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En torno a El siglo soviético, de Moshe Lewin

El sistema soviético, tercera aproximación (V)

Fuentes: Rebelión

Ser leninista, en mi opinión, no es suscribir el concepto de Partido desarrollado en el ‘Qué hacer‘, ni la evolución del Estado en el ‘Estado y la Revolución‘, ni su filosofía de ‘Materialismo y Empiriocriticismo‘, bueno es repetir su cita de que «El error principal de los que hoy polemizan con el QH consiste en […]


Ser leninista, en mi opinión, no es suscribir el concepto de Partido desarrollado en el ‘Qué hacer‘, ni la evolución del Estado en el ‘Estado y la Revolución‘, ni su filosofía de ‘Materialismo y Empiriocriticismo‘, bueno es repetir su cita de que «El error principal de los que hoy polemizan con el QH consiste en que desligan por completo esta obra de una situación histórica determinada -largo tiempo atrás- de un período concreto del desarrollo de nuestro Partido». Ser leninistas es estar convencidos de que, en la Rusia de 1917, hubiéramos compartido su análisis y defendido la toma del poder por los Sóviets, y hoy intentamos pensar y actuar como él para acabar con el capitalismo y la explotación. Tan lejos del dogmatismo como del oportunismo. (Manuel Martínez Llaneza, 2017)

«Tan lejos del dogmatismo como del oportunismo». No está mal, nada mal, esta reflexión de Manuel Martínez Llaneza. Son las palabras de cierre de un artículo suyo más que recomendable: «Notas sobre las ‘Tesis de abril». Apareció en Mundo Obrero. La referencia: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=6900%A0

Por su parte, Ramón Campderrich Bravo ha publicado en el boletín electrónico mensual de la revista mientras tanto una reseña del libro que estamos presentando. La referencia: http://www.mientrastanto.org/boletin-156/la-biblioteca-de-babel/el-siglo-sovietico . Dos de sus consideraciones. La primera:

El libro de Lewin es más un ensayo de investigación que una monografía histórica tradicional, por lo que predomina en él la perspectiva analítica y temática por encima de la cronológica. Dos son las tesis clave acerca del sistema soviético sostenidas en El siglo soviético: 1) este sistema apenas guarda alguna similitud con un modelo de sociedad socialista, pues, en realidad, fue una estrafalaria mezcla de autocracia zarista renovada y dictadura modernizadora no capitalista; y 2) resulta por completo inapropiado definir como ‘estalinista’ toda la experiencia soviética postrevolucionaria porque el estalinismo acabó hacia mediados de los años cincuenta y desde entonces se desarrolló una sociedad y un estado postestalinistas, muy distintos a aquellos conocidos en la época de Stalin, hasta que las reformas de Gorbachov condujeron a la disolución de la URSS.

 

La segunda reflexión es crítica:

No deseo acabar esta reseña sin plantear críticamente una cuestión a mi juicio fundamental y que el autor no formula en su ensayo. Se trata del problema de la probable conexión causal entre determinados aspectos de la organización, doctrina y práctica del movimiento bolchevique con anterioridad a su toma del poder en otoño de 1917 y el desarrollo posterior de los acontecimientos que llevaron a la génesis de ese espantoso engendro que fue el estalinismo. Las afirmaciones al uso en cierto sector de los estudios sobre la URSS del estilo ‘Lenin y los revolucionarios bolcheviques de 1917 nada tuvieron que ver con lo que pasó después en la URSS’ o ‘la degeneración del sistema soviético fue obra exclusiva de Stalin’ no parecen convincentes ni razonables. En este punto, si en verdad queremos comprender por qué fracasó el experimento soviético en el antiguo imperio zarista, se debería valorar cuidadosamente las aportaciones sobre el tema de autores contemporáneos que, si bien han hecho de la tarea de denigrar la revolución bolchevique una especie de compromiso personal, son, a pesar de ello, historiadores competentes, como Orlando Figes o Robert Service.

