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El terror hecho sistema

Fuentes: La Nación

El documento firmado por el general Pinochet desapareció. Se hizo desaparecer al igual que los cuerpos de la mayor parte de las víctimas de la Caravana de la Muerte. Pero la huella criminal del dictador quedó claramente estampada en otros papeles y hechos, al punto que la Corte Suprema no tuvo dudas al momento de […]

El documento firmado por el general Pinochet desapareció. Se hizo desaparecer al igual que los cuerpos de la mayor parte de las víctimas de la Caravana de la Muerte. Pero la huella criminal del dictador quedó claramente estampada en otros papeles y hechos, al punto que la Corte Suprema no tuvo dudas al momento de conceder el desafuero el 8 de agosto de 2000. Luego fue sometido a proceso por el ministro Juan Guzmán.

Tan contundentes eran las pruebas que su defensa no tuvo otro camino que inventarle la condición de demente. La Corte Suprema se tragó el cuento y dictó el sobreseimiento definitivo en el 2001. Una demencia que, para no herir el orgullo de Pinochet, fue calificada como «demencia subcortical de origen vascular leve a moderada». Y así, escapando de la justicia por la vía de «hacerse el loco», pudo mantener su impunidad hasta que el informe del Senado de Estados Unidos hizo estallar el escándalo de sus cuentas secretas, en el 2004, y quedó a la vista su fría cordura para decidir movimientos financieros que acrecentaban su malhabida fortuna.

Cuando la justicia no tuvo más camino que volver a declararlo «sujeto apto» para ser procesado, en el 2005 , el caso de la Caravana de la Muerte ya no podía reincorporarlo como inculpado. Así es la ley. Pero la investigación judicial halló a otras dos víctimas -el caso de Curicó- y por ellas Pinochet retornó al trágico escenario del helicóptero Puma que sembró terror y muerte en 1973.

Vamos por partes para entender con claridad este complejo y decidor caso. Complejo porque comprende lo ocurrido en varias ciudades del sur y norte de Chile. Decidor porque delata -tras el bombardeo de La Moneda- el ánimo criminal de Pinochet y su decisión de violar todas las leyes y tratados para instalar una cruel dictadura. Y su acción, en este caso, echa por tierra la tesis de «excesos de mandos medios» que ha buscado exculparlo de los crímenes.

Viaje al sur

No está clara la verdadera razón por la que Pinochet escogió al general Sergio Arellano Stark para encabezar esta misión militar. El hecho es que le otorgó el máximo poder: oficial delegado del Presidente de la Junta de Gobierno y comandante en jefe del Ejército. Es decir, el general Arellano se transformó en el alter ego de Pinochet mientras recorrió Chile.

¿En qué consistió la misión? En asesinar prisioneros políticos, emitiendo una clara señal al país. El mensaje para los civiles y militares fue: no hay ley que valga, poco y nada importan los consejos de guerra, podemos asesinar a quien deseemos e incluso enterrar clandestinamente los cadáveres. Comenzó la guerra y es «guerra sucia».

Fue el 23 de septiembre de 1973 cuando el Puma se elevó rumbo al sur. Como confesó luego el brigadier Pedro Espinoza, el recorrido contempló las ciudades de Curicó, Talca, Cauquenes, Linares, Concepción, Temuco, Valdivia y Puerto Montt. No en ese orden. Se registra una primera visita a Valdivia entre el 23 y 25 de septiembre. La segunda fue el 3 de octubre. El general Héctor Bravo, comandante en jefe de la cuarta división, dijo a la justicia que -en la primera visita de Arellano- fue firme para decirle que no aceptaba interferencias en los consejos de guerra. Pero tras recibir varios telefonazos de Arellano, le comunicó la condena a muerte de doce personas. Y el oficial-delegado llegó el 3 de octubre para asistir al fusilamiento de José Liendo, líder del Movimiento Campesino Revolucionario, conocido como «el comandante Pepe». Y al día siguiente se fusiló a los otros once, incluyendo al lisiado Pedro Barría, quien sólo podía movilizarse en silla de ruedas, y a José Barrientos, vicepresidente de la federación de estudiantes. El general Bravo no pudo recordar por qué no se entregaron los cuerpos a las familias.

