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El horror paramilitar en Colombia

El señor de las moscas

Fuentes: Memoria

El 27 de febrero de 1997, los pobladores de Bijao del Cacarica, una población perdida en el noroeste de Colombia, fueron invitados a un partido de futbol. Quienes los convocaron señalaron que la asistencia era obligatoria. No hubo carteles, porque en esos sitios se desconoce toda suerte de sofisticaciones, ni perifoneo, dado el mínimo tamaño […]

El 27 de febrero de 1997, los pobladores de Bijao del Cacarica, una población perdida en el noroeste de Colombia, fueron invitados a un partido de futbol. Quienes los convocaron señalaron que la asistencia era obligatoria. No hubo carteles, porque en esos sitios se desconoce toda suerte de sofisticaciones, ni perifoneo, dado el mínimo tamaño del casco urbano. Bastó «pasar la voz». Uno de los equipos, el conformado por los miembros de las Autodefensas Unidas de Colombia, se perfilaba como ganador. El otro, el de los soldados del ejército nacional, buscaba de alguna manera salir avante del compromiso. En medio del silencio sepulcral provocado por los acontecimientos de los tres últimos días, los vecinos se reunieron poco a poco bajo la sombra de los árboles. Fue entonces cuando los equipos saltaron a la cancha. Alguien preguntó cómo podría distinguirlos, si todos vestían el mismo uniforme y todos lucían la misma facha feroz y llevaban terciados al hombro idénticos fusiles. «Tiene que fijarse en el letrero del brazo derecho», respondió otro. «Los que tienen letrero son de las AUC; los otros, del ejército».

Tres días atrás, en su oficina de la XVII Brigada, con sede en Carepa, el general Rito Alejo del Río había puesto en marcha la «Operación Génesis», contra el frente 57 de las FARC. Con el apoyo de aviones provistos de bombas y ametralladoras, soldados y paramilitares llegaron hombro a hombro a Bijao, quemaron casas, saquearon la población y amenazaron de muerte a los vecinos. Por eso, cuando estos supieron que habría un encuentro amistoso, pensaron que la ola de terror comenzaba a ceder y que los intrusos regresarían pronto a sus cuarteles.

Una vez reunidos, el árbitro hizo sonar su silbato. Cada uno de los equipos ocupó su puesto estratégico en el terreno de juego. Entonces, un ayudante trajo hasta el centro de la cancha una bolsa de fique y vació su contenido en un punto equidistante entre los encargados de hacer el primer disparo. Los asistentes dejaron escapar un grito de horror. El balón con el que jugarían los contendientes era la cabeza de Marino López, uno de sus amigos.

Durante largos minutos, el único ruido que pudieron percibir los habitantes fue el de las patadas que daban los jugadores contra el cráneo destrozado. En medio del oprobioso sol de esa mañana interminable, el equipo de las autodefensas logró vencer dos veces la portería de su adversario. Después del segundo gol, el capitán del equipo vencedor anunció que el balón había sacado la mano («sacar la mano» es una frase que se aplica en Colombia a lo que ya no sirve) y que, por consiguiente, terminaba el partido.

Los miembros del equipo del ejército nacional tuvieron que conformarse. No les gustaba perder, pero el juego había sido limpio. El delantero, que estuvo a punto de meter dos o tres goles, se disculpó con sus compañeros. «El balón era pésimo», les dijo. «Ojalá la próxima vez lo inflen antes del partido».

Luego, los contendientes se abrazaron y salieron a emborracharse a la tienda del pueblo. «Lo que es aquí, no queda uno solo de esos bandidos», anunció el jefe de las autodefensas. Y todos aplaudieron.

