética irresponsable del sistema. La crisis civilizatoria actual, como grito de la rebelión de los límites reales de la vida, manifiesta aquello: la crisis no puede seguir siendo forma de vida. La desestabilización continua como estabilidad fatídica sólo puede estallar como el apocalipsis que se viene provocando.
Todas las descripciones de la crisis actual (que se genera con la plan-demia global y se intensifica con la guerra en Ucrania) adolecen de este tipo de cuestionantes, porque ello implicaría pensar una situación más allá de ese “estado original”, o sea, advertir la diferencia ontológica entre lo que es una crisis intra-sistémica y una meta-sistémica. Porque cuando se naturaliza ese “estado original” como el punto inicial de toda posible superación de la crisis, todas las expectativas posibles acaban, dramática y hasta resignadamente, justificando siempre el punto nodal de donde emerge precisamente la crisis misma.
Por eso el capitalismo precisa naturalizar en la conciencia social sus condiciones iniciales como el “estado original” o punto de partida único de toda posibilidad futura para, de ese modo, presentarse como el único mundo posible. Y ese único mundo es o debe ser, unipolar (expresado en el diseño geopolítico centro-periferia). Un sistema-mundo unipolar es la fisonomía de la geopolítica imperial, en ese sentido, no puede, por definición, democratizar sus estructuras. Por su tendencia exponencial, el capitalismo sólo funciona globalizadamente si es desde un centro único que administra la acumulación global, no como la suma de los capitales nacionales sino como la subsunción de estos en una sola acumulación imperial.
En ese sentido, aquellas “condiciones iniciales”, que pretende restituir un reseteo, son las condiciones necesarias de posibilidad exclusiva del capitalismo como economía del crecimiento, es decir, la infinita apropiación de todo, bajo un solo imperativo: la concentración exclusivista de toda acumulación. Entonces, el promovido “reinicio global” tiene que ver con la reposición de un sistema-mundo unipolar. No hay Imperio en un mundo compartido, no hay centro si no hay periferia, no hay “mundo libre” si todos son libres, la dominación no tiene sentido si los súbditos pretenden ejercer soberanía nacional.
En ese contexto, la guerra en Ucrania es la escenificación de un conflicto que no sólo enfrenta a Rusia (como el colchón nuclear de la OCS) con la OTAN (brazo armado del dólar). Tampoco la alternativa multipolar resume la fisonomía de un desenlace deseado. Se trata de un conflicto de principio, nunca resuelto, y que destina a la decadencia imperial como modernidad in extremis, es decir, como el gran desarticulador de toda convivencia pacífica global y de toda idea de mundo que cobije las expectativas de un orden más equitativo y democrático.
Cinco siglos atrás, Europa se abre camino a China por el atlántico, desatando el genocidio y el saqueo del Nuevo Mundo; gracias a ello, Occidente renueva sus posibilidades de dominación exponencial. Nace la modernidad. Constituyéndose en proyecto y expansión civilizatoria, establece una centralidad atlántica única, primero Europa, luego USA: el arco anglosajón como la concentración del concepto Occidente en cuanto centralidad única (limitando progresivamente las capacidades civilizatorias del Oriente). La propia modernidad se constituye como la administración civilizatoria y ontológica de esa centralidad; el propio diseño geopolítico centro-periferia establece una clasificación mundial, que se expresa como antropología racializada. De ese modo, se organiza la división internacional del trabajo; por eso el capitalismo no puede ser sino global y su centralidad sólo puede ser occidental, así Occidente –reconstituido como modernidad– y su vocación imperial encuentra en el capitalismo la realización de sus máximas pretensiones.
Cinco siglos después, esas pretensiones ya no pueden ocultar su carácter irracional, desestabilizando todo para hacer posible la estabilidad imperial. Por eso la guerra es el orden permanente. Toda la institucionalidad global post Bretton Woods se recluye en esa certeza y decide acabar con todo poder disidente. La rebelión de los límites (expuesto eufemísticamente como “cambio climático”) es indiscutible, por ello los poderes fácticos apuestan al despojo total y renuevan sus relatos mítico-ideológicos para darle credibilidad a su demagogia filantrópica.
