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La economía política del sacrificio (III)

El repudio de los otros

Fuentes: Rebelión

Ya no escuchamos con tanta frecuencia el discurso arrogante de los portavoces del «primer mundo», entre otras cosas, porque ese «primer mundo» ni siquiera existe en tanto realidad homogénea. De la teoría de los tres mundos no queda, en buena parte del planeta, más que el tercero. La mundialización del tercer mundo incluso en los […]

Ya no escuchamos con tanta frecuencia el discurso arrogante de los portavoces del «primer mundo», entre otras cosas, porque ese «primer mundo» ni siquiera existe en tanto realidad homogénea. De la teoría de los tres mundos no queda, en buena parte del planeta, más que el tercero. La mundialización del tercer mundo incluso en los países centrales arruina cualquier pretensión de superioridad europea. Dicho de otra manera, el eurocentrismo está herido de muerte. La lección es clara: nadie está a salvo en el capitalismo, como no sean unas elites mundiales que gobiernan a espaldas de los pueblos, en la más absoluta opacidad. En cualquier parte donde se viva o sobreviva -según complejas coordenadas de clase, género, etnia, procedencia o edad- uno se topará con escombros. La creencia en una superioridad esencial, ligada a una etnia, una cultura o una nación, está jaqueada por la propia dinámica capitalista desterritorializante. El desbordamiento de una economía globalizada con respecto a los estados-nación (en tanto garantes necesarios de su despliegue) es inocultable. Lo que rige el movimiento de multinacionales y capitales financieros no es la lógica nacionalista sino la lógica de la mercancía: la «patria» inlocalizable del capital.

Que todavía ese núcleo etnocéntrico tenga anclaje social en Europa y EEUU no hace más que agravar las cosas: contribuye a sedimentar un discurso de cuño fascista, que además de construir al otro como sujeto inferior, lo supone inconvertible, esto es, incapaz de advenir como «semejante». Ahora bien, ante sujetos declarados inconvertibles lo único que se puede hacer para neutralizarlos es el control, el confinamiento o la muerte.

En Europa, seguir acusando a otras comunidades («sudacas», «moros», «chinos», «negros») de las carencias globalizadas sigue siendo una manera de desconocer un modo de producción que sólo puede sobrevivir sobre la ruina de los otros. Agitar la amenaza demagógica de la invasión de los bárbaros oculta la barbarie de una sociedad del sacrificio, que transfiere la responsabilidad a los propios damnificados. Al negar las desigualdades inherentes a un orden internacional criminal, reduciendo el problema a una cuestión de «méritos individuales» y de «capacidades culturales» (según un esquema desarrollista unidimensional que identifica el «desarrollo» con el eje Europa/EEUU), esas acusaciones no pueden dar cuenta de lo que está ocurriendo en el sur europeo, en particular, el crecimiento descontrolado de sus periferias interiores.

La xenofobia y el racismo, como operadores selectivos y estratificantes, en vez de haber mermado ante las dificultades colectivas crecientes, aparece como el último refugio de una derecha que llama a «levantar la marca-España» (como si se tratara de un sello diseñado a través del marketing) hundiendo a los otros: supresión de fondos de integración, reducción drástica del presupuesto para políticas de codesarrollo y cooperación, desfinanciación de partidas destinadas a los colectivos de inmigrantes, refuerzo de una política de control migratorio, aumento de la presión contra la inmigración irregular, mantenimiento de los centros de internamiento de extranjeros, taponamiento de una política de asilo, etc. Si por un lado los hermanos ricos del norte son recibidos como agua bendita por la industria del turismo y los empresarios chinos -no sin ambivalencias- elogiados en su laboriosidad infatigable y sobre todo su empuje inversor, la suerte mira a otra parte cuando se trata de trabajadores inmigrados, de los cuales más de un tercio está en situación de desempleo. Ningún ejercicio de autocrítica ni llamado a la humildad cabe esperar en esta coyuntura. Se trata, según la política en curso, de afianzar el sacrificio de los otros, de hacerlo más perdurable, de convertirlo en un punto irreversible (incluso cuando eso signifique, a largo plazo, la propia bancarrota).

Puede que muchos grupos identificados con la derecha sigan acusando a esas víctimas de ser responsables de lo que padecen (especialmente, si no forman parte de la propia comunidad nacional). De todas maneras, incluso si se representan como «superiores», también están condenados. Casi todos, como no sea haciéndose propietarios de una empresa de seguridad o convirtiéndose en lacayos útiles y dóciles. Ni siquiera eso los inmuniza y también ellos serán «sacrificados» a su tiempo.

