Recomiendo:
0

El TC y el artículo 155, un nuevo retroceso

Fuentes: Ctxt

El Constitucional se ha situado más cerca de la posición de Fraga que de una interpretación garantista. Las fuerzas progresistas, democráticas o republicanas deberían revisar el sentido de este artículo.

«No sé qué es lo que está pasando

Últimamente estás extraña

Ya no me miras a los ojos

Solo te importa la unidad de España»

(Obsesionada, Novedades Carminha)

Lleva razón el conjunto gallego: hay obsesiones malsanas, que resultan incomprensibles y que solo refuerzan aquello que las activa. La pretensión de utilizar la unidad de España como arma arrojadiza contra cualquier pretensión republicana de reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado es una de ellas. Hace unos días, el Tribunal Constitucional ha dado a conocer su respuesta al recurso interpuesto por Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea contra la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Nadie esperaba demasiado de un Tribunal marcado desde hace tiempo por una politización excesiva. Pero era una oportunidad. La de señalar los peligros de esa obsesión y su incompatibilidad con derechos y principios valiosos consagrados en el texto de 1978 y en los Estatutos de Autonomía. La respuesta ha sido decepcionante. Por lo que dice y por lo que no dice. Y sobre todo porque hace suyos los peores argumentos utilizados por el Gobierno de Mariano Rajoy en octubre de 2017. Con ello, el TC no solo abdica de su función garantista. Alimenta una concepción recentralizadora que no se proyectará únicamente sobre Catalunya sino que degradará aún más el papel de la Constitución territorial en el conjunto del Estado.

1. Un precepto indeterminado que no quiso asumir las tesis de Fraga

La decisión del TC no era menor porque el artículo sobre el que tenía que pronunciarse no lo es. Y no lo es porque contempla una medida extraordinaria y delicada: la posibilidad de que el Gobierno central, con el visto bueno del Senado, imponga a una comunidad autónoma medidas coactivas que la fuercen a cumplir sus obligaciones legales o constitucionales o que impidan que «atente gravemente contra el interés general de España».

Este artículo no tenía antecedentes formales en el constitucionalismo español. Su referencia más explícita fue el artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn. Este precepto es el que contempla la llamada «coacción federal», aunque lo hace en un contexto diferente. La regulación alemana no hace mención alguna al «interés general nacional» y la función de control de las decisiones del ejecutivo se atribuye a un Senado fuerte y realmente representativo de las entidades federadas, algo que no ocurre en el caso español.

La redacción del artículo 155 no estuvo exenta de polémicas. Algunos diputados constituyentes, como Francisco Letamendía, advirtieron de que un precepto así podía acabar atentando contra los intereses, no de España en abstracto, sino de las comunidades autónomas, dando pie a «que el Gobierno intervenga de manera desmedida en sus actuaciones». Por eso se descartó de manera explícita que las medidas coercitivas admisibles incluyeran el cese del gobierno autonómico o la disolución del Parlamento de la comunidad, algo que ni siquiera la Ley Fundamental de Bonn preveía.

Esta limitación no convenció a algunos ponentes, como Manuel Fraga, de Alianza Popular. Fraga entendía que la versión final del 155 era demasiado «benévola» y «suave», entre otras razones, porque no contemplaba la posibilidad de que el gobierno central asumiera «plenos poderes» y pudiera imponer el cese de las autoridades incumplidoras. En 1981, el jurista sevillano Pedro Cruz Villalón, quien llegaría a ser presidente del Tribunal Constitucional, advertía de que la redacción final del artículo presentaba algunas indeterminaciones peligrosas. Pero tenía una cosa clara: que lo que había que evitar, precisamente, es lo que Fraga pretendía: convertirlo en una cláusula de habilitación de una suerte de «dictadura constitucional», con plenos poderes para el gobierno central. Por eso, concluía: «el arte (de este artículo) consiste en no usarlo».

2. La gravedad de los atentados al orden constitucional

Teniendo en cuenta estos antecedentes, hay buenas razones para pensar que las medidas coercitivas impulsadas por Rajoy en octubre de 2017 hubieran complacido a Fraga. Es mucho más dudoso, en cambio, que esa utilización se corresponda con el sentido originario dado al artículo y con una función garantista del mismo.