Frenar la expansión de China, es decir, del Oriente, contiene otras expectativas que se decodifican en la metáfora de la “jungla”, que usa el jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell (su eurocentrismo es elocuente, además de cínico, cuando compara a Europa con un “bello jardín” y al resto del mundo con “la jungla”, victimismo de un poder decadente que es amenazado por sus propias pesadillas: un jardín regado con la sangre de todos los pueblos del mundo; no es de extrañar que lo diga un representante del imperialismo español y en fechas que recuerdan la invasión del Abya Yala). Kissinger y Brzezinsky ya predicaron una política imperial de disociación estratégica entre Rusia y China (porque Occidente sólo sabe lidiar algo cuyas capacidades estén reducidas al mínimo). Pero la hermenéutica imperial parte de un presupuesto falso: cree conocer al mundo; por ello el eurocentrismo, expuesto en al actual supremacismo blanco euro-gringo-céntrico, no hace sino destacar que el conocimiento del primer mundo es ideológico y abarrotado de sus propios prejuicios.
El problema es el inminente ascenso y expansión de China (representada en las proyectadas cuatro rutas de la seda), pero el factor inmediato a anular es Rusia. Con el ascenso chino (en casi todos los ámbitos, dejando a Occidente en la categoría de atraso civilizatorio), el mundo restituye una fisonomía imposible para la provinciana cosmogonía moderno-occidental. Así como la proyección Peters, que desmiente la escala cartográfica eurocéntrica, el ascenso de las potencias emergentes objeta y refuta la centralidad occidental (o sea, la Europa ontológica, anglosajona, el Occidente como categoría geopolítica, teniendo ahora al Imperio gringo como su continuidad diacrónica).
Hasta el siglo XVIII, China constituía el paradigma que los europeos querían emular (expresado hasta por el propio Adam Smith); ahora Occidente no consiente otro paradigma de vida que no sea el moderno y todo lo que eso implica: renunciar a ser centro es renunciar a todo y acabar, en la visión imperial, siendo nada. Un Imperio no lucha por algo, lucha por todo. Por eso, no se trata del “choque de civilizaciones” de Huntington, sino del colapso interno de la civilización moderno-occidental que, por pura sobrevivencia, arrastra al colapso de todo. Si no tiene todo, que nadie tenga nada. Por eso es preciso superar la confusión entre sistema y vida.
Para frenar el ascenso de China, debe privarle de la cobertura nuclear que le brinda Rusia (sumida en una desestabilización continua en todo su arco fronterizo) y deshacer los organismos y los circuitos de cooperación económica que despliegan las nuevas rutas de la seda, promoviendo conflictos permanentes en toda esa geografía; quitarle todo el mercado europeo a rusos y chinos, termina minando el concepto Eurasia (desintegrar esa vinculación estratégica, es vital para hacer perdurable una Europa capturada en el arco de influencia imperial).
Los informes filtrados de la Rand Corporation (el reporte “Overextending and unbalancing Russia” de 2019) destacan, entre otras cosas, una premeditada política de provocar la desaparición de la Unión Europea, haciendo posible trasladar sus capacidades industriales a espacio gringo para reponer su necesaria reactivación económica; entonces, hacerle la guerra a la Federación Rusa, por medio de otros actores, tiene diversos propósitos, entre ellos, quitarle el mercado europeo al gas ruso para hacerlos dependientes del gas gringo, lo cual da fin al acceso barato sobre el cual descansaba la rentabilidad de la producción industrial europea y su propio suministro interno. Sin base energética asegurada y barata no hay producción industrial ventajosa en la competencia mundial y esa realidad es la que acabaría con Europa, pero también con la idea misma de Occidente (además de su propaganda de transición energética y su exagerado paradigma post-industrial).
En tal caso, ¿cuál es la intención escondida? ¿El Imperio pretende minar su propia tradición y exponerse sin mayor referencia que su interés inmediato? En tal caso, su capacidad estratégica se reduce a un pragmatismo sin practicidad: acabar con toda competencia, empezando con el círculo de influencia inmediata, pone en riesgo la afinidad de los aliados.
