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Entrevista a Margaret Randall

El testimonio del otro: compromiso, pasión y riesgo

Fuentes: La Jiribilla

En vez de la historia de una mujer escrita por un literato, la historia de esa mujer contada por sí misma; el hombre que filma su propia muerte por sida; lo que significa en una vida humana nacer en el cuerpo equivocado; el indio de Nuevo México que conserva memorias psíquicas de hace más de […]

En vez de la historia de una mujer escrita por un literato, la historia de esa mujer contada por sí misma; el hombre que filma su propia muerte por sida; lo que significa en una vida humana nacer en el cuerpo equivocado; el indio de Nuevo México que conserva memorias psíquicas de hace más de 500 años, cuando el conquistador les cortó un pie a todos los jóvenes que se resistieron a sus atrocidades. Son obras que la sacuden. Testimonios del otro… «el otro» así, entre comillas ―insiste y se abstiene de explicaciones.

Después de haber vivido en la Isla durante 11 años ―aquellos que coincidieron con la segunda década de la Revolución Cubana―, Margaret Randall * ha vuelto a Casa. A su hogar y al de las Américas, dice, donde asistiera como jurado de Poesía en 1972. Esta vez ha ocupado sus días la lectura de 22 testimonios (23, ya verán por qué), obras que igual número de autores latinoamericanos apostaron como cartas de triunfo en la edición 52 de uno de los premios literarios más antiguos y prestigiosos del continente.

En un buen libro de historia oral ―como hace unas décadas le llamaban al género―, Margaret Randall espera encontrar, en primer lugar, un conocimiento profundo acerca de lo que se escribe, pasión, compromiso y riesgo. Y quien la escucha tiene la sensación, al final, de que no es necesario hurgar mucho en busca de esas explicaciones que prefirió reservarse; uno mismo compone las suyas: si el período de bonanza experimentado por el testimonio desde los 60-70 del pasado siglo entronizó la voz del «otro» en el centro de la Historia y su construcción inmediata, el siglo XXI compra boletos de primera fila en la contraparte. Se escucha, se lee: han muerto las grandes narrativas; periodismo y literatura firmaron cláusula definitiva y diabólica de divorcio; es el fin de la Historia y las historias. Entonces, es el «otro» mutante quien serpentea entre las páginas y amenaza con dar el salto sin atreverse, el que parece seducir a quienes aún confían en el testimonio como fuerza transformadora. El «otro» que necesita comillas porque tal vez necesite de un nombre distinto o, sencillamente, de la secuencia infinita de revoluciones y paradojas, para poder «ser».

Margaret Randall ha visto crecer el género, en su país y al Sur. ¿En qué se parece este adulto al recién nacido que conoció en los 70, precisamente en Cuba?

Hoy se llama literatura testimonial, antes le decíamos Historia oral. Aunque se remonta a los inicios mismos de la literatura mundial, cobró una especial fuerza en América Latina en las décadas del 60 y 70 del siglo pasado, cuando la Revolución Cubana y otros intentos de transformación comenzaron a escuchar a los verdaderos protagonistas de la Historia. Allí donde las tensiones sociales son más agudas, se dan los testimonios más interesantes. En aquel entonces, el punto álgido era entre clases, culturas y razas. Hoy, las diferencias de identidad, la persona artística, el transgénero, el estrés a causa de la violencia, están en el centro del interés. Es evidente que el testimonio, como género, cambia a la vez que las épocas y los momentos históricos.

Muy lejos estamos ahora de ese momento luminoso en que muchos de nosotros creíamos que estábamos ganando la batalla por un mundo mejor. Hoy el mundo está mucho más globalizado y no precisamente para bien, el equilibrio de fuerzas es distinto. El testimonio tiene que dar cuenta de este nuevo estado de cosas; pero lo que constituye el género se ha diluido también con las fronteras de otros géneros que no son ya tan tradicionales. Eso es bueno, pero corre el riesgo de perder aquello que lo define.

En los 60 e incluso en los 70, usted solía decir que la poesía podía transformar el mundo. ¿Aún lo cree?

Lo pienso, aunque de otra manera. En aquellos años era una joven bastante inocente. La poesía es muy importante y cuando hablo de poesía, estoy refiriéndome a la literatura y al arte en general. Es imprescindible para la sobrevivencia de la especie humana e, incluso, para otras especies: un error que cometimos y que seguimos cometiendo fue el de creer que como seres humanos somos el centro de todos. Los sistemas son interdependientes, y la creación artística lo entiende como nada. El testimonio, especialmente.

¿El testimonio la llevó al feminismo?

