Desde una estricta perspectiva de políticas económicas, las medidas italianas para atender la crisis del COVID-19 tienen un fundamento: conservar y alentar la demanda, para que la oferta de bienes y servicios no caiga o se restituya pronto. Es una lección aprendida desde mediados del siglo XX. En definitiva, mantener el mercado interno de consumo. En países de América Latina, como Ecuador, sucede todo lo contrario.
Me referiré a un tema inusual, pero útil para hacer comparaciones con América Latina.
Italia es la tercera mayor economía en la eurozona; y después de la II Guerra Mundial (1939-1945) dio un paso acelerado sobre la tradicional producción agraria, para convertirse en potencia industrial, edificando una economía social que hoy le ubica como país con muy alto nivel de vida. Pero en marzo de este año (2020) sufrió el impacto del coronavirus, que le convirtió en el segundo país afectado, después de China.
A fin de tratar de controlar la pandemia, se decretó la cuarentena, que obligó a las familias a quedarse en casa, a extender la suspensión de clases hasta septiembre, y al cierre de las actividades empresariales y de servicios públicos, exceptuando ciertas áreas especiales. El derrumbe productivo y del trabajo era previsible, pero se imponía la salud ciudadana. El 17 de marzo se acordó el programa “Cura Italia” (https://bit.ly/2LxlFhe), con las primeras medidas, que movilizaron millones de recursos. Entre ellas estuvieron: fondos de garantía y ayuda a las empresas; pago de horas extras a médicos, enfermeras y personal de salud; “permisos parentales” a familias que tienen niños y cuyos padres no pueden asistir al trabajo; bonificación de 600 euros para “baby sitter”; ayuda para indigentes y distribución de alimentos; prohibición de despido de trabajadores y utilización del “fondo de integración laboral”; bono de 600 euros para los trabajadores autónomos; bono de 100 euros para los trabajadores que tuvieron que seguir laborando durante la emergencia; prohibición de desalojos; postergación de pagos por contribuciones obligatorias, sin multas ni intereses; suspensión del cobro de impuestos; subvenciones para turismo, entretenimiento y cultura.
Al cuadro inicial se unió, el pasado miércoles (13/mayo), el “Decreto de Relanzamiento” (https://bit.ly/2LBMyAI). Es un documento de 256 artículos y 464 páginas, que compromete 55 mil millones de euros -el mayor plan de gasto en la historia-, para una amplia gama de medidas destinadas a atender la economía, el trabajo y la vida social; previéndose que solo para los trabajadores habrá más de 25 mil millones, así como 3.250 millones para sanidad pública y subvenciones por cerca de 2.500 millones para turismo y cultura.
Imposible resumirlo, pero destaco algunas medidas centrales: 600 euros adicionales para trabajadores autónomos e independientes por abril y 1.000 euros por mayo; hasta 1.000 euros para trabajadoras domésticas; entre 600 y 1.200 euros como ayuda para el cuidado de menores (con padres que trabajan); 500 euros para adquisición de bicicletas o monopatines eléctricos; 500 euros para contribuir a vacaciones de las familias; la regularización de unos 200 mil inmigrantes y la renta básica emergente entre 400 y 800 euros. Además, un “Ecobonus” que cubre el 110% para los hogares que en los próximos 18 meses inviertan en remodelaciones, accesorios, sistemas fotovoltaicos o calderas en sus viviendas, que sirvan, sobre todo, para mejorar la seguridad física y el consumo de energía.
Todo lo financia el Estado. Y se calcula que el déficit subirá más allá del 11%. Sin embargo, aún antes de la crisis del Covid-19 se destinaban enormes recursos públicos a la inversión social. Eso es posible porque en lugar de debilitar las capacidades estatales, fueron fortalecidas durante décadas, con el cobro de fuertes impuestos y obligaciones sobre empresas y personas (el progresivo sobre la renta, el impuesto esencial, varía entre 23% y 45%).