Desde la segunda guerra mundial, Europa se ha convertido en el apéndice del nuevo poder expresado en el dólar, por eso su soberanía relativa se halla demasiado comprometida; la propia OTAN está diseñada (bajo el argumento de contener al comunismo) para disciplinar a los Estados europeos. Prueba de ello es el atentado a los gasoductos Nord Stream y Nord Stream 2, como advertencia de cualquier acuerdo unilateral que pueda contradecir las sanciones impuestas a Rusia; con ese atentado se afecta seriamente las posibilidades de sobrevivencia, en la competencia internacional, de una potencia económica como es Alemania, seguida de Francia.
El propio Jeffrey Sachs no duda de la complicidad de Washington, cuando el propio presidente sleepy Biden sentenció meses atrás el fin del gasoducto (lo mismo Condolezza Rice y otros personajes). La algarabía de un dignatario polaco, agradeciendo a USA por el atentado, no es casual, ya que con el sabotaje al Nord Stream, Polonia y Noruega inauguran efusivamente el gasoducto Baltic Pipe (cuyo suministro es ridículo comparado con el Nord Stream). Sumado a ello, también el gasoducto Turkish Stream se encuentra sin uso, debido a las sanciones promovidas por USA. Todo eso indica un premeditado golpe estratégico a los países europeos, amenazando la estabilidad económica y energética de Alemania y Francia, sobre todo, pero extensiva a todos los países europeos, que empezarán a disputarse la energía que USA pueda y quiera permitirles tener acceso.
Los think tanks gringos detallaron esta guerra en fases y usando toda la institucionalidad global para cercar a Rusia, de modo que no tenga más opción que el uso de su poder militar estratégico. Hasta ahora la OTAN ha ido estudiando las capacidades rusas y armando progresivamente a Ucrania; forzar a Rusia a usar armas no convencionales, o sea, nucleares, es un cálculo premeditado que pondría al mundo (controlado por el Imperio) contra la Federación Rusa. De ese modo pretenderían aislar a la primera potencia militar del planeta y alejarla de China (amenazada también por varios frentes, Taiwán, sobre todo, donde se desataría la guerra de los semiconductores). Para Rusia se trataría ya de sobrevivencia, ante la creciente inflamación occidental de la rusofobia (racismo moderno actualizado, como devaluación absoluta de la humanidad del otro). Para eso está diseñada la propaganda gringa del enemigo a aniquilar en defensa del “mundo libre”. Esta propaganda siempre aparece cuando estallan las crisis, diseminando la retórica del chivo expiatorio.
En ese contexto, la crisis se muestra, otra vez, como el criterio organizador del sistema establecido. La apuesta imperial y sus beneficios exponenciales son siempre unilaterales y genera inevitablemente resistencia. Si los recursos fuesen infinitos, la resistencia sería mínima, pero la finitud de la vida misma hace que la propia vida reaccione ante la desmesura de semejante apuesta (más eso puede aparecer como una reacción pasiva); pero en un sistema-mundo, la resistencia se hace manifiesta, porque ese “estado original” y la crisis hecha forma de vida, constituye a todos los actores en competidores crueles, donde por principio hay vencedores y perdedores. El “estado original” constituye al sistema y hace de la crisis la condición necesaria de la estabilidad, porque de ese modo toda resistencia se interpreta como “amenaza al sistema”.
Entonces, es el sistema económico el que hace de la crisis forma de vida e impulsa la incertidumbre generalizada como el motor de la economía. En esas condiciones, la guerra es lo “más racional” para la lógica del capitalismo, porque lo único útil son los negocios; de ese modo la guerra es la continuidad expansiva del capital por sus medios más predilectos. Por eso los inversores y el ámbito financiero en general, no ve la guerra de modo tan dramático sino apenas como un “campo de oportunidades” (esta pérdida de sentido de realidad es la nota común del mundo financiero actual).
Pero eso no se reduce a la miopía que puedan exponer, sino que constituye sentido común. Y eso nos lleva a las consideraciones iniciales de esta reflexión. Si la crisis misma entra en crisis, esto quiere decir que, la confusión entre sistema y vida, ya no permite advertir que tampoco la crisis puede ser infinita y que un posible reinicio ya no puede interpretarse como “reinicio del sistema” sino la restitución de las condiciones de posibilidad de la vida, no del sistema económico.
