Conferencia impartida en el Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello el día 6 de mayo de 2004. (Todas las notas al pie pertenecen al Editor.)
Fernando Martínez Heredia. Ante todo, queremos agradecerles a los asistentes su presencia aquí esta tarde, en la que tendremos la oportunidad de escuchar al doctor Atilio Boron, que participa en estos días en la Segunda Conferencia Internacional Carlos Marx y los Desafíos del Siglo xxi. [2] Él ha tenido la extrema gentileza de aceptar acompañarnos hoy para que muchas personas que no participan en ese evento puedan escuchar sus criterios.
Me siento muy satisfecho al tener la posibilidad presentar a Atilio Boron, por lo que le doy las gracias a nuestro director, Pablo Pacheco López. Me resulta grata esta encomienda por varias razones. La primera es que Atilio ya no es un desconocido en Cuba. Con anterioridad ha estado aquí, en el Centro Juan Marinello y en otras instituciones de La Habana. Pero es también el autor de libros que al fin comienzan a publicarse en Cuba, como Tras el Búho de Minerva, que se presentó en la reciente Feria Internacional del Libro de La Habana, en La Cabaña, con la presencia del autor. Es el Secretario Ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), sigla que ya va siendo más familiar para nosotros. Esta institución celebra una conferencia continental cada dos años, la última de las cuales se efectuó el año pasado en Cuba, y de la que Atilio fue su organizador. [3] Nunca es fácil, para nada, organizar un evento de este tipo aquí en La Habana. Por muchas razones diferentes, y en las condiciones del año pasado resultaba aún más difícil. Por ello quería destacar también que esa conferencia fue un éxito para las ciencias sociales cubanas, pero sobre todo lo fue para Cuba, porque nos brindó la oportunidad de compartir con muchas personalidades de América, Europa y otras partes del mundo que no suelen poder visitarnos con frecuencia.
Atilio también obtuvo el Premio de ensayo Ezequiel Martínez Estrada de la Casa de las Américas el pasado mes de enero. Y hoy tenemos también la suerte de que esté aquí con nosotros Roberto Fernández Retamar, su presidente. El libro premiado, publicado por CLACSO en el año 2002, cuyo título es Imperio e imperialismo. Una lectura crítica de un libro de Michael Hardt y Antonio Negri, [4] nos permitió escuchar a un Atilio, emocionado y humorista a la vez, explicando lo raro que se siente un científico social recibiendo un premio de la Casa de las Américas, «aunque uno no sea economista», como dijo aquella noche. Que me perdonen los economistas, fue Atilio quien dijo eso.
También es un participante destacado de una coyuntura viva y polémica de las ideas en un momento muy difícil del mundo como el actual. Un momento en el que ya se ha llegado al colmo en cuanto a la prepotencia del imperialismo en el intento por controlar totalitariamente las ideas. Está en curso, a la vez, una polémica muy tremenda en la que Cuba se ve también involucrada totalmente, como nos pasa siempre cuando se trata del imperialismo, y Atilio ha desempeñado y desempeña un papel muy importante en estos momentos.
Es, además, y aquí sí me tiene que perdonar, uno de los más notables intelectuales en el campo de las ciencias sociales con que contamos en América Latina y está tratando los temas que hacen falta hoy. A mí me hacen infeliz siempre quienes siendo -porque por más de una razón lo son-, poseedores de una mente realmente brillante, no se dedican a los temas importantes. Y esto me hace recordar a un investigador que desarrolló su vida en Chile y que sigue viviendo allí, que me decía, hace casi veinte años, en Buenos Aires, ya al final de la dictadura de Augusto Pinochet: «Fernando, tú no te imaginas cómo se han desarrollado las ciencias sociales investigativas en Chile. Es increíble. Pero no investigamos ni un solo tema importante que tenga que ver con los chilenos.» Eso es algo en verdad impresionante.
Por último, pero no menos importante, como dicen los de habla inglesa, tengo que dar algunos datos del invitado, como es usual. Me ayudo con un libro antiguo que dice que es Sociólogo y Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Harvard, que fue Director del Centro de Investigaciones Europeo-Latinoamericanas (EURAL), Vice-Rector, Universidad de Buenos Aires (UBA) Argentina (1990 – 1994) y desde 1986, Profesor Titular de Teoría Política en la Universidad de Buenos Aires e Investigador Principal del Consejo Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Argentina (CONICET).
Todo esto está muy bien para completar la información. Sin embargo, como pasa muchas veces con estos datos de currículum, no dicen lo principal. Su dedicación a estudiar la realidad estructurando un pensamiento que no hace concesiones a la verdad a favor de la justicia social y los valores que hacen a la protección del ser humano. En este sentido, Atilio dio un ejemplo en la década pasada, cuando la ideología de la derrota era imperante en Argentina, y todavía fue superada por la ideología del fin del llamado campo socialista, de los regímenes de Europa Oriental, y hasta de la historia, según vaticinaba Fukuyama. Entonces Atilio me recordó, por su actitud en Buenos Aires aquella frase de Franz Mehring, el clásico biógrafo de Carlos Marx, quien le dice a Clara Zetkin al final del prólogo de la biografía, algo más o menos así: «qué bueno contar contigo y con Rosa Luxemburgo, dos mujeres, cuando a tantos varones, viriles precursores del socialismo, se los ha llevado el viento». Paso entonces la palabra a Atilio Boron.
Atilio Boron. Muchas gracias, Fernando. Buenas tardes a todos. Estoy muy agradecido por la invitación y me siento como en mi casa en este Centro, que está vinculado desde hace tantos años a la red de CLACSO. Tengo la intención de compartir con ustedes algunas ideas en torno a un tema que creo es motivo de creciente preocupación en nuestros días: la cuestión del poder en América Latina.
Ustedes tal vez pueden sentirse sorprendidos en cuanto a la razón por la cual elijo un tema como éste. Trataré de explicarlo. Un dato muy significativo de las ciencias sociales de América Latina en los últimos años es la desaparición de su agenda de trabajo de una serie de cuestiones que habían sido importantísimas en su fase más crítica y creativa, en los años 60 y comienzos de los 70. O sea: asuntos tales como el imperialismo, la dependencia, la lucha de clases, la revolución, el futuro del capitalismo -sobre los cuales se hablaba, se investigaba y se discutía mucho en los años 60, previos a la gran oleada neoliberal que se abate sobre nosotros en los años finales de los 70 y que llega hasta hoy- desaparecieron de la agenda. Dejaron de ser temas de investigación y motivos de debate. En este sentido, lo que recién decía Fernando, remitiéndose a lo dicho por el colega chileno, es una descripción que se aplica prácticamente a casi todos los países de América Latina. Las ciencias sociales entran en una especie de cono de sombra y los temas clásicos que habían animado grandes debates en aquellos años desaparecen de la faz de la tierra.
Pero las cosas están cambiando. Tal como lo afirma con razón Roberto Fernández Retamar, fuimos autorizados a hablar otra vez del imperialismo gracias a la publicación de Imperio [5] . No hay un ápice de exageración en esto que estoy diciendo. Antes de la aparición del libro de Michael Hardt y Antonio Negri, en el año 2000, quien tuviera la osadía de hablar de este tema era considerado como un loco, fugitivo de un manicomio al que había que restituirlo. ¡A quién podría ocurrírsele hablar de imperio, no diré de imperialismo, cuando estaban en auge aquellas teorías sobre el fin de la historia y el triunfo de los mercados y la globalización! Pese a su interminable cantidad de errores este libro tuvo el mérito, quizás el único mérito que le encuentro, de habilitar la reapertura de la discusión sobre el tema en América Latina. Esto hay que reconocerlo como algo muy bueno, como una contribución positiva.
Ustedes podrían decir: «Bien, pero ¿por qué habría que discutir el problema del poder? ¿Por qué hace falta un énfasis especial para convocar a una discusión de este asunto?» Por dos razones: primero, porque no existe debate alguno sobre un tema de tamaña trascendencia, y segundo porque además el neoliberalismo enfrenta una crisis muy seria y para resolver esa crisis por izquierda debemos imprescindiblemente discutir la problemática del poder y, siguiendo los sabios consejos de Maquiavelo, discurrir acerca de cómo se obtiene, cómo se mantiene y cómo se puede perder. No es casual esta lamentable combinación entre esta renuencia a hablar sobre el poder y la crisis del proyecto neoliberal. No sólo renuencia. Podríamos decir que, en nuestro tiempo, proliferan las tesis sobre la irrelevancia del poder. La más rotunda es la que ha brotado de los escritos de John Holloway, autor irlandés radicado en Puebla (México) hace ya más de 25 años. Su libro se titula nada menos que Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder. [6] En él Holloway desarrolla una muy detallada argumentación mediante la cual se nos exhorta a expulsar el tema de la toma del poder de la agenda intelectual y política de las fuerzas de izquierda. Según este autor, la historia del siglo xx enseña que aquellos que soñaron con cambiar el mundo a través de la toma del poder fracasaron de manera rotunda. La causa de tamaña frustración es, según Holloway, muy simple: aquellos que en el pasado soñaban con que tomando el poder podían utilizar al Estado para la construcción de una nueva sociedad fueron víctimas de lo que él llama «la ilusión estatal», que consiste en creer que el Estado puede ser usado como un instrumento para producir transformaciones sociales o para generar procesos de cambios que conduzcan a la implantación de una nueva sociedad. El sueño se pagó muy caro: las revoluciones fracasaron. Holloway no dice nada más que eso, y no establece ninguna distinción, la menor diferenciación, entre la Revolución Rusa de 1917, la Revolución China del 49, la Revolución Cubana del 59 y la Sandinista del 79. Para él todas son revoluciones de una misma familia, y todas terminaron en un fracaso. Una distinción elemental, sobre la que volveremos después, entre «fracaso» y «derrota» de un proyecto revolucionario escapa por completo a su horizonte interpretativo.
Si bien no dudo de las buenas intenciones que tiene Holloway como pensador que aboga fervientemente por el advenimiento de la sociedad comunista, el tiempo libre, la emancipación de la esclavitud del trabajo y todo lo demás, creo que es necesario cuestionar sus planteamientos porque pese a las intenciones de su autor ellos contribuyen objetivamente a robustecer los intereses de la reacción. En la abstracción de su pensamiento Holloway contribuye a expulsar de la agenda a los movimientos populares, los partidos políticos y las fuerzas sociales transformadoras un tema de fundamental importancia como es la cuestión del poder, haciendo de este modo un servicio de incalculable utilidad para las clases dominantes.
Permítaseme pues avanzar en esta dirección a los efectos de dejar sentada una posición muy clara sobre este tema. Es evidente que no se trata de una disquisición académica privada de efectos prácticos. El libro de Holloway, escrito en México, curiosamente se publica primero en la Argentina y ejerce un enorme impacto en la gran crisis política y económica de los años 2001-2002. Fue leído y discutido ampliamente en los movimientos populares, y especialmente por quien, hasta el infeliz momento en que este libro cae en sus manos, era considerado como la alternativa de izquierda más viable que teníamos para conseguir un triunfo de crucial importante en las próximas elecciones para elegir al Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Porque si la izquierda ganaba en Buenos Aires -aunque debemos recordar que la Argentina es algo que va mucho más allá que su capital-, el efecto dominó que podía tener este triunfo sobre el conjunto de las situaciones provinciales era muy grande. Teníamos un candidato, Luis Zamora, que estaba muy bien posicionado para liderar un amplio frente de izquierda y centro-izquierda, claramente anti-neoliberal. Desafortunadamente llegó a sus manos el libro de Holloway y todo cambió. Esto me recuerda una cita de Hamlet Lima Quintana, que decía que los libros no cambian el mundo, que al mundo lo cambian hombres y mujeres. Pero que los libros sí cambian a los hombres y a las mujeres, que son los encargados de cambiar el mundo. Y la lectura de este libro convenció a ese candidato (amén de otras razones, seguramente, pero ninguna tan importante como ésta) sobre la inutilidad de presentarse a elecciones y la conveniencia de desistir de intentar tomar el poder, incluso en la ciudad de Buenos Aires. Si el poder, y la obsesión por tomarlo, había producido tan lamentables fracasos, ¿qué sentido tenía tratar de replicar esa fórmula gastada y fallida, ahora a escala local? Como verán, no se trata de un tema menor o de una preocupación de eruditos, sino de un asunto político. Y reacciones como las de Zamora ya insinúan en otras situaciones muy interesantes en América Latina. De ahí la importancia de plantear un debate que no solamente es teórico sino teórico y práctico a la vez.
Aproximaciones al tema del poder.
¿Cómo enfocar este tema? Para comenzar es necesario evitar cualquier discusión abstracta sobre el poder. No tiene sentido que nos pongamos a discutir sobre el mismo como si fuera una esencia metafísica. Hay que discutirlo a partir de la sociedad en la cual estamos. Sociedad que, dentro de América Latina, con la honrosa excepción de Cuba, es una sociedad capitalista. Ese es, y debe ser, el punto de partida. Una sociedad, además, que como todos sabemos, se caracteriza por una injusticia que le es inherente y que es inerradicable, al convertir a hombres y mujeres, y también a la naturaleza, en mercancías. Si este punto de vista se deja de lado, el razonamiento sobre el poder puede avanzar en cualquier dirección. El punto de partida fundamental entonces es identificar de qué tipo histórico de sociedad vamos a hablar a la hora de hablar del poder. Y ese tipo histórico tiene un nombre: capitalismo. Creo que esta es la principal falencia de los libros de Holloway y Hardt y Negri que ya les mencioné. No tienen en cuenta las derivaciones que se desprenden del hecho de que su reflexión debe remitirse a un tipo específico de sociedad y no a cualquier otra. Y ésta sociedad, como ustedes saben, está dividida estructuralmente entre una clase apropiadora y explotadora y un amplio conjunto social de explotados, oprimidos y una masa creciente de quienes ni siquiera pueden ser explotados -los excluidos del sistema. Las clases dominantes instituyen un orden social que consagra los privilegios de las minorías propietarias y que a través de una compleja cadena de mediaciones deposita en manos de los capitalistas el control de la economía, la política, la cultura y de prácticamente todos los sectores de la vida social. Y es esa posibilidad de instituir un orden lo que garantiza que el dominio de ese sector minoritario de la sociedad pueda, en algunas ocasiones, asumir un ropaje exterior «democrático». De ese modo, las mediaciones ocultan eficazmente los mecanismos de explotación y opresión y proyectan la falsa imagen de un consenso muy amplio en torno al orden social vigente, mismo que, según sus beneficiarios, se ratifica en el irrestricto respeto que supuestamente garantiza para el disfrute de las libertades individuales.