Sobre estas premisas, el Grupo Confederal de Unidos Podemos y sus confluencias presentó un recurso contra el Acuerdo del Pleno del Senado de 27 de octubre que aprobaba las medidas requeridas por el Gobierno central al amparo del 155. Y una de las principales cuestiones que se colocaba sobre la mesa era establecer si la aplicación de este artículo era necesaria. Si existía un supuesto habilitante, una amenaza real lo suficientemente grave como para justificar su puesta en marcha.

En la sentencia, el TC recoge una serie de elementos anteriores y posteriores al requerimiento inicial de Rajoy que probarían la existencia de una «deriva secesionista» que amenazaba con romper el orden constitucional y la convivencia: desde las leyes de referéndum y de transitoriedad jurídica de septiembre hasta un «supuesto manifiesto de constitución de la república catalana» (sic) firmado por el presidente de la Generalitat junto a otros parlamentarios.

El problema de este listado de declaraciones verbales, manifiestos e iniciativas normativas es doble. Por un lado, es unilateral. Aborda incumplimientos innegables de decisiones jurisdiccionales por parte de las autoridades catalanas. Pero en cambio no hace mención alguna a incumplimientos tan o más censurables del Gobierno central, como sus reiterados desconocimientos de la Constitución y del Estatuto de Catalunya, su reticencia a abrir espacios efectivos de diálogo o la respuesta represiva, totalmente desproporcionada, a las manifestaciones y votaciones del 1-O. Por otra parte, no explica que cuando el Gobierno del PP propuso activar formalmente el 155, muchas de las actuaciones de las autoridades catalanas ya habían sido neutralizadas a través de otros mecanismos, como el control de las finanzas autonómicas o la suspensión y anulación de diferentes leyes impulsadas por el Parlament.

En otras palabras: cuando el PP decidió poner en marcha el artículo 155, cesando al Govern de la Generalitat y disolviendo el Parlament de Catalunya, su aplicación había dejado de ser «necesaria». Y es que las posibilidades reales, y no simplemente simbólicas, de una «ruptura del orden constitucional» o de un «golpe de Estado» estaban desactivadas. Porque las autoridades centrales (Gobierno, tribunales, fuerzas de seguridad) habían hecho valer su posición de preeminencia jurídica y material y porque el Govern catalán había renunciado a cualquier despliegue de fuerza o de control del territorio.

De hecho, en su escrito de 11 de octubre, Mariano Rajoy condicionó la activación del 155 a un solo hecho: la existencia de una declaración de independencia. Cuando requirió a Carlos Puigdemont sobre si esta se había producido o no, la primera respuesta no se produjo en los términos tajantes fijados en el requerimiento. Sin embargo, el presidente de la Generalitat no tardó en aclarar su posición y en carta de 19 de octubre admitió que no se había votado declaración de independencia alguna y que su voluntad era dialogar para buscar soluciones.

3. Una respuesta desproporcionada, abusiva e ineficaz

Llegados a este punto, una aproximación garantista al artículo 155 hubiera obligado al Gobierno central a no cerrar las vías de diálogo en la fase del requerimiento, a explicar cuáles eran sus intenciones, y cuáles las medidas previstas en caso de incumplimiento. Pero no solo no lo hizo, sino que el TC no ha visto en ello razón alguna para el reproche.

La manera en que la sentencia valora «el interés general de España» es en este punto desoladoramente reduccionista. Por un lado, porque niega que el diálogo pudiera tener espacio en un contexto de «abierto y expreso desafío a la fuerza de obligar de la Constitución». Por otro, porque no ve problemas en que el Gobierno central no informara de las medidas que pensaba aplicar, ya que las autoridades autonómicas -dice- carecerían de un «derecho a la predeterminación de las mismas». Y por último, porque descarta sin mayor soporte argumental que las medidas adoptadas en este caso -señaladamente, las de cesar al Gobierno, disolver el Parlamento autonómico y convocar elecciones- supongan vulneraciones del principio de autonomía, de la forma de gobierno parlamentaria o de los derechos de los representantes removidos de sus cargos.