En la crisis civilizatoria actual, precipitada por la plan-demia y la intensificación calculada de una guerra nuclear, toda la retórica eurocéntrica no es más que una apología arrogante del espíritu moderno-liberal, expresado en la mitología imperial en boca de Ursula von der Leyen o Josep Borrell, cuando celebran que Europa sea la “mejor combinación de libertad política, prosperidad económica y cohesión social que ha construido la humanidad” (amenazada por ‘la jungla’)”, siendo que esa “jungla” subsidia, con su propia vida, el costo real que significa mantener aquello y que es, precisamente, lo que se encuentra amenazado con el conflicto que ellos mismos inflaman (como bien lo puso en claro la portavoz rusa María Zajárova, señalando “las escandalosas declaraciones [del jardinero Borrell, que] demuestran la degradación de los estándares profesionales y morales de la diplomacia de la UE”).
Precisamente, para mantener esa “combinación”, es que ese “estado original” expresa a la conciencia liberal en correspondencia al mercado como paradigma social, al cual ve como el paraíso sustitutivo que el mundo moderno se encargó de imponer como referencia única de toda definición de humanidad. En ese sentido, para la conciencia liberal y para el sistema económico, lo que no constituye mercado no merece existir, porque sólo en el centro habría humanidad, el resto es “la jungla” (lo que, en realidad, reclama Josep Borrell, es una nueva cruzada del bien –siempre los europillos– contra el mal –el resto del mundo que, además, colonizaron por siglos–, ahora descrito como “la jungla”).
Por eso el diseño geopolítico centro-periferia no es sólo geopolítico; toda geopolítica presupone una ontología, y ésta, una antropología. Por eso el enemigo debe ser arrojado al limbo de lo salvaje, “la jungla”, para justificar su aniquilación. Para eso sirve el racismo, pero ya no como una mera discriminación fenotípica sino como devaluación absoluta de la humanidad del otro convertido en el enemigo que necesita el sistema para su continuo reseteo.
En ese sentido, la crisis y la guerra se interrelacionan en un círculo vicioso como realidad fatídica. Toda la taxonomía conceptual impuesta por la racionalidad moderna, naturalizada hasta en las apuestas emancipatorias, ven la crisis desde la crisis, o sea, asumen la crisis como el horizonte infranqueable de toda apuesta, es decir, la crisis se constituye en el laberinto mismo donde no se puede salir sino sólo buscar un refugio seguro. En tal situación, el Imperio es más lucido (aunque esa lucidez sea macabra): si no hay salida de la crisis, entonces, hay que meterse más en la crisis.
Entones, hacer estallar todo, ya no es tan demencial como se pueda creer, sino expresa la inercia de la lógica de la propia crisis. Cuando la crisis se hace forma de vida, la vida se confunde con la crisis, entonces la vida ya no es para todos sino sólo para los vencedores. Pero si la crisis entra en crisis entonces ya no hay vencedores y el colapso ya no es sólo imperial, sino que provoca el colapso de la vida. Desde esta perspectiva, lo que se escenifica en Europa cobra dimensiones civilizatorias no comparables a otras crisis civilizatorias pasadas, porque el colapso sistémico unipolar actual, al ser global, está arrastrándonos al colapso de la vida misma, siendo ésta la única fuente creadora que hace posible todas las posibilidades.
Lo que reafirma esta certidumbre, es la naturalización de las narrativas imperiales en la conciencia social. En ese sentido, la generación del pánico global se administra muy bien por medio del argumento de la amenaza. La amenaza, para hacerse real, necesita ser encarnada para, de ese modo, señalizar a un “enemigo” que debe aniquilarse. Pero la aniquilación no se justifica sino a partir de su sublimación. El enemigo se convierte entonces en el chivo expiatorio, cuyo sacrificio salva y nos devuelve al orden que fue alterado por la desobediencia.
Con la plan-demia ya se justificó el argumento que los derechos pueden y deben ser conculcados por razones “sanitarias”. El discurso científico mismo, que avala las decisiones globales de los organismos multilaterales, incurrió en la aporía de que, ninguna evidencia es ya necesaria, para desdecir la narrativa oficial. Para adormecer la conciencia social, la institucionalidad global moviliza todos los aparatos mediáticos, para desacreditar y censurar toda disidencia que pueda cuestionar la narrativa oficial. De ese modo, la amenaza de totalitarismo es realizada desde el propio totalitarismo ya instalado de modo democrático.