Frente a ese proceso de institución de un orden clasista tenemos la respuesta de las clases dominadas. Estas han respondido con muchas formas de lucha, que pueden haber sido pacíficas o violentas, según los distintos tramos de la historia y según los países abriendo paso a distintas vías de acceso al poder. Vías institucionales o electorales, como fue el caso, por ejemplo, de Salvador Allende en Chile en 1970, o el más reciente de Lula en el Brasil en el 2002; o vías de carácter insurreccional, como el Movimiento 26 de Julio en Cuba en el 59; el sandinismo en Nicaragua en el 79; la revolución islámica que se produce en Irán ese mismo año, o la insurrección que derribó al gobierno de Suharto en Indonesia en 1999. Para sintetizar: hay diferentes vías de acceso al poder.
El resultado de estas luchas, de estas tendencias, en las cuales se enfrenta un poder social que instituye un orden como el capitalista y la resistencia de los pueblos, de las clases dominadas que tratan de subvertir ese orden, determina el carácter absolutamente central de la cuestión del poder frente a lo cual debemos tener una serie de consideraciones en cuenta. En primer lugar, preguntarnos si estas distintas vías y propuestas de transformación de la estructura económico-social requieren o no la identificación de un momento preciso en el cual es preciso plantearse la toma del poder. Mi respuesta, y la de muchos autores en la tradición marxista, es que esto es absolutamente inevitable sin olvidar, por supuesto, que en el análisis marxista la conquista del poder y la construcción de un nuevo orden social se encaminan hacia la constitución de una sociedad sin clases, luego de la cual el Estado como institución de dominio político, como la institución de dominación política por excelencia se1 extingue. Pero no es esta la visión que plantean Holloway y, en general, sus seguidores.
Dispositivos de reforzamiento de la sociedad de clases.
La otra pregunta que uno tendría que plantearse aquí es acerca de los mecanismos mediante los cuales las clases dominantes han impedido la subversión de un orden social inapelablemente injusto y explotador. O sea, ¿cómo fue posible mantener la obediencia de grandes sectores mayoritarios que viven en condiciones de pobreza y opresión de todo tipo? Y ahí hay varios factores. No son exhaustivos los que voy a mencionar, pero creo que permiten ilustrar algunos aspectos. Primero, por la sobrevivencia de una ancestral tradición de obediencia de las clases y capas subalternas. Este es un factor muy importante porque de él se deriva una gran pregunta: ¿cómo es que hombres y mujeres durante tanto tiempo aceptaron, con mayor o menor resignación o protestas, la existencia de sociedades de clase tan injustas como las que conocemos? Aquí es preciso remitirnos a un punto de partida fundamental: me refiero a la existencia de mecanismos de socialización, de disciplinamiento social, de manipulación ideológica, de control de las conciencias que hacen que la gente admita como una condición normal situaciones que de ninguna manera deberían ser consideradas como tales. Por ejemplo, la pobreza extrema, la indigencia y las exclusiones de todo tipo.
En segundo lugar debemos considerar el papel de la ideología dominante, un papel absolutamente crucial, que hace que los sectores dominados no puedan percibir, mucho menos comprender, cuál es la verdadera naturaleza de su inserción en el orden social. Aquí se observa la existencia de toda una serie de grandes ideologías justificadoras del orden social, muchas de la cuales, a pesar de su antigüedad, siguen teniendo vigencia hoy. Por ejemplo, la que se deriva de una cierta lectura de la cosmovisión cristiana (la llamada «visión sacerdotal», propia de la Iglesia jerárquica y burocrática, opuesta a la «visión profética» que sirviera de base a la teología de la liberación) y que cultiva la idea de que el mundo es un valle de lágrimas que es necesario transitar de la manera más serena y resignada posible, porque quienes actúen de ese modo serán los bienaventurados en el reino de los cielos. Es decir, se ofrece una legitimación de las desigualdades de este mundo a partir de las promesas de la dicha eterna en el otro mundo, en la otra vida. O también, en el caso del hinduismo, el papel extremadamente conservador de la creencia en la reencarnación de los cuerpos. La reencarnación es una doctrina profundamente sentida por el pueblo de la India; por los practicantes del hinduismo, pero no por los musulmanes de la India. Pero en función de esa doctrina de la reencarnación de las almas, el elemento fundamental que asegura que uno se reencarne en un ser superior es la aceptación y la conformidad con el destino que le ha tocado en esta vida. Y esto, evidentemente, tiene implicaciones muy fuertes para legitimar un orden tan extremadamente desigual como la sociedad de castas de la India, consagrado incluso jurídicamente durante siglos. Otro ejemplo podemos encontrarlo en las promesas del lujurioso paraíso que los militantes del Islam tienen asegurado, después de muertos, en función de la estricta observancia que hayan hecho durante su breve tránsito por este mundo de las enseñanzas del Corán.
Como podrán ver, existen toda una serie de dispositivos ideológicos que durante mucho tiempo impidieron que las clases dominadas percibieran la situación en la cual se encontraban. Ese papel fue lo que motivó la cáustica observación de Marx cuando dijera que la religión es el opio de los pueblos. En nuestros días, en el mundo más secularizado del capitalismo, lo que impera es una ideología que prescinde de la religión a la hora de justificar la cruel existencia de una sociedad de clases. Una sociedad en donde prevalece la ilusión de la libertad individual, anclada en el fetichismo de la mercancía y en la opacidad de los mecanismos de explotación clasista propios de un régimen que descansa sobre la «libertad» del trabajo asalariado, debe dar lugar a nuevos aparatos y estrategias de control ideológico. Sobresale entre la auto-inculpación de las clases populares: si los pobres son pobres y no pueden prosperar en una «sociedad abierta» como la capitalista, en donde cualquiera puede llegar a ser Bill Gates, seguramente se debe a sus vicios, a los desórdenes de sus apetitos, a su falta de voluntad de trabajo, a su poca inteligencia, a su adicción a la bebida o a los juegos, o a los desórdenes de su vida privada. Este mecanismo inocentiza al capitalismo y lo libera de cualquier responsabilidad en la producción de la pobreza. Hay muchos estudios, muy interesantes, hechos desde los albores del capitalismo, desde los inicios de la revolución industrial, sobre todo en Inglaterra, que demuestran de qué manera penetró profundamente esta ideología auto-inculpatoria en las clases y capas populares. O sea: «Soy libre, y si no triunfo la culpa no es de la sociedad sino mía.» Y esta ideología en pocos países tiene más arraigo que los Estados Unidos. El axioma del «American dream» es que en ese país cualquiera puede llegar a ser un millonario porque es una sociedad abierta, sin las restricciones heredadas de un denso pasado precapitalista y feudal como existe en Europa. Por lo tanto, quien no llega a ser un Bill Gates es porque no tiene el talento requerido, o no es lo suficientemente trabajador y por tanto es un fracasado sin perspectivas a pesar de las oportunidades brindadas por la sociedad capitalista. El problema no es el sistema porque éste ofrece las oportunidades que un sujeto particular, como individuo libre, no sabe aprovechar. Estos son algunos de los poderosos y eficaces fundamentos ideológicos de este orden desigual e injusto.
Recapitulando: teníamos hasta ahora dos conjuntos de dispositivos que explican la conformidad ante un orden social injusto: tradiciones ancestrales de sumisión y el papel reforzador de ciertas ideologías, religiosas o seculares. Pero todos sabemos que hay un tercer factor que sostiene al orden capitalista, mucho más visible y ostensible: la represión. En todas las esferas de la vida social la represión se aplica, con mayor o menor sutileza, con un doble objetivo: reprimir a los revoltosos que se rebelan en contra de ese orden social y; por otro lado, mostrar a los inconformes pasivos los riesgos que comporta cualquier tentativa de conspirar en contra del sistema. La represión es castigo y escarmiento, pero también lección a ser aprendida. No es necesario detenernos a ejemplificar el papel de la represión y la violencia establecida. Nuestra historia y nuestro tiempo están saturados de ejemplos al respecto.
Lo que es y lo que no es la toma del poder.
Teniendo a la vista las consideraciones precedentes, ¿qué significa entonces la toma del poder?
Comencemos por descartar tres respuestas insatisfactorias. Una es la que equipara la toma del poder con la llegada al gobierno. Esta noción surge de una caricatura de las enseñanzas de Lenin en esta materia: se conquistan las posiciones más altas del Estado, se ocupan «sus alturas», como gustaba decir Nicos Poulantzas, y eso es tomar el poder. Lenin de ninguna manera dijo eso. Se parte de una pésima lectura de su obra teórica y práctica, porque el revolucionario ruso jamás sostuvo una tesis como esa. Pero, lamentablemente, al morir relativamente joven no pudo defenderse de las interpretaciones que deformaron su pensamiento hasta tornarlo irreconocible. Para Lenin, conquistar el gobierno era un componente de la toma del poder, importante, sin duda, pero sólo eso. Su concepción, como veremos enseguida, era mucho más amplia y compleja.
Segundo error, otra caricatura, pero en este caso de Antonio Gramsci: tomar el poder es conquistar la sociedad civil. Eso se puso de moda de manera extraordinaria en América Latina a finales de los setentas y durante los años ochentas. En México, por ejemplo -yo vivía en ese país en esa época-, la voz de orden era olvidarse de construir un gran movimiento social, o de crear una organización política nacional o de luchar por las elecciones. Lo que había que hacer era conquistar las diferentes ciudadelas de la sociedad civil. Conquistar la UNAM, conquistar el Politécnico, un sindicato por aquí, una asociación regional por allá, fundar un periódico, penetrar en las estructuras de la Iglesia, etcétera, en la creencia sin fundamento real de que luego la articulación de estas diferentes posiciones iba a dar como resultado la conquista del poder. Esa idea, burda caricatura de las enseñanzas gramscianas, fue impiadosamente refutada por la historia. No solamente en México; se demostró también falsa en el país donde germinó con más profundidad en Europa:Italia. Allí el Partido Comunista, en un momento determinado, a mediados de los setentas, logró instaurar una extraordinaria predominancia en la sociedad civil. Sin embargo fracasó estrepitosamente en la alquimia de transformar esos éxitos en la conquista del poder. También en este caso hubo una lectura muy defectuosa de la obra de Gramsci.
Y la tercera respuesta insatisfactoria es la que dice que tomar el poder equivale a controlar una región, un territorio, una ciudad. Esto es un poco lo que aparece en la literatura que habla sobre los fenómenos de los nuevos alcaldes o prefectos, como les dicen en Brasil, en algunas ciudades que adoptan una política diferente a las que impulsan los gobiernos nacionales o la que parecieran proponer los zapatistas en el caso de los caracoles. A lo cual habría que replicar que, en el mundo de hoy, el poder y su constitución se perfeccionan en el ámbito de lo que suele llamarse el estado-nación, más allá del alegato de cualquier discurso de moda, como el de Hardt y Negri, por ejemplo, que declare que el estado-nación pertenece a la categoría de los difuntos. La mera sumatoria de alcaldías y gobiernos provinciales, por importantes que sea, no modifica en un ápice la ecuación nacional del poder.
P ara tener una visión clara sobre qué significa tomar el poder es preciso identificar tres dimensiones cruciales en la constitución del Estado. En primer lugar, concebido como la condensación de las relaciones de fuerza existentes en determinado momento del desarrollo social y político. En segundo término, el Estado entendido como un aparato administrativo, político, burocrático, legal, etcétera, que dispone, como uno de sus rasgos decisivos, del monopolio de la violencia legítima. Y, en tercer lugar, el Estado es también el escenario privilegiado donde se dirimen los grandes enfrentamientos sociales. ¿Y esto por qué? Porque, si algo hemos aprendido en los últimos cien años de la historia del capitalismo, es que éste no se sostiene ni se reproduce exclusivamente sobre la base de los mecanismos de mercado, y que la existencia de una estructura de explotación requiere inexorablemente de la existencia de una estructura de dominación. Y ésta tiene que ser nacional, por lo menos por ahora. No niego que en el futuro, dentro de cien años, esas estructuras de dominación podrían ser mundiales. Pero, hoy por hoy, lo que hasta ahora hemos visto en la experiencia contemporánea, es que el proceso de reproducción del capitalismo requiere de un conjunto de aparatos -militar, policial, legal- y de una suma de agencias e instituciones de carácter nacional a los efectos de preservar el status quo y generar eso que Marx y Engels denominaban las condiciones externas del proceso de acumulación del capital. Congelar o reducir los salarios, dictar una legislación favorable al capital, adoptar las políticas comerciales más propicias para los monopolios, neutralizar el poder de los sindicatos y proscribir organizaciones de izquierda, para mencionar sino unos pocos ejemplos, no son cosas que se puedan decidir desde Wall Street o la City londinense, por más que la independencia de muchos países de la periferia en relación al imperialismo sea meramente formal. Los acuerdos que se hacen en las cúpulas del capitalismo mundial exigen, para ser operativos, la introducción de modificaciones o cambios en esas estructuras nacionales. Deprimir el valor de la fuerza de trabajo en Argentina o México no es algo que se pueda decidir desde Davos sin una mediación «nacional» de las autoridades argentinas o mexicanas. Privatizar las empresas petroleras de América Latina supone el concurso decisivo de los gobiernos de la región, que deben dictar leyes apropiadas, desmantelar agencias gubernamentales, despedir trabajadores, reprimir manifestantes y proteger a los nuevos beneficiarios. Eso no lo puede resolver, mucho menos garantizar, Bush desde la Oficina Oval de la Casa Blanca. Él puede presionar, apretar, influir, exigir, pero hay un momento estatal-nacional que sigue siendo decisivo y lo seguirá siendo por mucho, mucho tiempo. Por lo tanto, me parece que no se puede abordar el tema del poder, al menos desde la perspectiva del materialismo histórico, al margen de la cuestión del Estado nacional. Quien desoye esta recomendación se interna en el interminable camino de las fantasías y las ensoñaciones, y en poco o nada contribuirá a cambiar el mundo en que vivimos.
