Santiago Alba Rico representa uno de los más lúcidos pensadores de la izquierda española post franquista. Nació en Madrid en 1960. Estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Entre 1984 y 1991 fue guionista de tres programas de televisión española (el muy conocido «La Bola de Cristal» entre ellos). Ha publicado artículos en numerosos […]
Santiago Alba Rico representa uno de los más lúcidos pensadores de la izquierda española post franquista. Nació en Madrid en 1960. Estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Entre 1984 y 1991 fue guionista de tres programas de televisión española (el muy conocido «La Bola de Cristal» entre ellos). Ha publicado artículos en numerosos periódicos y revistas y, entre sus obras, se cuentan los ensayos «Dejar de pensar», «Volver a pensar», «Las reglas del caos» (libro finalista del premio Anagrama 1995), «La ciudad intangible», «El islam jacobino», «Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos», «Leer con niños» y «Capitalismo y nihilismo», así como dos antologías de sus guiones: «Viva el Mal, viva el Capital» y «Viva la CIA, viva la economía». Es también autor de un relato para niños de título «El mundo incompleto» y ha colaborado en numerosas obras colectivas de análisis político (sobre el 11-S, sobre el 11-M, sobre Cuba, sobre Venezuela, Iraq, etc.). Desde 1988 vive en el mundo árabe, habiendo traducido al castellano al poeta egipcio Naguib Surur y más recientemente al novelista iraquí Mohammed Jydair. En los últimos años viene colaborando en numerosos medios, tanto digitales como en papel (la conocida página electrónica de información alternativa Rebelión, Archipiélago, Ladinamo, Diagonal etc.). En Venezuela ha publicado junto a Pascual Serrano el libro «Medios violentos (palabras e imágenes para la guerra)» (Editorial El Perro y la Rana, 2007). En Cuba ha publicado «La ciudad intangible» y «Cuba; la ilustración y el socialismo» (en colaboración con Carlos Fernández Liria).
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Argenpress: El triunfo de la izquierda que algunos daban por descontado décadas atrás -quizá con un triunfalismo excesivo, vacío incluso- hoy día parece lejano, casi utópico. Las propuestas de izquierda son presentadas como «fuera de moda», y contar con una opción socialdemócrata ya puede considerarse como todo un avance. ¿Qué está pasando con la izquierda en el mundo? ¿De verdad ya no tienen vigencia esos planteos?
Santiago Alba: Si nos arriesgamos a hablar de la izquierda en abstracto y en general, conviene hacer dos consideraciones también generales. En primer lugar, no creo que sea cierto que la izquierda política haya retrocedido en los últimos años. Más bien, al contrario, podemos decir que, en torno al eje cronológico de las protestas de Seattle y a pesar del retroceso experimentado tras el fracaso de las movilizaciones contra la invasión de Iraq, la cantidad global de conciencia anticapitalista no ha dejado de aumentar en los últimos diez años, aunque no en la misma proporción que la masiva, omniabarcante agresión del capitalismo. Parafraseando a Malthus, el problema es que la conciencia anticapitalista crece de un modo aritmético e individual, sin llegar a cristalizar en movimientos u organizaciones capaces de equilibrar las fuerzas, mientras que la agresión capitalista aumenta de un modo geométrico o exponencial y se vehicula a través de una verdadera internacional de la injusticia muy bien organizada en todos los campos, tanto constructivos como destructivos (mediáticos, legislativos, económicos, represivos y militares). En estas condiciones, podemos concluir que, cuanta más conciencia individual anticapitalista hay, más aumenta precisamente la conciencia de la derrota, el fracaso y la impotencia. Y cuantos más individuos de izquierdas hay -como se ha puesto de manifiesto en Europa- menos representación institucional tiene la izquierda.
