-I- En 1935, la directora Leni Riefenstahl estrenaba El triunfo de la voluntad, la película más destacada de propaganda nazi que se haya realizado jamás. Encomendada por Hitler, este largometraje -a medio camino entre el documental y la ficción- basado en el congreso del partido nacionalsocialista de 1934, pasa revista por las múltiples dimensiones del […]
-I-
En 1935, la directora Leni Riefenstahl estrenaba El triunfo de la voluntad, la película más destacada de propaganda nazi que se haya realizado jamás. Encomendada por Hitler, este largometraje -a medio camino entre el documental y la ficción- basado en el congreso del partido nacionalsocialista de 1934, pasa revista por las múltiples dimensiones del nazismo, no sólo como «poderío militar», sino ante todo, como «poder popular»: cientos de miles de seguidores coreando el nombre del Führer, en tanto líder absoluto del «renacer alemán».
Poco comprenderíamos si redujéramos el fascismo a su faceta belicista o a una suerte de racismo exacerbado. El despliegue estético y simbólico que efectúa El triunfo de la voluntad, en la víspera de la segunda guerra mundial, rebasa claramente esas facetas: irradia un optimismo radical con respecto al nacionalsocialismo alemán como fuerza redentora, garante de la restitución mesiánica de la nación y de su misión esencial en el mundo. En tanto renacimiento alemán se trata ante todo del poder de la voluntad como fuerza ilimitada, emanación de un presunto Sujeto pleno que quiere imponer su impronta en el mundo por el «mandato cardinal» de dios y reparar, así, el sufrimiento del pueblo causado por la primera guerra.
La primera escena ya nos sitúa en esta proximidad del Líder con lo divino: a través de diversos planos de las nubes, la directora muestra el viaje de Hitler a Nuremberg (donde tendrá lugar el mencionado congreso). El líder está literalmente en el cielo. Cerca de dios, como un águila guerrera capaz de proyectar su sombra majestuosa sobre la tierra. Desde el descenso del Führer, una multitud ferviente lo aclama de forma incesante, mientras las familias desde los balcones honran al recién llegado con banderas nazis extendidas. Los primeros planos abundan: niños sonrientes, mujeres fascinadas por el talante del líder, jóvenes que reencuentran la figura del Padre… Desde los primeros compases, los fragmentos discursivos seleccionados por Riefenstahl ahondan en esta dirección: el Führer no es sino la divina encarnación del Pueblo Alemán: «Cuando usted juzga, el pueblo juzga; cuando usted actúa, el pueblo actúa» sentencia uno de los jerarcas nazis en uno de los tantos panegíricos del film.
Cuatro años antes del estallido de la segunda guerra mundial, el sueño de una Identidad Absoluta es presentado como Gran Cuerpo Orgánico, dispuesto al sacrificio heroico, en el que ya no queda individualidad posible. Ejércitos de obreros con palas al hombro, como si fueran armas, desfilan por las calles, preparados para llevar a Alemania a la nueva era imperial. La «comunidad del Pueblo» -basada en la exclusión de elementos juzgados como «degenerados» y «débiles», incluyendo viejos, enfermos, gitanos, judíos o comunistas- es establecida a partir del trabajo manual tanto agrícola como fabril. El industrialismo es significado como punto basal del proyecto nazi: una multitud homogénea, como la referencia a una mítica juventud que «no sabe de clases ni de castas» es elevada a categoría metafísica, capaz de acometer, con infinita lealtad y de forma desinteresada, el «más alto autosacrificio en pro de esta Nación», empezando por el Führer.
Los enfoques contrapicados no hacen sino reforzar la jerarquía del que se presenta como enviado para liderar la tarea de construir un «pueblo» alemán: «Queremos ser un pueblo y a través de ustedes, llegar a ser este pueblo» declara Hitler. El sujeto popular, en este discurso, se construye a partir de la obediencia incondicional de los individuos, «amantes de la paz y valientes», capaces de sostener el imperio a partir de una fortaleza resistente a la adversidad. El llamado al endurecimiento se consuma en la disposición al sacrificio. Es precisamente ese «sujeto» el elegido para realizar en la historia la misión superior de Alemania. El optimismo, llevado a este extremo maquínico, no es sino la confianza ciega en la propia capacidad de dominio del sujeto, su poder para dejar su sello en el mundo, mucho más allá de sus manifestaciones militares.