Dadas estas consideraciones, la toma del poder por parte de las clases dominadas quiere decir tres cosas. En primer lugar, la constitución de una nueva relación de fuerzas en la cual las clases dominadas se convierten en clases dominantes, como Marx y Engels lo explican. en el Manifiesto del Partido Comunista. Y lo anterior requiere la movilización y organización democrática de un vasto campo popular que derroca a las clases explotadoras y las desaloja de las posiciones de poder que ocupaban. Por consiguiente, y lo planteo resumidamente dado que es un hecho archisabido: ninguna toma del poder es concebible sin una densa y sistemática construcción «desde abajo», basada en la movilización y la lucha de fuerzas y movimientos populares de todo tipo y articuladas en una organización política capaz de sintetizar la complejidad y los particularismos del amplio conglomerado de los rebeldes. En segundo lugar, este proceso de construcción de una nueva correlación de fuerzas pasa por el ámbito fundamental del Estado. No basta con que se haya producido una mutación en la correlación de fuerzas en abstracto, o en las luchas sociales. Eso está muy bien, pero para hablar de toma del poder se requiere que este segundo componente fundamental se vea reflejado en el ámbito del Estado. ¿Por qué? Porque sólo de ese modo esta construcción de fuerzas sociales puede crear los reaseguros institucionales, legales, administrativos y represivos que se necesitan para cristalizar la nueva situación y garantizar la relativa irreversibilidad del nuevo estado de cosas. De lo contrario, sin los reaseguros que proporciona la mediación estatal esa nueva correlación de fuerzas puede fácilmente ser revertida y retornar al equilibrio anterior. El caso de la experiencia cubana en ese sentido es sumamente interesante. Ustedes aquí han declarado que Cuba es una sociedad socialista. Hay una Constitución que así lo proclama y que establece mecanismos institucionales aptos para consolidar esa situación, cristalizando una correlación de fuerzas formada en la sociedad cubana en un momento determinado de su desarrollo. Por lo tanto, la revolución no sólo tiene a su favor la legitimidad popular que le brinda el pueblo sino también la legalidad que brota de la Constitución. Este es un tema que es preciso destacar porque uno de los serios defectos que ha exhibido con frecuencia el pensamiento marxista ha sido la subestimación de los aspectos institucionales y legales. Un nuevo orden no se crea tan sólo sobre una base de correlaciones de fuerzas que se estabilizan sino que debe igualmente trasladarse al plano de aquello que Gramsci llamaba las superestructuras complejas, creando un orden legal e institucional que reasegure que esas sociedades puedan seguir avanzando por el camino de las transformaciones revolucionarias minimizando las probabilidades de una regresión a situaciones pretéritas.
Recapitulando: si el primer componente de la toma del poder es la constitución de una nueva correlación de fuerzas y el segundo su cristalización en el ámbito estatal, el tercero es la prolongada y conflictiva instauración de un nuevo orden económico y social que desarticule los fundamentos de la vieja sociedad capitalista mediante la socialización de la economía, la política y la cultura y de inicio a un proceso de transición que coloque al país en cuestión en la ruta del autogobierno de los productores. Es decir, de la creación de una sociedad sin clases y sin Estado. Todo esto significa que se instituyen nuevas relaciones de poder, se ha tomado el poder y se pasa a construir una nueva sociedad.
Democracia y proyecto socialista.
Y en esa construcción de una nueva sociedad se establece un orden político que, como todos, se caracteriza por ser democrático y dictatorial al mismo tiempo. Democrático en el sentido de que este nuevo orden político, surgido de la insurgencia de las clases y capas populares, establece una democracia amplia y creciente para las grandes mayorías nacionales. Pero que, a su vez, no tiene otra alternativa que establecer una dictadura para los partidarios del viejo régimen. Y este me parece que es un tema sobre el cual no puede haber equívocos. Cualquier democracia, y una democracia socialista no es la excepción, es democracia para algunos pero no para otros. Lo mismo que ocurre hoy en las democracias capitalistas. Por eso en mi libro Tras el búho de Minerva hablo de capitalismo democrático y propongo abandonar expresiones tales como «democracia capitalista» o «democracia burguesa» porque ellas siembran la confusión al proyectar una imagen de que en esa clase de regímenes políticos lo esencial es la democracia, y lo accesorio sería el capitalismo, cuando la historia demuestra inapelablemente lo contrario. En cualquiera de las llamadas «democracias capitalistas» -desde Europa y los Estados Unidos hasta América Latina y el Caribe- lo más importante son el capitalismo y sus necesidades, y la democracia es apenas un ritual que se ensaya periódicamente pero sin mayores consecuencias prácticas. Con la inversión de términos propuesta en mi libro pretendo dejar claramente establecida esta realidad, de ahí la frase «capitalismo democrático».
Entonces, en los capitalismos democráticos hay democracia para las clases aliadas a la dominación capitalista, pero hay dictadura para las otras. Tomemos algunos ejemplos. Empecemos con Colombia. Cuando en Colombia las fuerzas populares intentaron organizar una fuerza alternativa que rompía el esquema arcaico, anacrónico, decimonónico del bipartidismo liberal-conservador (un sistema partidario que es una reliquia del siglo xix) y se formó la Unión Patriótica, en menos de un año la democracia colombiana, tan exaltada por muchos politólogos y ensayistas, y por la Casa Blanca, exterminó a más de tres mil dirigentes en de la nueva agrupación política.¿Qué demuestra eso? Que cualquier capitalismo democrático (o un socialismo democrático) aplica algunas medidas que son dictatoriales para los adversarios del régimen, y que las libertades que garantizan están siempre acotadas dentro de los límites del sistema establecido. ¿Por qué ustedes no encuentran en cualquier mesa redonda o un debate en Estados Unidos, incluso en la televisión pública norteamericana, un pensador marxista que discuta con los pensadores liberales o conservadores? Porque simplemente para ellos no existen las libertades democráticas o las garantías institucionales que gozan los partidarios del sistema. ¿Por qué creen que Chomsky en su vida logró que le publicaran una carta del lector en el New York Times? Nunca, jamás. ¿Por qué? Porque es una opinión que está fuera de lo establecido. Para Chomsky, por lo tanto, dictadura, censura, exclusión. Los otros pueden opinar, son los que dirigen la cuestión. Chomsky no. En uno de sus libros cita un ejemplo donde, refiriéndose a los «debates» en el marco de la democracia norteamericana sobre la situación en Nicaragua, uno de los personajes del establishment mediático norteamericano se vanagloriaba porque en su periódico… «damos un gran margen de libertad sobre como acabar con el sandinismo: si hay que liquidarlos por las armas o por la asfixia económica» Ese es el debate. Sigue con otro caso, Chile. El debate es cómo acabar con el gobierno de Allende. Conviene el estrangulamiento económico, enviar marines, inventar una guerra ficticia con los peruanos, etc. Sobre los modos de destrozar al Chile de Allende hay un amplio debate pero no respecto de otras alternativas. ¿Y sobre Cuba saben cuál es el debate? El debate es sobre si profundizar las medidas del bloqueo o pensar directamente en lanzar alguna otra operación de carácter militar. Fuera de ese margen no hay debate alguno. En definitiva, aún en los regímenes supuestamente democráticos, en los capitalismos democráticos, hay democracia para algunos y dictadura para otros. Un sociólogo portugués, muy importante, Boaventura de Sousa Santos, tiene una expresión muy feliz, para describir cómo funcionan los capitalismos democráticos: para los pobres, Hobbes, el estado autoritario, terrible, represivo. Y para los ricos Locke, la tolerancia, el consenso y el gobierno amigable. Es así como funciona. Entonces, en este proceso de toma del poder por parte de las clases populares nos encontramos la misma situación. Va a haber democracia para algunos y dictadura para otros. Sobre este particular nada podría ser más desafortunado que seguir el consejo de los zapatistas e intentar construir una «democracia de todos y para todos.»
Esto lo que de alguna manera Marx planteaba en su clásica discusión sobre la dictadura del proletariado. ¿Qué es la dictadura del proletariado, según los clásicos del marxismo? La potenciación de la democracia hasta límites inalcanzables dentro del capitalismo, pero que no suprime la necesidad de neutralizar las iniciativas de quienes quieran restaurar el viejo orden y a los cuales se les impone las medidas coercitivas que se les aplica a todos los enemigos del sistema en cualquier modo de producción. Si esto es así, ¿qué es lo que podemos esperar sobre el futuro de la toma del poder por parte de las clases populares? Uno de los temas de debate es que, en estos nuevos tiempos democráticos, la derecha y el imperialismo se abstendrían de aplicar metodologías violentas para frustrar el proyecto transformador. Esto no es así, y supone aceptar una serie de falsas premisas. En primer lugar, que los cambios sociales y políticos se pueden producir sin despertar enconadas resistencias. Y, en segundo lugar, más discutible aún: no hay ninguna evidencia histórica que demuestre que una clase dominante, o una alianza de clases dominantes, haya renunciado voluntariamente al poder, a sus riquezas y a sus privilegios una vez puesto en marcha un proceso radical de transformaciones sociales. Pensar que una clase dominante derrotada, en un gesto de hidalguía y de caballerosidad que jamás ha tenido, se detenga ante los vencedores y les diga algo así como: «Bien, muy bien. Esta es una partida de ajedrez que he perdido. Reconozco que he sido derrotada y a ustedes les compete ahora hacerse cargo de la conducción de este país.» Esto es un disparate que nunca se ha visto ni nunca se verá en el suceder de la historia.
Violencia y contrarrevolución
Entonces, ¿qué ocurre? Que de inmediato aparece el tema de la violencia, de la violencia reaccionaria que se desencadena, si leemos con atención la historia latinoamericana, ante cualquier conato de transformación social. Y esto con total independencia de cuan democráticas y pacíficas hayan sido las formas de lucha empleadas por las clases subalternas para tomar el poder. Tal como lo hemos repetido en numerosas oportunidades, en América Latina no hace falta una revolución para desencadenar una contrarrevolución. Basta con tímidas reformas para desencadenar sangrientas contrarrevoluciones. ¿Quieren ejemplos? Allende en Chile. Allende no tenía un programa comunista, no era un programa radical como el de la Revolución Cubana. Era un cauteloso experimento, sincero pero moderado, de «transición al socialismo» como el propio Allende gustaba llamar. Sin embargo, ese país fue ahogado en un río de sangre. Otro ejemplo: la experiencia de Guatemala en 1954. Lo que Guatemala estaba haciendo era simplemente una modesta reforma agraria que expropiaba los grandes latifundios (que era lo mismo que Estados Unidos estaba obligando hacer, de forma aún más radical, a los coreanos y a los japoneses luego de la Segunda Guerra Mundial) y terminó con una invasión organizada por la CIA que ahogó en un baño de sangre, que duraría más de treinta años, la experiencia reformista guatemalteca. ¿Qué era lo que estaba pasando en República Dominicana, poco tiempo después, en 1965, en vísperas del triunfo de Allende? Simplemente un gobierno democrático que inició una serie de modestas reformas. Cuarenta mil marines se abalanzaron sobre esa isla y estuvieron tres meses combatiendo a sangre y fuego para abortar un modesto programa de reformas sociales.
El tema de la violencia aparece pues con un relieve inocultable en cualquier discusión sobre el poder.. Independientemente de la voluntad de los nuevos grupos dominantes de origen popular y democrático el dilema ya teorizado por Maquiavelo hace cinco siglos reaparece. En efecto, el teórico florentino se preguntaba: ¿cómo actuar frente a la violencia de los partidarios del ancien regime, lo que hoy denominaríamos como la violencia reaccionaria y que no sólo es la violencia física sino también el chantaje económico, el terrorismo mediático y el amedrentamiento de los opositores? Ante la reacción violenta de quienes se sienten ofendidos porque se los despoja de sus privilegios, riquezas y poder, ¿qué debe hacer el nuevo gobierno? ¿Ofrecer cristianamente la otra mejilla, arrepentirse de la osadía cometida y dejar a un lado las viejas promesas para asumir el supuesto realismo del posibilismo y abandonar el proyecto de crear una nueva sociedad? Este es, en alguna medida, lo que está haciendo Lula en Brasil. Cincuenta y dos millones de votos detrás de Lula le hubieran permitido llegar bastante lejos en la satisfacción de las grandes expectativas nacionales, pero el chantaje reaccionario fue demasiado para el PT en el gobierno. Ante lo cual Lula optó por frenar la marcha y arrepentirse de sus «errores». Por eso, designó como Secretario de Hacienda a un funcionario impoluto, insospechado de la menor simpatía por proyectos extrasistémicos y de probada confianza por la comunidad financiera internacional. Del mismo modo designó como presidente del Banco Central del Brasil a quien fuera nada menos que presidente del Banco Boston, uno de los mayores tahúres del sistema financiero internacional. Esa fue la apuesta de Lula, y así le está yendo. Maquiavelo diría que esta actitud, la del arrepentimiento y la de ofrecer la otra mejilla, es asumir la moral cristiana que él defendía para la vida privada pero no para la vida pública. Ofrecer la otra mejilla, arrodillarse ante los antiguos señores y pedir perdón por su osadía, esperando que de esa manera sus antiguos amos se apiaden de los frustrados reformistas, es el seguro camino hacia una derrota aplastante. Ante esa ilusoria esperanza, la de un «retorno a la normalidad» y un fraternal perdón de los poderosos, sólo resta reaccionar con virilidad ( de la raíz latina vir procede la palabra virtud, tan importante en la obra de Maquiavelo) y librar una batalla en todos los planos: el ideológico, el económico, el político, y también el militar, sabedores de que la otra alternativa -la primera alternativa, la de ofrecer la mejilla- no les va a ahorrar el baño de sangre. El baño de sangre viene igual, porque fue suficiente la amenaza de cambiar las cosas para que esa represalia se ponga en marcha. Las fuerzas sociales y políticas comprometidas con el cambio no tienen otras alternativas: capitulación o revolución.