La segunda consideración tiene que ver con el hecho de que, mucho más que la conciencia anticapitalista, ha aumentado la resistencia anti-imperialista, pero ahora ocurre que el anti-imperialismo, al contrario de lo que ocurría hace 30, 40 años, no es mayoritariamente de izquierdas. Porque existían organizaciones poderosas y tradiciones vivas -incuso si algunas eran nefastas- izquierdismo y anti-imperialismo parecían naturalmente geminadas: Vietnam, por ejemplo, concitó sin vacilaciones el apoyo de toda la izquierda mundial. Hoy izquierdismo y anti-imperialismo son líneas separadas con apenas algunos puntos de intersección (Colombia): los grandes focos de agresión y resistencia directa (Palestina, Afganistán, Iraq, Líbano) plantean sobre todo perplejidades a los anticapitalistas. Cualquiera que sea nuestra posición frente al protagonismo anti-imperialista de movimientos identitarios y religiosos, cualquiera que sea nuestra explicación de esta transformación inocultable, sería absurdo negar que este desplazamiento y esta bifucarción son, sobre todo, una gran victoria del imperialismo (en la que ha trabajado larga y minuciosamente tras la derrota de la Unión Soviética en la Guerra Fría).
En cuanto a la vigencia de los análisis y planteamientos marxistas (para no andarnos con eufemismos) están tan trágicamente vigentes como lo está su propio objeto de pugna: el capitalismo. Lo está aún más que en tiempos de Marx, porque el capitalismo, que ignora al mismo tiempo los límites físicos y las diferencias antropológicas y morales, ya no amenaza sólo las vidas o el bienestar de algunos seres humanos -por muchos que fueran- sino la supervivencia misma del planeta. El capitalismo no es el pasaje doloroso a un régimen de justicia general -socialismo o comunismo- sino la implosión interior, a fuerza de crecimiento, de una exterioridad total más allá de la cual no hay nada (o sólo la nada). El socialismo no viene después del capitalismo sino antes de él. El socialismo, el comunismo, no son ya una cuestión de orientación o sensibilidad, ni siquiera de necesidad sobre el terreno, tampoco de conciencia de clase, sino de conciencia en general. El problema es que la «conciencia en general», por muy aguda o trágica que sea, no transforma nada; separada de la tierra, desprendida en el aire de los otros seres humanos, sin organización ni poder, es tan insoportable que acaba más bien suicidándose en favor del enemigo (bien a través de narcóticos tecnoconsumistas, bien a través de extremismos inoperantes).
Argenpress: Las ilusiones de cambios sociales del siglo XX parecieran muy golpeadas hoy, luego de la caída de buena parte de las primeras experiencias socialistas (el muro de Berlín se nos vino encima). Más allá del triunfalista discurso de la derecha, la historia no ha terminado, pero sin embargo el campo popular pareciera bastante castigado. ¿Cómo se va a recomponer ese campo? ¿Cómo retomar los ideales de décadas pasadas por un mundo de mayor justicia?
Santiago Alba: Para responder a tu pregunta -prolongación un poco de la anterior- es necesario descender ahora muy brevemente a la distribución territorial de las resistencias sobre el mapa del mundo.
