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El reto del socialismo es construir otra cultura

Fuentes: Rebelión

I Hasta ahora la historia nos demuestra que los seres humanos nos movemos en muy buena medida por el afán de poderío. De lo cual puede desprenderse, quizá con cierta ligereza, o con cierta mirada pesimista sobre nuestra condición, que estamos irremediablemente condenados a seguir repitiendo ese molde. El colmo de tal actitud lo presenta […]

I

Hasta ahora la historia nos demuestra que los seres humanos nos movemos en muy buena medida por el afán de poderío. De lo cual puede desprenderse, quizá con cierta ligereza, o con cierta mirada pesimista sobre nuestra condición, que estamos irremediablemente condenados a seguir repitiendo ese molde. El colmo de tal actitud lo presenta José Saramago cuando no le encuentra salida a esto, llegando a concluir entonces: «No nos merecemos mucho respeto como especie». La constatación tan interminablemente repetida del abuso del poder por parte de quien lo dispone -aún en el campo de la izquierda- podría llegar a permitirnos sacar esa conclusión. Estaríamos tentados, entonces, de decir que «eso no tiene arreglo».

Pero si efectivamente está en la esencia humana esta «dialéctica del amo y del esclavo», si eso es parte definititoria de nuestra condición, ¿para qué seguir luchando por un mundo de mayor equidad? El estudio de la historia o de cualquier interrelación nos confronta con que la lucha en torno al poder cuando se encuentran dos personas, o dos colectivos, surge con pasmosa facilidad. ¿Autoriza ello a ver en esa repetición una matriz de origen biológico? ¿Cómo poder afirmar que la violencia, el afán de poderío, la dominación sean de orden genético? Hasta ahora, al menos, más allá de la ilusión positivista de cierta tendencia tecnocrática que busca un sustrato bioquímico para explicar toda la complejidad de lo humano, no se ha podido aislar ninguna sustancia específica que dé cuenta de estos fenómenos. Puestos a interactuar niños pequeños de distintas etnias cuando recién están comenzando a hablar, cuando aún no tienen incorporada toda su carga cultural, ninguno discrimina a otro ni lo mira «desde arriba». Eso llegará luego: los adultos nos encargamos de transmitírselo. ¿Por que resignarnos entonces ante una supuesta tendencia natural que nos compele a comernos unos a otros?

Anida ahí un error que, si no lo corregimos con fuerza, puede llevarnos a la entronización del individualismo -cosa que hace con absoluta naturalidad el capitalismo, premiando al «ganador», que no es otro que el más fuerte que se impone con brutalidad sobre los más débiles-, o puede llevarnos, por otro lado, a la resignación.

Decimos «el capitalismo», pero podríamos hacerlo extensivo a cualquier sociedad de clases. Desde que sabemos de la existencia de sociedades estratificadas donde unos mandan usufructuando el trabajo de otros, los cuales trabajan y obedecen (desde el inicio de las primeras sociedades agrarias sedentarias, para fijarlo de algún modo en el tiempo, grosso modo unos 10.000 a 12.000 años atrás), desde ahí se viene repitiendo esta situación. Dialéctica del amo y del esclavo donde un grupo decide sobre la vida de otro con distintos grados de violencia, de crueldad, desde ser el dueño por entero de la vida de ese otro, hasta el pago de un salario supuestamente consensuado entre ambas partes por una cantidad de horas de trabajo. Esa historia no nos ofrece sino explotación de unos sobre otros, aprovechamiento, falta de solidaridad, violencia, crudeza. Matriz ésta que se reitera muy frecuentemente en todas las relaciones humanas: entre géneros, entre generaciones, entre distintas culturas. Y viendo con objetividad ya sea la historia o la dinámica interhumana en un corte puntual aquí y ahora, ello pareciera poder dejar extraer la conclusión que así es nuestra condición. Si podemos hacer eso: torturar, engañar, matar, sin dudas que -más allá de una visión pesimista- eso se muestra como nuestro destino. De ahí a la conclusión que no tenemos remedio como especie, sólo un paso.