Este, claro está, es el guión necesario para una película de terror. Porque, en realidad, lo que pasó fue mucho peor.
«El 27 de febrero estando allá en Bijao» -cuenta a «Justicia y Paz» uno de los testigos- «llega un grupo de paramilitares y un militar, a eso de las 9 de la mañana. Marino López, me dice ‘estoy con miedo, no sé si salir a Turbo’. Los paramilitares y también militares rodearon todo el caserío. La gente ya había salido, unos más arriba, otros a La Tapa. Nos juntaron a todos, nos amenazaron. Obligaron a Marino a bajar unos cocos. Él como con miedo y nosotros diciéndoles, ‘ya nos vamos’. Marino les decía ‘si fueron tres días los que nos dieron’ y dijo uno ‘ustedes se van hoy’. Dos de los doce militares tomaron a Marino. Luego de entregarles los cocos, él se puso sus botas y su camisa y les pidió sus documentos de identidad. Uno de ellos dice: ‘Ahora sí quiere el documento de identidad, guerrillero. Reclámeselo a su madre’. Y vuelven a acusarlo de guerrillero. Él les dice: ‘ustedes saben que yo no soy guerrillero’. Lo insultan, lo golpean. Uno de los criminales coge un machete y le corta el cuerpo. Marino intenta huir, se arroja al río, pero los paramilitares, lo amenazan: ‘si huye le va peor’. Marino regresa, extiende su brazo izquierdo para salir del agua. Uno de los paramilitares le mocha la cabeza con el machete. Luego le cortan los brazos en dos, las dos piernas a la altura de las rodillas. Y empiezan a jugar futbol con su cabeza. Todas y todos lo vimos. Ya no había nada más que decir, qué hablar. Todo estaba dicho. Endiablados, sin ninguna fe, ninguna moral. Todo gris, el alma, el cielo, la tierra. Todo se hizo silencio. Todo fue terror. El bombardeo del cuerpo, el bombardeo del alma. La muerte se hizo un juego».

Ese fue el comienzo del año de terror que vivió la región de Cacarica, en 1997. El 4 de abril, siguen los testimonios, un comando de militares y paramilitares acantonados en Apartadó le abrió el vientre a Daniel Pino delante de observadores internacionales que habían llegado días antes a la zona para comprobar algunas denuncias relacionadas con los atropellos a los derechos humanos. Tratando de detener el derrame de sus intestinos, el campesino agonizó durante una hora sin que nadie pudiera auxiliarlo.

El 28 de mayo del mismo año, militares y paramilitares (anoto que repetiré cuantas veces sea necesario «militares y paramilitares») le cortaron el cuero cabelludo a Edilberto Jiménez, un vecino de Pavarandó, lo pasearon por el pueblo con el cráneo cubierto de moscas y de jejenes y lo remataron delante de la casa de sus padres. El 15 de junio, en Bella Vista, Bojayá, militares y paramilitares acuchillaron en el cuello a Wilmer Mena y luego le cortaron los brazos. Después, el 26 de noviembre, militares y paramilitares sacaron de sus casas a Heriberto Areiza y a Ricaurte Monroy, vecinos de La Balsita, les arrancaron los ojos y les llenaron de ácidos las órbitas vacías.

Estos son sólo algunos ejemplos del procedimiento y de los autores materiales de la «Operación Génesis», ideada por el general Del Río. Presionado por la comunidad internacional, el gobierno de Andrés Pastrana lo llamó a calificar servicios, pero en Colombia esos hechos siempre quedan impunes. Poco tiempo después, Álvaro Uribe, un político gris que quería llegar a la presidencia de la república, le dio el título de «Pacificador del Urabá» en un banquete de desagravio. Y quedó como tal y como tal se le conoce.

Pues bien, el «Pacificador del Urabá» perdió su visa para entrar a Estados Unidos cuando el gobierno de ese país lo acusó como sospechoso de narcotráfico y terrorismo. El pasado 12 de marzo, en su habitual rueda de prensa, el Departamento de Estado anunció que la medida se tomó «en 1999, por los cargos mencionados, bajo ley de inmigración numerales 212 A3B y A2C».

En la misma fecha, mediante una corresponsalía generada en Washington, El Tiempo, de Bogotá, dio cuenta de algunos pormenores relacionados con el caso. «El numeral A3B, que se cita en el caso Del Río -explica el periódico-, dice textualmente: ‘Se niega la visa a cualquier extranjero que haya participado en actividades terroristas’. El numeral A2C, el otro que se eleva en contra del general (r) hace referencia a cualquier persona que sea narcotraficante, haya participado en el tráfico de drogas o haya colaborado en una actividad relacionada con el narcotráfico. En el caso de terrorismo, el Departamento de Estado se refiere a los cargos que pesaban en contra de Del Río por la supuesta conformación de grupos paramilitares cuando el general era comandante de la XVII Brigada, entre 1995 y 1997, en el Urabá antioqueño, territorio en el que se desarrolló un agudo enfrentamiento entre las autodefensas ilegales y la guerrilla. Frente a este mismo caso, la fiscalía colombiana decidió esta semana archivar los cargos contra Del Río por falta de méritos».