Si comenzamos por Europa, conviene admitir -nos conviene admitir a los europeos- que «la corriente central de la historia» no pasa ya por nuestro continente. Nuestra relativa centralidad económica no va acompañada ahora de una pareja vitalidad cultural, ideológica o política (ni siquiera desde el punto de vista liberal o capitalista). La derrota total del «campo popular», tras el espasmo prometedor del 68, no fue el resultado de la represión ni de las concesiones arrancadas en el marco del Estado del Bienestar sino de lo que, en una serie de artículos redactados a principios de los 70, Pier Paolo Pasolini llamaba «hedonismo de masas», asociado al tecnoconsumismo, como victoria intramuscular -intravenosa- del fascismo que muchos ingenuamente creyeron derrotado. Es lo que yo denomino la hambruna endémica de la abundancia, tan desintegradora como el canibalismo, y que ha acabado por desarmar todas las defensas. En este contexto, y sin una Unión Soviética que sirva de contrapeso (al menos ilusorio), los gobernantes europeos ya no necesitan fingir fidelidad a los principios que siguen invocando por inercia, y no necesitan fingirla porque saben que a nadie le importan nada los valores clásicos de la democracia burguesa: ciudadanía, voluntad soberana, Estado de Derecho. A nadie le importa siquiera la pérdida de derechos laborales conquistados durante doscientos años y cedidos en una semana. Mataremos por nuestros cachivaches -refrescos, partidos de fútbol, electrodomésticos- como en las situaciones de hambruna material la gente se mata por un caballo muerto. Siempre me he resistido a utilizar el término «fascismo» porque, a fuerza de sobresemantización, había acabado por perder el rigor de la definición para adquirir tan solo la vaguedad ofensiva de un epíteto; pero creo que es hora de volver a utilizarlo, sin perder de vista precisamente el nuevo formato tecnoconsumista. Rossana Rossanda, la extraordinaria comunista italiana, resumía en una frase la continuidad subjetiva e institucional de este nuevo fascismo: «Lo grande amansa, lo pequeño asusta». Aterrorizados por el pequeño delincuente, por la presencia inmigrante, por el terrorismo inexistente o por la gripe aviar y la violencia doméstica, los europeos votamos a quienes nos arrebatan las libertades públicas y los derechos laborales porque nos prometen más policías, más olimpiadas y más créditos baratos (esos mismos gobernantes -por cierto- que llaman «populistas» a Chávez, Correa o Morales). En este contexto, ¿cómo recomponer las fuerzas? La izquierda debe tratar de reunir todas esas numerosas partículas dispersas a partir de la renuncia a una doble ilusión ligada al pasado: la de que es posible disputar la «autoridad» de la derecha en su propio terreno (a través, por ejemplo, de sus medios de comunicación o de su populismo electoralista) y la de que los partidos tradicionales pueden cumplir todavía alguna función si se les somete a algunos trasplantes de órganos o algunas operaciones de cirugía estética. La labor de la izquierda en Europa debe ser la de la concienciación y organización a ras de tierra, mediante acciones modestas y discursos dirigidos casi boca a boca -como en los viejos tiempos-, con la urgencia del que sabe que el tiempo de la crisis es de mecha rápida y con la paciencia del que sabe que ningún atajo lleva a la construcción de un sujeto colectivo.
De Estados Unidos, no diré nada. Todos vivimos allí (aunque sin derecho al voto). Vanguardia ideológica y material del «hedonismo de masas» -y su biologización caníbal-, si su izquierda es más musculosa y sus intelectuales más lúcidos y comprometidos que en Europa, su capacidad de control y destrucción -en el interior y en el exterior- también es mucho mayor. Por muy natural y justo que nos parezca, no cabe pensar que el poder imperial pueda ser desactivado desde dentro.
