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Los Ayuntamientos del cambio y sus límites

El reto municipalista

Fuentes: Diagonal

Desde finales de mayo, en varios cientos de ciudades y grandes poblaciones del país, existe un espacio político nuevo, ya sea en el gobierno o en la oposición, que abandera las esperanzas o incluso la posibilidades de cambio. La cuestión está en saber que se quiere decir con «cambio»: ¿una nueva izquierda?, ¿una representación honesta […]

Desde finales de mayo, en varios cientos de ciudades y grandes poblaciones del país, existe un espacio político nuevo, ya sea en el gobierno o en la oposición, que abandera las esperanzas o incluso la posibilidades de cambio. La cuestión está en saber que se quiere decir con «cambio»: ¿una nueva izquierda?, ¿una representación honesta y profesional?, ¿una política comprometida con la gente según la podemología habitual? La vacuidad parece ser uno de los problemas recurrentes de la política electoral. A menos claro y preciso sea el mensaje más adecuado parece al juego electoral. A la contra, como casi siempre que se juega algo importante, con el término municipalismo democrático se pretende hacer algo viejo, muy viejo: definir un proyecto político ajustado a las posibilidades de nuestro época, aquella que abrió el 15M; y atajar con ello lo que parece haber asolado a casi todo el movimiento municipal, la confusión y la perplejidad que provoca la entrada en los ayuntamientos.

Situémonos: la idea inicial de las candidaturas municipalistas (al menos de aquellas que hablaron de municipalismo antes que de «unidad») era la de servir como ariete institucional del movimiento democrático que abrió el 15M. Los problemas de la hipótesis eran patentes. La entrada en los ayuntamientos suponía asumir niveles de gobierno con fuertes límites competenciales y presupuestarios (los ayuntamientos son claramente el «nivel pobre» de la administración), económico-políticos (por la sujeción a las respectivas élites locales) y propiamente políticos (en tanto los principios de autonomía y democracia municipal están fuertemente capados). Desde esta perspectiva, el llamado «asalto institucional» obedecía antes a un ejercicio de voluntarismo que a un proyecto claro y bien definido.

Tras cuatro meses y medio meses de gobierno u oposición, estos límites parecen haberse probado con creces: la gestión (e incluso la oposición) municipal quema tiempo y energías de las que no se dispone, la capacidad de los lobbys y coaliciones de élites locales para imponer sus agendas obliga a duras batallas de desgaste, la administración impone sus inercias improductivas. Sencillamente la institución municipal se ha mostrado como lo que es: una máquina orientada exclusivamente a la gobernabilidad y la administración de personas y recursos sobre la base de pautas y claves poco flexibles, sometida a una agenda política que se decide por una relación de fuerzas en la que los gobiernos municipales son sólo una palanca entre otras muchas (como los media locales, los lobbys empresariales, el propio funcionariado y también los movimientos sociales). Por eso sorprende poco que los ayuntamientos del cambio hayan obtenido, más allá de un buen número de declaraciones de intenciones, resultados tan parcos.

Verificados los límites, se requiere pensar el problema desde otro ángulo, aquel original que empujó a la formación de las candidaturas, aquel que las concebía como parte de un movimiento democrático mucho más amplio. Valga recordar que el municipalismo ni empieza ni acaba en la institución, y es antes un movimiento de transformación democrática de la vida política (incluidas las instituciones) que de «gestión honesta y progresista» de los ayuntamientos. Si se quiere expresar en forma de consignas:

El municipalismo sólo existe si se logra sostener una dimensión fuerte de movimiento dentro, pero sobre todo fuera, de la institución. La palabra de orden es aquí autonomía. El movimiento debe ser autónomo a la institución. A diferencia de la lógica partidaria que entiende el espesor social en clave de apoyo o prolongación al gobierno-partido (caso paradigmático ha sido la ruina de las asociaciones de vecinos), el municipalismo comprende la dimensión de movimiento en clave a-institucional y a veces incluso contra-institucional. La lógica se invierte en el sentido de que es el movimiento lo que marca la pauta y la iniciativa a la institución. Justamente, esto requiere de una capilaridad y porosidad social que no puede ser contenida en la realidad siempre estrecha de la institución partido. Nada más absurdo que un partido municipalista. El municipalismo democrático existirá en la medida en que sea capaz de concitar el interés de realidades de movimiento plurales y a veces contradictorias.

La tarea principal del movimiento municipalista consiste en empujar la democracia hasta sus límites; propósito y tendencia a hacer estallar el marco institucional y todos los cauces de participación reglada. El municipalismo no se reduce, pues, a una serie de técnicas de participación, a saber: presupuestos participativos, normas de participación, foros, etc. Todos estos elementos son interesantes en tanto sirvan a un movimiento (amplio, extenso, irreductible a la forma partido) capaz de emplearlo como formas de expansión y tensión democráticas, esto es, de autogobierno real.

