Recomiendo:
0

El Teorema de Pasolini presente en nuestras vidas

Fuentes: Asia Times Online

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

Bolonia.- Temprano por la mañana del 2 de noviembre de 1975, en Idroscato, una barriada terminalmente espantosa en Ostia, en las afueras de Roma, hallaron el cuerpo de Pier Paolo Pasolini, de 53 años, un fenómeno intelectual y uno de los más grandes cineastas de los años sesenta y setenta, atrozmente golpeado y atropellado por su propio Alfa Romeo.

Fue difícil concebir una mezcla moderna más sorprendente, desgarradora, de tragedia griega con iconografía del Renacimiento; en un desolado escenario como sacado directamente de un filme de Pasolini; el propio autor fue inmolado como su personaje principal en Mamma Roma (1962) yaciendo en prisión como el Cristo Muerto, también conocido como Lamentación de Cristo, de Andrea Mantegna.

Podría haber sido una cita gay terminada terriblemente mal; un «mala vida» de 17 años fue acusado de asesinato, pero el joven también estaba vinculado a los neofascistas italianos. La verdadera historia nunca salió a flote. Lo que apareció es que «la nueva Italia» -o las secuelas de una nueva revolución capitalista- mató a Pasolini.

‘Los destinados a morir’

Pasolini solo pudo apuntar muy alto después de graduarse en literatura en la Universidad de Bolonia -la más antigua del mundo- en 1943. Hoy en día, un Pasolini es del todo impensable. Sería algo como un OVINI (objeto volador intelectual no identificado); el intelectual-poeta, dramaturgo, pintor, músico, escritor de ficción, teórico literario, cineasta y analista político total.

Para los italianos educados, fue esencialmente un poeta (qué inmenso cumplido significaba eso, hace décadas…) En su obra maestra Las cenizas de Gramsci, Pasolini traza un paralelo impresionante, en términos de esforzarse por lograr un ideal heroico, entre Gramsci y Shelley – quienes están enterrados en el mismo cementerio en Roma. Hablemos de justicia poética.

Luego pasó sin esfuerzo alguno de la palabra a la imagen. El joven Martin Scorsese quedó absolutamente atónito cuando vio por primera vez Accattone (1961); además del joven

Bernardo Bertolucci, quien aprendió por casualidad los hechos en el terreno como camarógrafo de Pasolini. Como mínimo, no habría un Scorsese, un Bertolucci, o en realidad un Fassfinder, un Abel Ferrara, e innumerables otros sin Pasolini.

Y especialmente hoy en día, mientras nos deleitamos con nuestra chabacana Vanity Fair [Feria de las navidades] de todos los días, es imposible no simpatizar con el método de Pasolini – que pasa del ácido sulfúrico crítico de la burguesía (como en Teorema y Pocilga) para buscar refugio en los clásicos (su fase de la tragedia griega) y la fascinadora medieval Trilogía de la Vida – las adaptaciones de El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972), y Mil y una noches árabes (1974).

Tampoco es sorprendente que Pasolini haya decidido huir de una corrupta y decadente Italia y filmar en el mundo en desarrollo – de Cappadocia en Turquía para Medea a Yemen para Mil y una noches árabes. Bertolucci hizo lo mismo después, filmando en Marruecos The Sheltering Sky (El cielo protector en España, Refugio para el amor en Argentina), Nepal (su épica Buda) y China (El último emperador, su formidable triunfo en Hollywood).

Y luego hubo el inclasificable Salo o 120 días de Sodoma, la última torturada, devastadora película de Pasolini, estrenada solo unos pocos meses después de su asesinato, prohibida durante años en docenas de países, e implacable en la extrapolación más allá del flirt de Italia (y de la cultura occidental) con el fascismo.

De 1973 a 1975, Pasolini escribió una serie de columnas para el Corriere della Sera, basado en Milán, publicadas como Escritos corsarios en 1975 y luego como Lettere luterane, póstumamente, en 1976. Su tema predominante era la «mutación antropológica» de Italia moderna, que también puede ser interpretada como un microcosmos para la mayor parte de Occidente.

Pertenezco a una generación en la cual muchos fueron absolutamente paralizados en su asombro por Pasolini en la pantalla y en el papel. En aquel entonces, era obvio que esas columnas eran el lanzagranadas antitanque de un intelectual extremadamente incisivo – pero terriblemente solitario. Al releerlas actualmente, suenan nada menos que proféticas.

Al examinar la dicotomía entre muchachos burgueses y muchachos proletarios -como en Italia del Norte en comparación con Italia del Sur- Pasolini tropezó hacia nada menos que una nueva categoría, «difícil de describir (porque nadie lo había hecho antes)» y para la cual no tenía «precedentes lingüísticos o terminológicos». Eran «los destinados a morir». Uno de ellos, de hecho, puede haberse convertido en su asesino en Idroscalo.

Como argumentó Pasolini, los nuevos especímenes eran aquellos que hasta mediados de los años cincuenta hubieran sido víctimas de la mortalidad infantil. La ciencia intervino y los salvó de la muerte física. Por lo tanto son sobrevivientes, «y en su vida hay algo de contra natura». Por lo tanto, argumentó Pasolini, como hijos que nacen actualmente no lo son, «benditos», a priori, los que nacen «en exceso» son definitivamente «no benditos».