Es por todo lo anterior que el tema del poder es absolutamente central. Porque a partir de la construcción de un poder social desde abajo, y de la cristalización de ese poder en las instituciones del Estado, las nuevas fuerzas y movimientos sociales empreñados en crear una nueva sociedad tendrán capacidad para someter a los partidarios del viejo orden, que van a recurrir a cuanto mecanismo sea posible imaginar a los efectos de retrotraer las cosas a la situación anterior. Y, además, porque se requiere del Estado para poder avanzar en la constitución de ese nuevo orden y crear una nueva legalidad, una nueva institucionalidad y nuevas relaciones sociales que permitan construir una sociedad mejor. En esas condiciones, renunciar al poder, a tomar el poder, equivale a renunciar al proyecto de crear un nuevo orden social. Porque sin el control del Estado, pero con las características que describimos anteriormente, será imposible doblegar la resistencia de los antiguos grupos dominantes y del imperialismo y sus aliados . Además, porque la creación de un nuevo orden social más justo y humano requiere de un renovado y ampliado aparato administrativo que se haga cargo de una de las tareas y funciones que exige el funcionamiento de dicho orden.
Miremos, por ejemplo, el caso de la Revolución Cubana. Este país prácticamente carecía de un conjunto de instituciones destinadas desde el Estado a atender la salud de la población. En un proceso revolucionario que genera una nueva sociedad, como es el caso de Cuba, donde ciertas cuestiones se asumen como derechos fundamentales, no se discute el derecho a la salud. Pero en América Latina no existe ese concepto. La salud es una cuestión de suerte. Por eso es que hay que ser muy religioso y rezarle al buen Dios para que nos conserve en buena salud. Les puedo contar anécdotas personales, de familiares míos, gente que pertenece a la pequeña burguesía que de repente tienen una enfermedad coronaria y su vida depende de que consigan, en cuestión de una semana, 15 o 20 000 dólares. Así de simple. En la Argentina, en México es lo mismo; en Brasil peor todavía. Entonces, ¿cómo se garantizan esos derechos? Se garantizan a partir de la construcción de un aparato estatal que tiene que crecer respondiendo a las demandas de servicios que la ciudadanía exige, no solamente en Cuba, sino también en los países desarrollados. La salud la exigen los suecos también. Todo lo requerido en este ámbito – médicos, enfermeras, medicamentos, etc.- no puede lograrse al margen de ese control decisivo del aparato estatal. Eso no brota de las fantasías de la «biopolítica» o del activismo incesante de la multitud de Hardt y Negri. Es necesario crear las condiciones que potencien esas semillas democráticas que están en ese nuevo orden y que requieren instituciones políticas nuevas, porque si hay una lección muy clara que reiteradamente verifica la historia es que ninguna revolución triunfa simplemente utilizando la vieja forma estatal. Eso ya lo dijo Marx desde el principio y da pena tener que repetirlo una vez más. Pero, evidentemente, ninguna revolución triunfa si no construye un nuevo orden estatal, una nueva institucionalidad estatal. Por discutible que sea ese orden, por muchos problemas que pueda tener, o por las limitaciones que pueda evidenciar una forma política cualquiera, lo cierto es que sin la creación de ese nuevo orden estatal ninguna revolución es sustentable.
Estos son algunos de los temas que me parecen cruciales en esta discusión sobre el poder, y para evitar caer en nihilismos que terminen por hipotecar el futuro de nuestros pueblos en América Latina. Agradezco la atención que me han brindado. Muchas gracias.
PREGUNTAS DEL PUBLICO.
Fernando Martínez Heredia. Daremos inicio al debate que siempre tenemos, después de las conferencias que se imparten en nuestro Centro Juan Marinillo. Escuchamos sus preguntas y opiniones. [7]
Jorge Jorge. Soy fundador del Hotel Nacional de Cuba. Amigo de la mafia, el último dueño de casinos en Cuba: Jorge Jorge. Hace más de 60 años, con un nivel de tercer grado de primaria era presidente de un Ateneo, en la calle Jesús María 310, entre Economía y Curazao. Allí los compañeros que me pusieron en ese cargo sin analizar mi nivel cultural, mi nivel de instrucción, me llevaban muchas personas a dar conferencias. Dos libros se discutieron mucho allí: el Sistema de las contradicciones económicas o la filosofía de la miseria de Proudhon y el otro Miseria de la filosofía, de Carlos Marx. Todos esos invitados que iban a dar conferencias hablaban de que el capitalismo tenía un final que se llamaba imperialismo, pero ninguno de aquellos ideólogos, hace más de 60 años, me dijeron a mí que el capitalismo nos tenía reservado el ALCA, el neoliberalismo, la globalización, el Fondo Monetario Internacional, el terrorismo y, por último, la guerra. Eso no me lo dijeron nunca y lo tenemos hoy. La otra cuestión que quería analizar, y de la que estoy convencido, es que, como dijo nuestro más ilustre y más universal pensador, el autor intelectual del Moncada, José Martí, hay que hacer una revolución universal para acabar con todas estas cosas que oprimen al hombre. Me gustaría oír una opinión sobre eso. Muchas gracias.
Atilio Boron. Sobre la historia que no le contaron Jorge. Bueno, en 1930 no le podían contar muchas cosas porque todavía no existía el Fondo Monetario Internacional y nadie tampoco se imaginaba cosas como el ALCA y la globalización. Por otra parte, creo que habría que examinar la recepción que tuvo el marxismo en América Latina. No fue una sencilla, no por causa de las dificultades de los intelectuales latinoamericanos sino por el clima político en el que se produce esa recepción. De manera que no sienta usted que ha sido defraudado intencionalmente. Creo que ello obedecía a problemas con la recepción del marxismo y a dificultades para anticipar el curso que las economías capitalistas iban a seguir. Evidentemente había algunas tendencias que permitían asegurar que el capitalismo, a medida que se fueran produciendo mayores enfrentamientos sociales, cuestionamientos políticos o militares, asumiría una faz cada más terrorista y más despótica. Pero, de todas maneras, probablemente en esa época ese no era un tema sobre el cual existía demasiado consenso ni aun en las mismas filas del movimiento comunista internacional, donde había quienes planteaban esa tesis, pero había otros que decían que no, que el capitalismo podía estabilizarse dentro de un formato democrático, llamado democrático-burgués. Allí está toda la discusión sobre la forma política óptima para el capitalismo: ¿la dictadura terrorista del fascismo o la república democrático-burguesa? Discusión que, dicho sea al pasar, no está saldada todavía.
Julio García. Quiero agradecerle al profesor Boron su interesante conferencia. Tengo una pregunta, que me surge de la exposición. Según usted ha planteado, actualmente se observa una tendencia entre las fuerzas políticas tradicionales a desechar la lucha por el poder. Pero, en estos momentos, ¿existe también el peligro de que las fuerzas que pudieran llamarse revolucionarias dejen a un lado la lucha por el poder? Gracias.
Atilio Boron. Julio sí, hay un abandono o al menos un peligro de que las fuerzas de izquierda abandonen la toma del poder. Creo que esto se puede producir de varias maneras. Una es adhiriéndose a todas estas concepciones que renuncian a la toma del poder a partir de un planteamiento ideológico, a partir de una mala lectura de la sociedad capitalista, que asegura que no es necesaria la toma de poder porque ahora, con los cambios ocurridos, basta con conquistar la sociedad civil. Esta, por ejemplo, es una de las versiones del abandono. La otra forma, que a mí me parece más peligrosa todavía, es la de los partidos populares que tienen una base de poder bastante firme pero renuncian a ejercer ese poder. Estoy pensando, fundamental pero no exclusivamente, en el caso del Brasil. Es un tema muy complejo para analizarlo con la brevedad que impone una respuesta, pero digamos lo siguiente: en Brasil se dio una situación, en el 2002, donde una amplísima mayoría de la población repudió al candidato del continuismo neoliberal, José Serra, que sacó apenas el 27% de los votos en la primera vuelta electoral. El resto de los candidatos, obtuvo el 73% de los votos sumados. Eran candidatos que denunciaban explícitamente el neoliberalismo, la globalización neoliberal, el Consenso de Washington y todos los mecanismos de explotación. En Brasil se creó, por eso mismo, una condición extraordinariamente favorable para poder iniciar un proceso de transformaciones muy profundas. Pero ahí también se produjo una renuncia, una lamentable abdicación. Brasil es un país que podía haber intentado un camino diferente al que está transitando hasta hoy, con tan pobres resultados. ¿Con esto qué quiero decir? Que creo que en los análisis que se hagan de las coyunturas políticas en América Latina hay que superar cierto rígido determinismo, más propio del marxismo dogmático que del auténtico marxismo, y que hacía que las aperturas o las clausuras de las posibilidades históricas estuviesen absolutamente determinadas por los grandes marcos económicos y estructurales de la sociedad capitalista periférica. Esos, diría yo, son datos importantes, pero que no explican toda la situación. Creo que hay un espacio muy importante que queda reservado a la voluntad política de los actores que quieran transformar una situación, y esa voluntad política, a mi juicio, está faltando en el caso de Brasil. Si Cuba sobrevivió a casi medio siglo de bloqueo, y aún así produce los mejores indicadores sociales de América Latina y el Caribe, ¿qué no podría haber hecho el Brasil?
En Ecuador tenemos otro caso donde un gobernante como Lucio Gutiérrez llega al poder sobre la base de una amplia movilización popular, de clases, de capas populares y de etnias indígenas postergadas por siglos. Una vez que llega al poder da rápidamente la vuelta y hace la política exactamente contraria a la que había prometido, yendo nada menos que a las propias oficina del FMI para asegurar que continuará con la dolarización y ratificará los permisos para garantizar el uso de la Base de Manta a los militares norteamericanos. Pero hay una diferencia muy importante: Ecuador es un país mucho más vulnerable que Brasil. Por eso la situación de Brasil es tanto más imperdonable, porque Brasil es un país que tiene 180 millones de habitantes, 8 millones de kilómetros cuadrados, toda clase de recursos naturales imaginables, un sector industrial que está entre los más importantes del mundo. En algunas ramas de la producción industrial Brasil compite exitosamente con las grandes potencias industriales. Por ejemplo, en la fabricación de aeronaves de tamaño medio. La empresa brasileña de aeronavegación EMBRAER está compitiendo con canadienses y holandeses en la producción de aviones de hasta 90-100 plazas. No estamos hablando de un país tan vulnerable. Sin embargo, hay también un abandono en aras de un supuesto realismo que dice: «Es realista doblegarnos antes las fuerzas del mercado.» Y yo digo que eso no es realismo. Es una lectura absolutamente equivocada, que va a llevar a la frustración de la propia experiencia brasileña si no corrige el rumbo a tiempo. La duda crucial está en poder decir si todavía están a tiempo de corregir el rumbo ó no. Me parece que ya no.
Enrique Martínez. Primeramente, quiero pedirle que nos defina exactamente, al analizar el problema de la toma del poder, qué significa en este momento ser de izquierda en América Latina. ¿Hay izquierda, quiénes son las izquierdas o quiénes dicen que son de izquierda y no lo son? Ese es un problema. Ahora, en el caso de este enfrentamiento, por lo que usted plantea, y estoy de acuerdo, el Estado es el escenario de los grandes enfrentamientos o que estos se llevan a cabo alrededor del Estado. Pero para que este enfrentamiento pueda darse, debemos ver dónde están los frentes fundamentales de batalla, porque en un enfrentamiento se combate en muchos niveles o escenarios, y pienso que uno de ellos es el problema de la movilización de las masas en el plano del enfrentamiento ideológico. Cada vez más, en los países latinoamericanos y a nivel mundial, se impone una centralización del dominio de los medios masivos de difusión. Permanentemente, insistentemente y de forma muy variada se está lanzando ese mensaje del fin de la historia y sobre una serie de problemas actuales. Usted habló acerca del tema de la violencia. En este momento se lleva a cabo un debate sobre la violencia y su identificación con el terrorismo. Incluso podemos apreciar, entre los conceptos que utilizan últimamente los poderes imperiales, sobre todo el aparato represivo, que es en última instancia el aparato militar, que una de las más recientes tendencias de los norteamericanos es hablar de las guerras asimétricas, de la asimetría en el enfrentamiento, como se ha visto ahora, precisamente, en Iraq y Afganistán, que según ellos son guerras asimétricas. Quisiera escuchar sus opiniones sobre estos aspectos.
Atilio Boron. Qué es ser de izquierda en América Latina hoy. Bueno, creo que el ser de izquierda hoy en América Latina es un tema que está abierto a múltiples discusiones. Pero para mí ser de izquierda significa, antes que nada, adoptar una postura teórica y práctica crítica, frontal e intransigente en contra del capitalismo y, por la positiva, a favor de una sociedad poscapitalista, llámese socialista o de transición, pero inequívocamente encaminada a la construcción definitiva de una sociedad no- capitalista. En este sentido notamos aquí un problema muy grave: no son muchos los partidos, aún aquellos llamados de izquierda, para no hablar de la aún más gaseosa «centro-izquierda», que en nuestra América tienen esta postura. Y, por otra parte, no son muchos los partidos que teniéndola logran tener una resonancia de masas que los transforme en una alternativa real de poder. Ese, digamos, es el gran problema. Muchas veces lo que en América Latina pasa por izquierda es apenas una variedad deslavada, descafeínada, de la «centro-izquierda». Lo cual abre todo un conjunto de problemas, entre ellos el siguiente: los partidos de la izquierda «dura» constituyen un sector muy minoritario de las sociedades, y entonces es imprescindible diseñar una política de alianzas. Y esto precipita una serie de interminables debates que muchas veces producen la parálisis de las fuerzas políticas.
