Al confesarse insistente lector de América, decía el personaje de Lunas, novela que Bárbara Jacobs publicó en 2010: «La otra mañana, repentinamente, me pregunté: ‘¿Brunilda? ¿Quién es Brunilda?’ Y me tomó todo un día situarla». La Brunilda de Kafka abandona su carrera de cantante de éxito, pierde su riqueza, empieza a engordar de forma monstruosa, […]
Al confesarse insistente lector de América, decía el personaje de Lunas, novela que Bárbara Jacobs publicó en 2010: «La otra mañana, repentinamente, me pregunté: ‘¿Brunilda? ¿Quién es Brunilda?’ Y me tomó todo un día situarla». La Brunilda de Kafka abandona su carrera de cantante de éxito, pierde su riqueza, empieza a engordar de forma monstruosa, y todo por un hombre que la explota, mientras mantiene la ficción de que ella gobierna la vida de cuantos la rodean. La Brunilda de Los Nibelungos fue también, pese a su capacidad de venganza, la enamorada que sufre toda clase de trampas de los hombres, compinchados para arrebatarle su posición social y su ilusión de vivir. Un nombre, pues, que es un lugar marcado por el género.
«En busca de datos sobre Pablo Lunas, escritor con final trágico, hace años viajé en un jeep prestado…» -así empieza la novela de Jacobs; con ello, el astro poéticamente evocado por la obra de Alan Glass (Espuma de luna, bautizo del nuevo día) que fue su portada, queda convertido en simple apellido, desplazamiento que se acentúa al fijarse en una anécdota externa al protagonista. Lunas es un mundo en que todo resulta distinto de lo que se espera, un texto que exige atenta observancia de la literalidad; aquí todo se desplaza, sí, pero como deslizamiento entre superficies, como un reclamar de los hechos -siempre concretos y pequeños- su primacía sobre los discursos.
Las tres secciones del libro tienen una narradora distinta y la biografía del personaje surgiría en este tránsito. La primera es una alumna de las clases de literatura que daba Lunas en la enseñanza secundaria; combina sus recuerdos escolares con las entrecortadas entrevistas que mantiene con Aurora, la viuda del profesor. El relato se trenza fragmentariamente con digresiones sobre la educación, la lectura o la literatura, el escribir novelas, juicios sobre escritores; Lunas imparte peculiares ensayos hablados, repletos de motivos para la reflexión, aunque desviados por el punto de vista de quien los anota; en efecto, los estudiantes se aburren, no siguen al profesor en sus personalísimas especulaciones, se ríen de él a ratos, y, sin embargo, una entre ellos es quien filtra su palabra, oscurecida ya por esta ambigüedad. El espacio creado por la voz oral se llena de vida y se vacía, efímero, por sus fisuras.
El temple naíf de la narradora se confirma en su trato con la viuda, que siente casi como una aventura de espías, puntuada por sus propias torpezas, perpleja ante una vida distinta que no sabe mirar. Su déficit de comprensión y su ingenuidad sirven a la autora para ir tejiendo un texto de apariencia desarticulada, sin hilo conductor, que se ajustaría a la trayectoria de Lunas: fragmentos dispersos, sin jerarquía ni sutura, pero crecientemente movidos por la desgracia y el agobio existencial: la evidencia de la falta de sentido o la enfermedad y suicidio del único hijo resultan ser hechos de idéntica concreción. El que la narradora deje sin cierre, como olvidado, su episodio más «aventurero» abunda en este dejar ir, dejarse caer, que comparte con sus personajes.
«¿Cuántas veces he leído América? -se preguntaba Lunas-. Unas seis». Y esto, junto a los decisivos ecos de la «Carta al padre», sugiere el tipo de energía que nutre la novela, ese carácter de hecho, nunca sentimiento, de la desgracia. América, y más por su carácter inacabado, puede leerse como la gran novela sobre el capitalismo, aquella en que la desdicha y el fracaso son efectos del trabajo y las normas sociales. Nada subjetivo interviene, ni en los verdugos ni en las víctimas, igual da comprender lo que ocurre o no comprenderlo. Como si Kafka hubiera visto con lucidez que la cadena de absurdos y catástrofes de sus textos tenía una raíz estructural en la organización de la economía, era la forma de la vida contemporánea. Y América, su lugar ejemplar.
La segunda narradora -la mejor alumna de Lunas- recoge materiales de las sesiones de psicoanálisis del profesor con la doctora Z; especialmente, la colección de sueños que enlazaba él de modo torrencial a cada pregunta de la analista. Sueños veloces, como ansiosos, opaca sustancia de la vida interior, objetivada también, alienada en el relato; en ellos, el fracaso para la escritura se convierte en núcleo de todo fracaso; todavía de niño, Lunas se había propuesto: «Voy a escribir este diario para no morirme», y su bloqueo por los mitos de la transcendencia de la literatura fue una forma anticipada de su muerte. Muerte para el encuentro con los demás, para su hijo, para sí -otro suicida.
La tercera narradora se aleja de este destino, trasladando su atención de Lunas a Aurora Ossip, de quien es sobrina. Aurora abandona México para retirarse a un convento en la montaña de Castellón -monjas cartujas, calladas-, de cuya abadesa fue amiga en el colegio; se sabe esto cuando vuelve a desaparecer, ya por completo. Para la sobrina, la clave de la vida entera de la familia la guarda Alicia en el país de las maravillas; y así se prolonga la ley del desajuste con que la mirada de Bárbara Jacobs logra cifrar la realidad. Este último deslizamiento es también demolición de los demás relatos, dinamitados por la explosión de algo que no llega a decirse del todo; convertidos en restos, vísceras, culpa, que el lector tendría que procesar de nuevo. Se percibe al concretar el papel del libro de Carroll: por un lado, Aurora siempre llevó consigo un dibujo de Alicia que simbolizaba la existencia de su hijo, pero no en las maravillas, sino en la niña encogida, atrapada en la madriguera del Conejo; por otro, ocurre que una traducción de Carroll encargada a Ossip apareció, por decisión del editor, firmada por Lunas, eliminada la autora. La complicidad de todos en la suplantación formaría parte de la existencia de las mujeres, y supone el punto final de una caída que -como en la implacable mise en abîme de América– es cada vez más honda, más al margen de las propias acciones, de la voluntad y el mérito. El modo de cuajar este sentido, su ejemplar dureza, mide lo imprevisible de los riesgos que Bárbara Jacobs asume y, también, la dimensión abierta e innovadora de su apuesta, permeada de literatura, volcada en la lectura de la opaca vida; la suya, tan lejos del énfasis, es hoy una de las voces más altas de nuestra lengua.
En el convento, Aurora Ossip escribía unas notas que las monjas leían en una pizarra, y las borraba luego; en ellas anotó «las filas aisladas del silencio de las mujeres». Escribe sin deseo de trascendencia, por el único valor de escribir, «con la entrega total de quien lo hace por última vez cada vez». Sacar la escritura de la cárcel de la cultura y devolverla a la libertad desobediente del arte.
Fuente: Este texto ha sido publicado en «La sombra del ciprés», suplemento del diario El Norte de Castilla.