Ese es el fin del mundo no anunciado, pero ya en ejecución, porque el nuevo orden ya desplegado como globalización, ya no constituía mundo ni la idea de mundo que la modernidad había instalado como el lugar de proyección de sus grandes mitos. Cuando se decía que el capitalismo, una vez desmoronada la URSS, se había descubierto como capitalismo salvaje, no se tenía en cuenta que aquello era la comprobación de la desnudez salvaje de una civilización que, a nombre de los más altos valores humanos, sólo produjo la deshumanización creciente de las relaciones humanas. Sin humanidad no hay mundo, ni siquiera una aldea global, porque todo ello presupone una centralidad antropológica que ya no existe. Lo que hay es un capital-centrismo y un mercado-centrismo que han arrinconado al ser humano y la naturaleza a meros objetos a disposición de los negocios.
Pero los negocios ahora necesitan del apocalipsis para reiniciar el sistema. La acumulación por desposesión ha entrado en su ciclo más nocivo, con una guerra protagonizada por un neonazismo alentado y financiado por los propios poderes europeos, como muestra de su miseria existencial.
Todo apunta a una Rusia vencedora, siempre y cuando Putin advierta que ni Europa, ni la OTAN, ni Washington, son racionales, es decir, confiables (manipulando siempre la opinión pública mundial para hacerse “garantes” de la reconstrucción de lo que destruyen). Pero el reseteo apocalíptico, aun cuando no tenga consecuencias nucleares, habrá dado fin a la convivencia global, provocando la desmembración planetaria en mundos paralelos que estarán enfrentados en todos los ámbitos, que ni los pactos podrán remediar. La desconfianza es ya, de hecho, la nota epocal, cuando la propia ONU es incapaz de dar muestras, aunque sea aparentes, de ecuanimidad, dando lugar a su propia y consumada pérdida de credibilidad.
La situación no es comparable a la guerra fría, porque las coordenadas morales del sistema todavía no habían sufrido un colapso tan evidente como lo que estamos enfrentando (ni la ética de la banda de ladrones –a decir de Hinkelammert– queda en pie cuando entre ellos mismos se asaltan); no sólo la paz ha sido minada sino la propia confianza, aunque sea mínima, básica en toda definición de las relaciones internacionales (el propio derecho internacional es inútil para una decadencia tan pronunciada).
Lo que se va configurando es una lucha abierta por la sobrevivencia, con los tintes dramáticos que el propio mundo moderno toma como “estado de naturaleza”; es decir, la propia lógica del capitalismo nos habría conducido a un pasado nada idílico, donde el propio progreso y desarrollo, acabaron ser la serpiente que se devora a sí misma, devorando todo. Dentro de los límites de este laberinto moderno, no habría salida a la crisis sino sólo subsistir el mayor tiempo posible.
En ese sentido, esta distopía y sus capacidades de acabar con la idea de mundo, generarían una continuidad fatídica basada en la amenaza continua y abierta de la guerra final. Lo cual seguiría representado un “campo de oportunidades” para el capital especulativo, el único parámetro definitivo que el propio colapso admite: especular, como único modo de sobrevivir.
La distopia de mundos paralelos enfrentados en hostilidad continua, describe una demarcación imposible de observancia. La crisis misma nos ha llevado a una situación en la que las economías precisan hoy, más que nunca, de la complementariedad y la reciprocidad. Todos vivimos un solo mundo compartido, los sistemas de vida no son ajenos unos de los otros, se retroalimentan incesantemente y, de ese modo, logran el equilibrio que hace posible la vida. En la misma medida, la convivencia global sólo es posible en la correspondencia de las responsabilidades y la democratización de las decisiones. La idea de un orden multipolar pretendería aquello, pero siempre en los términos concéntricos del poder disuasivo, ya que se trata de la opción obligada que las potencias emergentes admiten como único mundo posible.
La doctrina “core and the gap”, el mundo del orden y el mundo del caos, hacía del Imperio el garante y el gendarme que administraba el acceso a las reservas globales; pero esto suponía el consentimiento, aunque obligado, de las potencias sobrevivientes. Esto ya no es posible. Rusia, China y el arco asiático ya saben que el imperialismo no desea, bajo ninguna circunstancia, un mundo compartido, menos con “la jungla”; y a las potencias europeas sólo les queda calcular modos de sobrevivencia en medio de su extinción geopolítica.