Política de alianzas.
¿Por qué una política de alianzas? Porque, evidentemente uno puede decir: «No, nosotros no nos aliamos con nadie, mantenemos la total autonomía de nuestro partido de izquierda.» Tenemos entonces una fuerza de izquierda muy coherente, muy consistente; por supuesto, totalmente respetable y válida, pero hay que preguntarse por la posibilidad que tiene efectivamente de hacer avanzar el proceso histórico a partir de una exaltación de su pureza doctrinaria privada cuando esto se hace al costo de castrar su eficacia práctica. Mi impresión es que, por el contrario, es de la mayor importancia gestar una adecuada política de alianzas que no diluya a la izquierda pero que sí le permita desplegar cierta capacidad para incidir en la coyuntura histórica. Porque, de lo contrario, el riesgo que se corre en América Latina es tener una izquierda muy rigurosa, muy ortodoxa, que paulatinamente termina convirtiéndose en una secta, celosa custodia del dogma pero meramente testimonial. Una izquierda que no quiere, o renuncia, a cambiar al mundo, sino que se contenta con salvarlo mediante su virginal testimonio.
Una izquierda solamente testimonial no contribuye a la causa de la emancipación social de nuestros pueblos. El tema de las alianzas, claro, no es sencillo. Pero la historia demuestra que las fuerzas de izquierda que lograron introducir grandes cambios en sus sociedades -estoy pensando que las experiencias de la Revolución Rusa, la Revolución China, la Revolución Vietnamita y la Revolución Cubana- siempre lo hicieron a partir de una sucesión de alianzas que fueron progresivamente ampliando su gravitación social, política e ideológica. El caso del 26 de julio, tal como Fidel lo dijera en innumerables ocasiones, es ilustrativo de esa capacidad de amalgamamiento de diferentes fuerzas sociales, pero donde hay una dirección estratégica que va lentamente imponiendo su hegemonía e inclinando al conjunto de fuerzas aliadas hacia la izquierda. Las enseñanzas de la revolución rusa, o la china, o la vietnamita, ratifican lo que venimos diciendo. El partido bolchevique no llega al poder gracias a la ilustre soledad que le confería su pureza doctrinaria sino a la rectitud y flexibilidad de su política de alianzas. Lo mismo cabe decir de similares experiencias.
El problema es que, en América Latina, muchas veces estas alianzas terminaron diluyendo a los partidos de izquierda. ¿Cómo se construye una alternativa de izquierda hoy que no quede limitada al plano doctrinario o retórico sino que incursione a nivel de las políticas concretas? ¿Qué es lo que debe proponerse hoy un partido político de izquierda en un país de América Latina? Por supuesto, no existe una respuesta única. Porque un país como Colombia tiene sus prioridades, una de las cuales resulta fundamental, me refiero a la pacificación; en otros la crisis económica es mucho más apremiante y acuciante. Pero creo que lo que debe caracterizar a un partido de izquierda es el hecho de que procura, por todos los medios, abolir el capitalismo, superar el capitalismo. A partir de ahí surge una serie de consideraciones que tienen que ver con los pasos concretos e inmediatos, las alianzas tácticas, las alianzas estratégicas, que constituyen, digamos, la carne de la política, y que muchas veces es un terreno donde naufragan las mejores intenciones. La revolución es la consumación final de una serie de iniciativas, que deben tomarse en el aquí y ahora de la coyuntura. Un partido de izquierda debe saber que el combate al capitalismo comienza mucho antes de la revolución, y esa convicción debe ser la guía para la elaboración de una política de alianzas.
Batalla de ideas
En cuanto a los frentes del Estado que me preguntaban, en este tema es clave la batalla de las ideas, un tema martiano por excelencia. El neoliberalismo, lo he dicho muchas veces, ha fracasado rotundamente en la esfera económica. Sin embargo, el éxito que ha tenido en la esfera ideológica es extraordinario. Tan extraordinario ha sido su triunfo en la esfera ideológica que ha penetrado profundamente aun en las organizaciones políticas de izquierda y más radicales, que han asumido incluso algunos de los temas propios del discurso neoliberal. El caso que mencionamos de la obra teórica de Hardt y Negri es un ejemplo muy claro. ¿Y qué mejor muestra de la victoria ideológica del neoliberalismo que dos de los de los más elevados exponentes del pensamiento de izquierda hoy digan que ya no existe más el imperialismo, que hay un Imperio que no es imperialista, y que ese imperio es desterritorializado, carece de un centro y de un comando unificado? ¿Qué más podría confundir a las masas que tamaño disparate? Pero este disparate configura una extraordinaria victoria para el neoliberalismo.
Otra victoria extraordinaria ha sido la conversión ideológica de algunos de los más grandes partidos populares de América Latina, que no necesariamente eran de izquierda aunque algunos sí lo eran. Estoy pensando en partidos que se inscriben dentro de eso que se llama el nacionalismo revolucionario, como es el caso del PRI en México, que mudaron de piel y reaparecieron como partidos neoliberales. Partidos de raigambre popular, aunque burgueses por sus contenidos políticos y doctrinarios, como el peronismo en la Argentina, convertido en un partido ultraneoliberal bajo la conducción de Carlos Menem. O el Partido Socialista de Chile, el partido de Salvador Allende, un partido que en la época de la Unidad Popular era el que estaba en la línea más agresiva en materia de avances en la construcción de una alternativa socialista, convertido hoy en un partido absolutamente neoliberal. O el proceso de conversión de algunas de las más importantes figuras intelectuales en el pensamiento social de América Latina, devenidos hoy ideólogos del neoliberalismo. [8] Pienso, en el caso de México. En Héctor Aguilar Camín, un importante pensador de la izquierda mexicana de los años 60 y 70, hoy en día es un apóstol del neoliberalismo y enemigo mortal de Cuba. Cuando se refiere a este país habla de la última tiranía de las Américas. Un proceso ideológico impresionante que tiene que ver con diversas formas de co-optación, más o menos corruptas según los casos, y la forma en que estos intelectuales fueron integrados al universo político de la burguesía y el imperialismo. O Roger Bartra, para hablar de otro destacadísimo intelectual de la izquierda mexicana, que fue uno de los miembros más destacados del Partido Comunista Mexicano hasta mediados de los 80 y, sin embargo, ustedes lo escuchan hablar hoy y parece que estuvieran hablando Mario Vargas Llosa u Octavio Paz. Andrés Openheimer, columnista del Miami Herald y hombre de consulta de la CNN, estuvo en su juventud asociado a los grupos de la izquierda más radical de la Argentina, al igual que Jorge Castro, uno de los ideólogos del menemismo. O piensen ustedes si no es un éxito del neoliberalismo que dos de los más importantes ministros de Economía de América Latina, que se distinguen por el celo con que aplican las políticas del Consenso de Washington, son Antonio Palocci, ministro de Hacienda del Brasil y hasta hace menos de diez años uno de los dirigentes más importantes de la Cuarta Internacional Troskista, y Nicolás Eyzaguirre, ministro chileno del gobierno de Ricardo Lagos que fue durante largos años uno de los más brillantes militantes y dirigentes del Partido Comunista de ese país y hoy aplica políticas de libre mercado a ultranza. A eso me refiero con la victoria ideológica del neoliberalismo. Ese es, a mi juicio, el terreno decisivo. Porque ya sabemos que el neoliberalismo fracasó, pero hay que convencer a la gente y demostrarle que el neoliberalismo ha fracasado. En esta batalla de las ideas hemos estado, hasta el momento, muy a la defensiva.
Acá se han mencionado los medios de comunicación de masas. Bien, digámoslo de una vez: los medios de comunicación de masas en América Latina, salvo pequeñas y puntuales excepciones en algunos países (¡pero no en todos!) están completamente dominados por los capitalistas y generan una visión de la realidad latinoamericana que poco tiene que ver con lo que ocurre en nuestros países. En el caso de México las comunicaciones están controladas por un duopolio, Televisión Azteca y Televisa, que son las que dicen lo que los mexicanos saben de ese país. Un ejemplo: el día que llega Marcos a la Ciudad de México, 11 de marzo del 2001, yo estaba en México e iba hacia el Zócalo. Uno pasaba por los bares y miraba lo que transmitía la televisión. Tres millones de personas estaban apostadas a lo largo de la Calzada de Tlalpan desde Xochimilco hasta el Zócalo y, sin embargo, ni Televisa ni Televisión Azteca tuvieron una sola cámara mostrando qué era lo que sucedía en las calles. Las dos cadenas transmitían diversos espectáculos deportivos o películas norteamericanas.
Esto que voy a decir es un exceso, pero sirve para ilustrar lo que quiero plantear. Lula fue elegido presidente de Brasil en el momento en que la Red Globo -o el señor Roberto Marinho, dueño y señor de la misma- consideraba que el dirigente obrero y su partido ya no eran un peligro. Porque, en las tres ocasiones anteriores en que Lula fue candidato a presidente, la Red Globo, simplemente, no cubría lo que hacía Lula y la gente no se enteraba. Brasil es un país inmenso, lo conozco muy bien. Usted sale del eje Río-San Pablo y ya no le llegan los diarios nacionales. No más yendo a Bahía o Recife, que están a 1 500, 1 800 kilómetros al norte, y uno ya está en un medio local, con periódicos provinciales dominados por los caciques y los oligarcas locales, y poco o nada se sabe lo que pasa en ese país. Uno no tiene ni la menor idea, y las radios y la televisión locales en nada ayudan a remediar la situación. El que tenía la llave de eso (tenía, porque ya falleció) era Roberto Marinho. Él ponía a Lula o lo sacaba. Últimamente accedía a ponerlo. Por eso, cuando muere, después de ser electo Lula presidente, este cometió uno de los errores, de las torpezas más grandes de su historia: decretó tres días de duelo nacional por la muerte de un empresario privado brasileño, y él, con todo su gabinete, se fue de Brasilia a San Pablo para asistir a las exequias, a los funerales de Roberto Marinho. Para mí eso ya fue una señal escandalosa de que este gobierno estaba yendo por el mal camino. En todo caso, este es un hecho más que revela la importancia que tienen los medios de comunicación en la política nacional. Agregaría algo más. El gran escritor norteamericano Howard Zinn, que estuvo en Cuba un par de días, recomendaba estudiar los medios pero también analizar los textos escolares, la forma en que se enseña la historia de nuestros países, que siempre conduce a reforzar la primacía de los intereses del neoliberalismo, del gran capital, y la admiración por los Estados Unidos. Por eso él escribió un texto de historia, que se está empezando a utilizar en algunas escuelas norteamericanas, sobre la historia del pueblo norteamericano. [9] En otras palabras, un relato contado desde abajo. No la visión de la burguesía, sino la visión de la gente de pueblo. Ustedes saben que el Día del Trabajo en Estados Unidos no se festeja el 1º de mayo, porque ese es el día de los mártires de Chicago, sino el primer lunes de septiembre. Esta es una manera de tergiversar brutalmente la historia. El Labour Day en Estados Unidos es el primer lunes de septiembre, feriado del que nadie sabe absolutamente nada. Es un homenaje en abstracto que el capitalismo hace al trabajo. Esto revela claramente aspectos del terreno ideológico en el que debe librarse la batalla. Terreno en el cual estamos, todavía, muy mal parados en América Latina.
Violencia y terrorismo
Sobre la violencia y el terrorismo diría lo siguiente. Lo que emerge muy claramente de la experiencia contemporánea es que vivimos en un mundo que va a estar cada vez más asolado por todo tipo de violencia. El terrorismo ha sido muy bien definido por Chomsky y por Gore Vidal como la guerra de los pobres. Cuando usted lanza una bomba atómica y mata 125 000 personas de un soplo en Hiroshima, eso no es terrorismo, eso es guerra. Matar 125 00 personas una mañana en Hiroshima no es terrorismo. Ahora, si usted explota un coche bomba en un bar de Tel Aviv, eso sí es terrorismo. Como se pueden dar cuenta, la definición de lo que es terrorismo y lo que es guerra es función de la inserción de cada actor la estructura mundial de dominación imperialista. El poder institucionalizado para preservar el orden existente no hace terrorismo sino que encara «guerras humanitarias» o se desvive por «sembrar democracia» por todo el mundo, como dice George W. Bush. En el peor de los casos, cuando no hay otra justificación posible, se trata de guerras preventivas libradas para evitar daños mayores. Terrorismo es lo otro, es lo que hacen los que resisten las imposiciones del imperialismo y la reacción. Por supuesto, las fronteras son muy difíciles de establecer. Y la violencia más importante es la violencia de la que no se habla. Fueron 3 000 las personas que fallecieron en las Torres Gemelas. ¿Pero qué significa eso comparado con los más de 60 000 niños que mueren todos los días en el mundo debido a las políticas neoliberales? Me duelen mucho los 3 000 que murieron en las Torres, pero cada día, veinte veces más menores de quince años, según la FAO, mueren en todo el planeta. Y de esos nadie se acuerda, y somos poquísimos los que denunciamos esas masacres cotidianas como terrorismo. Una forma de terrorismo sutil, silenciosa, pero infinitamente más brutal que la que se practica por parte de las organizaciones que ejercen actos de terrorismo militar. Si usted suma esos niños más los adultos que mueren cada día, se llega a una cifra de 100 000 personas víctimas del hambre y enfermedades perfectamente curables. Es una cuenta muy simple. Incluso comparándolo con los regímenes y los horrores del fascismo, la mera magnitud del genocidio de los pobres que se está llevando a cabo hoy, en un marco supuestamente «democrático», es de incalculables proporciones. Las víctimas ascienden a una cifra que oscila, según los cálculos, entre 36 y 38 millones de personas por año. Si Uds. toman en cuenta que el genocidio practicado por Hitler contra el pueblo judío exterminó a seis millones de personas en ocho años, la violencia de la globalización neoliberal aparece en toda su macabra significación. Pero, ¿quiénes sino una minoría de críticos del capitalismo plantea el tema de la violencia y el terrorismo de esta manera?