Y a ello podríamos agregar que los intentos de construir un nuevo sujeto en los balbuceantes socialismos del siglo XX no lograron superar con creces esos patrones de violencia. La codicia y la mezquindad siguieron todavía incorporadas a las características comunes de los ciudadanos, más allá de las buenas intenciones de transformación. ¿Hay que resignarse entonces? ¿No es posible el cambio? ¿Habrá que contentarse que lo máximo a lo que podemos aspirar es a un crecimiento enorme de la productividad y a una más equitativa repartición de la riqueza que generemos, resignándonos a que siempre habrá uno «más listo» que manejará a los «más tontos»? ¿No hay alternativa? ¿Es cierto que «no nos merecemos mucho respeto como especie» entonces? ¿No es posible la equidad total, la horizontalidad? ¿Habrá siempre quien, en nombre de lo que sea, «mire desde arriba» a otro?

II

Por esa vía, el punto máximo de desarrollo aspirable sería la socialdemocracia. Sin dudas que los pocos países con políticas socialdemócratas viven bien, con abundancia y equidad. Ahí están unas cuantas sociedades del norte de Europa dando el ejemplo: ordenadas, felices, racionales. Pero la estructura del mundo no permite que todos seamos Suecia, o Noruega o Canadá. Además, la bonanza de las socialdemocracias presupone un Tercer Mundo históricamente explotado. ¿Podría algún país africano o centroamericano repetir el modelo socialdemócrata nórdico en las condiciones actuales? ¿Cómo? Las deudas externas que religiosamente deben pagar esas sociedades empobrecidas van a parar también a las socialdemocracias. Así es fácil gozar la vida…y tener equidad. Pero si hablamos de «otro mundo posible», hablamos de igualdad para todos, absolutamente para todos y todas en total paridad. Es decir: hablamos de una verdadera democratización e igualación de los poderes, para todos, no sólo para los blancos.

Cuando nos referimos al sujeto humano tenemos como referente esto que las distintas sociedades clasistas basadas en la diferenciación entre poderosos y oprimidos han venido dando como resultado hasta ahora. Nos es relativamente más fácil entender la lógica de una sociedad antigua -la egipcia, los fenicios, los mayas- porque nos resulta familiar poder imaginar qué sentiría un amo o un esclavo (aunque la reflexión la hagamos ahora y no seamos, en sentido estricto, ni faraones ni esclavos. Sin embargo, intuimos de qué se trata la relación). Pero nos resulta incomprensible, o al menos mucho más lejana de nuestros códigos, una sociedad del neolítico, o alguna de los pequeños grupos que aún hoy existen sobreviviendo como en ese entonces -los indígenas amazónicos, o los habitantes originarios de Australia-. ¿Cómo entender desde nuestra cosmovisión una sociedad de puros iguales, homogénea, donde nadie manda a nadie? Nuestra matriz, hoy día, es forzosamente esa visión de jerarquías, patriarcal, vertical. De ahí que nos suene extraño aún -y por tanto cueste tanto- establecer relaciones de total horizontalidad, de absoluta paridad. Aunque en las experiencias socialistas intentemos llamar a los dirigentes con el apelativo de «camarada», en la realidad cotidiana el «camarada ministro» o el «camarada alcalde» sigue aún gozando de privilegios que los «camaradas comunes» no tienen. ¿Significa eso que nunca cambiará esa dinámica?

Seguramente no podemos esperarnos un paraíso de la sociedad humana. No somos ángeles. Pero podemos hacer algo para que no sea un infierno. Y hoy, más allá de una porción minúscula que vive en la opulencia manejando la vida de las grandes masas, y fuera de un no más del 15 % de la población mundial que puede ser considerada clase media, con acceso a buenas cuotas de confort y seguridad, para la más amplia mayoría de la Humanidad la vida es un infierno. El socialismo, si bien tuvo un inicio en el siglo XX que debe ser rigurosamente criticado por autoritario y vertical (en alguna medida, también un infierno), sigue siendo aún una fuente de esperanza. Del capitalismo nada se puede esperar.

Pero la duda -por decirlo de alguna manera, o el temor, o preocupación- se plantea cuando intentamos revisar los supuestos que ha venido desarrollando el socialismo. Si consideramos el proceder de muchos de los cuadros revolucionarios, o incluso la conducta de los ciudadanos, los camaradas de a pie, dentro de las experiencias socialistas, se abren interrogantes: ¿se podrá prescindir de esta cultura del «mirar desde arriba» a otro? A veces sucede esta horizontalidad, este espíritu de solidaridad y de desprendimiento, pero en muchísimos casos, más allá de la declaración de principios y del uso de consignas que sitúan en el «club» de la izquierda, se siguen manteniendo privilegios irritantes, actitudes despóticas, el convencimiento que hay algunos con derecho a «mirar desde arriba» a otros.