El mundo árabe-musulmán es el fulcro donde se aplica la palanca imperialista que amenaza con hacer saltar el mundo por los aires. Allí sí hay resistencia y mucha y bien organizada. Pero nos encontramos -como decía antes- con un anti-imperialismo sin izquierda, lo que constituye el verdadero triunfo paradójico del imperialismo (en un campo de fuerzas donde, en cualquier caso, el imperialismo sólo puede obtener triunfos parciales, provisionales, necesitados siempre de nuevas intervenciones): contra la Unión Soviética, contra los movimientos nacionalistas y socialistas surgidos al hilo de la descolonización, las ex-potencias coloniales y enseguida y sobre todo Estados Unidos se construyeron en esta zona del mundo un enemigo que se deslegitima a sí mismo a los ojos de la izquierda anticapitalista (que sigue siendo su verdadero enemigo). 50 años después de la explosión panarabista y soberanista, decididamente laica y socializante, miles de muertos después, muchos golpes de Estado y guerras después, la izquierda árabo-musulmana, muy minoritaria, se ve en la tesitura de elegir entre dictaduras laicas y anti-imperialismos identitarios y religiosos; es decir, entre laicismo y anti-imperialismo. Allí donde hace cuatro décadas dominaba claramente el anticapitalismo, hoy domina el chiismo jomeinista y el sunnismo wahabita, innegablemente reaccionarios, cuyos éxitos militares contra Israel y EEUU concitan la atención y el apoyo de amplios sectores de una población largamente humillada, reprimida, empobrecida y mantenida premeditadamente en la ignorancia por regímenes a sueldo de Occidente. Frente a esta situación, la izquierda mundial debería recordar -en primer lugar- que, a pesar del silencio mediático, siguen existiendo focos vigorosos de resistencia laica y anticapitalista (los comunistas libaneses, los movimientos antinormalización jordanos, el movimiento obrero egipcio victorioso en Mahala Al-Kubra, la izquierda del PPP pakistaní, etc.) y que hay que reforzar los lazos con ellos, sobre todo desde Latinoamérica. En segundo lugar, y contra la propaganda entenebrecedora, debemos distinguir entre las distintas organizaciones islamistas, sus estrategias y su funcionalidad para el enemigo (entre, por ejemplo, Hamas y Hizbulah por una parte y Al-Qaeda por otra) a partir del principio que enunciaba hace poco el analista Gilbert Achcar, el de que algunas de estás fuerzas «están librando dos guerras al mismo tiempo: una justa y una reaccionaria» y de que, por lo tanto, debemos apoyar las luchas de los pueblos palestino, iraquí y libanés contra la agresión imperialista «a pesar de las reservas que nos inspiren sus dirigencias».
Latinoamérica es la esperanza. Es la única intersección realmente existente entre anti-imperialismo e izquierdismo y donde se están construyendo sobre el terreno nuevas formas de resistencia y nuevas elaboraciones de la tradición teórica emancipatoria: ese socialismo del siglo XXI, todavía ambiguo y a veces puramente retórico, que sin embargo suena en los oídos de grandes sectores de la población mundial como una promesa y no como una amenaza. Los desplazamientos electorales hacia la izquierda en buena parte del continente (cuando los EEUU y las oligarquías locales estaban más convencidos que nunca de que la «pedagogía del terror» de las décadas anteriores había enseñado a los latinoamericanos a votar «correctamente») pivotan todos en torno a dos ejes geopolíticos que se necesitan mutuamente: Cuba y Venezuela. Cuba, que se había adelantado al resto del continente, años luz por delante del resto del mundo, ha esperado a los rezagados para proporcionarles, como siempre, inspiración ideológica y asistencia logística, política, educativa y sanitaria. Ahora está haciendo la transición de un gobierno a otro -y no, como quiere Occidente, de un sistema a otro- con la serenidad e inteligencia que caracteriza a sus dirigentes y ciudadanos, tratando de incorporar al proyecto revolucionario -he ahí el peligro- a las generaciones más jóvenes, moldeadas un poco fuera y lejos de la revolución. En cuanto a Venezuela, tanto nos ha entusiasmado el proceso que ahora no podemos dejar de vivir con un poco de intranquilidad -quizás hipocrondríaca- lo que desde fuera se percibe como un cierto estancamiento o incluso una milimétrica desviación. Ha vencido tantos obstáculos, ha obtenido tantos éxitos que quizás en la izquierda voyeur occidental nos impacientamos un poco. Las comparaciones son odiosas, lo sé, y mucho más en este caso, pero el problema de Venezuela, tal y como yo lo veo, es que lo que ha permitido al movimiento bolivariano hacer y difundir la revolución es lo mismo que ha permitido a Arabia Saudí establecer y extender el wahabismo reaccionario: el petróleo, que es fundamentalmente corruptor. Digamos que a la larga esta ventaja puede revelarse una ventaja envenenada: puede acabar transformando no el país sino a los que están tratando de transformarlo.