Si la idea cuántica de los mundos paralelos, despiertan posibilidades sugerentes en una metafísica del multiverso, en la facticidad de un mundo compartido, su escenificación es desastrosa. Ni siquiera la idea de un feudalismo tecnocrático puede describir un mundo que ya no es mundo sino la desconexión global beligerante de un estado de guerra sin fin (que no precisa necesariamente llegar al enfrentamiento total, basta la amenaza continua para que el miedo admita todo). En la geopolítica del actual des-orden tripolar, los mundos paralelos no constituyen un multiverso sino el colapso prolongado en la curva asintótica de la crisis. Por eso, el concepto de crisis civilizatoria como crisis de racionalidad, necesita una reconceptualización, cuando la crisis ya se ha naturalizado en la conciencia social y la racionalidad sólo es percibida en su acento moderno secularizante.
Para trascender esta realidad distópica y restaurar la dimensión utópica como conditio humana, precisamos disputarle al mundo moderno-occidental la raíz de toda racionalidad, expresada en las narrativas míticas, porque estas constituyen sistema de creencias y en el sistema de creencias modernas se encuentran secuestradas las coordenadas éticas del universo racional. Liberarlas significa hacer posible trascender el ego moderno, como correspondencia subjetiva de la objetividad del mundo; pero, precisemos, el ego no es el yo sino el sistema de autodefensa que se activa cuando se experimenta el mundo como pura hostilidad, donde la competencia, como principio de vida, retrata la sobrevivencia en toda su crudeza, condenando a todos en enemigos potenciales.
Esta operación no es teórica, en sentido estricto, es más bien existencial. Y tiene que ver con la superación de la falsa dicotomía liberal entre individuo y comunidad, entre el yo y el nosotros. Sujeto y realidad constituyen una relación simbiótica, lo cual genera en el sujeto una responsabilidad intransferible que lo determina éticamente como un criadorde la vida. Por eso no puede haber mayor alteración existencial, traducida en un mal-estar cultural y civilizatorio, el que una forma de vida, a nombre de la vida, sea, en realidad, una máquina productora de muerte.
En ese sentido, el apocalipsis necesario para el “reinicio global”, es algo más dramático que el fin definitivo, porque los mundos paralelos (en el único mundo que tenemos), cismáticos e inconciliables, ya no expresan una guerra fría sino un nuevo tipo de guerra nunca antes experimentado. Si antes los desastres que producía el centro eran desestimados por realizarse en la periferia, ahora la creciente explosión social en Europa será el detonante para acabar con la frágil estabilidad del “mundo libre”. En los planes del reseteo, la eliminación de la clase media mundial configura la polarización fatídica entre ricos y pobres, donde los ricos son individuos y los pobres son países enteros; en tal contexto, que ya es actual, hasta los nacionalismos emergen como política de sobrevivencia.
Si todo decanta en la pura sobrevivencia, habremos realizado el hipotético “estado de naturaleza” que inventa la modernidad para imponerse como la supuesta culminación de la evolución humana. Una razón divorciada de la vida habría originado esta encrucijada laberíntica donde se cree que la crisis se resuelve con otra crisis. Por eso la alternativa es primeramente existencial, porque la razón sólo puede exponer como conocimiento aquello que previamente ha constituido experiencia en la existencia. Sólo una nueva sensibilidad podría originar una nueva racionalidad. Una nueva y necesaria racionalidad de la vida, sólo es posible superando la crisis como forma de vida y dejar atrás la confusión entre sistema y vida.
Apostar por la vida significa apostar por la vida de todo y de todos. En eso radica la cultura de la vida que la expresan los pueblos indígenas del Abya Yala; en ese sentido, la PachaMama no es simplemente la naturaleza. PachaMama es la culminación de un conocimiento que nos permite re-conocer que todo, absolutamente todo, es sujeto, es decir, es persona y, por ello, es sagrado y tiene dignidad y merece respeto. Y la forma de vida que se deduce de ese re-conocimiento, es el “vivir bien”.
Rafael Bautista S., autor de: “El tablero del Siglo XXI. Geopolítica des-colonial de un nuevo orden post-occidental”, yo soy si Tú eres ediciones
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