No estoy seguro que Moshe Lewin no formule nada sobre el tema apuntado por su crítico. Diremos algo sobre este comentario en posteriores aproximaciones. Sigamos con sus reflexiones sobre el sistema soviético.

Que el Estado fuera propietario de toda la tierra del país, como sucedía con el autócrata, había sido una característica de diversos viejos estados de la Europa central y oriental, señala ML. No era singular de Rusia. «En la URSS, esta propiedad, de acuerdo con las credenciales socialistas, se extendió a toda la economía y a muchas otras esferas de la vida nacional. A pesar de ser un disfraz más moderno (a diferencia de sus predecesores zaristas, los burócratas soviéticos dirigían fábricas que construían máquinas e incluso «ciudades atómicas»), el poder que ejercía el Estado sobre los productores hizo que no se perdiera, e incluso que se viera reforzada, la afinidad con el viejo modelo de propiedad de toda la tierra, el principal recurso económico en el pasado».

Toda vez que el sistema podía encuadrarse en la vieja categoría de autocracias terratenientes, prosigue ML, «también es cierto que llevaba a cabo una tarea propia del siglo XX, la del ‘Estado desarrollista». En las primeras etapas de su existencia, la URSS pertenecía a esta categoría -«Estados desarrollistas»-, «un modelo que ha existido, y que sigue existiendo, en muchos países, en especial en las vastas extensiones del Oriente Próximo y del Lejano Oriente, como en China, India o Irán, donde el poder estaba en manos de antiguas monarquías rurales». Esta racionalidad histórica estuvo presente en la construcción del Estado posleninista, «a pesar de que la conversión al «estalinismo» sea algo a lo que son proclives los sistemas dictatoriales».

Sin embargo, la transición hacia un modelo despótico, tal es la tesis de ML, no es una patología incurable, «como lo ha demostrado la eliminación del estalinismo en Rusia y del maoísmo en China», a los que, por otra parte, equipara con algo o mucho de injusticia. A pesar de los escollos, «sigue siendo necesaria la presencia de un Estado que permita y dirija el desarrollo económico». Alrededor de los años ochenta el siglo pasado, la URSS había alcanzado un nivel de desarrollo económico y social superior al de China, pero «el sistema se vio atrapado poco después por su propia lógica destructiva». Las reformas previstas por Andropov, un dirigente al que debemos dedicar más de un comentario, «podían haberle dado al país lo que necesitaba».

¿Qué necesitaba el país en opinión de ML? «Un Estado activo y reformado, capaz de seguir adelante con el papel de motor del desarrollo, y capaz al mismo tiempo de renunciar a un autoritarismo ya obsoleto, por cuanto el tejido social había sufrido una profunda transformación». Con todo, el recurso al venerable simbolismo del derzhava, que reflejaba la mentalidad y los intereses de una parte importante de la elite en el poder, «ponía de manifiesto la pérdida de fuerza por parte del aparato del Estado, cuyos miembros, anquilosados, se servían de su poder con fines personales». La situación, en opinión de ML, «también mostraba la interrupción de cualquier atisbo de dinámica reformista», precisamente en el momento en que el país pedía a gritos una reforma. «En lugar de añadir el ordenador a la hoz y el martillo, la cúpula se refugió en el conservadurismo, adentrándose así en un camino nada honroso. La población vivía sometida a un sistema de unas características y un pedigrí que venían de antiguo, pero ya no estaban en el siglo XVIII sino en el XX». El Estado soviético, concluye ML, «había perdido pie, y esa «bifurcación», la sociedad por un lado, el Estado por otro, era nefasta».

El término «absolutismo burocrático» le parece adecuado a ML para describir el sistema soviético, «procede de un análisis de la monarquía burocrática prusiana del siglo XVIII, un régimen en el que, de hecho, el monarca estaba en manos de su burocracia a pesar de ser el jefe del gobierno». En el caso soviético, los jerarcas y dirigentes del Partido, «señores putativos del Estado, ya no tenían poder sobre «sus» burócratas». Para ML, diversos ex ministros sin importancia de la URSS, refiriéndose nostálgicamente en sus memorias a la gloria del extraordinario poder que perdieron, «no son conscientes de que el período en que se puso de moda la palabra «derzhava» coincidió con los años en que el Estado dejó de cumplir con el cometido que había sido capaz de desempeñar en tiempos, y que ciertamente había desempeñado. Se convirtió en una sombra de sí mismo, en el último reducto de un poder que se acercaba a la tumba de la familia de regímenes anticuados a los que los unían demasiados lazos».

