Diego Carcedo ‘Neruda y el barco de la esperanza’ (Temas de Hoy) es la historia del salvamento de miles de exiliados españoles de la Guerra Civil reconstruida por el autor de ‘El Schindler de la guerra civil’. En este libro, que saldrá a la venta el día 17, describe cómo el joven poeta chileno organizó […]
Diego Carcedo ‘Neruda y el barco de la esperanza’ (Temas de Hoy) es la historia del salvamento de miles de exiliados españoles de la Guerra Civil reconstruida por el autor de ‘El Schindler de la guerra civil’. En este libro, que saldrá a la venta el día 17, describe cómo el joven poeta chileno organizó la travesía del ‘Winnipeg’, el carguero francés que transportó a más de dos mil refugiados españoles de Francia a Chile mientras en Europa estallaba la II Guerra Mundial.
El texto decía: «El vapor francés ‘Winnipeg’ zarpará el 8 de agosto con destino a Valparaíso, llevando a su bordo 1.260 hombres y 540 mujeres, todos refugiados españoles que han sido sacados de campos de concentración en Francia»Nadie mejor que el propio Neruda, escritor excepcional y testigo desde la primera fila de esas escenas, para recordar la emoción y el dramatismo en el muelle de Trompeloup
Pablo Neruda descendió con el sombrero en la mano del automóvil que le había trasladado desde Burdeos hasta la localidad de Pauillac, en el estuario de la Gironda, y se quedó extasiado contemplando la silueta alargada del Winnipeg. Estaba anclado en el muelle de Trompeloup, con las chimeneas echando humo y el casco oscuro, recién calafateado y pintado, listo para cruzar el Atlántico. Un grupo de estibadores convertidos en una cadena humana descargaban cajas de mercancías de los camiones que hacían cola ante sus escalerillas y las adentraban en las bodegas. El ajetreo en torno al buque era intenso, lo mismo que ocurría en el interior.
El poeta tomaba nota mentalmente de algunos detalles de aquel milagro en el que concluían tantos esfuerzos y tantos desvelos. Al fin, los sueños se estaban volviendo realidad y, antes de una semana, cerca de dos mil refugiados españoles estarían navegando a bordo en dirección a su país. Ensimismado en sus pensamientos, con la mente surcada por ideas dispersas y una emoción muy profunda, ni siquiera reparó en la ortografía perfecta del nombre: Winnipeg llevaba dos enes y él siempre lo había escrito con una.
Su pierna aún dolorida tuvo que sortear montones de cascotes, maderas y máquinas herramientas; en medio de una nube de polvo y serrín, descendió a las bodegas, donde se alineaban las improvisadas literas listas para acoger a los pasajeros. Un oficial le explicó las obras de acondicionamiento que habían tenido que efectuar, las dificultades que había sido necesario vencer y los obstáculos insalvables con que iba a encontrarse el pasaje. El barco no estaba concebido para transportar personas y, aunque los técnicos habían hecho un excelente trabajo, no tendría las comodidades ni la funcionalidad de un vapor de pasajeros.
Las propias cocinas adolecían de capacidad suficiente para elaborar tantas comidas, y hasta los comedores, con un aforo máximo de cuatrocientos o cuatrocientos cincuenta comensales, obligarían a servir los almuerzos y las cenas en varios turnos. La tripulación había sido reforzada, aunque en su opinión no lo suficiente. Había sido necesario aquilatar mucho los costes, en los trabajos de acondicionamiento se había invertido una fortuna, y…
El oficial se encogió de hombros.
-¿De cuántas plazas dispondremos, finalmente? -preguntó Neruda.
-Mil ochocientas, quizás alguna más -respondió el oficial-. Apretando las literas y aprovechando algunos pasillos para colocar algunas supletorias, quizás se podría llegar a las dos mil. Pero con muchas incomodidades, muchas. La cifra de mil ochocientas es la correcta. La capacidad, además, no la establecen solamente las camas. También las despensas, las cocinas, los comedores, todo tiene sus límites.