En breve, para Pasolini, haciendo gala de un sentimiento de no ser realmente bienvenidos, e incluso de sentirse culpables al respecto, la nueva generación era «infinitamente más frágil, ignorante, triste, demacrada y enferma que todas las generaciones precedentes». Son deprimidos o agresivos. Y «nada puede eliminar la sombra que una anormalidad desconocida proyectó sobre su vida». Actualmente, esta interpretación puede explicar fácilmente, la alienada, trasnacional, juventud islámica que se une a una yihad por desesperación.

Al mismo tiempo, según Pasolini, ese sentimiento inconsciente de ser fundamentalmente desechables, solo alimenta «a los destinados a morir» en su ansia de normalidad, «la adherencia total, sin reservas, a la horda, la voluntad de no parecer distintos o diversos». Por lo tanto «muestran cómo vivir agresivamente el conformismo». Enseñan «renunciamiento», una «tendencia hacia la infelicidad», la «retórica de la fealdad», y la ignorancia. Y los ignorantes se convierten en campeones de la moda y de la conducta (aquí Pasolini ya estaba prefigurando a los punk en Inglaterra en 1976).

El auto descrito «viejo burgués idealista, racionalista» fue mucho más allá de esas reflexiones sobre la generación «sin futuro». Pasolini acumuló, entre otros desastres, la destrucción urbana de Italia, la responsabilidad por la «degradación antropológica de los italianos, la terrible condición de hospitales, escuelas y de la infraestructura pública, la salvaje explosión de la cultura y de los medios de masas, y la «estupidez delincuente» de la televisión, del «peso moral» de los que han gobernado Italia desde 1945 a 1975, es decir, los demócratas cristianos apoyados por EE.UU.

Configuró hábilmente el «cinismo de la nueva revolución capitalista – la primera verdadera revolución derechista». Semejante revolución, argumentó, «desde un punto de vista antropológico -en términos de la fundación de una nueva ‘cultura’- implica hombres sin ningún vínculo con el pasado, que viven en la ‘imponderabilidad’. Por lo tanto la única expectativa existencial posible es el consumismo y la satisfacción de sus impulsos hedonistas.» Es la mordaz crítica de la «sociedad del espectáculo de Guy Debord en los años sesenta expandida al oscuro horizonte cultural de «el sueño de acabó» de los años setenta.

En ese entonces, esto era material radiactivo. Pasolini no tenía contemplaciones; si el consumismo había sacado Italia de la pobreza «para satisfacerla con un bienestar» y una cierta cultura no popular, el resultado humillante fue obtenido «mimando a la pequeña burguesía, estúpida escuela obligatoria y televisión delincuente». Pasolini solía ridiculizar a la burguesía italiana como «la más ignorante de toda Europa» (bueno, en esto se equivocaba; la burguesía española realmente se lleva la palma).

Así surgió un nuevo modo de producción de cultura -construida sobre el «genocidio de culturas precedentes»- así como una nueva especie burguesa. Si solo Pasolini hubiera sobrevivido para verla actuando de gala, como Homo Berlusconis.

La Gran Belleza ya no existe

Ahora, el corazón de las tinieblas consumista -«el horror, el horror»- ya profetizado y detallado por Pasolini a mediados de los setenta ha sido retratado en toda su deslumbrante ostentosidad por un cineasta italiano de Nápoles, Paolo Sorrentino, nacido cuando Pasolini, para no mencionar a Fellini, ya estaban en la cima de sus poderes. La gran belleza -que acaba de obtener el Golden Globe como Mejor Película Extranjera y probablemente también ganará un Oscar- sería inconcebible sin La Dolce Vita (de la cual es una coda no reconocida) y la crítica de «la nueva Italia» de Pasolini.

Pasolini y Fellini, a propósito, procedían ambos de una fabulosa tradición intelectual en

Emilia-Romagna (Pasolini de Bolonia, Fellini de Rimini, así como Bertolucci de Parma). A principios de los años sesenta, Fellini solía decir bromeando con su amigo, y todavía aprendiz, Pasolini que no estaba equipado para la crítica. Fellini fue siempre pura emoción, mientras Pasolini -y Bertolucci- eran emoción modulada por el intelecto.

La sorprendente cinta de Sorrentino -un paseo salvaje sobre las ramificaciones de la Italia berlusconiana- es La Dolce Vita horriblemente amargada. Cómo no identificarse con Marcello (Mastroianni) que ahora llega a los 65 (e interpretado por el sorprendente Toni Servillo), sufriendo de bloque mental del escritor mientras navega su reputación de rey de la vida nocturna de Roma. Como el gran Ezra Pound -que amaba profundamente Italia- también profetizó, una baratija de mal gusto que terminó por sobrevivir nuestros días en una insulsez berlusconiana donde -según un personaje- todos «olvidaron sobre cultura y arte» y el antiguo ápex de la civilización terminó siendo conocido solo por «la moda y la pizza».

Es exactamente lo que Pasolini nos decía hace casi cuatro décadas -antes de que una manifestación espectral, ensangrentada de esa misma ostentosidad lo silenciara. Su muerte, al fin, probó -anticipadamente- su teorema; siempre tuvo, por desgracia, toda la razón.

Pepe Escobar es autor de Globalistan: How the Globalized World is Dissolving into Liquid War (Nimble Books, 2007) y de Red Zone Blues: a snapshot of Baghdad during the surge. Su libro más reciente es Obama does Globalistan (Nimble Books, 2009). Contacto [email protected]

Copyright 2013 Asia Times Online (Holdings) Ltd. All rights reserved.

Fuente: http://www.atimes.com/atimes/World/WOR-02-170114.html