El fenómeno soviético fue «un capítulo profundamente típico de la historia de Rusia, a causa precisamente del papel del entorno internacional, sin olvidarnos del uso que se hizo de otras ideologías de procedencia extranjera. Los autócratas que mejor habían dirigido los destinos de Rusia también mantenían estos lazos con el mundo exterior». Rusia, constantemente atrapada en relaciones amistosas u hostiles con sus vecinos próximos o lejanos, «tuvo que tender puentes no sólo a nivel militar, económico, comercial, diplomático y cultural, sino que debió dar respuesta, cultural e ideológicamente, a diversos desafíos». Y lo hizo, señala ML, «haciendo suyas ideas procedentes del extranjero o contraponiendo planteamientos propios, lo que explica por qué los dirigentes estaban siempre pendientes de la esfera interior y de la exterior».

Del mismo modo, prosigue, en la historia de la URSS, «el mundo exterior no dejó en ningún momento de servir de ayuda para decidir la forma que debía adoptar el régimen, en todos los sentidos». La primera guerra mundial y la crisis simultánea del capitalismo «tienen mucho que ver con el fenómeno leninista y con las diferentes fases por las que atravesó la Rusia soviética en los años veinte». De la misma forma, «la crisis de los años treinta y la segunda guerra mundial también tuvieron un impacto directo en la Unión Soviética de Stalin». Los «espejos deformadores» de los que ML habla a propósito del estalinismo «influyeron en la imagen que se hicieron los gobernantes y el pueblo del campo contrario. Sumidos ambos sistemas opuestos en crisis y fases de desarrollo, los «espejos deformadores» de uno y otro lado proyectaban y reflejaban imágenes en las que era prácticamente imposible separar la realidad de la ficción».

Que en los años treinta del siglo pasado el estalinismo, que atravesaba su momento álgido, «gozara de un gran prestigio y llamara la atención de Occidente a pesar de la miseria y de las persecuciones de que eran víctimas los ciudadanos soviéticos», se debe sobre todo, en su opinión, «a la imagen negativa que la crisis económica global, y más concretamente la que azotaba a Europa central y oriental, proyectaba del capitalismo». Rusia mostró al mundo un enorme ímpetu industrial y «la pobreza de la población quedaba relativizada por la idea de que aquel extraordinario progreso ayudaría en breve a superarla».

Un efecto distorsionador similar, señala, «se aprecia en el caso de Stalin y el estalinismo en el momento de su triunfo sobre Alemania en 1945, cuando el país volvía a atravesar una fase de una pobreza mayúscula provocada, aunque no únicamente, por los estragos de la guerra».

El intercambio de imágenes distorsionadas tuvo consecuencias políticas importantes, «adivinar las intenciones del otro lado se convirtió en una suerte de juego de las adivinanzas». La guerra fría fue un episodio curioso. Vista desde Moscú, «su inicio dramático cabe situarlo en el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón. Pero si damos crédito a las memorias de Berezhkov, había empezado algo antes, con el retraso de los norteamericanos a abrir un segundo frente, el occidental». Stalin consideró aquella demora, asegura ML, «una treta de Estados Unidos, empeñados en entrar en combate después de que sus rivales alemanes y soviéticos se hubieran enzarzado en una batalla que los dejaría exhaustos».

No es descabellada la conjetura, desde luego que no. Este retraso, y el uso del arma atómica, fue visto como la prueba del deseo de Estados Unidos de dejar patente que se había iniciado una nueva etapa en las relaciones internacionales. Una declaración, señala ML con razones atendibles, «cuyo destinatario no era Japón, sino la URSS y el resto del mundo». Así lo interpretó también la cúpula soviética. En opinión de nuestro historiador, «no podemos descartar que este fuera el planteamiento de Estados Unidos en aquel momento». Desde luego que no.