En cuanto a India y China, los dos países más poblados del mundo, contienen las mayores bolsas de campesinos depauperados y proletarios sobre-explotados del planeta (y el mayor crecimiento del número de multimillonarios), en lo que podríamos calificar de una «segunda acumulación originaria», esta vez de carácter global: es lo que Harvey llama «acumulación por despojamiento» en el caso de China y Vandana Shiva un sistema de «enclosures» para la India, recordando precisamente el procedimiento practicado en la Inglaterra del siglo XIX. Conozco muy mal lo que realmente ocurre en esta zona del mundo, pero resulta evidente que el desplazamiento de la hegemonía económica lejos de EEUU puede ir acompañado en China e India de la articulación de nuevos sujetos políticos colectivos -a la medida de la salvaje presión ejercida sobre la población.
Argenpress: Los medios masivos de comunicación juegan un papel cada vez más importante en nuestras sociedades. Muy buena parte de lo que una persona «piensa» el día de hoy, proviene de esos medios, de la televisión básicamente. ¿A dónde nos lleva esta cultura de la imagen que se ha ido creando? ¿Qué futuro tiene todo esto?
Santiago Alba: Yo he insistido en algunos de mis libros en que, más importante aún que el contenido del «pensamiento», los medios de comunicación imponen el marco mismo de la recepción, una síntesis visual que de algún modo despoja de existencia al objeto de la mirada. Este proceso es inseparable de la mercantilización también de los inmateriales, colofón de la desmaterialización radical de las mercancías (incluidos las máquinas y el carbón). Mercantilización y visualización de la existencia son procesos paralelos. Nuestra economía es ya completamente «imaginaria», no porque no produzca efectos reales (medibles en dolor e infelicidad) sino porque opera de tal modo al margen de los cuerpos, a partir de lo que ya no existe o de lo que todavía no existe, que ha acabado por imponer la ilusión de una emancipación total de la materia (mientras se mata a 4 millones de congoleños para extraer coltán, se machaca Iraq para saquear su petróleo o se levantan muros para filtrar los cuerpos a la medida de las necesidades económicas de las metrópolis). La autopercepción de los seres humanos -sobre todo, obviamente, en los países capitalistas desarrollados- comienza en una imagen y se forma, se regula, triunfa o fracasa sin salir jamás del circuito de las imágenes: la publicidad marca la desontologización del ojo a partir de la cual ya no es posible distinguir -como no lo hace la propia economía- entre un campo de torturas y un parque temático, entre una guerra y unas olimpiadas o entre una catástrofe y una boda real. Nos siguen engañando y manipulando, claro, pero el cambio es mucho más radical y atañe al marco material de la percepción del que participan también las poblaciones más pobres del planeta a través de la televisión. Este marco material -con sus aparatos, artefactos y dependencias tecnológicas- es la fuente de un nihilismo espontáneo y estructural y creo que no conviene hacerse ilusiones desde la izquierda: hay soportes materiales, como recordaba Manuel Sacristán, que son en sí mismos no-comunistas y que el comunismo no puede utilizar a su favor.
Argenpress: El proletariado industrial urbano, que en la concepción marxista clásica se veía como el motor de las transformaciones revolucionarias de la sociedad en tanto clase explotada y potencial liberadora, hoy día está en proceso de aquietamiento (¿extinción?). Son otros -inimaginables un siglo atrás- los conflictos sociales que desgarran la existencia humana: la marginalidad, la precariedad laboral, las migraciones masivas del sur hacia el norte, la catástrofe medioambiental en curso, el consumo de drogas, la posibilidad de una guerra nuclear. Alguno de estos sujetos ¿será el fermento de grandes cambios en la historia? ¿De qué manera?