Una concepción garantista del artículo 155 hubiera obligado a un juicio mucho más exigente de estas actuaciones, y no solo de las del Gobierno catalán. El TC, por ejemplo, tendría que haber dejado más claro que la coacción forzosa a la que alude la Constitución debe concebirse como último recurso. Pero también podría haber amonestado al Gobierno central por no haber mantenido abiertas las vías de diálogo e incluso por haber consentido actuaciones desproporcionadas y abusivas como el uso de la fuerza desplegado el 1 de octubre.

Igualmente, un TC garantista tendría que haber condicionado de manera nítida la aplicación del 155 a la adopción de las medidas menos lesivas posibles para el principio de autonomía. Esto podría haber incluido, en caso de desatención, la sustitución temporal de algunas funciones de las autoridades autonómicas, pero no su cese o disolución, que es lo que planteó el Gobierno del PP con el acuerdo del Senado.

En la sentencia, el TC vincula la justificación de estas medidas excepcionales a su temporalidad. De hecho, quienes han celebrado la sentencia, ven en este punto una de sus principales virtudes: haber establecido que la Constitución no admite un 155 indefinido, como el que han defendido, en más de una ocasión, Ciudadanos, PP o Vox. Sin negar relevancia a este aspecto, debe decirse que el consuelo es menor. Y es que si la sentencia excluye la posibilidad de un 155 indefinido, lo cual por sí solo sería uno de los logros del recurso de Unidas Podemos y sus confluencias, deja abierta la posibilidad a que este pueda reactivarse «durante el tiempo necesario para restablecer el orden constitucional» y a que pueda hacerlo mediante medidas tan lesivas como las utilizadas en 2017.

Se dirá que no era posible esperar otra cosa del actual Tribunal Constitucional. Que sus interpretaciones restrictivas de la Constitución venían de lejos y que habían experimentado un punto de inflexión con su decisión de 2010 sobre la reforma del Estatut de Catalunya. Es posible. Sin embargo, este TC también tuvo momentos en los que sugirió otros caminos: por ejemplo, en su decisión de 25 de marzo de 2014, cuando entendió que el «derecho a decidir» era una «aspiración política» que podía tener perfecta cabida en la Constitución española.

Leída en términos de contexto, desde un prisma político y jurídico más amplio, la sentencia sobre el artículo 155 comporta un retroceso significativo. Porque da cobertura a la estrategia de criminalización judicial del independentismo, apuntalando el relato punitivista construido por el Tribunal Supremo. Porque quita toda importancia al discurso de la monarquía justificando la represión de derechos fundamentales básicos. Porque consolida las interpretaciones contrarias a la Constitución territorial y al propio principio de autonomía que el TC viene realizando al menos desde la sentencia sobre el Estatut. Porque no cuestiona las limitaciones impuestas al papel de control del Senado a lo largo del proceso. Y sobre todo, porque omite mostrar que las medidas impulsadas por el Gobierno de Rajoy no solo fueron desproporcionadas y excesivamente gravosas para el principio de autonomía, sino también ineficaces.

Efectivamente, si algo ha quedado probado en estos meses es que la aplicación del 155, promovida en octubre de 2017, respondió a la obsesión malsana de preservar la unidad de España como razón de Estado incuestionable. Esta obsesión ha abierto las puertas a la laminación de derechos no solo en Catalunya sino en todo el Estado. Y lo peor es que se ha revelado inútil, ya que nada indica que las medidas de excepción adoptadas durante la vigencia del 155 hayan conseguido aplacar las posiciones favorables a la independencia o a superar el agotado marco monárquico-autonómico actual.