El 30 de septiembre se registra la visita al regimiento de Talca. El comandante Efraín Jaña declaró que Arellano lo saludó fríamente: «Se limitó, en forma tajante, a preguntarme por el número de bajas registradas en mi jurisdicción». Jaña le contestó que Talca estaba en calma, completa normalidad. Arellano le hizo un discurso sobre la guerra y el recién «descubierto» Plan Zeta. Al final, de nada valió que incluso el general Washington Carrasco avalara la correcta actuación del comandante Jaña. «El general Arellano, no obstante lo anterior, lo relevó de sus funciones militares y de sus funciones como intendente», explicó el general Carrasco al juez. No sólo eso. Se ordenó su arresto, fue sometido a un consejo de guerra presidido por el propio general Arellano y condenado a tres años de presidio. Mensaje para el Ejército: el que no aplique mano muy dura, va perdido.

También el 30 de septiembre de 1973 se registra la visita a Curicó, donde el general Arellano ordenó el traslado de dos prisioneros a Santiago: Wagner Salinas y Francisco Lara. Estuvieron arrestados en el regimiento Tacna hasta que, el 5 de octubre, aparecieron sus cuerpos acribillados. Este caso no fue registrado en la primera etapa de investigación del juez Guzmán. Y cuando el juez Montiglio -su reemplazante- halló las pruebas, logró el desafuero de Pinochet y lo sometió a proceso el pasado 27 de noviembre. Lo mismo hizo con el general Arellano. Acusación: autores de dos secuestros y homicidios calificados.

El primer día de octubre de 1973, el Puma llegó a Concepción. Obviamente ya el general Washington Carrasco estaba muy ofuscado por lo ocurrido en Talca, zona bajo su mando. Varias fuentes confirman que el choque entre los generales fue muy fuerte. Y dicen que Carrasco, en privado, sostiene que logró detener la masacre. En público, ante la justicia, el general Carrasco dijo que Arellano «solamente se refirió a la necesidad de acelerar los procesos. Luego supe que algunos miembros de su comitiva habrían dicho que yo era blando y muy bueno para dar explicaciones». Más aún. El general Carrasco develó indirectamente lo que estaba en juego, al decir que Pinochet y los miembros de la Junta estaban «preocupados por la situación de tranquilidad que existía en la zona, pues permanentemente estaban consultando, dado que en esa época muchos denominaban a Concepción como el Vietnam chileno y era lógico que presumiesen que hubiese habido enfrentamientos».

El 4 de octubre de 1973, el helicóptero aterrizó en el patio de honor del regimiento de Cauquenes. El coronel Rubén Castillo Whyte declaró a la justicia que se sorprendió al ver cómo descendieron «con uniforme de combate y armamento». Dijo que Arellano «me indicó que debía revisar los procesos». Le entregó las carpetas, aclarándole que las causas aún estaban en estado de sumario. Y entonces ocurrió:

«El general Arellano, con un lápiz en la mano, señalizó con una marca varios nombres, tomando en consideración la columna ‘delito que se le acusa’ y ordenó a Pedro Espinoza que, junto a Marcelo Moren Brito y Armando Fernández Larios, se dirigieran al cuartel de Investigaciones a interrogar a los detenidos», declaró el comandante Castillo.

No hubo tal interrogatorio. Miembros de la Caravana de la Muerte sacaron del cuartel de Investigaciones a cuatro jóvenes socialistas. El detective Clodomiro Garrido le dijo al juez que le impresionó ver al teniente Fernández Larios «fuertemente armado, llevaba pistola, revólver, un corvo, un yatagán, entre otros». Los jóvenes Claudio Lavín, Pablo Vera, Miguel Muñoz y Manuel Plaza fueron masacrados en un fundo en las afueras de la ciudad. Y sus cadáveres se enterraron clandestinamente.

Viaje al norte

Se inició el 16 de octubre de 1973. El brigadier Espinoza dijo al juez que el recorrido contempló las ciudades de La Serena, Copiapó, Antofagasta, Calama, Iquique, Arica y Pisagua.

¿Qué ocurrió en el regimiento de La Serena? El comandante del regimiento, coronel Ariosto Lapostol, declaró al juez que el general Arellano pidió revisar los antecedentes de los detenidos. Y se repitió la escena:

«El general Arellano procede a revisar y a colocar un ticket en cada nombre de detenido que seleccionaba», declaró Lapostol, agregando que el lápiz era de color rojo.