Hiram Hernández. Universidad de La Habana. Primero, sobre la democracia. Creo que la democracia a la que aspiramos, la democracia socialista a la que aspiramos, comporta también la democracia para quien piensa diferente, según decía Rosa Luxemburgo. Porque la relación entre gobernantes y gobernados desde un poder con una posición emancipadora debe ser cualitativamente diferente a las tradicionales. El poder siempre se ha definido, y pienso en Max Weber, por ejemplo, desde el punto de vista de lo que reprime, impone, coopta, induce, o sea, la visión del poder atinente a la libertad. Mi pregunta es si podemos definir el poder de otra manera, si existe otra forma de definir el poder, aparte del poder liberador, etcétera. Otra cosa que me llama la atención es por qué al hablar del poder hay visiones del Estado que son ampliadas, visiones amplias del Estado que no sé si entran dentro de la concepción que usted nos expresó. Ahora, en cuanto a este problema del Estado, del Estado y el poder, la discusión cae en si el poder es legítimo o no es legítimo. Finalmente, la cuestión del poder de hecho no se trata. La última pregunta, y disculpe que sean tantas preguntas, es si es posible, ya que Ud. es Doctor en Ciencia Política, hablar de una ciencia política emancipadora.
Atilio Boron. Sobre la democracia para el que piensa diferente. Sí y no. ¿Por qué sí y no? Vamos a hacer un experimento, trayéndolo aquí, a Cuba. Si nosotros decimos que la gente de la Fundación Cubano-Americana debe tener exactamente las mismas posibilidades de expresión y de acción política que el Partido Comunista de Cuba, o la Central de Trabajadores de Cuba, no estaríamos siendo democráticos. Estaríamos siendo idiotas. ¿Saben por qué? Porque esas no son las reglas del juego, porque las condiciones históricas de estos procesos de construcción de nuevas sociedades imponen, inexorablemente, algunas restricciones al ejercicio de las metodologías democráticas. Nunca lo hicieron los capitalistas, como lo prueba la lenta lucha por la constitución de una democracia apenas política en las sociedades burguesas. A lo que tú dices, con razón, que nosotros no necesariamente debemos imitar lo que ellos hicieron. Pero tampoco podemos adoptar una actitud de inocencia angelical e ignorar que hay luchas de clases, que ellos están obsesionados con liquidar cualquier experiencia reformista, revolucionaria, meramente contestataria y que para lograr sus propósitos están decididos a apelar a cualquier táctica, cualquier método, cualquier recurso. Cosa que, dicho sea al pasar, no ha sido nunca el caso de la izquierda. En síntesis: como lo recordaba Rosa Luxemburgo el juego democrático nunca se da en espléndida abstracción sino que siempre se verifica dentro del marco de la última revolución triunfante. Dentro de ese marco revolucionario hay que poner todo en discusión. Pero garantizarle a los contrarrevolucionarios, a una oposición anti-sistémica, la posibilidad de disfrutar de los beneficios que otorga la nueva y más completa democracia sería incurrir en un gravísimo error. Eso no existe en los llamados «capitalismos democráticos», en donde todavía hoy la oposición radical es perseguida y excluida de múltiples formas. Conviene recordar que los partidos anti-sistémicos, como el comunista, sólo fueron aceptados legalmente, y eso con muchas limitaciones extra-legales, después de la Segunda Guerra Mundial. El propio movimiento obrero, aún en sus vertientes socialdemócratas o socialcristianas, transitó en la ilegalidad durante más de un siglo. Tampoco fue tolerada la oposición radical en el curso de las revoluciones burguesas. En Francia la burguesía dominante liquidó físicamente a la aristocracia fundiaria. De Francia se ha inmortalizado la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero no se recuerda la guillotina y el terror instaurado contra los enemigos de la revolución. Y tampoco se recuerda la expropiación de sus bienes ni el exilio al que sometieron a la aristocracia. La revolución inglesa no fue mucho más benévola que su contraparte al otro lado del Canal de la Mancha.. La revolución americana culmina con un baño de sangre durante la Guerra Civil. Entonces, ¿qué sentido tiene adoptar una actitud defensiva que nos obligue a ser tan hiper-democráticos al punto tal de garantizar las libertades y los derechos democráticos a aquellos que están dispuestos a sabotear, a boicotear y a destruir la revolución. Personalmente, creo que esa no es la aplicación de la teoría democrática sino que constituye una especie de democratismo abstracto que sólo puede llevar a la derrota de la revolución.
El poder y la emancipación.
El poder se puede definir como liberador. Depende de cómo se construya ese poder, quién lo construye y cuál es el objetivo. El poder puede ser tremendamente despótico y puede estar absolutamente en contra de la liberación y en contra de la emancipación. Pero creo que hay poderes y poderes. El poder de Pinochet, o el poder de Videla en la Argentina de la Junta Militar, evidentemente era un poder despótico. El poder que surge de la Revolución Cubana, por ejemplo, o el poder que está emergiendo en forma embrionaria en Venezuela, es un poder emancipador. Eso no quiere decir que sea perfecto, porque la perfección no existe en la faz de la Tierra, pero me parece que la naturaleza del poder político cambia en función de los contenidos sociales y, si se quiere, para ser más preciso, de los contenidos de clase que expresan ese poder social. Puede ser liberador; puede ser también opresor. Y, además, nada garantiza que un poder que comienza como liberador no se pueda transformar en un poder opresor. Lo único que lo garantiza es la actitud vigilante de movilización y de militancia permanente de los pueblos. No existen garantías en la historia.
El Estado es la instancia central donde se dirime la lucha por el poder. Sigue siendo la institución fundamental. Si estamos pensando en coyunturas de cambio o en coyunturas de transición, el Estado asume una centralidad absolutamente ineludible en todos los procesos de cambio, y no solamente en América Latina. El Estado sigue siendo una institución decisiva. Si algo hizo el capitalismo fue acentuar las tendencias hacia la estatalización de la vida social. Hoy el capitalismo es mucho más estatalista que hace un siglo atrás. Pensemos incluso en un país como Estados Unidos, donde la prevención en contra del Estado es muy fuerte. La presencia del Estado en un conjunto de esferas de la vida social es abrumadora. Tanto es así que algunos hablan de un Estado policial, que ejerce una penetrante y pegajosa surveillance y vigilancia electrónica de todo tipo sobre sus ciudadanos. Saben quién eres, donde vives, con quién te reúnes, qué libros lees, cómo pagas lo que compras, dónde vas, de dónde vienes, qué piensas, cómo opinas. En una palabra, saben todo de tí. Hoy en día el nivel de control es muy grande. Entonces, en ese contexto, la centralidad del Estado está fuera de discusión. Aclaro que no soy amigo del Estado, para nada. Como marxista, sustento lo que dijeron Marx y Engels sobre el Estado: es una institución al servicio de los intereses de las clases dominantes y represora de las demás. Sólo que en un estado revolucionario las clases populares se convierten en clases dominantes. La revolución rusa fue la que inauguró ese nuevo período histórico, inédito en la historia de la humanidad, en donde el pueblo se convierte en clase dominante. Pero, en un estadio superior del proceso de transformaciones sociales, una vez desaparecidas las clases sociales, el Estado simplemente se extinguirá. Pero hasta que ese proceso sea concluido y mientras estemos en una sociedad clasista, o mientras subsista la amenaza contrarrevolucionaria de adentro y de afuera, la supervivencia del Estado es imprescindible para la defensa del nuevo orden revolucionario.
Ciencia política y teoría social emancipadora.
Respecto de la ciencia política y la teoría crítica, creo que lo que puede haber es una teoría social emancipadora. La ciencia política, como un recorte de la realidad, como un estudio parcializado de los procesos políticos no conduce a ningún lado y mucho menos a la emancipación. No permite ni siquiera entender lo que es la vida política. La superioridad del marxismo se funda en el hecho de romper con esa fragmentación artificial de las disciplinas: una economía, una sociología, una ciencia política, una antropología. Como si hubiera economías que funcionaran por su lado, los sistemas políticos por el otro, lenguajes y culturas por ahí. La vida social es una sola. La ciencia política en su aislamiento no puede ser liberadora. Sólo puede ser liberador el enfoque más integral, totalizador, que es justamente lo que diferencia al marxismo de otras versiones de la teoría social y política.
Roberto Fernández Retamar. Universidad de La Habana y Casa de las Américas. Voy a hacer una observación muy menor, remitiéndome a un comentario bibliográfico de Atilio y al mismo tiempo a la última parte de la intervención del compañero Jorge Jorge, que me pareció muy interesante. Además, me conmovió mucho que él fuera fundador del Hotel Nacional, porque nací el mismo año que el Hotel Nacional. Pero el Hotel Nacional se conserva mucho mejor que yo, porque lo están reparando constantemente, aún así me siento muy vinculado al Hotel Nacional por esta razón accidental. Se trata de lo siguiente. Atilio, tú mencionaste a un estudioso portugués que yo no conocía: Boaventura de Sousa Santos. Un amigo me mandó un trabajo extraordinario de Boaventura de Sousa sobre «Nuestra América» de Martí, [10] y ese trabajo yo no lo conocía. Y creo que vale la pena. Ese trabajo de Boaventura de Sousa tiene que ver con la última parte de la intervención del compañero Jorge Jorge, porque De Sousa le da a Martí, en general, y a «Nuestra América» en particular, una trascendencia que yo nunca había visto, realmente. Mira que he leído textos sobre Martí. Él dice que el pensamiento del siglo xxi va a estar iluminado por «Nuestra América» de Martí. Conozco bastante a Martí, y en general creo que todos aquí lo hemos leído mucho, y también hemos revisado mucha bibliografía pasiva en relación con Martí. Pero nunca había leído un trabajo de esta magnitud, con la seriedad que él lo aborda. Hay dos o tres puntos en los que no estoy de acuerdo, como siempre ocurre con todos los trabajos importantes. De repente empieza a hablar del barroquismo, etcétera, y esa parte me sale sobrando. Pero me gustaría saber más de Boaventura de Sousa, conocer más de él, de sus aportes intelectuales, porque el trabajo es extraordinario, el trabajo es sensacional, aun con esas objeciones que le hago. Pero, como decía, me gustaría saber más de Boaventura de Sousa y apoyar lo que decía el compañero Jorge Jorge. Es decir, la trascendencia de Martí. En Europa, por ejemplo, se desconoce olímpicamente a Martí y en Estados Unidos igual. Por lo cual, la observación reiteradamente hecha por Fidel de que Martí es el autor intelectual, no sólo del 26 de julio, sino de la Revolución Cubana, parece una frase para la galería. Y eso lo ha reiterado una y otra vez Fidel. No es cierto, dicho sea entre paréntesis, lo que se ha dicho que habiendo fracasado el marxismo, la Revolución Cubana se volvió a Martí. No, la Revolución Cubana empezó por Martí. No fue necesario ningún fracaso de Marx, que no ocurrió, por otra parte. En absoluto, porque, para bien o para mal, si alguna vez han sido válidas las predicciones de Carlos Marx es ahora precisamente, no en el siglo xix. Es ahora cuando lo son. Pero, además, nosotros no necesitamos, repito, volvernos a José Martí, porque la Revolución arrancó de José Martí. Aquí hay algo que deben descifrar los tantos que tratan de interpretar la Revolución Cubana permitiéndose desconocer olímpicamente a José Martí. Es como si consideraran que es una gloria local, una especie de héroe de barrio que nosotros mencionamos una y otra vez. Eso es todo. Gracias.
Atilio Boron. Sobre Boaventura de Sousa Santos sólo puedo decir que es un brillante. sociólogo y jurista portugués. Enseña en la Universidad de Coimbra y tiene un contrato por el que durante cuatro meses al año dicta clases en la Universidad de Wisconsin, en Madison, que es una de las universidades más progresistas y de izquierda de los Estados Unidos, y es una universidad pública. Boaventura ha escrito una serie de trabajos realmente impresionantes por su lucidez y profundidad. Uno de ellos, tal vez el más conocido, se llama Las manos de Alicia, una metáfora sobre Alicia en el país de las maravillas, publicado por la editorial colombiana Siglo del Hombre en donde aborda los grandes problemas de nuestro tiempo. Ha publicado además sobre la problemática de la universidad y toda una serie de varios volúmenes sobre el problema de la democracia y la teoría social, hechos a partir de su estrecho e intenso trabajo conjunto con los movimientos sociales en América Latina y África. Por lo que he leído, me parece que es uno de los pensadores más originales que hay en el momento actual. Estaría encantado de venir a Cuba si se le invitara. Es todo lo que puedo decir sobre él.
Pedro Alexánder. Ud. habló de sujetos, de un ellos y un nosotros, de subordinadores y subordinados, como si ellos fueran los dominadores y nosotros los dominados y viceversa. Creo que eso es complejo de hacer y en su libro Holloway llama la atención sobre este punto. En cuanto a tomar el poder. El poder no es una cosa, y, por supuesto, no se puede tomar. El poder en tanto relaciones sociales y por su carácter ambivalente, puede ser subordinación y dominación, pero también liberación. Creo que no puede confundirse el poder con el Estado. El poder tiene que ser mucho más que el Estado. Discutir sobre esto creo que es muy importante.