Al feminismo llegué en el año 69, en México, por el hecho de que viví allí y empecé a encontrarme con las ideas de lo que hoy se llama la «segunda ola del feminismo», en EE.UU. y Europa. Me deslumbraron en lo personal, porque como tantas mujeres, yo había tenido muchos problemas en las relaciones con los hombres. De momento, me percaté de que no eran problemas individuales sino compartidos, males que provenían de una sociedad patriarcal. Me cambió la vida. Hasta el día de hoy, siento que el feminismo ha sido tan importante para mí como el Socialismo o el Marxismo. A partir de ahí, vine a Cuba y comencé a hacer historia oral con mujeres. Nunca había estado en un país socialista y quería descubrir, en realidad, cuánto y cómo les había cambiado la vida a las mujeres.

¿Qué descubrió?

Descubrí que la cambió, en gran medida; pero especialmente, que lo puede cambiar porque está en la esencia del proyecto social. Eso, si se aleja del paternalismo y lo asume como extensión a toda la sociedad, como análisis del poder en tanto categoría política. ¿Quién lo sostiene, cómo se manifiesta, cómo se manipula? Son preguntas importantes desde lo más íntimo -una pareja o una familia-, creciendo hasta sus formas de expresión en una nación o, más allá, entre naciones de todo el mundo.

Es una de las posibilidades del testimonio, la tensión entre historia individual-colectiva…

Absolutamente.

Sus primeras incursiones en el género no solo posibilitaron que aquellas mujeres encontraran sus voces y se expresaran por sí mismas; también usted halló en aquel ejercicio importantes revelaciones en cuanto a su vida personal. ¿Cuánto transforma el testimonio a quien lo asume como expresión?

Si lo hace honestamente y con ánimo de escuchar, la transformación es muy profunda. Hay quienes lo intentan arrastrando los lastres de sus propios prejuicios y así nunca conseguirán nada. Escuchar al otro es la única forma de que ese otro escuche su propia voz, y la transmita. Es un proceso transformador: le cambia la vida a quien lo escribe, tanto o más que a quien testimonia.

Sus primeros hallazgos en el género fueron precisamente en Cuba. Sin embargo, además de esos 11 años donde conoció la segunda década de la Revolución, usted cita con frecuencia otros procesos que la han sacudido: el desarrollo del arte abstracto en New York, en los 50; las luchas sociales en México; Vietnam; el Sandinismo en Nicaragua… ¿Qué comparten?

Comparten la intención: cambiar el mundo. Y no me refiero solo a un sentido sociopolítico. Algunos de esos procesos como la Revolución Cubana, la Nicaragüense o el movimiento estudiantil en México, fueron -en el caso de Cuba, lo sigue siendo- un esfuerzo por cambiar radicalmente las relaciones de producción y también las relaciones entre las personas, la sociedad. Otros, son momentos históricos en el sentido de la creación artística, como el momento al que te refieres: el expresionismo abstracto de New York, con cuyos artistas estuve asociada. Momentos de romper con un tradicionalismo estéril y emprender otro camino. Al menos, para ver a dónde conducen.

En estos momentos -y no solamente en Cuba-, estamos en el umbral de una situación realmente preocupante, por muchos motivos: el colapso económico a escala mundial, del cual ni siquiera EE.UU. está ajeno; los cambios climáticos -que no son uno solo-. Todo esto conduce a situaciones que ni podemos imaginar. Si uno piensa que los cambios climáticos, por ejemplo, se tratan solo de perder terreno físico, está equivocado: sus consecuencias en la defensa, la economía, la salud… son impensados. Estamos viviendo momentos críticos, como aquellos. Por tanto, momentos en que, como en aquellos, tenemos que retarnos a nosotros mismos e imponernos estar a la altura de las situaciones; sean tan disímiles como salvar el planeta o -en el caso de Cuba- salvar un experimento social, político y cultural que es único en la Historia.

Vivió los años 70 cubanos, y desde aquellos momentos ha sabido advertir los errores cometidos entonces y compartirlos con humildad. ¿El haberlos vivido le cambió la visión que tenía sobre la construcción cubana?

Sí, pero en otro sentido: sucede que yo antes no tenía ninguna visión. Sabía de la existencia de la Revolución, pero una cosa tan compleja como es una Revolución hay que vivirla para entenderla al menos un poco. Vivir aquí 11 años tuvo y tiene un lugar en mi vida muy importante: aquí mis dos hijos mayores se graduaron de la Universidad, aquí los crié, aquí adquirieron una visión del mundo que difícilmente habrían obtenido en otro lugar.