El oficial estaba orgulloso del trabajo de acondicionamiento. Se había hecho en un tiempo récord, trabajando de día y de noche en varios turnos, y el resultado de tanto esfuerzo no podía ser más satisfactorio. Hizo una pausa y agregó:
-Los barcos, a veces, tal parece que dan de sí. Es como si fuesen de goma. Tienen una capacidad de carga y de volumen que luego, cuando empiezan a llenarse, suele ampliarse sin que nos demos cuenta. Suena a broma, pero es la realidad. Ahora, yo recomiendo no abusar de esa elasticidad.
Neruda, que hacía cálculos mentales mientras escuchaba, se quedó con aquella apreciación tan poco científica del marinero. Alrededor de trescientos pasajeros serían niños, niños que llegarían de los campos de refugiados mal nutridos y en condiciones de salud precarias, y le alegró especialmente saber que el servicio a bordo que había sido más reforzado era el sanitario. Estaba previsto que embarcasen dos médicos más, aparte del titular, el doctor Chrètien: la doctora Marcelle Cachin, hija del fundador del Partido Comunista Francés, y su esposo, el doctor Hertzog, a los que se sumarían varias enfermeras y una jefa de enfermería, Philomène Gaubert. Todos compartían un claro compromiso social y habían asumido el encargo como militantes del PCF y en una actitud de solidaridad con la causa de los exiliados españoles.
Todo a punto
Todo estaba a punto en teoría y todo estaba en el aire en la práctica. El 2 de agosto, la agencia United Press difundió desde Burdeos un cable que fue recogido por la mayor parte de los periódicos chilenos. «El próximo jueves zarpará hacia Valparaíso el barco Winnipeg con 1.800 refugiados españoles», titulaba El Mercurio. El texto, muy escueto, y con algún error de fechas, se limitaba a informar de la inminente partida de la expedición: «El vapor francés Winnipeg zarpará el jueves 8 de agosto con destino a Valparaíso, llevando a su bordo 1.260 hombres y 540 mujeres, todos refugiados españoles que han sido sacados de diversos campos de concentración en Francia».
Ningún diario apostilló aquel día la noticia. La polémica desatada por la admisión de los exiliados españoles llevaba casi una semana sin despertar nuevas reacciones. Incluso un artículo muy duro de La Crónica, de Lima, recibido en Santiago con retraso, había sido reseñado en las páginas de alguno de los matutinos de derechas, pero sin especial relieve. El artículo criticaba de manera muy desagradable al Gobierno chileno del Frente Popular por lo que consideraba «su locura de brindar hospitalidad a elementos que han renegado de todo, y que estando a las órdenes de una ideología desastrosa para el orden social, nunca querrán convertirse en seres útiles y provechosos».
Pero la dura campaña de la insolidaridad no estaba consiguiendo sus objetivos. Pablo Neruda y sus colaboradores tenían que multiplicar su esfuerzo para hacer oídos sordos a las críticas, acusaciones y falacias, y no desmayar en la búsqueda de soluciones para tantos y tan variados problemas de todo tipo como estaban surgiendo en los últimos momentos. Aunque muchos detalles continuaban en el aire y aparentemente el plan seguía prendido con alfileres, la realidad empezaba a demostrar que nada había sido dejado al albur, y en Trompeloup todo estaba a punto para que el Winnipeg pudiese levar anclas hacia la esperanza de su pasaje.
La llegada al embarcadero
«Los trenes llegaban de continuo hasta el embarcadero. Las mujeres reconocían a sus maridos por las ventanillas de los vagones. Habían estado separados desde el fin de la guerra civil. Y allí se veían por primera vez frente al barco que los esperaba. Nunca me tocó presenciar abrazos, sollozos, besos, apretones, carcajadas de dramatismo tan delirantes».