Santiago Alba: Creo que conviene empezar por recordar que la contradicción fundamental, a principios del siglo XXI, sigue siendo la que enfrenta al capital y al trabajo y que, en algún sentido, los cambios que se han producido en el ámbito de la producción son novedosos respecto del siglo XX, pero porque constituyen un regreso a principios del siglo XIX, al período anterior al de las primeras organizaciones de clase. Barcos-factoría, asalariados reclusos, maquiladoras, trabajo infantil creciente, esclavitud (e incluso en Europa una nueva jornada laboral potencial de 65 horas), junto a un enorme ejército de reserva devastado -como en la descripción de Engels y de Dickens- por la droga, la bebida, la violencia recíproca, la desestructuración familiar y el sicariato dan toda la medida de esta monotonía capitalista de larga duración. Una gran parte de la población sigue viviendo en una «modernidad clásica» y no en una «postmodernidad postindustrial». Y tan peligroso es ignorar las transformaciones como ignorar las continuidades y los retoños. En cuanto a las primeras, insisto en que tan decisiva como la desaparición relativa de la «fábrica» -es decir, del «lugar» antropológico para la articulación de resistencias colectivas- es la desintegración material del sujeto individual en un marco tecnoconsumista irresistible. Un reciente informe publicado en Il Manifesto demuestra que el 50% de los trabajadores en cadenas de montaje italianas son consumidores habituales de cocaína, heroína y otras drogas. Algunos lo hacen por las mismas razones que denunciaba Marx: para poder soportar los exigentes ritmos de trabajo. Pero la mayor parte de ellos introducen en la fábrica unas prácticas de consumo individuales adquiridas fuera y trabajan precisamente para poder seguir consumiendo. Puedes imaginar muy bien hasta qué punto estas prácticas de consumo individual alteran por completo la relación clásica con el lugar de trabajo y con los sindicatos. La mayor parte de los jóvenes europeos trabajan para poder seguir consumiendo (drogas, teléfonos celulares o chocolatinas).
Argenpress: Además del manejo militar del mundo, los grandes poderes manejan la cultura, quizá un arma más poderosa que los misiles nucleares. Con toda la tecnología de la industria cultural, nos han llegado a convencer que no hay alternativas al estado de cosas actual, al capitalismo consumista y depredador, que hay «gente como la gente» y que hay gente «que sobra». Pero, ¿es cierto? ¿Cuáles son las alternativas? ¿Cómo movernos ante estas «guerras culturales» a que estamos sometidos?
Santiago Alba: Como puede deducirse de mis respuestas anteriores soy muy pesimista. Creo, además, que la izquierda no afronta esta cuestión desde el rigor y el realismo sino a partir de ilusiones heredadas del progresismo ilustrado decimonónico. Vivimos, como he dicho, en un estado de hambruna generalizada, allí donde las solidaridades, las leyes, los contratos periclitan espontáneamente. O pensemos tal vez -se me ocurre ahora- en la imagen de la Peste, tal y como la relatan Tucídides y Lucrecio para la Atenas clásica o De Foe para el Londres del siglo XVII: gente que se encierra en casa, con víveres (y televisión) para no contagiarse y gente que se entrega a orgías apocalípticas, aún a costa de acelerar su muerte y la del planeta. Pero la hambruna y la peste son ahora tecnomercantiles y de la tecnología, al contrario de lo que ocurre con el Derecho y las conquistas laborales, no se puede retroceder. La hambruna y la peste han dejado mental y materialmente atrás el comunismo. ¿Cómo convencer a estos individuos biológicos -entomologizados- para que retrocedan cuando matarse y matar nos produce placer? Por eso la revolución -ya sé que no es agradable de oír y cuesta atreverse a decirlo- deber ser represiva, como lo entendieron bien Fidel y la revolución cubana. El socialismo, sí, es represivo, en el sentido freudiano: reprime el ello desencadenado (tecnológica y mercantilmente desencadenado) para constituir un yo civilizado. No es raro, en todo caso, que tantos pueblos de la tierra, a esta hambruna tecnoconsumista, no sepan oponer otra cosa que el puritanismo religioso y la premodernidad fundamentalista. El desafío heroico, casi imposible, de la izquierda anticapitalista es la de oponerse al mismo tiempo a estas dos fuerzas que dominan casi enteramente el horizonte.