Marcó a quince detenidos y dijo que debían ser sometidos a consejo de guerra. «En el intertanto, el mayor Moren Brito procedía a anotar el nombre de cada detenido en una libreta aparte. Yo le hice presente al general Arellano que entre ellos había tres personas que ya habían sido sometidas a consejo de guerra y que ya estaban cumpliendo su condena en la penitenciaría. Sin embargo, el general Arellano me indicó que las penas eran muy leves y que era necesario someterlos a un segundo consejo de guerra», declaró el coronel Lapostol ante la justicia.

No hubo tal consejo de guerra y así fueron asesinados quince prisioneros en el patio del regimiento. Los primeros disparos fueron hechos por miembros de la Caravana de la Muerte. Los segundos, tiros de gracia, por oficiales del regimiento. Entre las víctimas estaba Jorge Peña Hen, director de la Escuela de Música y fundador de la orquesta infantil. Los cuerpos fueron enterrados clandestinamente.

El general Arellano, ante la justicia, endosó la culpa a tres oficiales de su comitiva: «En La Serena, los oficiales Arredondo, Moren Brito y Fernández Larios actuaron por su cuenta. Es esa la impresión que tengo». Arredondo, al ser careado con Arellano, declaró: «Mi general estuvo siempre informado de las ejecuciones y del número de ellas (…) En La Serena, le di cuenta de la ejecución de quince personas». Moren Brito declaró que era «lógico que el general Arellano estuviera en conocimiento de los fusilamientos. Lo digo porque iba a cargo de la misión». Hizo mención, además, a la personalidad del general Arellano: «Era un militar cien por ciento, duro, inflexible, de gran prestigio, su palabra era ley».

A Copiapó llegó el helicóptero Puma el mismo 16 de octubre como a las 20 horas. Cuando el general Arellano tuvo enfrente al comandante del regimiento, Óscar Haag, «lo reprendió por la forma en que vestía, añadiendo que el país estaba en guerra, razón por la cual le ordenó que se cambiara de ropa», declaró al juez el entonces teniente Enrique Vidal, ayudante de la comandancia.

Ya en tenida de combate, Haag se reunió con el general Arellano y su alto mando en la oficina de la comandancia. Leyó el documento firmado por Pinochet y comprendió -dijo al juez- que «en ese momento quedaba subordinado del mando, pues -de acuerdo al reglamento- el Oficial Delegado tiene plenas y amplias atribuciones para obrar en todos los aspectos del mando».

Se repitió la escena. Revisión de las carpetas de los detenidos. Y nuevamente las marcas de la muerte:

«Al final de la reunión, el general Arellano entregó la lista que había recibido por parte de la fiscalía con los nombres de todos los detenidos (…) en la que había marcado el nombre de trece personas, ordenando que debían ser fusiladas a la brevedad. Estas personas fueron ejecutadas estando con sumarios pendientes porque la orden del general no podía dejar de cumplirse, dada su alta investidura», declaró al juez el comandante Haag.

Pero también había tres casos de condenados a muerte, en primera instancia, cuya apelación revisaba el comandante Haag por esos días: «El general Arellano ordenó que se cerrara la causa y que prepararan el documento para firmar el cúmplase al día siguiente».

Así fue como dieciséis prisioneros fueron asesinados -en dos ejecuciones- en Copiapó y sus cuerpos, enterrados clandestinamente. Entre las víctimas está el ingeniero Winston Cabello, cuya hermana entabló y ganó -en EEUU- una demanda civil contra el mayor (R) Fernández Larios.

En la mañana del 18 de octubre llegó a Antofagasta el helicóptero Puma. Era la zona de mando del general Joaquín Lagos, en cuya casa alojó el general Arellano. Nada dijo a Lagos sobre su condición de oficial-delegado, representante del general Pinochet. Pero sí le mostró el documento al teniente coronel Marcos Herrera, auditor de la división.

«Me exhibió un documento y me dijo que, desde ese instante, pasaba a tener el mando en todo lo relativo a procesos y consejos de guerra, ya que el título de Oficial Delegado lo convertía en autoridad superior al general Lagos» declaró al juez el auditor Herrera.

¿En qué consistía la misión del general Arellano?, preguntó el juez. «Me informó el general Arellano que el general Pinochet quería terminar luego los procesos pendientes (…) es decir, quería cortar de una vez por todas los juicios», respondió el auditor Herrera.