Nadie mejor que el propio Neruda, escritor excepcional y testigo desde la primera fila de esas escenas, para recordar la emoción y el dramatismo de aquellas horas de comienzos de agosto en el muelle de Trompeloup. Centenares y centenares de refugiados españoles, en su mayor parte recién salidos de los campos de internamiento, iban llegando en busca de un pasaje para el futuro en el Winnipeg.
A pesar de la penuria de medios, de la precipitación y las dificultades, todo estaba bastante bien organizado. La noticia de que partía un barco con inmigrantes para Chile había corrido por todo el sur de Francia, y a los refugiados que habían sido seleccionados estaban sumándose otros deseosos de incorporarse a la expedición si aún existía alguna posibilidad o quedaba algún puesto libre. La imagen de los excombatientes republicanos resultaba inconfundible. Aunque muchos vestían la ropa nueva que les habían proporcionado en los campos, su aspecto desmejorado era un espejo en el que se reflejaban los sufrimientos que acumulaban. Decía luego el poeta: «Yo los puse en mi barco. / Era de día y Francia / su vestido de lujo / de cada día tuvo aquella vez, / fue / la misma claridad de vino y aire / su ropaje de diosa forestal. / Mi navío esperaba/ con su remoto nombre / Winnipeg / pegado al malecón del jardín encendido / a las antiguas uvas acérrimas de Europa. / Pero mis españoles no venían / de Versalles / del baile plateado, / de las viejas alfombras amaranto…».
Las pensiones y hoteles baratos de la comarca, reservados por los agentes del SERE, se llenaron enseguida, y los últimos tuvieron que acabar alojándose en los galpones del puerto y dormir sobre el asfalto, en el mejor de los casos con la cabeza recostada en un montón de redes, cuidando de sus escasos equipajes, y siempre entre el olor a pescado podrido que tanto encanto suele restar al ambiente portuario. Los que se hallaban separados de su familia, que eran bastantes, deambulaban de un lado para otro, auscultando entre la multitud desorientada las caras y las maneras de andar con la esperanza de encontrar a la esposa, al marido, al hermano, al padre. También lo recordaba Neruda, muchos años después, en una de sus brillantes páginas en prosa: «En el mismo sitio de embarque se juntaron maridos y mujeres, padres e hijos, que habían sido separados por largo tiempo y que venían de uno y otro confín de Europa o de África. A cada tren que llegaba se precipitaba la multitud de los que esperaban. Entre carreras, lágrimas y gritos, reconocían a los seres amados, sacaban las cabezas en racimos humanos por las ventanillas».
Los reencuentros
Familiares que ignoraban su suerte, amigos que se creían muertos, compañeros de trincheras olvidados… La espera para el embarque acabó convirtiéndose en una oportunidad excepcional para el reencuentro. Incluso para el nacimiento de inolvidables relaciones futuras. En el ir y venir de los más jóvenes, surgieron amistades y flechazos. La asturiana Carmina Corbato, hija mayor de Marcelino, el teniente de alcalde del Ayuntamiento de Gijón, conoció al riojano Celedonio Hoyuelos, se hicieron amigos, más tarde novios y, sin que pasase mucho tiempo, mujer y marido.
Los periódicos raídos que otros viajeros con más posibilidades dejaban abandonados pasaban de mano en mano. Los leían en voz alta los pocos que sabían francés. Las noticias de la situación en España eran escasas y poco tranquilizadoras. El nuevo régimen seguía aplicando su política de represión con la mayor dureza. Y el mundo libre no parecía preocuparse. Casi ninguno conocía detalles sobre Chile. Les tranquilizaba saber que allí gobernaba el Frente Popular, pero les inquietaba que su llegada reavivase la polémica que había desencadenado el conocimiento de la expedición.
-Hay muchas minas de cobre -explicaba un minero asturiano sin ocultar su satisfacción por las perspectivas de trabajo que esperaba encontrar.