4. Desactivar la obsesión centralista, asumir la plurinacionalidad del Estado

Las críticas a la actuación del Gobierno central no pretenden eximir a las autoridades catalanas de responsabilidad por los acontecimientos de 2017. Son muchos, de hecho, los reproches que se les podrían dirigir: no haber asumido la falta de alianzas y de apoyo suficiente para emprender ciertos cambios de envergadura; haber abusado de iniciativas unilaterales simbólicas, entre otras razones para ocultar su inacción en ámbitos políticos y sociales más concretos; no haber anticipado de manera más realista las consecuencias que tendrían sus actos; haber menospreciado los argumentos discrepantes de opositores y de una parte considerable de la sociedad catalana y española. Sin embargo, la irresponsabilidad y los errores del Gobierno del PP y de las autoridades catalanas no pueden situarse en un plano simétrico. El Gobierno central tenía una posición institucional decisiva y un poder normativo, mediático y coactivo muy superior al de la Generalitat. Por eso, e incluso por mandato constitucional, estaba obligado a ofrecer alternativas dialogadas, democráticas, a la situación de bloqueo. En cambio, actuó sistemáticamente desde la prepotencia y la arbitrariedad, impulsando la judicialización del conflicto y dificultando aún más cualquier salida limpia y sensata.

Desde estas premisas, la sentencia del TC debería ser vista críticamente no solo por quienes mantienen posiciones independentistas. También debería inquietar a quienes defienden concepciones federales o confederales incompatibles con una visión recentralizadora y autoritaria del Estado. Y por eso no basta con criticar jurídicamente la sentencia. Haría falta una respuesta en el terreno político, legislativo, esto es, un cambio constitucional que evite que el artículo 155 sea un «agujero negro». Eso o algún tipo de regulación que asegure su compatibilidad con el principio de autonomía y con el ejercicio de derechos políticos básicos.

Todas las fuerzas parlamentarias progresistas, democráticas, republicanas tendrían buenas razones para replantear el sentido de este artículo. También el PSOE. Es cierto que sus senadores votaron a favor de las medidas exigidas por el PP en octubre de 2017. Pero aquella decisión no debería impedirle sumarse a una revisión garantista de esta figura. Después de todo, el propio Sánchez hizo campaña y conquistó la Secretaría General de su partido defendiendo la plurinacionalidad y un modelo de Estado federal inviable con el relato utilizado por el Gobierno Rajoy en octubre de 2017. Tampoco hay que olvidar que la votación del Senado sobre el 155 contó con discretas pero relevantes discrepancias socialistas. De manera señalada, la de los expresidentes del Gobierno de Catalunya, José Montilla, y de Baleares, Francesc Antich, que se ausentaron deliberadamente de la sesión. O la de la todavía hoy alcaldesa de Santa Coloma de Gramenet, Núria Parlon, que dimitió como secretaria de cohesión e integración de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE y dejó escrito en las redes sociales: «El 155 no es la solución. Amplifica la fractura emocional entre Catalunya y España. Necesitamos abrir otro camino sin demora».

Sería un error renunciar a abrir nuevos caminos en nombre de la estabilidad o de una ilusoria pretensión de «aparcar el tema de Catalunya». Entre otras razones porque ni el PP, ni Ciudadanos, ni Vox lo harán. De hecho, cuando el artículo 155 se redactó, nadie ignoraba que lo que estaba en la cabeza de quienes lo proponían era la proclamación del «Estado catalán dentro de la República Federal española», realizada por Lluís Companys en octubre de 1934. En aquella ocasión, la coalición integrada por la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), reaccionó encarcelando a los miembros del Govern catalán y aprobando una ley que suspendía la autonomía. En su momento, aquella decisión pudo parecer incuestionable e irreversible. Sin embargo, tras la victoria de las izquierdas y de sus aliados -sobre todo en Catalunya y el País Vasco- Companys y sus seis consejeros fueron amnistiados y el Tribunal de Garantías Constitucionales declaró inconstitucional la ley, en una decisión que colocaba en el centro el principio de autonomía todavía vigente.

Ni Europa, ni España, ni Catalunya son hoy las de los años 30 del siglo pasado. Evidentemente. Sin embargo, la articulación de alianzas políticas y sociales progresistas, republicanas, amplias continúa siendo una condición imprescindible para desactivar a las derechas fanatizadas, abrir nuevos caminos de libertad y conseguir que el principio democrático en todas sus dimensiones -la económica, la de género, la ecológica, también la territorial- adquiera fuerza normativa real y capacidad transformadora. Perderlo de vista sería, además de suicida, una irresponsabilidad histórica.

Fuente: http://ctxt.es/es/20190710/Firmas/27263/Gerardo-Pisarello-155-tribunal-constitucional-proces-catalunya.htm