Y lo que sucede con ese momento, llamado ahora «el quinquenio gris», es que no creo que los problemas de Cuba hayan empezado ni terminado en los 70. No es ánimo de criticar: todo intento tan complejo como lo es llevar un país del capitalismo a un modelo de socialismo, es muy difícil. Errores y aciertos tienen que sucederse todos los días, es natural; el reto está en reconocer los errores y afianzar los aciertos, construir sobre ellos.

Estar cerca de Cuba y vincularse tanto a procesos como el nicaragüense, además, la condujo en aquellos años a una fuerte pelea legal con el gobierno de su país…

Salí de Cuba en el año 80 y fui a Nicaragua, donde viví cuatro años, durante el Sandinismo. Luego regresé a EE.UU., habiendo estado fuera 23 años. Antes de venir a Cuba, en el 67, había adquirido la nacionalidad mexicana, pues estaba casada allí y la necesitaba para trabajar con más facilidad. En aquellos años, cuando uno adquiría otra nacionalidad perdía automáticamente la suya.

Cuando llegué a EE.UU. en el 84, entonces, acudí a pedir la residencia como cualquier extranjero. Pensé que sería una formalidad; pero el gobierno -por el hecho de haber vivido en Cuba y en Nicaragua, por haber escrito cosas que no tenían cabida en tiempos de Reagan- me negó la residencia, e intentaron deportarme. Me citaron a una entrevista. Cuando llegué, encontré que tenían sobre una mesa siete de mis libros y que habían subrayado en amarillo todos los pasajes que les parecían «objetables»: opiniones acerca de Cuba, del Sandinismo, en contra de la política norteamericana en Vietnam y en Centroamérica.

Pude haber aceptado la orden de deportación; pero preferí quedarme a luchar. La batalla duró cinco años. Fui perdiendo de instancia legal en instancia legal. Empecé en El Paso y de ahí en lo adelante se sucedieron muchos procesos. Lo definitorio fue el apoyo recibido de artistas, escritores, académicos no solo norteamericanos, junto con un grupo de abogados fantásticos que me defendieron. En el 89 me dieron la ciudadanía.

Me acaba de testimoniar el Macartismo. ¿Qué ocurre hoy? ¿En qué medida ha cambiado la situación de las voces «disidentes» en EE.UU., las voces que intentan testimoniar sus vivencias políticas?

EE.UU. es un país de dobles filos. Tenemos libertad de prensa y puedes expresar tu opinión en contra del gobierno, si quieres. Los periódicos que permiten eso tienen mucho menos poder que la gran prensa. Es el juego de la llamada «democracia». La aprecio mucho; pero solo si es una democracia real. Lo que existe en EE.UU. es una democracia para unos y no para otros. De manera general, uno puede expresar lo que quiera si conoce que tal vez pueda perder su trabajo, si estás empleado en un lugar donde no conviene. Existe una libertad; pero es una libertad mediatizada, una libertad hasta el punto en que comienza a ser un peligro.

¿Cómo ha sido para usted?

Ha sido variable. Tuve aquellos años duros; pero a los 74 años soy un poco más libre. En general, digo lo que quiero y como soy jubilada no tengo ningún empleo que perder. Mi situación es privilegiada, en ese sentido. Pero no ocurre lo mismo, quizá, con una persona de tu edad: una persona que trabaja en una universidad como instructor, por ejemplo, que aspira luego a ser profesor, no se arriesga a decir ciertas cosas.

En el estado de Minnesota, por ejemplo, hay un caso grave de un grupo de personas militares de izquierdas que protestaron contra la convención republicana de hace tres años. Eran solo protestas, pero el FBI entró en sus casas, les quitó los teléfonos celulares y tiene a algunos prisioneros. La protesta les tocó, de alguna manera, uno de los nervios.

Tiene mucho que ver en eso la cuestión racial y genérica. Si eres un negro pobre en EE.UU. y empiezas a hacer ese tipo de protestas, te va a caer encima la ley… la represión, antes que a mí. Hay espacios para la expresión y la lucha; pero hay que saber manejarlos.

¿Cómo definiría usted una Revolución?

Eso es importante, aunque no lo parezca, porque en estos tiempos se le llama Revolución a cualquier cosa. Una Revolución es un cambio radical en la política, la economía, la sociedad, la cultura; una Revolución verdadera es un intento por hacer más equitativas las relaciones de producción, las relaciones sociales, humanas.