-Exportan mucho guano -añadió otro que se había hecho con una enciclopedia en la que se reseñaban las principales riquezas del país.
-Y ¿eso qué es? -se interesó un tercero.
-¿El guano? Pues cagadas de pájaros; de aves marinas -res-pondió-. Al parecer, hay montañas en algunas zonas costeras. Sirve para abono en el campo. Es una riqueza que explotan sobre todo en el norte. También abunda en Perú, pero Chile es el primer exportador.
Las conversaciones enseguida volvían a los recuerdos recientes del final de la guerra, a los últimos desastres militares y a las vicisitudes vividas por cada uno en la huida hacia Francia o hacia el norte de África. Algunas decenas que habían abandonado España en barco desde Valencia procedían de campos de refugiados de Argelia, Marruecos e incluso Túnez. Neruda se había empeñado en rescatarlos a pesar de que el traslado hasta Burdeos encarecía mucho la operación y en territorio galo había aspirantes más que suficientes para llenar unos cuantos barcos como el Winnipeg. Sin expresarlo, tenía especial interés en que la expedición abarcase el mayor número posible de profesiones, de orígenes regionales y de adscripciones políticas.
Tampoco eran muchos los que sabían quién era Pablo Neruda. Los años de guerra habían aislado mucho a los españoles. Su obra era conocida entre los intelectuales. Pero una gran parte de los refugiados, alrededor del cuarenta por ciento, eran analfabetos o apenas conseguían descifrar una carta familiar. Cuando empezó a circular la noticia de que el poeta Pablo Neruda había llegado a París para seleccionar exiliados que quisieran inmigrar a Chile, su nombre empezó a sonar conocido. Nadie, sin embargo, le ponía cara ni edad.
-Es Pablo Neruda -cuchi-cheó alguien cuando el poeta descendió de un automóvil y, con aire majestuoso, se abrió paso hacia el escritorio que sus colaboradores habían improvisado con unas tablas y dos caballetes aprovechando la sombra que proyectaba el barco en el frontal de un galpón.
El poeta caminaba con aire pensativo entre los refugiados, que respetuosamente le abrían paso. Detrás, Delia del Carril, cubierta con una pamela, intentaba seguirle. Neruda sonrió cuando tres o cuatro personas mayores, que contrastaban con el resto por sus elegantes ropas oscuras, se adelantaron unos pasos a saludarle con ligeras reverencias y las manos extendidas. Los reconoció inmediatamente. Allí estaban los cuáqueros, siempre tan prestos a estrechar manos, y, lo más importante, fieles a su promesa.
-Traemos el dinero, don Pablo. Díganos, por favor, cuántos pasajes necesitan, dónde los compramos o, si lo prefiere, dónde depositamos su importe. Lo que les sea más práctico -fue su tranquilizador saludo.
Neruda sonrió de nuevo. Aquella extraña gente no dejaba de impresionarle. Incluso le pasó inadvertido, después de estrecharles las manos, que en aquella dura y larga jornada que le esperaba a la intemperie no tendría al alcance un aguamanil para lavarse con la frecuencia casi obsesiva con que acostumbraba hacerlo. Una de las principales preocupaciones acababa de despejarse. Habría dinero para cubrir los gastos del traslado, del mismo modo que en Chile ya se habían recaudado fondos para garantizarles la estancia en el país durante seis meses a los recién llegados. Lo demás se solucionaría.
-Es su mujer -continuaron los cuchicheos alrededor de Delia del Carril.
La ropa tropical de la pareja propició conclusiones precipitadas sobre el clima de Chile:
-Debe de hacer mucho calor -dedujeron algunos-. Se visten como los cubanos.
-Tienen todos los climas -matizó otro mejor informado-. El país es muy estrecho, pero muy largo. Es como una cinta paralela al mar. En el norte hace mucho calor, sí, pero en el sur hay hielos perpetuos con temperaturas de cuarenta grados bajo cero. O más.
