El tirano ha muerto. Lo ha hecho una semana después de la aplastante victoria en las urnas de Hugo Chávez en Venezuela, dos después de la de Rafael Correa en Ecuador, un mes y cinco días después del retorno de los sandinistas al gobierno de Nicaragua, casi un año después del triunfo socialista en las […]
El tirano ha muerto. Lo ha hecho una semana después de la aplastante victoria en las urnas de Hugo Chávez en Venezuela, dos después de la de Rafael Correa en Ecuador, un mes y cinco días después del retorno de los sandinistas al gobierno de Nicaragua, casi un año después del triunfo socialista en las elecciones bolivianas. Ha muerto casi un mes después de que lo hiciera Milton Friedman, el más eminente de los «Chicago Boys», Premio Nobel de Economía en 1976, quien dos años antes aterrizara en el aeropuerto de Santiago para trazar las directrices económicas de la carnicería. Ha muerto un año y ocho meses después que Juan Pablo II, quien le bendijera en su visita a Chile en 1987. Ha muerto, finalmente, doce años y medio después de que lo hiciera Richard Nixon, presidente de los Estados Unidos desde 1969 hasta 1974 y padre ideológico y mentor de la criatura.
El tirano no es ya más que un cúmulo de imágenes y de recuerdos. En el estreno ante las cámaras de la junta militar aparece sentado, los brazos cruzados sobre el pecho en señal de inflexibilidad, de que se acabó la joda, chicos, anteojos negros cubriendo toda posibilidad de humanidad, gesto de elegido por la Divina Providencia o por Nelson Rockefeller para salvar la patria del comunismo y bigotito de dictador a la antigua usanza, como Dios manda. En otra imagen, más moderna, ya en color, el tirano es recibido en el aeropuerto de Santiago con honores castrenses, las nieves del tiempo han plateado su sien y la firmeza de su rostro se ha vuelto melancolía. El viejo se levanta de su silla de ruedas y destapa las vergüenzas del gobierno laborista británico, con especial responsabilidad de Jack Straw, temeroso de que si el tirano es juzgado en España y se va demasiado de la lengua acabe salpicando al establishment, a Heath, por ejemplo, o a aquella fracción del ejército y de los conservadores que en 1974, fascinados por el golpe en Chile, plantearon la posibilidad de exportar la experiencia a su propio país si los laboristas, recién elegidos en las urnas, decidían un giro a la izquierda ante la creciente inestabilidad social, algo que finalmente no hicieron. No fueron los socialistas ingleses los únicos que se amedrentaron ante la posibilidad de que la derecha se dejara engatusar por la opción chilena. El eurocomunismo de Berlinguer en Italia debe mucho a la nueva situación creada tras el golpe. En un plano geopolítico, sus consecuencias fueron enormes. Sirvió de manera ejemplarizante para meter en cintura a la izquierda europea mientras se hundía el estado del bienestar y el continente se abocaba a la crisis económica. La sombra del golpe de Estado planeó sobre Italia durante toda la década de los 70, sobre Gran Bretaña tras el triunfo de Wilson, en España durante toda la transición, hasta 1982, en Portugal hubo un intento de golpe involucionista fallido en plena revolución, en 1975, y finalmente los estadounidenses lograron colocar en el poder a los militares en Turquía en 1980, golpe que, junto al fracasado intento en España en 1981, sirvió según algunos, entre ellos Joan Garcés, abogado de Salvador Allende, de presión contra la coalición de socialistas y comunistas que ganaría las presidenciales francesas en ese mismo año.
1973. Mientras el Estadio Nacional de Chile se convertía en un campo de concentración, el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, principal responsable político del ascenso del tirano al poder, recibía en Estocolmo el Premio Nobel de la Paz, la paz de los cementerios, la paz perpetua. Estados Unidos abandonaba el sureste asiático para centrarse en su patio trasero latinoamericano. Ese mismo año, en París, se firmaba el armisticio con Vietnam del Norte, si bien los norteamericanos no abandonarían definitivamente Vietnam del Sur hasta la caída de Saigón, dos años después. Mientras tanto, se producía un golpe militar en Uruguay, y unos meses después el tirano subía al poder bombardeando la Casa de la Moneda como declaración de principios. En Bolivia el golpe había sido dos años antes, y en Paraguay Alfredo Stroessner ganaba sus cuartas elecciones consecutivas por el método de presentarse como único candidato. Quedaba Argentina, que completaría el club de las dictaduras militares el 24 de marzo del 76, tras la muerte de Perón, el irresistible ascenso de la extrema derecha peronista y la debacle guerrillera. Comenzaba la Operación Cóndor y con ella el exterminio como método político en tiempos de crisis. Se generalizaron la tortura y las desapariciones en masa. Se anuló toda libertad salvo la del mercado. Se impuso el terror.
El tirano ha muerto, pero su memoria debe permanecer. Recordaremos siempre la Doctrina de Seguridad Nacional, la Escuela de las Américas, Villa Grimaldi. No olvidaremos que mientras la derecha gritaba en las calles «¡¡Chile es y será un país en libertad!!», la oligarquía chilena organizaba con el ejército, la embajada estadounidense y la CIA la matanza que estaba por venir. Recordemos que las manos que manejaron los hilos en la sombra no sólo fueron las de Nixon y Kissinger, sino además, como recuerda el embajador de EEUU en la época, aquellas manos que ofrecieron billetes a cambio de sangre obrera, la ITT, el Chase Manhattan Bank, el Citybank, el Vaticano, los partidos democristianos de medio mundo y ese largo etcétera que se acabó concretando en la Trilateral. No olvidemos nunca que el primer experimento neoliberal de la historia se realizó a sangre y fuego, que la línea que separa un democristiano de un fascista es demasiado delgada cuando la izquierda tiene posibilidades de alcanzar el poder o lo hace. Recordemos a los mártires, a Salvador Allende, a Carlos Prats, a Orlando Letelier, a Pablo Neruda, a Víctor Jara, a Miguel Enríquez, a todos los muertos, torturados, exiliados, desaparecidos. No olvidaremos el deshonroso comportamiento del gobierno británico, en especial de Jack Straw, negándose a extraditar al tirano a España, saltándose a la torera una decisión del poder judicial, ni el alivio final del presidente Aznar o del juez Fungairiño.
El tirano ha muerto, y con ello se ha librado de la justicia. Tal vez sea la Historia quien le juzgue, y si es así será en términos de victoria o fracaso, los únicos que la Historia conoce. Exterminando a toda una generación de militantes políticos la oligarquía latinoamericana se garantizó la victoria durante muchos años. Sin embargo, los ojos cansados del tirano han podido contemplar la multiplicación sin igual de allendes por toda América mientras los Estados Unidos contemplan impotentes la situación desde su atolladero en Oriente Medio. Tal vez ha vivido lo suficiente para contemplar su derrota. La Historia es a veces así de caprichosa.