Ese mismo 18 de octubre, entró en escena el general Pinochet. Su vuelo hizo escala técnica en Antofagasta, rumbo a Iquique. Y dejó allí a su esposa Lucía. Demasiadas visitas ilustres en un mismo día. Tras la comida, Lagos preguntó a Arellano qué le parecían los procesos que estaba examinando. «Me contestó que nada de importancia había», declaró al juez el general Lagos.

Mientras los generales se enfundaban en sus pijamas, el estado mayor de Arellano entraba en acción. Catorce prisioneros fueron asesinados con ráfagas de ametralladora y fusiles de repetición. De eso se enteró el general Lagos al día siguiente, cuando el Puma ya se elevaba en los cielos de Antofagasta. En medio de la confusión y el horror, Lagos trató de comunicarse con Pinochet, «pero se encontraba viajando entre Iquique y Arica». Ordenó al capellán hablar con las familias de las víctimas y a los médicos, «armar» los cadáveres para entregarlos en urnas selladas. Ordenó también la inmediata reunión de todos los comandantes de la división y les preguntó si sabían lo ocurrido. Todos se quedaron en silencio. Preguntó quién había facilitado los vehículos para el traslado de prisioneros y se levantó el coronel Adrián Ortiz. ¿Por orden de quién? Ortiz guardó silencio.

«Los comandantes estaban silenciosos porque no entendían lo que ocurría, no entendían mis preguntas, suponiendo que yo estaba al tanto de la misión de Arellano», se explicó luego el general Lagos, quien ese mismo día decidió retirarse del Ejército.

A Calama llegó el Puma pasada las diez de la mañana del 19 de octubre de 1973. La escena fue surrealista. En la pista, una banda militar entró en acción mientras los oficiales de Calama, vestidos con su uniforme normal, se aprestaban a saludar. «Fue tan extraño. Salieron todos del helicóptero en tenida de combate y en actitud de combate, cascos de acero, uniformes llenos de cargadores, metralletas en las manos», declaró el coronel Eugenio Rivera, comandante del regimiento. «Me rechazó todo el programa que le había preparado y me dijo que venía a revisar y acelerar los procesos», agregó.

Fue el segundo comandante, coronel Óscar Figueroa, quien aclaró lo ocurrido, en la reunión que se efectuó en la comandancia, a fojas 2075 del proceso. Y ahí están nuevamente las marcas de la muerte.

«El general Arellano solicitó el listado de todos los sumariados y el mismo general ticó(sic) un número determinado de personas y ordenó que se formara un consejo de guerra», dijo el coronel Figueroa al juez.

Y mientras deliberaba el consejo de guerra, los veintiseis prisioneros señalados por Arellano fueron sacados de la cárcel y asesinados en las afueras de Calama. Sus cadáveres se enterraron en tumba clandestina.

La huella criminal de Pinochet quedó estampada a comienzos de noviembre de 1973. Desde Santiago le pidieron al general Lagos informar acerca de los ejecutados en su zona. Hizo una lista que separó las ejecuciones por sentencia de consejo de guerra de aquellas realizadas «por orden del Delegado del C.J.E., GDB Sergio Arellano Stark». Le ordenaron de inmediato presentarse en la capital y entregó el listado a Pinochet. Esa misma noche, recibió la visita del coronel Enrique Morel, quien le transmitió la orden de Pinochet: «En el oficio conductor no debía especificarse lo obrado por el general Arellano», declaró Lagos. No sólo eso. Morel le devolvió los papeles, donde las correcciones a mano fueron hechas de puño y letra de Pinochet. Y el general Lagos guardó los papeles por un cuarto de siglo hasta entregarlos al juez.

Prueba de la culpabilidad de Pinochet es también lo que ocurrió con todos los integrantes de la caravana de la muerte: fueron premiados con ascensos o destinaciones especiales. Y en cuanto al general Arellano, quien sostuvo por años que era inocente y que la naciente DINA le tendió una trampa, tuvo que reconocer finalmente que él designó al coronel Sergio Arredondo como su jefe de Estado Mayor y que los oficiales Moren Brito y Fernández Larios pertenecían a su agrupación de combate. En suma, no fueron agentes DINA ni sicópatas criminales que actuaron a sus espaldas. Cumplieron a cabalidad con todo lo que se les ordenó.