A esta medida -la preclusión de todo procedimiento contra Del Río-, es a la que quisiera referirme.

II

Comencemos por el comienzo. La avanzada militar y paramilitar contra las comunidades del río Atrato formó parte del desplazamiento sistemático al que han sido condenados millones de colombianos. En este caso concreto, se trataba de desalojar a un frente guerrillero de las FARC, asentado en la zona y de entregar el dominio del territorio al narcotráfico y a las empresas que le han servido de fachada para que pueda presentarse en sociedad.

Para quienes no estén familiarizados con la geografía de Colombia, sería necesario decir que el río Atrato corre por una de las zonas más ricas en biodiversidad en el mundo entero. Las corrientes de agua dulce del Darién convierten a esa región en una envidiable reserva para el futuro. No ha sido fácil lograr que las grandes corporaciones se olviden de construir un nuevo canal interoceánico, que una al Pacífico con el Atlántico sin las dolencias y quebrantos del canal de Panamá. Se sabe, además, que allí hay reservas de uranio capaces de abastecer a las grandes industrias durante decenios. Por todo ello, los barones de la droga resolvieron que el territorio debía ser suyo y que los habitantes tenían que salir. Desde que se conocieron los primeros testimonios sobre la ofensiva, se supo que el ejército y los paramilitares iban juntos. Las comunidades no pudieron ofrecer ninguna resistencia. Se trata de gentes indefensas, dedicadas a la agricultura de pan coger y a la pesca, sin una economía consistente, sin servicios de salud ni de educación adecuados y sin forma alguna de comercializar sus productos.

A partir de los testimonios que se han conocido desde siempre y que se han hecho públicos en los últimos días, me atrevería a decir que la «Operación Génesis» sólo estuvo a cargo de ese oscuro oficial que es el general Del Río, pero que fue concebida en más altas instancias. Ignoro si alguno de los funcionarios encargados de la investigación que se adelantó contra él, llegó a preguntarle por el significado de la palabra «Génesis», porque, con seguridad, de su respuesta habrían podido sacarse varias interesantes conclusiones. Pero lo cierto es que Del Río fue el estratega de una «operación de limpieza» alrededor de la cual se cometieron, como mínimo, doscientos delitos de lesa humanidad que fueron relacionados por las organizaciones de defensa de los derechos humanos y presentados ante el funcionario encargado del caso el 22 de agosto de 2001.

Nada de eso mereció al fiscal general, señor Osorio, ni la más mínima consideración. En la «Declaración Pública» que firmaron 67 instituciones y personas preocupadas por la denegación de justicia que implica ese exabrupto, se lee que «se le rogó (a Osorio) que asumiera la investigación dentro de los parámetros del derecho internacional, pues era evidente que allí no se estaba frente a crímenes aislados o fortuitos, sino frente a prácticas sistemáticas que reproducían un mismo parámetro de agresión en diversos espacios y tiempos, respondiendo a una estrategia o política que encontraba respaldo, protección o tolerancia en agentes del Estado de diversas ramas, categorías y jerarquías. El fiscal general se negó a considerar siquiera si se aplicaban las tipificaciones penales consideradas en el derecho internacional; se negó a decretar las conexidades exigidas por la naturaleza misma de los crímenes y su contexto; se negó a vincular a otros funcionarios cuyas conductas activas u omisivas constituyeron condiciones de posibilidad fundamentales de los crímenes denunciados; se negó a examinar el papel que cumplieron las instituciones en el diseño, determinación, facilitación y ejecución de los crímenes; se negó a enfocar la investigación con el objetivo primordial de hacer cesar los efectos o continuidades de las conductas criminales, como lo pide el Código de Procedimiento Penal en uno de sus principios rectores (artículo 21) y se negó a reconocer una parte civil en calidad de Actor Popular, que invocó el artículo 45 del Código de Procedimiento Penal. Esta última negativa, sin embargo, fue corregida por la Corte Constitucional al revisar una sentencia de Acción de Tutela por denegación de justicia (T-249/03), conceptuando en su sentencia de revisión que la búsqueda de verdad y justicia frente a crímenes tan horrendos, legitima por sí sola la constitución en Parte Civil como Actor Popular, sin necesidad de probar daños patrimoniales».