De otra parte, existen dos fondos especiales, financiados tanto por las empresas como por los trabajadores, pero bajo administración estatal: el CIGO (cassa integrazione guadagni) o “subsidio salarial ordinario”, y el CIGS o “subsidio salarial extraordinario” (https://bit.ly/364hwec; y, https://bit.ly/3g0oNAq). Al CIGO se acude cuando las empresas (industria y construcción) han debido paralizar actividades por causas temporales del mercado o ajenas a su gestión, como la actual pandemia. Se suspenden las actividades, pero el Estado paga a los trabajadores (y a gerentes intermedios) el 80% de su sueldo o salario, hasta por 3 meses, prolongables por trimestres hasta 52 semanas. Al CIGS, en cambio, acuden las empresas que tienen dificultades internas (crisis o reconversiones) que obligan a la paralización; y sirve para cubrir el 80% de los salarios, aunque el patrono que solicita el trámite requiere del examen conjunto que obligatoriamente debe realizar la organización sindical.
Como puede advertirse, el Estado juega un rol fundamental en una economía que, sin duda, es capitalista. No es una “maravilla”, ni una desgracia; tiene problemas y límites. Pero es necesario tomar en cuenta un tipo de modelo económico capaz de crear fórmulas para atender a sus ciudadanos y no privilegiar a las elites. Porque, desde una estricta perspectiva de políticas económicas, las medidas italianas para atender la crisis del Covid-19 tienen un fundamento: conservar y alentar la demanda, para que la oferta de bienes y servicios no caiga o se restituya pronto. Es una lección aprendida desde mediados del siglo XX. En definitiva, mantener el mercado interno de consumo. Una herencia keynesiana, o neokeynesiana, si así se prefiere calificar la situación.
El contraste es claro con América Latina, donde hasta el momento no es posible construir alguna economía social permanente, si bien hasta mediados del siglo XX Argentina y Uruguay eran los países más “europeizados”. Las resistencias empresariales, de vieja mentalidad oligárquica, impiden el cobro de fuertes impuestos y frenan cualquier redistribución de la riqueza (https://bit.ly/2AvLD2h). Es la región donde la ideología neoliberal perdura entre sus elites políticas y económicas, a pesar de las nefastas experiencias históricas de su aplicación. De modo que, ante la pandemia del coronavirus, América Latina se encontró con Estados debilitados por las cultivadas ideas de “reducción” de su tamaño, a lo que hay que sumar el reclamo de los empresarios para reducir y quitar impuestos y, sobre todo “flexibilizar” el trabajo. Son consignas privadas todavía acogidas por una mayoría de gobiernos conservadores que predominan en la región.
Sin embargo, las instituciones internacionales como PNUD, OIT y, sobre todo, la CEPAL, advierten que se volvieron necesarios la intervención de los Estados, los impuestos, la revisión de las deudas externas (coinciden FMI y BM), la protección a los trabajadores, así como la atención directa a los sectores desempleados y subempleados mediante instrumentos como la renta básica emergente (https://bit.ly/2WC1NzO; https://bit.ly/2y9wpiR; y, https://bit.ly/2ABmyTP) .
Pero en Ecuador, a leyes anteriores (como la de “Fomento productivo”) y a la carta de intención con el FMI, se suman dos nuevas leyes, aprobadas por la Asamblea Nacional este fin de semana (https://bit.ly/3fWJ6yx; https://bit.ly/2X26MJb). Diversos sectores académicos (https://bit.ly/2WFac5v), así como las organizaciones de trabajadores, habían previsto que su aprobación otorgaría nuevos privilegios a las elites económicas, aseguraría los compromisos con el FMI y precarizaría las relaciones de trabajo, pero no fueron escuchados. De modo que, en plena crisis sanitaria, el país ha dado un nuevo paso para la continuidad de un sui géneris modelo de economía empresarial, que contradice al modelo de economía social basado en el Buen Vivir (Sumak Kawsay) que debía regir bajo la Constitución de 2008.
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