La reestructuración sistémica actual pone en jaque las prerrogativas de las que gozó antaño Europa. «Europa» misma es el nombre de una fractura política y una desigualdad económica manifiesta entre sus países-miembro. En esas condiciones, la inculpación a «los extranjeros» de la «crisis» es ridícula e inconsistente. La derecha más informada lo sabe y por eso necesita hacer malabarismos para ocultar la correlación entre «inmigración» y «crecimiento económico» -basado, por lo demás, en un modelo productivo insostenible-. Agotada la ilusión del derrame de la riqueza, usar como chivo expiatorio al otro no pasa de ser una estrategia desesperada para desviar la atención de los auténticos responsables de la debacle económico-financiera actual.

La maldición del «vuélvete a tu puto país» adquiere un nuevo sentido: no sólo el retorno concreto de miles de inmigrantes a sus países de origen, sino también la migración en sentido inverso, especialmente de miles de jóvenes que parten en busca de las oportunidades que el «primer mundo» les niega. En una irónica inversión, parte de quienes ayer cerraban sus puertas deben ahora golpear aquellas otras que miraban con reservas, cuando no con prepotencia. Para más humillación, muchos de ellos tendrán que sufrir las trabas burocráticas y legales que el estado español exigió a los inmigrantes en la última década.

La paradoja más notable de esta economía política del sacrificio, sin embargo, no es el repudio de los extranjeros en nombre de un gran Otro (el Mercado) sino la necesidad de extranjerizar a los propios, esto es, de construir cada vez nuevos «otros» a los que sacrificar (ya no bajo la forma de la expulsión sino de la pauperización). La conversión de millones de ciudadanos españoles en ciudadanos de segunda mano -a nivel político, económico y cultural- es el primer paso para la legitimación de una política a medida de las clases dominantes. Esos conciudadanos convertidos en extraños, son legión: jóvenes, mayores, discapacitados, dependientes, desahuciados, desempleados… El patrón común que tienen es su específica pertenencia de clase. Como sectores subalternos son objeto de una política que necesita cosificarlos para abatirlos con la menor resistencia posible. Como víctimas propiciatorias no alcanza con saquearlas y hacerlas partícipes forzosos del sacrificio; además, se trata de estigmatizarlas, inculpándolas de no estar sacrificándose lo suficiente, de no estar «esforzándose» todo lo necesario para salir del pozo en el que supuestamente se han metido por negligencia, falta de méritos o irresponsabilidad.

Lo «propio» enajenado es la condición de sacrificabilidad. Ahora bien, ¿no se trata más bien de un pseudosacrificio en tanto sólo se ofrenda a aquellos que nuestros amos han prejuzgado como no valiosos (esto es, a los que considera «sobrantes estructurales»)? La respuesta es afirmativa. De ahí el reproche perpetuo de esos poderes sin rostro de los «mercados»: no has hecho los sacrificios suficientes. Nada señala, pues, que esta espiral de ajustes infinitos a las clases populares y medias vaya a detenerse. Cuando ya no alcancen quienes están tipificados como otros, esta política necesitará construir nuevas categorías de marginados a los que sacrificar. El genocidio al que tantos asisten como un espectáculo indiferente se nutre de esta exigencia infinita: puesto que esos otros ya están condenados al no-valor, es imperativo hacer nuevos sacrificios cada vez más costosos. El compromiso de los mandatarios con esta tarea interminable, imposible de satisfacer como no sea creando crecientes masas marginales, además de perversa, puede resultar sorprendente: para salvar unas elites, los que gobiernan tienen que convertir las propias poblaciones en objetos sacrificables. Y puesto que el presupuesto fundamental de esta forma de sacrificio neoconservador es que el sacrificado no coincida con el sujeto que sacrifica, todo hace prever que en la lista de espera también habrá casillas para los «propios ciudadanos» convertidos en extraños.

¿Qué límite se plantea internamente esta política? ¿Hasta qué punto están dispuestos a llegar y cuánto les permitiremos avanzar a nivel colectivo e individual en su ataque sin precedentes? Y puesto que los demás son nuestro espejo y que no somos sino a través de ellos, ¿qué suerte podría correr un sistema así, que declara una guerra a muerte a los «otros» fabricados a medida de su ambición ilimitada? ¿qué insoportable imagen arroja ese espejo, como no sea la de una codicia insaciable, esto es, la miseria infinita de esta subjetividad sacrificial que encarna en los agentes del capitalismo? No basta decir, como algunos ecologistas hacen, que «el dinero no se come». Es cierto, pero no podemos permitirnos esperar a que se den cuenten y recapaciten sobre la condición constitutiva de los demás. Esperar a que estas elites mundiales se autolimiten en términos éticos es completamente ilusorio. En primer lugar, porque dar por sentado que no lo saben ya es algo totalmente dudoso. Pero sobre todo, porque si alguna vez estuvieran dispuestos a recapacitar, sería demasiado tarde.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.