Esa es, a todas luces, una demostración palpable de algo ante lo cual la comunidad internacional no puede cerrar los ojos. A lo largo de meses, se ha dicho con insistencia que el gobierno de Álvaro Uribe es cómplice de la acción delictiva de los paramilitares y se han alegado como pruebas irrefutables el macabro diseño de la política de seguridad democrática, los pretendidos diálogos de paz con Castaño y sus cómplices y el hecho de que las organizaciones del narcotráfico no hayan podido ser desmanteladas y que cada día ocupen mayor espacio en la vida de las comunidades. La gestión del gobierno favorece a la delincuencia organizada. Esta semana recibí un mensaje estremecedor, que en pocas palabras dice lo que todos quisiéramos decir. So pena de alargarme más de la cuenta, transcribo el párrafo pertinente:
«La Costa Atlántica y muy especialmente Córdoba es una auténtica zona de despeje paramilitar. Debería rebautizarse PARA-guay, con capital PARA-guachón, con un río madre PARA-ná (en lugar de Magdalena). El gobierno central ha dejado el control del orden público en manos de los paracos, evidente en todas las ciudades y centros urbanos, por pequeños que sean. Como en El Proceso, en Montería hay ojos y oídos hasta en el mondongo. La troncal de occidente, desde San Juan hasta el Bongo, de El Bongo a Corozal, el ramal de El Bongo a Magangué, y vías aledañas, son cerradas al tráfico vehicular después de las siete de la noche. Me tocó presenciar las caravanas de tres y cuatro supercamionetas de vidrios polarizados volando a 130 km/h, que pasan por el fortificado retén del Bongo, como Pedro por su casa. Son los PARA-guayos que van de cacería. Todo obedece a un plan perfecto, pues hace poco más de un mes Álvaro Uribe, en solemne ceremonia en Sincelejo, dio vida a un programa de dotación con modernos sistemas de comunicación con celulares de alta tecnología para que ‘los hacendados y ganaderos puedan intercomunicarse y mantenerse en contacto con la fuerza pública en caso de situaciones sospechosas’. El uso de la motosierra y el machete es generalizado para rematar a campesinos ‘presuntos’ (El domingo pasado en la noche, cerca de San Onofre, los para-guayos dinamitaron una vivienda con una decena de habitantes adentro, la mitad de ellos niños. Luego, los trozaron)».

III
Ese es el gobierno, un gobierno represivo, aliado con la delincuencia común, que pone los mecanismos jurídicos que se requieran al servicio de las organizaciones del narcotráfico. En contra de lo que sostiene el «comandante político» de los paramilitares, esta organización, que en un comienzo fue el brazo armado de los barones de la droga, es hoy el mayor cartel que opera en Colombia y tiene ramificaciones en el mundo entero. El 11 de febrero de este año, cuando Álvaro Uribe adelantaba su fracasada gira por Europa, el presidente de Italia y su primer ministro se negaron a recibirlo. El Quirinal ni siquiera mencionó la reunión dentro de su agenda y Berlusconi alegó tener «otros compromisos». Pero la respuesta que se dio soto vocce apunta al meollo del problema: las audiencias se cancelaron porque días atrás, en un embarcadero del sur de Italia, las autoridades de policía habían decomisado un enorme cargamento de cocaína. ¿Su propietario? Salvatore Mancuso, el «comandante militar» de las AUC, aliado del gobierno de Uribe y uno de los actores principales en las conversaciones de paz que hoy se adelantan.

¡Conversaciones de paz! En ese cascarón jurídico mentiroso bajo el cual se protege Uribe, valdría la pena recordar que el Congreso de la República, elegido en un 35 por ciento por los paramilitares, al prorrogar la vigencia de la ley 418 de 1997 eliminó el reconocimiento previo del estatus político de los grupos por fuera de la ley como requisito sine qua non para entablar ese tipo de diálogos. Así pues, existe la herramienta jurídica: los diálogos se cumplen dentro de un marco legal aparente, pero se trata de un marco legal espurio, propuesto por un grupo de delincuentes para favorecer la acción irregular de otro grupo de delincuentes. ¿O del mismo grupo de delincuentes? Porque las noticias que se han conocido en los últimos días apuntan cada vez más a demostrar que la organización que gobierna a Colombia es una sola, cerrada y monolítica.