Argenpress: Cada vez crece más lo que se llaman medios alternativos. De hecho, tú participas activamente en varios -la revista electrónica Rebelión por ejemplo-, los cuales constituyen un claro ejemplo de este proceso propiciado décadas atrás en un mundo que todavía no estaba ganado por el discurso unipolar absoluto, cuando aún se veían cercanas las utopías: «darle voz a los que no tienen voz», como pedía el Informe Mc Bride de UNESCO de los años 80. ¿Cómo valoras todo ese campo de los medios alternativos contemporáneos? ¿Qué papel están llamado a jugar?
Santiago Alba: También en esto, a mi juicio, la izquierda ha sido excesivamente optimista. Hemos dado por supuesto que la red de internet era naturalmente de izquierdas, una tierra virgen y emancipada, motor de nuevas emancipaciones, cuando en realidad se limita a reproducir el mundo exterior bajo otro formato. Porque reproduce el mundo exterior reproduce también las mismas relaciones de fuerzas y los mismos marcos de percepción. Basta pensar que la mayor parte de los flujos de intercambios en la red tienen que ver con la pornografía, el comercio y la libertad de expresión, por oposición a la libertad de información; es decir, con la visibilidad de impulsos íntimos, privados (la liberación del ello). Pero que se trate de otro formato impone a su vez dos realidades nuevas, una positiva y otra negativa. La negativa tiene que ver con su soporte tecnológico, con el hecho de que las tecnologías de la información no son «herramientas» sino «órganos» y, como todos los órganos (corazón o riñón) deciden sus funciones por nosotros, al margen de todo acto de conciencia; e imponen también leyes y categorías perceptivas irresistibles que desmontan virtualmente el carácter finito y sucesivo de los procesos de pensamiento para exigir una imposible, agonística, adictiva «simultaneidad pura». El aspecto positivo es que ese soporte permite fundar medios informativos sin ningún coste económico, como es el caso de Rebelión, a fuerza sólo de estajanovismo militante. Pero no hay que olvidar que el que busca información en Rebelión es ya un «buscador» y se ha formado como «buscador» fuera de internet, a través de procesos políticos y vitales relacionados con desasosiegos materiales y mediáticos. En Rebelión se profundiza pero no se adquiere conciencia política. Otra cosa sería si la página de inicio pre-establecida para todos los usuarios hispanohablantes de internet fuera Rebelión (o cualquiera de las otras buenas webs de información alternativa) como el canal pre-establecido de televisión para todos los telespectadores del mundo es la CNN (no importa qué canal se elija). Internet es Youtube, no Rebelión.
Argenpress: Esto se liga al papel de la intelectualidad en el proceso de transformación revolucionaria del mundo. «Intelectual» no es un término que te plaza; prefieres llamarte » agitador político-literario «. Como sea que lo llamemos: ¿cuál es el papel actual de esa especie rara llamada «intelectuales»? (que somos, en general, los que leeremos esta entrevista)
Santiago Alba: He dicho alguna vez que, si lo que define al intelectual clásico es la «auctoritas», es decir, la «autoridad en el espacio público», allí donde el espacio público coincide con los límites del mercado los intelectuales de hoy son Ronaldinho, Fernando Alonso, Roger Federer o ese futbolista de la selección española al que entrevistaban recientemente en un diario de difusión nacional (un tal Sergio García) y que respondía a la pregunta sobre el último libro que había leído con desempacho un poco chulesco: «Ninguno. No he leído un libro en mi vida. Ni siquiera los del colegio». Son ellos los que hacen las campañas publicitarias, humanitarias y hasta políticas (como ocurrió, en el caso de España, antes del referendum para la malograda Constitución Europea). Frente a esta nueva «autoridad pública» los intelectuales clásicos han sencillamente desaparecido; y los que nos dedicamos a llamar las cosas por su nombre (que es el trabajo de la inteligencia comprometida) tenemos que asumir un papel modesto y militante, que podría resumir con las palabras de clausura de uno de los capítulos de mi libro «Capitalismo y nihilismo»: «En un mundo, en fin, en el que lo más fácil es tomar partido por la nada, los intelectuales están obligados a posicionarse a favor de la realidad, que -por decirlo con René Char- sólo se hace visible allí de donde yo desaparezco; y tienen que sumarse, por tanto, como psicoanalistas de la acción colectiva y no como vanguardia revolucionaria, a todas las luchas, locales e internacionales, que se oponen a la aparatosa nada del imperialismo y la globalización (incluida, claro, la lucha de los galos de Asterix que resisten en Cuba)».