Aún respiro Revolución en Cuba; pero también respiro expectativa ante los cambios necesarios. No hacerlos, sería un error tremendo; pero hay que tener en cuenta que también son cambios que revolucionarán el país. He estado solo diez días y con ese poco tiempo no pretendo saberlo todo, aunque todo lo que puedo aportar en esta breve estancia te aseguro lo haré con amor, porque confío en que lo revolucionario de este país saldrá airoso de todo esto. La atención a la salud y la educación, por ejemplo, tendrán sus debilidades por cuestión de falta de recursos; pero la universalidad con que esos servicios se conciben en Cuba es impensable en otro lugar y mucho menos en EE.UU. Son logros que hay que defender a como dé lugar y creo que eso se comprende bien.

En el campo de la cultura, digamos, Cuba sigue siendo un faro. Veo aún a Casa de las Américas siendo un ejemplo increíble de institución que funciona contra viento y marea. Ahí está el espíritu de Haydée Santamaría moviendo las aguas. En este viaje he constatado que Casa sigue siendo la misma de hace 50 años; pero ha sido casi una revelación ver a estos compañeros de antaño: Retamar, Silvia Gil, Marcia Leiseca… junto con un relevo de gente joven con responsabilidades reales, al frente de importantes departamentos y programas. Esa renovación asegura lo que Retamar dijo en la inauguración del Premio este año: la Casa se basa en combinar la tradición con el cambio. Para mí, es una institución única en el continente y, quizá, en el mundo.

El rol que se le da a la cultura en Cuba lo deseo para todos los campos y a la vez deseo eso mismo para el resto del mundo, incluyendo a mi país. ¿En qué país puede uno comprar un libro en 15 centavos de dólar? Es inconcebible. Sé que 15 centavos de dólar son distintos para mí que para un cubano, pero aun así sigue siendo muy asequible. Lo constaté hace un par de semanas, cuando Mirta Yáñez presentó su nueva novela en el Sábado del Libro.

Sangra por la herida , para Mirta, es como saldar una deuda con su generación: la de los 60 en Cuba. De alguna manera, también la suya…

Absolutamente.

Usted ha dicho: «En la década de los 60, enfrentamos problemas de racismo, clasismo, sexismo, homofobia, segregación cultural, guerra, injusticia y censura. Ahora, enfrentamos un desastre ecológico y muertes que la humanidad sabe cómo evitar, que la ciencia sabe cómo evitar. Por el bien de nuestros hijos y nietos, espero fervientemente que los visionarios de hoy sean más exitosos que los de mi generación». ¿En qué cree que fallaron? ¿Cree que sus aciertos o desencantos en torno a sus utopías de entonces, indiquen algún camino para la generación que ahora intenta hacer realidad las suyas?

Aún creo en nuestras utopías, en aquellas mismas. Sin ellas, no tendríamos nada. Te confieso que creo más en ellas hoy que entonces, porque las entiendo mejor. Con esto no digo que se hayan cumplido; solo parcialmente. La novela de Mirta me gustó mucho, ya la leí a pesar de tener muchas cosas que hacer en estos pocos días. La empecé y no la pude cerrar. Me parece un libro muy importante y valiente. Sería una película genial. ¿Lo has leído? ¿Te gusta?

Me involucra mucho en la manera de relatar la atmósfera colectiva; también el protagonismo del espacio urbano como concreción de esa efervescencia… ¿Cree que un libro como ese, un testimonio como ese, tenga alguna «deuda» con la generación más reciente?

No creo que nuestra función sea decirles a los jóvenes lo que deben hacer. Ustedes lo saben y que lo harán mejor que como nosotros lo hicimos. Simplemente, diría que traten de construir sobre lo que pudimos lograr, que se cuiden de no seguir ciegamente ningún esquema. Cuestionar siempre. Y no dejar fuera al otro. «Lo otro»: la mujer, los discapacitados, los homosexuales, los artistas, los visionarios… En el momento justo en que un sistema social trata de apartar a alguno, se sentencia. No fracasamos en todo, aportamos hasta donde pudimos y estoy orgullosa; pero también fracasamos en algunos casos. No lo repitan ustedes.

* Margaret Randall (1936) Poeta feminista, escritora, fotógrafa y activista social estadounidense. Ha vivido períodos en Brasil, España, México, Nicaragua y La Habana, también cortas estancias en Perú y Vietnam. En la década de los 60, fue coeditora de El corno emplumado (The plumed horn), un diario bilingüe de estilo literario que durante ocho años acogió las firmas más significativas y dinámicas de la época. Autora de unos 80 libros, entre ellos Cuban women now; Sandino´s daughters; Walking to the edge, essays of resistance; Narrative of power: essays for an endangered century; y To change the world: my years in Cuba.

Fuente: http://www.lajiribilla.cu/2011/n508_01/508_21.html