¿Por qué los camaradas médicos cubanos cuando están fuera de la isla «arrasan» con las mercaderías que no se consiguen en su país? ¿Son menos «revolucionarios» por eso? Seguramente no, pero todas estas actitudes nos indican que quizá el meollo mismo de lo humano es muy difícil de transformar: si somos herederos de la cultura que nos constituye en lo más hondo de nuestro ser -machistas, patriarcales, verticalistas, competitivos, belicistas, y en estos últimos años, capitalismo mediante, impúdicamente consumistas- todo eso no se va a terminar por decreto. La cuestión, en todo caso, es: ¿cambiará? ¿Qué hay que hacer para que cambie? ¿Cómo desarmar la cultura del poder que nos constituye?

III

Hoy día podemos hablar de los seres humanos criados en este modelo histórico, dado que sólo hemos conocido estos patrones. Por eso la dificultad que apuntábamos para entender otros modelos sociales «primitivos», sin clases sociales, la pura horda original. Las sociedades clasistas quedamos irremediablemente lejos de esa experiencia, y los modelos progresistas que hemos inventado todavía tienen muy cerca la matriz del «triunfador», del éxito individual sobre y contra el bien común. Si no, no sería tan fácil que muchas cooperativas terminen siendo pequeñas empresas lucrativas privadas olvidándose de la filosofía que las impulsa. O no sería tan fácil la restauración de la cultura capitalista en Rusia, o en China, donde hoy se premia como el gran logro la picardía para hacer fortuna no importa a qué precio olvidando principios levantados hace apenas unos años. Invocar un llamado al amor para construir el socialismo, la nueva sociedad y el nuevo sujeto, queda corto. Sabemos que el amor es básicamente narcisista y no nos sobra; más bien nos sale con cuentagotas. Es difícil, cuando no imposible, amar incondicionalmente al prójimo. Pero no se trata de amarlo sino de respetarlo. Esa es la clave que puede cambiar la actitud. Nadie está obligado a amar a nadie por decreto; pero la sociedad sí obliga a respetarnos. Si logramos establecer una comunidad donde todos verdaderamente nos sentimos pares, iguales, aunque no nos «amemos» sí podremos convivir con mayores cuotas de solidaridad social. Aunque no somos ángeles, ¿quién dijo que estamos obligados por naturaleza a explotar al otro? Si nos preparamos para esa cultura de la más absoluta igualdad, ¿por qué no podríamos superar la dudosa noción del amor incondicional para forjar una cultura del respeto? Porque en nombre del amor se pueden cometer las peores atrocidades, no olvidarlo. Ahí están todas las guerras religiosas, por ejemplo, las más despiadadas y crueles de la historia para demostrarlo. O la Santa Inquisición…por amor.

El sustrato bioquímico que, tal como decía Voltaire describiendo el género humano, nos hace ser «mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios» nunca se va a encontrar, por la sencilla razón que no existe. Es nuestra matriz social, cultural, psicológica, la que nos hace así. De lo que se trata es de construir otra matriz que dé como resultado otro tipo de sujeto. Aunque, claro está, esa construcción no podrá ser nunca una imposición por vía de decreto. Hay que forjarla. Y ese es el reto que tiene el socialismo.

En Rusia, siete décadas después de la revolución bolchevique, hay gente que sigue buscando el retorno del zarismo y pensando en la gran patria de los rusos blancos. ¿Pasó en vano la revolución? Y en Cuba una enorme cantidad de población profesa con devoción la santería. ¿Puede decirse que fracasó la revolución? En Venezuela, con un proceso de transformación muy reciente aún, siguen siendo un símbolo nacional las Miss Universo y las mujeres con pecho siliconado; ¿no está funcionando la Revolución Bolivariana entonces? Todo esto no nos habla de un fracaso de los ideales socialistas. Nos habla, en todo caso, del peso fenomenal de la historia, de las tradiciones, de la cultura. Como brillantemente lo expresó Einstein: «es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».

El desafío es cambiar esa historia. Eso es la revolución. Si nos tomamos en serio lo de las utopías, pues de eso se trata entonces: no sólo transformar las relaciones políticas, cambiar las reglas de juego de las relaciones sociales; no sólo repartir con equidad el producto del trabajo humano. Se trata, junto a todo ello, y quizá más que ello, de transformar la historia misma, las matrices que nos determinan como sujeto.