A lo largo de meses, se ha repetido hasta la saciedad cuál ha sido el procedimiento utilizado por la administración para entregar el poder sobre la comunidad a los asesinos de Castaño. En consecuencia, no creo que sea necesario recordar lo que ocurrió en la Comuna 13 de Medellín; o los términos del discurso de Uribe en septiembre del año pasado, al dar posesión al nuevo comandante de la FAC; o la obstrucción a la justicia por parte del fiscal general en la investigación de la masacre de Chengue; o la entrega de los expedientes contra el general Millán a la justicia penal militar; o las reuniones que mantenían Mancuso y sus secuaces con Londoño y sus secuaces en el Club El Nogal, etcétera. Pero sí me parece pertinente referirme a dos ejemplos de última hora.

Uno. El pasado 15 de marzo, la Asociación Departamental de Usuarios Campesinos del Arauca denunció que el ejército había presentado «como un enfrentamiento con paramilitares» la masacre de veinte labriegos en tres territorios de esa sección del país. «Desmentimos esta versión -dice el comunicado-, pues lo que se viene presentando en estas zonas son enfrentamientos entre el ejército nacional y la insurgencia, el cual en medio de esta confrontación se ha masacrado este gran número de civiles a nombre de la máscara paramilitar». El procedimiento es clarísimo. El ejército no está dispuesto a luchar en contra de sus aliados naturales, de modo que, una vez decidido cuál es el nuevo territorio que debe despejarse para uso del narcotráfico, lanza una ofensiva en la que las víctimas son aquellas personas no involucradas de ninguna manera en el conflicto. Luego presenta el resultado dentro de los parámetros que el país quiere oír. «Muertos veinte paramilitares». «Dados de baja catorce autodefensas». «Avanza la lucha contra el paramilitarismo». ¿Cuáles paramilitares? ¿Cuáles autodefensas? ¿Cuál lucha es la que avanza? Porque lo que hay aquí es un disfraz burdo de la realidad contante y sonante. El gobierno no está en manos de los paramilitares: el gobierno es paramilitar, paramilitar para paramilitares. El presidente de la república es Castaño. Uribe simplemente lo representa en las ceremonias oficiales, porque, ya se sabe, los asesinos de Castaño y los soldaditos de la patria comparten lecho, mesa y habitación en varias regiones del país y una de los posibilidades de solución que consideran los diálogos que se adelantan en este momento es el de integrar a los dos «ejércitos» en un solo gran grupo de tropas regulares. Por fortuna, pensarán los miembros del perfumado ghetto bogotano, porque, según ellos, Castaño es el único que ha podido mostrar resultados tangibles contra la guerrilla. Cocteles adentro, los atildados gentlemen del Jockey Club lo consideran como el auténtico libertador del Urabá (Del Río es sólo el «pacificador») y el próximo salvador de Arauca y del Chocó. Que Tirofijo y sus secuaces se tengan de atrás. ¿Acaso las haciendas de Córdoba, entre ellas la de ese desvaído señor que vive en la Casa de Nariño, no son un ejemplo de eficiencia, de producción y de paisaje? ¿Acaso el Magdalena Medio no es hoy una tierra de paz? No nos digamos mentiras: el «comandante» es el auténtico presidente de la república y sus estrategias militares causan admiración entre unos generales que no han podido ganar siquiera la batalla al colesterol. Las legendarias batallas de La Rochela, La Chinita, Chengue, Mapiripán y Mejor Esquina forman parte no de un prontuario, sino de una gesta heroica, equiparable sólo a las de Atila y sus exterminadores, porque aquí también se trata de completar un exterminio. ¿Para quién? ¿Contra quiénes? La respuesta que dan los acontecimientos de cada día es inequívoca. Colombia agoniza en manos de estos señoritingos y de estos asesinos y nadie, absolutamente nadie, se inmuta. Rodeando con altos niveles de popularidad a un mandatario inepto, los colombianos somos cómplices de nuestra propia desgracia. Mientras tanto, la comunidad internacional se monta en su invariable caballito de batalla: hay que luchar contra el terrorismo. Pues bien, si hay que luchar contra el terrorismo, sepan ustedes que en Colombia el terrorismo es un terrorismo de Estado, que la agresión proviene de arriba y que quienes invocan con voces estridentes la solidaridad del mundo contra el salvajismo son precisamente los salvajes que asesinan, masacran, roban y desalojan.

