Los políticos y sus sombras carnívoras han aprendido que la forma más eficaz de gobernar es meter miedo a los más vulnerables y a la población que vive en riesgo de pobreza pues ese sentimiento paraliza, destruye la autoestima y convierte a “los súbditos” en mendigos de los inalcanzables derechos humanos.
Miedo a perder el empleo; a no encontrarlo jamás; a ser desahuciado; a decir lo que piensas; a cantar las cuarenta; miedo a Dios y al diablo; miedo al policía de la rodilla; miedo al amo; miedo en casa; miedo en el trabajo; miedo en la cola del paro; miedo a la parca de la residencia; miedo a dejar de ser; miedo al covid-19 y al 666 que lo mueve.
Cuando el miedo se ha empotrado en el esternón como la quilla de un barco de alquitrán, se desploman paisajes de futuro y gimen criaturas mutiladas en el vientre de Gea, cuya placenta de plásticos y petróleo se revuelve regurgitando muerte en las ennegrecidas praderas de posidonias oceánicas.
Las elites y el “Parlamento global” (okupado por espectros) han dejado claro a las “clases bajas” [1] hasta dónde las permiten llegar y éstas, contentándose con propinas ocasionales, llevan máscaras para ocultar la sonrisa y la mirada de los vencidos al tiempo que celebran con vino tetrabrik la caída de algún ladrón, que ocasionalmente “el gran hermano” mete en la cárcel o condena al ostracismo para controlar las plagas de “los nadies” que tanto temen los plutócratas.
Las cosas seguirán igual hasta que las “generaciones perdidas” no se tomen en serio el llamado de: Rise and rise again, until the lambs became lions (Alzaos una y otra vez, hasta que los corderos se conviertan en leones). Con ese mensaje, Ridley Scott denuncia en su película Robin Hood todo tipo de tiranías, ya sean políticas o económicas, que intentan “normalizar” un trabajo servil a nivel planetario siguiendo el adagio -tan utilizado por Hannah Arendt- del “burro, la noria, el palo (o el látigo) y la zanahoria”.
La pobreza y la exclusión hunden a los terrícolas en una profunda depresión. Esas personas desanimadas (a las que se ha arrancado el alma) se convierten en “masas anónimas” que van, huérfanas, a la deriva. Su mudo silencio, cual Grito de Munch, es utilizado por los plutócratas y sus robots como un salvoconducto para la aplicación de políticas inhumanas que jamás aceptaría un pueblo enérgico que ha despertado su conciencia social.
La necesidad de inspirar miedo para reinar la explica muy bien Eduardo Galeano en un relato que publicó en La Jornada de México el 1 de abril de 2001. Dice así:
Una antigua leyenda cuenta que un emperador de la China alcanzó la iluminación tras descubrir la verdad. Los escribas no dejaron constancia de su nombre, ni de su dinastía, ni de su tiempo.
El emperador llamó a su consejero principal, y le confió su angustia:
- Nadie me teme -dijo.
Como sus súbditos no lo temían, tampoco lo respetaban. Como no lo respetaban, tampoco lo obedecían.
- Falta castigo -opinó el consejero.
El emperador dijo que él mandaba azotar a quien no pagaba el tributo, que sometía a lento suplicio a quien no se inclinaba a su paso y que enviaba a la horca a quien osaba criticar sus actos.
- Pero esos son los culpables -dijo el consejero. Y explicó:
El poder sin miedo se desinfla como el pulmón sin aire. Si sólo se castiga a los culpables, sólo los culpables sienten miedo (ergo, también hay que castigar a los inocentes).
El emperador meditó, en silencio, y dijo:
- Entiendo.
Y mandó al verdugo que cortara la cabeza del consejero, y dispuso que toda la población de la capital asistiera al espectáculo en la Plaza del Poder Celestial.
Después del consejero, otros inocentes fueron decapitados.
El emperador tuvo larga vida y feliz gobierno.
Pasaron muchos, muchísimos años y el puño de hierro (ensangrentado) del emperador legendario fue adoptado por muchas dinastías de ese lejano y fascinante país donde abundaban los dragones y unicornios y los sabios se retiraban a las montañas para poder vivir en paz.
El miedo hizo que los buenos se escondieran como los cangrejos, debajo de las rocas, y los afortunados huían como el viejo Lao Tsé, (contemporáneo de Confucio [2]), cuya conciencia sólo permitía que se arrodillase su búfalo para beber agua. Dicen que montado sobre ese fabuloso animal dejó China y se fue a India. En la frontera dejó a un vigilante un manuscrito con su filosofía, conocido como el Tao Te King (El camino de la virtud), que para algunos “es el mejor libro del mundo”.
[1] También en la izquierda hay aristócratas y parias.
[2] Confucio, (551 a-C—479 a-C.) el pensador más influyente del Extremo Oriente, pasó por altibajos. Unas veces era llamado por los reyes y otras repudiado (al igual que Platón) lo que dependía del estado de ánimo de los amos, que en cada época cambian de nombre pero no de función.
Blog del autor: Nilo Homérico