¿Qué habrá que hacer para eso? El trabajo es arduo, enorme. Es transformar toda una cultura que lleva hoy un peso ancestral en sus espaldas con una importancia definitoria, y que con las nuevas tecnologías que generó el capitalismo (léase: guerra psicológico-mediática, guerra de cuarta generación, como la llamaron los estrategas militares estadounidenses) se impuso por todo el globo, y en muchos casos, haciéndose atractiva. Si no, los camaradas cubanos no arrasarían las tiendas buscando esos productos «seductores» toda vez que tienen oportunidad al salir de la isla. Lo cual nos lleva a un tema no menos trascendente.

La cultura del consumo a que dio lugar el capitalismo mercantil es insostenible -se produce no sólo para satisfacer necesidades sino, ante todo, para vender, para obtener lucro económico-. En función de ese modelo de desarrollo el planeta se está empezando a poner en serio riesgo. La progresiva falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el globo terráqueo, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono que ha aumentado por 13 la incidencia del cáncer de piel en estos últimos años, el efecto invernadero negativo, el derretimiento del permagel son todas consecuencias de un modelo depredador que no tiene sustentabilidad en el tiempo. ¿Cuánto más podrá resistirse esta devastación de los recursos naturales? Las sociedades agrarias «primitivas», o inclusive las tribus del neolítico que aún se mantienen, son mucho más racionales en su equilibrio con el medio ambiente que el modelo industrialista consumidor de recursos no renovables. Si buscamos un nuevo mundo, una nueva ética, nuevos y superadores valores, la cultura del consumo debe ser abordada con tanta fuerza revolucionaria como las injusticias sociales. Pero ahí está el problema justamente: tanto ha calado esta cosmovisión del consumo hedonista que se hace muy difícil atacarlo, desarmarlo. Y el «hombre nuevo» todavía no pudo sacudirse esa carga cultural. ¿Podremos construir una cultura alternativa al consumo industrial fabuloso sin volver a las cavernas, aprovechando el confort que brindan las nuevas tecnologías traídas por la industria capitalista y la moderna ciencia occidental? Se abre allí otro desafío, por cierto. ¿Somos más revolucionarios porque no tomamos Coca-Cola, o es más compleja que eso la lucha contra el patrón consumista? Sin dudas es más compleja, y por tanto, más difícil que mantener una consigna. Esa cultura milenaria de la dialéctica del amo y del esclavo que constituye nuestras relaciones, esa cultura de la búsqueda del poder como fin en sí mismo, esa creencia ancestral en que hay «superiores» e «inferiores», eso da como resultado también una cultura del poder sobre la naturaleza. En el mundo de la industria moderna la naturaleza dejó de ser parte del cosmos del que somos parte para pasar a ser recurso explotable. El marxismo clásico no pudo ir más lejos de esa visión estrecha; por eso hoy la crítica del consumismo irracional es tan imprescindible como la lucha contra las injusticias. El planeta no es la «cantera a explotar», el «bosque a arrasar» sino parte de nuestra realidad compleja; si lo destruimos, nos destruimos a nosotros mismos. Si lo vemos sólo como lucro económico, ahí están los resultados con la catástrofe ecológica que ese modelo generó. Obviamente, si la consideramos con detenimiento, esa idea de progreso científico-técnico no parece tan «desarrollada». De ahí que pueda entenderse el pesimismo de Saramago.

Vemos, entonces, que la tarea transformadora de la revolución socialista es titánica. Lo es porque más difícil que cambiar el mapa político de un país -desplazar a una minoría de la casa de gobierno, armas en mano incluso-, muchísimo más difícil que eso -y nadie dijo que eso fuera fácil- es aún cambiar el sujeto humano. Pero ahí está el desafío. Educación, formación ideológica, autocrítica, revisión de la historia, discusiones, liberar la creatividad, la imaginación al poder… los pasos para lograr esa monumental empresa son muchos, diversos, variados. Hoy, después de las primeras experiencias del pasado siglo y teniendo claro los límites de nuestra condición, probablemente estamos en mejores condiciones para avanzar por ese camino. Si hablamos de un nuevo socialismo del siglo XXI -que no desconoce las bases sentadas en el XIX ni las primeras experiencias del XX- es para superar viejos errores y llegar con éxito al XXII.

La ruta misma de la revolución socialista debe guiarse por lo que acertadamente proponía Gabriel García Márquez: luchar para «que ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse«. Hasta que eso no sea realidad, debemos seguir luchando, porque si no, la revolución no habrá triunfado.