-Pues yo prefiero el frío -anticipó un aragonés.
-Pues a mí, que me den calor -replicó un andaluz-. De frío ya agoté el cupo en el frente de Teruel. ¡Joder! Todavía tengo las cicatrices de los sabañones en las manos.
Los trámites para embarcar eran lentos y minuciosos. Alrededor de Neruda se constituyó un comité integrado por cinco representantes de los partidos y sindicatos leales a la República. Era una imposición del SERE y una idea de Neruda encaminada a impedir que se colasen elementos ajenos al exilio y a equilibrar la composición del pasaje. No quería darle argumentos a la oposición de Chile. Los representantes de los partidos revisaban los documentos de cada uno y remitían a los aspirantes a Neruda, que tenía la última palabra.
Cuando se acercó a la mesa Leopoldo Castedo, el aún renqueante intelectual que había sido aprisionado en Madrid bajo los escombros causados por la explosión de un depósito de armas, uno de los miembros del comité le formuló la pregunta de rigor:
-¿A qué partido pertenece usted?
-Yo, a ninguno -respondió resueltamente Castedo.
Los comisarios se miraron sorprendidos. Cada uno apuntaba en un cuaderno los nombres de los refugiados de su afiliación, y la franqueza de Leopoldo Castedo, que negaba pertenecer a ningún partido, que no ofrecía pruebas de ser un excombatiente y que sin embargo ofrecía el aspecto más típico de un mutilado de guerra, con secuelas tan evidentes como la ceguera de uno de sus ojos, les dejó descolocados.
-Entonces, no puede embarcar -sentenció otro.
Castedo no se inmutó ni perdió tiempo en decirles lo que en aquellos instantes pensaba. Acudió a Neruda, a quien conocía desde hacía años aunque el poeta nunca se acordaba.
-Soy demócrata. Siempre lo he sido. Pero no tengo militancia. Lo que tengo es el cuerpo destrozado por la metralla y los escombros. Si regreso a España, me detienen y quizás… me acaban de matar.
Neruda no le dejó terminar la frase.
-No me dé explicaciones, Castedo. Pase. Chile necesita personas como usted. Aunque allá insisten en que lo que se necesitan son trabajadores manuales, y es cierto, cabezas como la suya tampoco vendrán mal. Que tenga mucha suerte en mi país.
Doce militantes de la CNT, que acudieron en grupo y en plan desafiante, fueron rechazados por los delegados políticos. El representante comunista se plantó:
-No estáis en las listas -les explicaron.
-¿En qué listas?
-En éstas -respondió uno de los delegados mostrando los papeles que tenían sobre la mesa.
-Esas listas te las metes por el culo -replicó otro de los anarquistas.
La discusión fue subiendo de tono. Faltó muy poco para que estallase una batalla campal. Los cenetistas acabaron alejándose, pero con sus gestos anticipaban que volverían. Uno de ellos se volvió hacia el representante del Partido Comunista y le espetó:
-Sois unos cabrones. Siempre lo habéis sido.
Luz verde
Una vez con la luz verde para embarcar, los seleccionados debían pasar a uno de los galpones, donde el cónsul general de Chile les proporcionaba el visado para entrar en el país. Finalmente, todos eran sometidos a un reconocimiento médico. El certificado que descartaba sufriesen enfermedades contagiosas era imprescindible, lo mismo que el visado, para acceder al barco.
«El médico que suscribe, designado expresamente por el Consulado General de Chile en Francia, certifica que (…) se dirige a Chile en el vapor Winnipeg, que zarpará del puerto de Trompeloup (Bordeaux), ha sido examinado profesionalmente por el infrascrito y declara que no padece enfermedades transmisibles agudas o crónicas, constitucionales o locales, como tifus exantemático, malaria, meningitis cerebro-espinal epidémica, tuberculosis, escrofulosis, beri-beri, lepra, cáncer, tracoma, enfermedades contagiosas de la piel».