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El rey del cuento

Fuentes: Rebelión

Sí, habrá que reconocerle al capitalismo la capacidad del mito, pues a estas alturas todavía a más de uno le suena a mera propaganda izquierdista la aseveración de que el sueño americano concluyó. No importa que argumentemos, con Terry Karl, de la Universidad de Stanford, que «el 20 por ciento más rico es dueño del […]

Sí, habrá que reconocerle al capitalismo la capacidad del mito, pues a estas alturas todavía a más de uno le suena a mera propaganda izquierdista la aseveración de que el sueño americano concluyó. No importa que argumentemos, con Terry Karl, de la Universidad de Stanford, que «el 20 por ciento más rico es dueño del 87 por ciento de la riqueza», ni que «dos mil individuos tienen tanto como el capital acumulado de 150 millones de personas». Por respuesta podríamos encontrar la misma sonrisa irónica, incluso estereotipados rostros de la ira o el hastío.

Coincidamos con Alejandro Nadal (La Jornada) en que en cierto imaginario popular perdura al menos «la creencia de que en una época perdida el capitalismo pudo hacer entrega de buenos resultados». Creencia vacua, pues, si bien la historia del sistema revela un proceso de continua expansión, interpretado como éxito, una prolija sucesión de episodios de contracción y descalabro hacen de la crisis su estado natural.

Y claro que en esa la larga lista se entrelazan la especulación financiera, la caída de la demanda agregada provocada por recortes salariales, el exceso de capacidad instalada y las expectativas optimistas de los inversionistas, reiteradamente desmentidas por el mercado. «En varios momentos los límites a la acumulación de capital condujeron a confrontaciones interimperialistas y a políticas de colonización que buscaban superar esas limitaciones. En todos estos casos la secuela de desempleo y empobrecimiento, destrucción y guerras dejó cicatrices sombrías».

Esa desigualdad de origen creció dramáticamente en los años 80, cuando el presidente Ronald Reagan desarrolló un programa neoliberal para emerger de la recesión derivada de la crisis petrolera en el Oriente Medio, de la derrota de Vietnam, que dispararon la inflación y el desempleo. En palabras de Terry Karl, la nueva orientación económica del gobierno federal incluyó «desregulación de empresas y finanzas, renunciar a las políticas fiscales anticíclicas, fuertes recortes en el gasto social, rebaja de impuestos para los ricos y las empresas, y un nuevo tipo de marco normativo para todo tipo de problemas». Las consecuencias se apreciaron con meridiana nitidez en la sacudida de 2008: «Estados Unidos entró en el siglo XXI como la más desigual de las democracias ricas».

Conforme al analista César Villalona, el desastre contaba como antecedente directo con la sobreproducción registrada en los años 2000-2001, que acarreó a las empresas una pérdida promedio de cuatro por ciento en el año 2000 y de seis en el 2001. Con miras a enfrentar el entuerto de lo «sobrante», que por supuesto «se debe a la concentración del ingreso y la riqueza en una minoría de la población», en 2003 y 2004 la Reserva Federal estimuló el consumo mediante la reducción de la tasa de interés hasta uno por ciento. Multitudes se endeudaron para adquirir viviendas. A la par, las invasiones de Afganistán e Irak elevaron el gasto público y ampliaron la demanda interna necesaria a las empresas para vender.

Pero el ciclo expansivo no duró. Como el aumento del crédito amplió la cantidad de dinero en circulación y catapultó la inflación, la Reserva dio marcha atrás, y subió la tasa de interés. En septiembre de 2007, alrededor de un millón de familias habían perdido su hogar, embargado por los bancos, y cinco millones no podían pagar los malhadados créditos. Quebraron miríadas de entidades constructoras y de representantes de la banca.

La debacle se extendió, con algunas excepciones y mayor o menor intensidad, al resto del planeta. En Europa, Japón y otras naciones altamente industrializadas sufrieron sobre todo los bancos que habían adquirido títulos de deuda en los Estados Unidos o hicieron préstamos a pariguales gringos luego arruinados o en reestructuración. Al acortarse las importaciones del Tío Sam, el comercio planetario se contrajo significativamente. En 2009, la inversión se redujo y el PIB universal cayó 2,3 por ciento. El colapso de las instituciones financieras causó un repliegue general del consumo -dados el desempleo y la merma de los ingresos- y se desplomaron las ventas de muchas empresas, que comenzaron a afrontar otra crisis de sobreproducción, en esta ocasión merced a la reducción de la demanda. ¿Resultado? Obvio. La miseria de la población.

Y especialmente por la explayada miseria hay quien no titubea en predecir que la implosión del capitalismo está a punto de adquirir dimensiones titánicas. Para prestigiosos pensadores tales el marxista Samir Amin, «de aquí a unos años tendremos una multitud de guerras que se hundirán en el caos». Advendrá una «larga transición de los elementos del capitalismo para producir algo nuevo». Ello, a pesar de todos los mitos habidos y por haber. Y de las consabidas sonrisas irónicas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.