Atilio Boron. Holloway puede tener dificultades para distinguir entre dominados y dominadores, lo admito. Yo no tengo ninguna. Habiendo vivido ocho años en México, te aseguro que es de una sencillez extraordinaria poder distinguir quién domina y quién es dominado en ese país. Mucho más en el México rural. Pero a Holloway hay que entenderlo. Primero deja que te diga que siento por él el mayor respeto. Somos íntimos amigos desde hace treinta años. Es un hombre al cual quiero muchísimo. Pero pienso, honestamente, que ha extraviado su camino intelectual. Es un católico irlandés que abrazó el marxismo en una versión fundamentalista, allá por los años 70, y que ahora ha hecho una nueva síntesis, que yo diría que es una síntesis casi mística. Se lo he dicho a él, además, tuve un debate con él hace dos días en Ciudad de México. Él cree, por ejemplo, que el poder resiste en nosotros. Cuando yo le digo: «Pero bueno, ¿cómo es que los zapatistas no tienen que tomar el poder?» Su respuesta es: «No importa, si el poder ya lo tenemos.» Entonces le pregunto -y perdonen si les presento un diálogo tan personalizado, pero me parece que va a la carne del asunto-: «Si ya tenemos el poder ¿por qué estamos tan mal? Si, como dicen los zapatistas, ya tenemos el poder, ¿entonces somos masoquistas.» Y me responde: «No, lo que ocurre es que nosotros no nos damos cuenta de que si le decimos que no al capital, el capital se derrumba. Nuestro poder es virtual. No lo realizamos porque no nos atrevemos a decirle no al capital.» Entonces ahí me siento como Sancho Panza conversando con Don Quijote. Y, en el papel medio mezquino de Sancho Panza me veo diciéndole: «Pero John, si yo soy un trabajador y le digo que no al capital, me muero de hambre.» Me contesta: «No, hay otras formas. Está la alegría, la vida, el amor.» Y entonces ahí entra en el tono místico de Hardt y Negri cuando, ustedes recuerdan, al final del libro, exaltan la figura de San Francisco y cómo éste, hablándole a las flores, a los pajaritos, y cantándole a los animalitos del bosque pretendía derrumbar el orden opresivo de entonces. Y ellos nos dicen que del mismo modo podremos acabar con el capitalismo y el imperialismo. Por eso en mi Imperio e imperialismo digo que hay que hacer una especie de sociología de los intelectuales. Intelectuales encerrados como profesores full time en una buena universidad que están totalmente desvinculados de la realidad, aunque sean muy inteligentes, como Holloway, por ejemplo. ¿Qué me dice Holloway? «Bueno, es que tú eres un europeo.» Eso me lo dice un irlandés a mí, que soy argentino. «Tú eres un europeo porque tienes la concepción del tiempo tan acelerado y febril que tiene la modernidad europea.» A lo cual le doy la vuelta, como Sancho Panza, y le digo: «Bueno, sí, tú puedes esperar es porque tus hijos no se mueren, porque no tienes que transitar po un camino como los de Chiapas y cuando a uno de tus hijos le da fiebre, tú, estando en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, llegas al médico en cinco minutos. Pero el indígena chiapaneco, que está allá, metido arriba del monte, cuando tiene un chico que se le enferma con mucha fiebre, y no hay ni siquiera una aspirina ni un dispensario médico, ese chico se muere. Entonces, cuando tú me dices que podés puedes; claro, ¿cómo no?, yo también puedo esperar, si tengo todo a mi favor. Si pertenezco a un estrato intelectual, de alguna manera si quieres hasta apañado por la sociedad burguesa, que me lleva hasta preguntarme si no tendremos algún grado de funcionalidad, o complicidad, con esa sociedad burguesa con estos debates. Claro que puedo esperar.» Esa es la cosa. Entonces, a partir de ahí, a él le resulta muy difícil distinguir entre dominadores y dominados. Y lo mismo ocurre en Brasil, en Argentina, en Chile, para no hablar de Bolivia, Perú, Ecuador o Guatemala, donde la distinción es más que evidente. Claro, si te colocas unas anteojeras teóricas que te impiden hacer tal diferenciación nunca podrás hacerlo.
Ernesto Payret. Quería preguntarle en relación con la praxis del Estado socialista. Gran parte de estas críticas se deriva de hechos reales y de los problemas que se han presentado con la desaparición del campo socialista europeo en esas sociedades que realmente no llegaron a ser sociedades perfectas ni mucho menos. Hay problemas prácticos del ejercicio del poder en el socialismo, y a la hora de presentar un programa en América Latina es muy importante contar con un proyecto muy definido de cómo llegamos y cómo materializamos ese reino de la libertad que es el comunismo. ¿Cómo debe ser de acuerdo con su criterio la república socialista que tenemos que construir para hacerla verdaderamente llamativa a las masas, e inclusiva de espacios plurales donde el poder no tenga que asentarse exclusivamente en el Estado y que se respeten las regiones, las provincias, los distintos estratos sociales, las minorías étnicas, y que cada una tenga su espacio y su posibilidad de ejercer el poder en la sociedad, una sociedad verdaderamente democrática. Porque criticamos sistemáticamente la democracia capitalista, pero tenemos que ver cómo nosotros plasmamos realmente esa democracia distinta que es la democracia socialista, que tiene que ser de verdad y que tiene que brindar un espacio. Porque lo que usted planteaba es muy cierto, sin ánimo alguno de polemizar, tenemos que defendernos porque el que no se defiende sencillamente desaparece en este mundo de contradicciones, pero al mismo tiempo tenemos que ser lo suficientemente capaces para no sobrelimitar estos espacios y para brindar todo lo que podamos ese espacio de la libertad, porque la libertad no se puede crear en condiciones de opresión. La libertad hay que irla generando paso a paso e ir abriendo los horizontes. Gracias.
Atilio Boron. Que el poder no es una cosa está claro. Marx lo dijo desde el principio: el Estado no es un instrumento, el poder es una condensación de las relaciones sociales. Por eso no se lo puede tomar y utilizar para los propios fines. Miremos lo que pasó con el pobre Salvador Allende y la Unidad Popular, creyeron que habían tomado el poder, cuando simplemente habían ocupado el gobierno. Y cuando Allende, que era un revolucionario genuino y realista, trató de hacer los máximos cambios posibles dentro de las condiciones de la sociedad chilena, se encontró con que ese Estado supuestamente instrumento estaba «atornillado al revés» como se decía en el Chile de entonces. Cuando él quería hacer algo, el Estado burgués, que no había sido cambiado -y no había sido cambiado porque no se había producido una toma de poder, no había habido un cambio radical en la correlación de fuerzas-, funcionaba para el otro lado, para el lado en que había sido diseñado por la burguesía desde hacía largas décadas. Él ordenaba la nacionalización de la industria del cobre y el aparato estatal chileno buscaba todas las formas de mediatizar y neutralizar esa medida.
¿Quieres otro ejemplo? Chávez tomó el poder, fue elegido, es ratificado, una, dos, tres, cinco, seis, siete veces, y PEDEVESA, una empresa estatal, funcionaba con absoluta independencia de lo que la presidencia de la república decidía. Chávez ordenaba revitalizar la OPEC y los gerentes de PEDEVESA decían: «No, no vamos. Nada de eso. Negociamos con los norteamericanos la baja del precio del petróleo.» ¿Te das cuenta? Entonces, que el poder no es una cosa, es evidente. Es una construcción social, y eso, por lo menos para mí, está clarísimo. Y que el poder es más que el Estado, también es cierto. Pero el Estado es la institución central del poder, y no es posible hacerse la menor ilusión de tomar el poder en una sociedad determinada sin conquistar una de las instancias decisivas de ese poder, que no es otra que el Estado. Tomarás cualquier otra cosa, pero no el poder. El poder es absolutamente dependiente el Estado, porque hoy en día el nivel de concentración de recursos que tiene el Estado es extraordinario. Además, pensemos que el Estado es un conjunto de aparatos, instituciones, y no tan sólo la administración central. Esta concepción ampliada del fenómeno estatal incluye, siguiendo a Gramsci, los famosos aparatos de la hegemonía.
Participante no identificado. Usted publicó un trabajo en Temas, en el año 2003, [11] en el que escribió acerca del poder, el contrapoder y el antipoder en el que abordó los textos de Hardt y Negri y de Holloway. Tuve la impresión de que de una manera implícita manejaba algunas lecturas de Foucault sobre la definición de poder que este da a partir los años 70. Quisiera preguntarle, ¿cómo ve usted la difusión del concepto de Foucault en América Latina? Y, también, si el concepto que plantea Foucault acerca del poder, con esa amplitud que va más allá de lo tradicional en las funciones del Estado, ha sido aplicado al estudio de la revolución en América Latina, y si se han publicado trabajos de esta naturaleza.
Atilio Boron. Personalmente creo que Foucault tiene validez en un cierto rango de problemas pero, francamente, no nos ayuda mucho para entender la dinámica del poder en un contexto revolucionario o en sus aspectos más macro. Sí nos ilumina para entender la dinámica micro del poder en la sociedad, que es algo importante: el poder en las organizaciones, el poder en las relaciones interpersonales, el poder en las relaciones en el seno de la familia, en la escuela. Pero me parece que la visión más amplia del poder no la define adecuadamente Foucault, y esto por dos razones. En primer lugar porque en Foucault hay una absoluta indeterminación de las bases del poder social, y en la sociedad capitalista uno de los fundamentos esenciales del poder -si bien no el único- es la economía. De suerte que cuando excluyo de mi marco analítico este fundamento esencial me quedo un poquito pedaleando en el aire. Y, en segundo lugar, porque Foucault insiste en la fragmentación y en la dispersión del poder, lo que es cierto en un determinado nivel de análisis, pero es radicalmente erróneo cuando hablamos del poder en el plano nacional, donde en lugar de dispersión lo que se tiene es un fenómeno acentuado de concentración. Entonces, en ese sentido, creo que no se ha aplicado su modelo teórico al estudio de la problemática revolucionaria, como se me preguntaba, y no se lo ha hecho porque sencillamente creo que en ese punto Foucault tiene poco o nada que decir.
Janette Martínez. Mi pregunta gira en torno a la cuestión del Estado, pero ya veo que se ha ido tratando de una manera u otra. Lo primero es el modelo de Estado burgués que tenemos, con esa legalidad burguesa basada en la propiedad privada. Es decir, ese correlato que se tiene a la hora de construir cualquier tipo de alternativa. Y creo entonces que tenemos un problema: el marxismo propone una superación del Estado, mientras que el neoliberalismo, por lo menos en teoría, esta proponiendo una supresión del Estado. Mi pregunta es la siguiente: ¿cuáles serían las condiciones necesarias para contar con la posibilidad de una superación del Estado en otro tipo de organización social que pueda superar la cultura de dominación que está implícita en esta concepción tradicional del Estado? Gracias.
Atilio Boron. El neoliberalismo dice que se propone la supresión del Estado. Mira, no le creas al neoliberalismo cuando dice eso. Te voy a citar a John Williamson -ya ven que casi no estoy citando autores marxistas para no ser acusado por alguno de ustedes de sectarismo; cité a Ignacio de Loyola y ahora cito a John Williamson-, un economista ortodoxo, australiano, radicado en Washington que escribió el libro donde se acuñó la famosa frase «Consenso de Washington». Fue él quien inventó la frase y el que describió descarnadamente ese modelo. ¿Qué dice? Dice que el Consenso de Washington propone la reducción del Estado, pero que no le crean; Williamson mismo dice que no le crean. ¿Por qué no le deben creer? Porque, Washington no siempre practica lo que predica. Los Estados gobernados por regímenes neoliberales, lejos de suprimir el Estado, lo expandieron. Resulta que Estados Unidos, después de tanta cháchara neoliberal, tiene hoy un Estado mucho más grande que veinte años atrás. Ni hablemos de los países europeos, que vienen acá y les recomiendan a los cubanos privatizar, a los argentinos que deben desmantelar el Estado, pero ellos hicieron exactamente lo contrario. Hoy en día el promedio de las principales economías europeas en materia de gasto público equivale a cerca del 45% del producto bruto, cuando antes de empezar la crisis de la economía keynesiana esa cifra era del 35-36%, por lo que aumentaron en casi 10 puntos mientras predicaban que había que suprimir el Estado. ¿Y por qué? Porque el funcionamiento de la economía capitalista requiere cada vez más el auxilio del Estado. Piensa, por ejemplo, en la economía norteamericana. Se dice que el Estado no interviene en ella. ¡No!, es falso. Interviene muchísimo, pero por debajo de la mesa. ¿Cómo interviene? Con subsidios masivos a las empresas privadas norteamericanas hechos por el gobierno bajo el título de programas de formación de personal. Esta es una forma de intervención clara y específica. En realidad, como dice Chomsky, a través del sistema educativo esos subsidios pasan a la iniciativa privada. El MIT, por ejemplo, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde Chomsky enseña, ha sido uno de los más importantes semilleros de grandes empresas, fenomenales empresas privadas vinculadas a la informática y las telecomunicaciones, cuyo inicio estuvo financiado por el Estado federal norteamericano mediante subsidios concedidos a profesores e investigadores del MIT. Entonces el Estado sigue desempeñando un papel muy importante. Nosotros queremos superarlo, pero a partir de una visión de la abolición de la sociedad de clases en un proceso que no se da de la noche a la mañana. Y siempre digo, para los que suelen ser muy impacientes, que si la transición del feudalismo al capitalismo dicen que demoró entre dos siglos y medio y tres siglos, no deben pensar que la transición del capitalismo al comunismo se va a efectuar en el lapso de unas pocas generaciones. Eso es una gran ingenuidad. Aquí Engels dio un consejo cuando nos previno, o nos advirtió, acerca de los riesgos de transformar nuestra impaciencia en un argumento teórico. Engels dijo: «Cuidado con eso.» La impaciencia está bien. Pero cuando usted eleva la impaciencia al rango de teoría, ahí estamos muy mal. En el socialismo la propuesta es superar el Estado. Un Estado que tiene que extinguirse. Pero se extingue a partir de que las condiciones básicas, las que fundamentan el Estado, la existencia de una sociedad de clases, han desaparecido. Y ese es un proceso que lleva su tiempo. Marx no anticipó, si bien hay algunos atisbos en su teorización, que iba a desarrollarse una cosa tan monstruosa como el imperialismo. Entonces todo eso generó una situación mucho más difícil para avanzar en la dirección de la supresión de la sociedad de clases.