En tanto la institución y los gobiernos municipales no corresponden con el gobierno efectivo de las ciudades, en tanto la coincidencia entre gobierno e institución es una quimera, en tanto la institución se impone como la forma local de la gobernabilidad, la democracia resulta imposible si es contenida dentro de la institución. Por eso, la forma natural de existencia del municipalismo es la del contrapoder, o mejor de los cotrapoderes, que se extienden por el tejido urbano. Asumida una escala de intervención municipal, estos contrapoderes pueden tener posiciones institucionales (como los tienen los élites locales) pero su vida corre a cuenta de su capacidad para generar niveles fuertes de conflicto sobre el territorio. En este sentido, la figura de los soviet traída recientemente por Aguirre para describir las bases de Ahora Madrid resulta mucho más provocadora y estimulante que las que a veces proponemos los propios militantes.

Estamos todavía en el terreno de los enunciados abstractos. No obstante, un caso reciente puede servir para entender tanto la complejidad del municipalismo como sus posibilidades. Entre los días 27 y 28 de septiembre se celebraron las elecciones a vocales vecinos (VoVes) de Ahora Madrid. Se eligieron 168 vocales que recogieron 11.188 votos válidos, una cifra no muy lejana a la que se movilizó en las elecciones primarias para elegir el equipo municipal de Ahora Madrid en abril de este mismo año. En esta ocasión se trataba, sin embargo, de una votación presencial y barrio a barrio (o mejor distrito a distrito).

Los VoVes son, por el momento, la única estructura institucional del gallardonismo a la que se le ha conseguido dar la vuelta en términos democráticos. Tradicionalmente los VoVes eran un mecanismo clientelar y de financiación de los partidos políticos. Cada vocal recibía una asignación (unos 600 euros) que iba a parar al partido de turno, al tiempo que se convertía en una suerte de «premio» para la militancia. De otra parte, los plenos de las juntas de distrito a las que asistían los vocales apenas eran un simulacro de concejo local. Al abrir, sin embargo, la elección de los vocales en primarias abiertas se ha producido un cambio significativo.

Naturalmente, las estructuras de aparato de los partidos que participan en Ahora Madrid han tratado de impulsar a sus propios militantes con el objeto de financiar sus estructuras. Sin embargo, y aquí esta la sorpresa, parece que bastante más de la mitad de los vocales elegidos pueden operar con una lógica completamente distinta. En estas elecciones han primado los criterios de competencia, vocación de servicio y reconocimiento por parte de las asambleas y movimientos sociales de barrio. Los datos oficiales son significativos. En relación con las adscripciones declaradas parece que han salido elegidos 68 vocales de Podemos (2/4 de ellos de Convocatoria por Madrid), 51 de Ganemos, 19 de movimientos sociales, 16 de IU, 13 independientes y uno de Equo. Una enorme pluralidad, que se hace aún más compleja si consideramos que entre los de Ganemos hay algunos que son también de IU o de Equo, y que entre los de Podemos bastantes más de una docena están fuera de la línea del sector oficial. En conjunto, casi la mitad de los vocales pertenecen a realidades extrapartidarias (el grueso de Ganemos, movimientos sociales, independientes) y bastante más de la mitad (Podemos no oficial, una parte importante de IU y Equo) podría incluirse en una dinámica propiamente municipalista que responda a la construcción de realidades políticas autónomas en los barrios, antes que a convertirse en correas de transmisión del grupo de municipal o del aparato de un partido.

Desde esta perspectiva se abre un doble campo de interés para la articulación de un proyecto municipalista. El primero consiste en conseguir que al menos una parte relevante de estos recursos (materiales y humanos), sirva para generar estructuras políticas de barrio (en forma de Ateneos, ciclos formativos, campañas) capaces de servir en clave de contrapoder autónomo a la institución y al propio grupo municipal. El segundo, es todavía más interesante, en el sentido de que se pueda convertir los plenos de las juntas en foros abiertos no tanto para la resolución de unos conflictos para los que ni los plenos ni las juntas tienen grandes competencias, cuanto espacios en los que los conflictos locales tengan capacidad de escalar. En ambos casos, el vocal -un simulacro más de representación y de democracia local- se convertiría en un medio de generar autonomía y contrapoder territorial dentro, pero sobre todo fuera de la institución.

Diana Valdemarín Fernández, Emmanuel Rodríguez, militantes de Ganemos Madrid.

Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/panorama/28026-reto-municipalista.html