Dos. En la impresionante grabación que transcribe Cambio esta semana, de una conversación sostenida por el general Jaime Alberto Uscátegui, principal acusado por la masacre de Mapiripán, se oye que el oficial dice a su interlocutor: «Se comprobó (en el juicio) una cuestión que nosotros toda la vida hemos negado, que es el vínculo de los militares con los paramilitares». Luego cuenta que dispone de trescientos documentos, sacados mediante técnicas sofisticadas del computador del Batallón París. Leo: «Los panfletos que entregaron las autodefensas en la masacre de Mapiripán los hicieron en ese computador en el batallón París. Igual hicieron con los panfletos que entregaron ocho meses después en Puerto Alvira, que es un municipio de Mapiripán… Los reglamentos de las Autodefensas Unidas de Colombia los hacían en ese computador. Por ejemplo, cogían un reglamento de Régimen Disciplinario para las Fuerzas Militares y le borraban donde decía fuerzas militares y le colocaban ‘Para los Miembros de las AUC’. En ese computador, hicieron una contraseña, un código de comunicaciones para el jefe de los paramilitares que actuó allá (en Mapiripán), un cabo primero del ejército, retirado, que venía de Urabá. Los aviones que transportaron la carga y los paramilitares salieron del aeropuerto Los Cedros en Urabá y del aeropuerto de Necoclí. En uno venían paras y en otro venía la carga. Las declaraciones de la policía, que están allí escondidas en el proceso, dicen que los paramilitares salieron escoltados por el ejército nacional, o sea que el vínculo con los paramilitares no sólo era en el Guaviare, sino que venía desde el Urabá antioqueño. ¡Berraquísimo! En ese computador, también estaban las planillas de pago mensuales, las nóminas de todo el frente Guaviare de las AUC, que eran 93 hombres y mujeres con los alias, sus cargos y lo que devengaban. Las amenazas al fiscal Virgilio Hernández Castellanos diciéndole que suspenda esa investigación, porque si no su árbol genealógico desaparecerá del mapa. Amenazas a Alfonso Gómez Méndez tratándolo de pícaro; a ganaderos; extorsiones a los Rodríguez Orejuela dándoles las gracias por la plata que ellos les han dado. Mejor dicho, uno solo de esos documentos sale a los medios y es un escándalo. ¿Qué hizo la Móvil 2? Una operación gigantesca y aplastó a las FARC y colocó un colchón de aire o de seguridad para que se salieran los paras. Esto es gravísimo y es un secreto. Entonces el general Mora se quedó azul y yo le dije: mire mi general, lo que yo estoy diciéndole es con pruebas. ¿Qué cara van a poner los representantes de las FARC cuando yo vaya a la Corte Suprema de Justicia y les diga: Vea, el ejército no sólo tiene vínculos, no sólo no los combatió, sino que combatió a las FARC para que no golpearan a los paras por habérseles metido a su territorio?»

«Uno solo de esos documentos sale a los medios y es un escándalo», dice Uscátegui. Pues bien, ya están, a medias, en manos de los medios. El 20 de abril, cuando el ex oficial se presente a juicio, el país podrá tener una visión más certera del cáncer que lo corroe. Acá no hay una lucha entre tres actores de un conflicto que no nos corresponde. Los actores son dos: el narcoparamilitarismo, que a partir de Álvaro Uribe se alzó con todas las instancias del poder, y la narcoguerrilla, que, claro está, también debe ser denunciada. La trágica situación en la que agoniza Colombia exige que al pan lo llamemos pan, y al vino, vino. De pronto un absurdo jurídico, como el de la absolución del señor Del Río, puede ayudar a que comience a desenredarse el ovillo.

Fuente: Equipo Nizkor, Derechos Human Rights, Serpaj Europa Información.