Ariel Fernández. Mi pregunta es bastante sencilla. Usted hizo alusión a que lo que plantea Holloway en el libro Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder y su influencia en el caso muy específico del político argentino que mencionó. Esto me lleva a un análisis mucho más profundo. Casi siempre el capitalismo, el imperialismo, no permanece indiferente ante ningún tipo de debate, de cuestionamiento o de crítica en el socialismo. Es decir, cada vez que un sistema socialista está enfrascado en un debate muy propio o lleva a cabo un autocuestionamiento, el imperialismo analiza eso como síntomas de debilidad del sistema socialista. ¿Existe alguna alternativa de cuestionamiento, de planteamiento, de debate, en torno al socialismo a la izquierda que no favorezca inevitablemente al oponente? Es decir, ¿de qué manera se puede debatir sin que el resultado de este debate, lo que se pueda sacar a relucir en este debate, favorezca al enemigo? Porque pienso que cualquier sistema si no tiene debate en torno a él, si no es crítico, autocrítico, es irreal. El capitalismo y el imperialismo siempre tienen mecanismos para estar al acecho de esos debates, de lo que sale a partir de esos debates. Aunque pueden existir diferentes tipos de debates, como el debate estatal, que puede efectuarse a puertas cerradas y quedar limitado a un grupo limitado de personas. Pero también está el debate intelectual, el debate público, que es mucho más amplio y al que siempre van a tener acceso los capitalistas. Entonces, ¿qué alternativa existe para debatir una propuesta política en un régimen político socialista sin que esta sea caldo de cultivo para el enemigo?
Atilio Boron. Ernesto planteaba el problema de la praxis de los estados socialistas y cómo se pasa al comunismo. Bueno, se pasa al comunismo suprimiendo definitivamente la sociedad de clases. Ahora, hacer eso en un solo país es una empresa titánica y, según parece, imposible. Por algo Marx y Engels dijeron que el problema de la construcción de la nueva sociedad post-capitalista es un proceso histórico-universal. El conjunto de las sociedades del planeta tiene que moverse en esa dirección. En la experiencia concreta de nuestros países, lo que nosotros vemos son más bien las enormes dificultades de plasmar una democracia socialista. Enormes dificultades de potenciarlas. La experiencia más importante es la que se está llevando a cabo en este país. Evidentemente muchos sienten que todavía hay un gran trecho por avanzar, y eso es cierto. Pero aquí me remito a una observación hecha por alguien que no fue ciertamente un teórico marxista, pero que realmente era un protagonista y un observador muy agudo de su tiempo, una especie de Lenin de hace cuatro siglos atrás, también obsesionado, al igual que el revolucionario ruso, por el problema de la organización. Me refiero al fundador de la Compañía de Jesús, San Ignacio de Loyola. Igncio dijo una vez que «en una ciudadela sitiada todo disenso se convierte en herejía.» Es una frase que me parece espectacular: «cualquier disenso puede convertirse en herejía.» ¿Esto qué quiere decir? Bien: Cuba es una ciudadela sitiada. Eso lo saben ustedes, y yo no voy a venir a demostrarles lo que es este bloqueo.
Cuba está haciendo un ensayo político que desde muchos puntos de vista es infinitamente más democrático, por ejemplo, que lo que tenemos en Argentina. Por lo que he leído y conversado me parece que ustedes saben quién es el representante político que tienen en la asamblea, de la ciudad y de donde sea. Yo con mi doctorado en los Estados Unidos y todo lo demás, ¡no sé quién es mi representante político en la ciudad de Buenos Aires! No tengo a nadie a quien reclamarle. No tengo uno solo de los treinta y pico diputados de la ciudad de Buenos Aires al cual pueda dirigirme y decirle: «Usted no me está representando a mí, no está velando por mis intereses.» Y lo mismo, o tal vez peor, ocurre en Brasil. ¿Sabían Uds. que cerca de la mitad de los quinientos y tantos diputados brasileños cambió de partido una vez electos? ¿A quién vota uno? ¿A qué programa? Creo que en Cuba hay un ensayo de construcción de una democracia socialista en condiciones extraordinariamente difíciles, y que me permite asociar una cosa. Ustedes recuerdan que Gramsci, en 1918, saca un artículo que se llama «La Revolución contra el capital». Ese artículo del joven Gramsci es muy interesante y agudo porque demuestra cómo en Rusia se produjo una revolución en contra de la lectura canónica, poco imaginativa y dogmática, de El capital, que decía que la revolución sólo podía estallar, así, de manera, inexorable, en los países de más desarrollo capitalista.
Diría que la democracia en Cuba es una especie de democracia socialista en contra de todo lo que dicen los libros. Y si lo que dicen los libros, interpretados talmúdicamente, es cierto, esto no podría funcionar ni siquiera con un mínimo de democracia. Y esta no es la situación de Cuba. Creo que el tema de la construcción de una democracia en países subdesarrollados, en países de la periferia, en países acosados, como es el caso de Cuba, es muy complejo. Piensen las dificultades que tuvieron los sandinistas. No aguantaron. Nicaragua no aguantó. Fue una presión brutal la que se ejerció sobre ellos. Cuba ha resistido esas presiones. Por eso creo que esto nos plantea un problema que surge de la experiencia particular de Cuba: es un llamado de atención para cualquier proceso de cambios en América Latina. ¿Un botón de muestra? Las enormes dificultades que aparecieron en Chile cuando el presidente Salvador Allende tomó una modesta iniciativa como era la de crear una editora nacional, la Editora Quimantú, para producir libros de literatura, de conocimiento universal, que estuvieran al alcance del pueblo a precios muy económicos. La reacción de la burguesía chilena a través de El Mercurio, a través del Rectorado de la Universidad Católica, movilizando intelectuales, fue feroz porque había una editorial fundada por el Estado para poner libros al alcance de la mano de todos los chilenos.
En esas condiciones, me parece a mí, la experiencia de la construcción de la democracia socialista es evidentemente muy difícil. Lo cual no justifica el ejemplo los extravíos cometidos en la antigua URSS, experiencia que muchas veces se asimila torpemente con la cubana. Personalmente, habiendo conocido ambas experiencias, aquella y ésta, realmente creo que tienen muy poco que ver. Son modelos políticos completamente diferentes. Allá se cometió una serie de errores que afortunadamente en Cuba no se han cometido. Lo cual no quiere decir que aquí no haya que seguir avanzando permanentemente para perfeccionar el funcionamiento de las instituciones de una democracia socialista.
El imperialismo no admite debates en ninguna parte. Para empezar, dentro de sus propias fronteras. Te lo digo yo, que hice un doctorado completo en la Universidad de Harvard y de literatura obligatoria sobre algún pensador contrario al sistema no pude leer ni una página en cinco años. Esto para que te quede claro. Ni una página. Ahora bien, todos los libros están allá. En universidades como Harvard, en las grandes universidades, están todos los libros de la tradición marxista, pero para el estudiante normal, común y corriente, eso no existe. Lo admiten en algún latinoamericano, como me dijo muy bien un profesor porque al fin y al cabo Usted se irá de regreso a su país.»
¿Que un debate aquí adentro no favorezca al enemigo? Bien, eso depende de la prudencia de quienes debaten. No puedo dar una fórmula. Creo que es importante debatir el marxismo, una filosofía que hace una crítica permanente de todo lo existente. Pero también es necesario tener en cuenta consideraciones políticas para no llevar agua al terreno de los enemigos irreconciliables de una revolución.
Rolando Fabián. Centro de Antropología. Quiero aprovechar su doble condición de científico social y de testigo de la marcha zapatista del 2001 a Ciudad México, ignorada por los medios masivos de difusión mexicanos y que yo seguí desde Prensa Latina. Usted dijo que la renuncia a la toma del poder en los nuevos movimientos, en este caso el zapatista, la guerrilla del 94, había sido adoptada a partir de seguir nuevos paradigmas, nuevos modelos, nuevos discursos. ¿En el caso de la guerrilla zapatista, la renuncia a la toma del poder no representó un cambio de estrategia basado en el hecho real de que la sociedad mexicana no quería violencia, ni por parte del ejército, en este caso dirigido por el presidente Carlos Salinas de Gortari, ni por la guerrilla? Quisiera saber su opinión en cuanto a si se trata de un cambio de estrategia, porque me he tomado la molestia de preguntarle a científicos sociales y antropólogos mexicanos que han pasado por aquí y todos me han dado la respuesta de los medios masivos de México: la guerrilla light, la guerrilla suave, la guerrilla que no tira tiros, la guerrilla que no ocupa espacios basándose en la violencia. Esa es mi pregunta. Gracias.
Atilio Boron. El EZLN cometió un error garrafal a partir de su entrada en la Ciudad de México. Así lo dije y lo escribí en su momento. En ese momento el EZLN se había establecido como una guerrilla que tenía una propuesta que era radical, que pasaba por una instancia militar, pero que tenía el proyecto de construir un amplísimo frente democrático anti-neoliberal y anti-imperialista en México. Y eso fracasó por errores estratégicos del EZLN. En primer lugar, porque hubo una incorrecta identificación de los problemas fundamentales de México a partir de la apreciación de que en México, a pesar de lo que decía Marcos, el problema fundamental era el problema indígena. México es una sociedad donde los indígenas constituyen una parte importante de la población, pero no es la más importante cuantitativamente, y mucho menos lo es desde el punto de vista cualitativo. México es un país mestizo, no es un país indígena. Es decir, es un país mestizo donde hay una población indígena importante, pero que no llega al 10% de la población y cuya centralidad en el debate público es cercana a cero. Por eso digo que ahí hubo un reduccionismo que considero muy peligroso. Así se lo comenté hace poco tiempo en Cuba a Evo Morales. Cuando Evo de alguna manera plantea la problemática boliviana en términos de aymara y quechua, le digo que está equivocado, porque en Bolivia, por más que tenga una fuerte presencia indígena, el 55% de la población está constituido por mestizos que no se sienten interpelados por una convocatoria que coloque en primer plano la problemática de las etnias aymara y quechua de Bolivia. Y los zapatistas cometieron el mismo error.
En segundo lugar, los zapatistas se retiraron de la Ciudad de México en el momento que había cerca de tres millones de personas saliendo a la calle a apoyarlos, y para todos fue una gran decepción. Cuando Marcos dice: «Nos volvemos a la Sierra», mucha gente dijo: «Pero no, si ya están dadas todas las condiciones, quédense acá. Quédense acá.» Y se volvieron (Alguien en el público pregunta para qué debían quedarse) ¿Para que? Para forzar al Parlamento a cumplir lo que habían acordado. Y que de repente no votaran una ley, a espaldas de los zapatistas, donde se retrotraía todo a la situación anterior. Esto no quiere decir que los zapatistas estaban en condiciones de tomar el poder. Pero por lo menos iban a lograr alguna cosa fundamental, por la cual habían marchado: una legislación que permitiera el reconocimiento de los pueblos indígenas. Y no lo hicieron. Se regresaron a la selva Lacandona. Y ahí quedaron aislados. Desde ese momento, el gobierno mexicano los tiene totalmente circunscritos. Creo que este fue el segundo error.
Voy a añadir un tercer error. Creo que en algún momento el zapatismo tenía que haberse planteado cómo articular diferentes formas de lucha. Formas de lucha que pasan por lo militar, algo que es muy importante, y formas de lucha que pasen por el plano legal e institucional. Y la articulación de ambas, de alguna manera, podía haber contribuido a generar un polo de izquierda mejor que el que finalmente México terminó teniendo, que es el PRD. Un PRD que ha tenido una conducta bastante lamentable en los últimos tiempos en México. Entonces creo que más que un cambio de estrategia, ahí hubo un error muy serio de estrategia que condujo a esa especie de retroceso en el que se encuentran los zapatistas y que ha llegado a una situación donde hoy en día por más de que se haya gestado un nuevo modelo administrativo o regional como los caracoles, la situación en Chiapas no ha cambiado para nada. Y pienso que más bien se están preparando las condiciones en un contexto de fascistización de la política mexicana -una de cuyas expresiones es el enfriamiento de las relaciones con Cuba- para resolver la crisis de Chiapas por la vía autoritaria y militar en el momento en que se produzcan algunas mínimas condiciones para ello. Creo que esto es todo lo que tengo que decir por ahora. Gracias a todos por su atención.
Fernando Martínez Heredia. Creo que todos debemos agradecer la presencia Atilio Boron esta tarde. Por sus palabras, por sus respuestas y por sus buenas preguntas. Esperamos pronto su regreso a Cuba.
[2] Segunda Conferencia Internacional Carlos Marx y los Desafíos del Siglo xxi. La Habana, Palacio de Convenciones, 4 al 7 de mayo de 2004.
[3] XXI Asamblea General del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Palacio de Convenciones, La Habana, 27 al 31 de octubre de 2003.
[4] Atilio Boron. Imperio e imperialismo. Una lectura crítica de un libro de Michael Hardt y Antonio Negri. La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2005. Premio de ensayo Ezequiel Martínez Estrada 2004.
[5] Michael Hardt y Antonio Negri. Empire . Cambridge , Harvard University Press, 2000. (Traducción española: Imperio. Buenos Aires, Paidós, 2002).
[6] John Holloway. Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder. Buenos Aires, Herramienta, 2002.
[7] No fue posible identificar correctamente a todos los participantes por deficiencias de la grabación. Por la misma razón, fue necesario sintetizar algunas de las intervenciones y ajustarlas a las repuestas del conferencista.
[8] Sobre este tema es imprescindible la consulta de la obra de Alfonso Sastre 2005 La batalla de los intelectuales o Nuevo discurso de las armas y las letras (Buenos Aires: CLACSO).
[9] Howard Zinn. La otra historia de los Estados Unidos. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2004.
[10] Boaventura de Sousa Santos. «Nuestra América: reinventando un paradigma» [Fragmentos]. Casa de las Américas [La Habana], año XLV, no. 237, octubre-diciembre, 2004, pp. 7-25.
[11] Atilio Boron. «Poder, «contrapoder» y «antipoder». Notas sobre el pensamiento crítico contemporáneo.» Temas [La Habana], no. 33-34, abril-septiembre, 2003, pp. 50-60.