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El soldado Prats

Fuentes: La Nación

Esa tarde del domingo 29, después del asado, Prats y su esposa fueron al cine con los Huidobro. Vieron la película «Pan y Chocolate». Pero antes, el general y su esposa pasaron por el departamento a cambiarse ropa y Prats sacó su auto, que ya tenía la bomba adherida.

El general Carlos Prats estaba de especial buen humor la mañana del domingo 29 de septiembre de 1974. Las amenazas de muerte que recibía por el teléfono de su departamento de la calle Malabia 3359 en el barrio de Palermo en Buenos Aires, no lo amilanaban.

«Cómo irá a ser esto Ramón, por donde va a venir. Pero ando armado así que no les va a resultar tan fácil la cosa», le dijo Prats a Ramón Huidobro, el ex embajador de Chile en Argentina bajo el gobierno de Allende.

A pesar de que Huidobro sabía en detalle de las amenazas, por la amistad que lo ligaba a Prats y su esposa, Sofía Cuthbert, la frase lo sobrecogió.

A las cuatro de la madrugada del 2 de septiembre de ese año recibió una de las advertencias. «Si antes de salir a Brasil no declara públicamente que no realiza acciones en contra del gobierno militar de Chile, usted va a morir». Prats supo que se trataba de un chileno con una pésima imitación del acento argentino.

Muy temprano ese día el general llamó a Huidobro a su casa.

-Anda por favor Ramón de inmediato a hablar con el embajador (de Chile en Buenos Aires) y dile que llevo meses tratando de que me den los pasaportes para salir de aquí con mi esposa. Dile que informe de todo a Pinochet-, le dijo.

Huidobro habló con el embajador René Rojas Galdámez y éste informó por télex al canciller chileno, el vicealmirante Patricio Carvajal. Pero no pasó nada. A partir de las intimidaciones y del sostenido silencio de Santiago, el matrimonio entró en una desesperada carrera por obtener los documentos de viaje. Debían salir pronto de Buenos Aires, Prats sabía que las amenazas eran serias y de dónde provenían.

No era a Brasil donde querían ir como lo habían comunicado al consulado chileno. El viaje sería a España, donde el general (R) tenía una invitación para dictar unos cursos en la Universidad Complutense de Madrid. Allá, pensaban, estarían más seguros.

A las diez de la mañana de aquel domingo 29, el ex cónsul de Chile en Buenos, Eduardo Ormeño, llegó a buscar a los Prats en su auto Fiat 124. Con el general como copiloto y Sofía Cuthbert en el asiento posterior, Ormeño los llevó a la casa quinta del matemático Andrés Stevenin en las afueras de la ciudad. Estaban todos invitados a un asado campestre.

El gringo en acción

El horrible crimen contra el matrimonio Prats-Cuthbert, ocurrido el 30 de septiembre de 1974, fue el primero de otros cometidos en el extranjero por la DINA, cuando era dirigida por Manuel Contreras. Luego vinieron los atentados contra Bernardo Leighton, en Italia, y Orlando Letelier, en Estados Unidos.

Dos días antes del paseo, el agente de la DINA Michael Townley había aprovechado la puerta semiabierta para ingresar al garage del edificio de Malabia. Oscurecía ese viernes en Buenos Aires. Afuera, en un Renault, lo esperó su mujer, Mariana Callejas, también funcionaria de la DINA. Townley chequeó que en el garage no hubiese nadie. Iba a comenzar a trabajar cuando sintió ruidos y se escondió. Era el portero del edificio que echó un vistazo y se fue cerrando la puerta.

El gringo salió de su escondite y se echó en el suelo donde puso la pistola. No demoró mucho en adherir bajo el Fiat 125 de Prats la bomba con dos cartuchos de C4 y tres detonadores. La suerte estuvo con él: cuando terminó, unas personas entraron al garage para sacar sus autos y Townley se escabulló entre las sombras sin ser visto. Había llegado el momento. La bomba quedó instalada y sólo restaba esperar el momento justo para detonarla.

Pocos días antes, espiando sus pasos, Townley se cruzó con el general Prats en un parque, pero decidió no dispararle porque era día claro y había paseantes.

En la casa quinta de los Stevenin-Muratorio los preparativos de las carnes avanzaba y el buen ambiente también. El ánimo del general parecía vencer por instantes el abatimiento. Ormeño se sorprendía por ello, bien conocía de sus desvelos y la herida del destierro.

De la tristeza de los Prats-Cuthbert también era testigo el ex embajador Huidobro, quien, junto a su mujer, era importante compañía en esos meses. El 11 de septiembre de 1974 la diplomática pareja visitó al general, para acompañarlo en un día muy difícil, justo un año después del golpe militar.

Prats no acostumbraba a ventilar su amargura, pero esa vez lo dijo todo en una estremecedora dedicatoria de un libro que le regaló al ex embajador. «A mi noble amigo Ramón Huidobro, reconocido de su valioso apoyo moral en un año de desolación. Buenos Aires, 11 de septiembre de 1974». Fueron las palabras que escribió en el texto «Benjamín Vicuña Mackenna y las Gloria, de Chile». Con esta obra y el seudónimo de Aristarco, Prats obtuvo en abril de 1957 el Premio de Honor en el concurso «Memorial del Ejército de Chile».