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De la producción de Santiago Alba:
Yo tenía diez niñitos.
Uno nació en Tucumán, nuevo como la aurora. El papá FMI lo acunaba entre sus brazos: «el pan que te quito ahora dentro de cien años será caviar». No murió de hambre, no, sino de vida breve.
No me quedan más que nueve.
De los nueve que quedaban, uno nació en Tulkarem. Se suicidó una mañana en su casa, contra un misil israelí, mientras mojaba en un vaso de agua la colilla de un bizcocho.
No me quedan más que ocho.
De los ocho que quedaban, uno nació en Senegal. Con treinta dientes y una patera quiso invadir Gibraltar y para ahogarse sin trabas abandonó entre las olas su único juguete.
No me quedan más que siete.
De los siete que quedaban, uno nació en Afganistán. Se escondía debajo de un harapo y un cartón, pero Dios, que estaba en Florida, lo notó, tronó y le arrojó encima un racimo de centellas que le arrancaron los brazos y los pies.
Ya sólo me quedan seis.
De los seis que me quedaban, uno nació en Basora. Olía flores de uranio, bebía néctar de clavos, caídos desde el Olimpo, y se le pudrió la cara y se le derritió un pulmón. Pidió permiso para curarse, pero se lo denegó, allá muy lejos, el padre gringo.
Ya sólo me quedan cinco.
De los cinco que quedaban, uno nació en Guatemala. El tío Nestlé le quitó la leche, la cuñada Vivendi el agua, el primo Monsanto el maíz, el abuelo Bayer las vacunas y el colega Enron la lámpara. Un cañón le quitó la tierra y un juez la casa y luego llegó el gobierno y le dijo: «Como vivas, te mato».
No me quedan más que cuatro.
De los cuatro que quedaban, uno nació en Medellín. Ahito de pegamentos, lamedor de escaparates, el gamín deambulaba por un centro comercial; y como no podía comprar sus zapatos, un gran señor comerciante le disparó entre los dientes y lo colgó del revés.
Ya sólo me quedan tres.
De los tres que me quedaban, uno nació en el Congo. Inservible ya para extraer coltán por un dólar al día vigilado por tres ejércitos, dobló la cabeza y, porque así lo exigían los balances de la Compañía, se lo llevó la tos.
No me quedan más que dos.
De los dos que me quedaban, uno nació en Vietnam. Nació con pata de palo y con tan mala pata que, mientras cortaba unas cañas, pisó una de las minas que plantó ayer el Tío Sam y que hoy se niega a quitar; y su pierna de carne y su pata de palo volaron hasta Neptuno.
Ya sólo me queda uno.
El último que me quedaba nació en Madrid (o en Valencia o en Euskadi, no lo sé). Este, que no tenía hambre ni frío ni sed ni enfermedades ni miedo de un misil, tenía en cambio la frente despejada y la moral kantiana y protestó por la suerte de sus nueve hermanos. Entonces llegó la policía, le ató las manos, le aporreó las espaldas y lo encadenó en el trullo.
Ya no me queda ninguno.
(Pero de mis lágrimas, como de las piedras de Deucalión, nacerán miles de cuates, meninos, gamines y chavales. Florencia, mamá de Italia, acaba de parir un millón. Y la madre Caracas y Lima y Managua y Barcelona y Lisboa y California y la Francia y la Alemania y la Interpatria toda, mamíferas de justicia y de razón, están alumbrando ya nuevas niñadas para las guarderías abiertas de la resistencia total.)