Pertenecen al terreno de la especulación los efectos producidos en las relaciones de posguerra si se hubiera iniciado un segundo frente un año antes o no haber lanzado la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. Los contrafácticos permiten reflexionar en ocasiones pero sus escenarios son realmente inexistentes. Sea como fuere, el punto ha sido señalado muchas veces, «el curso de la guerra y de la posguerra llevó a la URSS a asumir el papel de superpotencia y a una carrera armamentística que sirvió para perpetuar los peores rasgos, y los más conservadores, del sistema, así como a reducir la capacidad del mismo para reformarse». Años más tarde, para su destrucción.

Entre las consecuencias de la guerra fría, ML destaca que los Estados Unidos se vieron «en una posición que les permitía ejercer una influencia y una presión considerables sobre la manera de pensar de los jerarcas soviéticos». El viejo mundo, es decir, Inglaterra, Francia y Alemania básicamente, que hasta entonces había sido el modelo para esas élites, «cedió su lugar al nuevo mundo: Estados Unidos se convirtió en la vara de medir que usarían los soviéticos para evaluar su rendimiento en el terreno de la economía, de la ciencia, de la capacidad militar y, por descontado, del espionaje».

ML sostiene que ni la población soviética ni Occidente tuvieron conocimiento del impacto de esta reorientación hacia Estados Unidos. Hoy, sostiene, «sigue siendo un vasto campo de investigación aún virgen». Se podría concluir que, gracias a USA, «los dirigentes de la Unión Soviética llegaron a darse cuenta de la naturaleza sistémica de la grave inferioridad de su país, aunque también es posible que hubiera quien se negara a aceptar la realidad». Después de haber sido derrotados en la carrera por llegar primero a la Luna, una carrera inútil a todas luces señala ML con mucha razón, «la incapacidad del país para poner en marcha una nueva revolución científica e informativa, a pesar de la creación de un ministerio especial para supervisar la tarea, provocó una sensación de impotencia en algunos círculos del poder, al tiempo que los conservadores se reafirmaban en su postura inmovilista y en su línea dura».

La misma imagen de Estados Unidos como superpotencia llevó a muchos miembros de la nomenclatura a apostar por los favores norteamericanos después de asumir el control del Kremlin bajo la égida de Yeltsin, comenta ML. Lo recordamos bien. No obstante,» este episodio pertenece a la etapa postsoviética y tan sólo reviste interés aquí en la medida en que arroja algo más de luz sobre el relato histórico del sistema, un sistema muerto y enterrado y que, aun así, sigue presente en la búsqueda constante de una identidad nacional que no concluirá hasta que se haya examinado concienzudamente y el pasado se haya asumido».

Aquí finaliza las reflexiones del autor sobre el «sistema soviético». Pasemos ahora a hablar de Stalin y el estalinismo, dos grandes temáticas protagonistas de El siglo soviético.

 

PS. Videos de la jornada sobre la ola revolucionaria de 1917 y la revolución rusa de febrero. ¡Valen la pena!

Han sido editados por el incansable e imprescindible Ramon Franquesa:

1. Presentación https://youtu.be/nuHw2XcdrBo

2. Francia y la revolución https://youtu.be/je8iPRnbA5g

3. España y la revolución https://youtu.be/1CfCLmMgc3I

4. Rusia y la revolución de febrero https://youtu.be/j4dmb3jnsSU

5. Gran Bretaña y los shop stewards https://youtu.be/S9tbciHIJS0

6. Italia ocupaciones de fabricas y campos https://youtu.be/wP5p51XF0T0

7. Alemania y los espartaquistas https://youtu.be/aqr-96XQwEg

8. Rusia las revoluciones campesinas https://youtu.be/KAGbts97XBw

9. Poema de Maiakovski https://youtu.be/we5i5ckPKAo

10. Debates: https://youtu.be/4XoA9QCX4Nw

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.