Altamirano alerta

El cónsul general de Chile en Buenos Aires, Alvaro Droguett -el 12 de agosto de 1974- había pedido por escrito la autorización para entregar los pasaportes a los Prats-Cuthbert, al subsecretario de Relaciones Exteriores en Santiago, capitán de navío Claudio Collados.

Sin embargo, el mutismo se mantuvo en la Cancillería chilena. En los últimos días de septiembre de ese año, el cónsul adjunto de Chile en Buenos Aires, Eugenio Mujica, viajó a Santiago para explicarse el silencio. No obtuvo nada claro, sólo evasivas. El lunes 30 de septiembre llegó la lacónica respuesta oficial de Collados. «Inconveniente otorgar pasaportes a personas indicadas». Prats y su esposa ya estaban destrozados con la explosión.

En Berlín Oriental, el exiliado dirigente socialista Carlos Altamirano había sido informado por la inteligencia de Alemania Democrática que se preparaba el atentado contra Prats. La inteligencia francesa lo confirmó. De inmediato el dirigente socialista llamó a Buenos Aires al abogado chileno Manuel Valenzuela para que alertara a Prats.

El general (R) agradeció la advertencia y dijo a que ya sabía del ataque que se organizaba en Santiago. El Ejército argentino le ofreció documentos de viaje. Prats rechazó la oferta.

-Un general chileno no puede viajar con pasaporte de otro país-, dijo en el almuerzo con Valenzuela en el departamento de Huidobro. Era fines de agosto de 1974.

Los servicios de inteligencia de Berlín Oriental y de París reiteraron la información a Altamirano. Este pidió al abogado Waldo Fortín que desde Europa viajara urgente a Buenos Aires y convenciera a Prats de salir como fuera. Fortín llegó a la capital argentina horas después del crimen.

Pinochet decide

En Santiago, pocos días antes del atentado, el coronel Pedro Ewing -ministro Secretario General de Gobierno, quien sentía afecto por Prats- entró una mañana agitado a la oficina de Federico Willoughby, asesor de prensa de Pinochet.

Le dijo que momentos antes se informó de que el general Prats corría peligro. Se había enviado hombres a Buenos Aires para seguirle los pasos. Pinochet estaba enojado. Consideraba un peligro las buenas relaciones que este mantenía con el Ejército argentino. Al igual que la fuerte influencia que tenía sobre la oficialidad chilena. Ewing instó al asesor a buscar la forma de poner en aviso a Prats.

Efectivamente, en junio de 1974 Pinochet llamó a su oficina al jefe de la DINA, coronel Manuel Contreras, y al segundo, el mayor Pedro Espinoza. Les dijo que Prats era un hombre peligroso. Temía que desde Buenos Aires comenzara a socavar el apoyo al régimen. Les ordenó «resolver la situación».

De acuerdo a las declaraciones reservadas de Townley entregadas a la jueza argentina María Servini en Estados Unidos, Contreras le entregó a Espinoza 20 mil dólares para realizar ‘la misión Prats’.

En un comienzo, la idea fue eliminarlo a través de un comando argentino dirigido por el ultraderechista Martín Ciga Correa, del Servicio de Inteligencia del Estado de Argentina (SIDE).

Pero éstos no pudieron y Contreras encargó el caso a Townley. El 10 de septiembre de 1974 el gringo salió a Buenos Aires con pasaporte estadounidense a nombre de Kenneth Enyart.

Se instaló en el hotel Victory junto a Mariana Callejas. El jefe del Departamento Exterior de la DINA, Eduardo Iturriaga Neumann, enseñó a Townley dónde vivía Prats. En Buenos Aires, también colaboraron en los preparativos el segundo de Departamento Exterior, el mayor José Zara Holger, y el teniente Armando Fernández Larios. Al igual que el agente civil Enrique Arancibia Clavel. En el hotel, el tío Kenny, como lo llamaban los hijos de Callejas, armó la bomba.

Sobre las piernas

Esa tarde del domingo 29, después del asado, Prats y su esposa fueron al cine con los Huidobro. Vieron la película «Pan y Chocolate». Pero antes, el general y su esposa pasaron por el departamento a cambiarse ropa y Prats sacó su auto ,que ya tenía la bomba adherida.

Recién había terminado el domingo 29 cuando los Prats se despidieron de los Huidobro, que los habían invitado a comer.

Faltaban veinte minutos para la una de la madrugada del lunes 30. Prats detuvo el auto frente al edificio de Malabia. El general bajó, abrió la puerta del garage y volvió a subir a su auto. Las luces de la calle estaban apagadas.

En el Renault, a cien metros, Mariana Callejas tenía el detonador sobre sus piernas. El gringo gritó – ¡Ahora!- pero el sistema no funcionó. Nervioso le quitó el aparato y lo activó. La explosión remeció a Palermo. La calle se iluminó.

El ministro consejero de la Embajada de Chile, Guillermo Osorio, llamó ese lunes a Santiago al subsecretario (S) de Relaciones Exteriores general Enrique Valdés Puga. Pidió que un avión de la Fuerza Aérea de Chile trasladara a Santiago los restos del matrimonio asesinado.

-Déjelo ahí no más, ¡que se pudra en Buenos Aires!-, respondió Valdés.

Ese mismo día desde Montevideo, Townley se comunicó con Pedro Espinoza en Santiago.

-La misión está cumplida-, le dijo.