Quizás por eso el poderío militar del nazismo sólo irrumpe tardíamente en la película, como una demostración de fuerza que adquiere sentido a través del respaldo del Pueblo (definido por la hermandad de sangre) fluyendo en un mar de banderas con la cruz-insignia nazi. Decenas de legiones militares y paramilitares de las SS y las SA mantienen filas frente al discurso del Führer, rodeado de simbolismos que convierten el acto en una liturgia planificada. Las formaciones armadas son presentadas como una unidad sin grieta, irrompible e incorruptible, que corona la lucha de Alemania, ligada al «porvenir del partido» en su estricta aristocracia. No se trata, pues, de un «pueblo» en el que las jerarquías hayan desaparecido; sólo los mejores tienen lugar como «camaradas» del partido nacionalsocialista, «eterno e indestructible pilar» del futuro que «pertenece enteramente» al Imperio.
En síntesis, en la película de Riefenstahl la exaltación del nacionalismo corre pareja a la cancelación de cualquier vestigio de (auto)crítica con respecto al modo de concebir la nación en términos suprematistas. Aunque es indudable que el despliegue retórico del entonces canciller alemán es una evidente declaración de hostilidad ante los que son declarados como «no integrables» al gran Cuerpo Orgánico (similar, en eso, a líderes políticos mucho más recientes), quizás lo más perturbador en este discurso cinematográfico sea el despliegue espectacular de un dispositivo de identificación de gran escala, capaz de movilizar a millones de conciudadanos y de construir una voluntad colectiva orientada a la expansión ilimitada de la nación (lo que conocemos típicamente como «imperialismo»). En otras palabras, lo que quizás más inquieta en el film es la envergadura de un ritual colectivo en el que cada parte (reducida a partícula) manifiesta su sumisión incondicional a un presunto Todo cerrado, omnipotente y homogéneo.
Los primeros planos que hace Riefenstahl retratan una euforia esencial: la de estar presenciando lo increíble. Y, en efecto, la incredulidad misma cede ante la evidencia de que lo imposible se ha convertido en posible: la fragua de un «ejército invencible» de soldados-obreros, llamados a cumplir su misión dominadora en el mundo. Lo irresistible del espectáculo entra en escena; se convierte en un «optimismo ilimitado». La supuesta restitución de la plenitud del Sujeto (borrada en el plano simbólico su falta constitutiva) se manifiesta así en la certeza de la potencia, en la autoconfianza como base imperturbable del triunfo.
Resulta llamativo que apenas se haya reparado en este optimismo ilimitado al momento de interpretar el fascismo. Y, sin embargo, está implicado necesariamente: si el vínculo con el Otro es de desprecio absoluto ello es así, ante todo, porque este sujeto de dominio se auto-encumbra como esencialmente superior, en tanto encarnación plena del triunfo de la voluntad, potencia invulnerable ante los «obstáculos» humanos y técnicos que la ponen a prueba. Desprecio por el Otro y auto-exaltación -que rechaza lo que pudiera haber de otro en el sí mismo- son solidarios: como «proyección» de lo repudiado, la alteridad aparece en tanto imagen invertida. Cuanto más omnipotente me concibo, más despreciable me parece el Otro (1). La fantasía de omnipotencia del sujeto, representado como voluntad ilimitada, se cobra su saldo en el repudio generalizado de los otros reducidos a la impotencia.
No hay razones para suponer que esa solidaridad entre este desprecio hacia el exterior (proyectado sobre una «raza», una «religión», una «etnia» o una «nación») y la autoexaltación (en última instancia, como autodesprecio reprimido) sea exclusiva al nazismo. Puede que esta suerte de odio primario hacia una exterioridad forme parte de lo que Castoriadis denomina «mónada psíquica». Tampoco es exclusivo al nazismo ese optimismo ilimitado: como autoconfianza plena, está presente en las fantasías más primarias del ser humano. En tercer lugar, la construcción discursiva de un «pueblo» tampoco es privativa a esta ideología; forma parte de cualquier discurso político con pretensiones hegemónicas.
Lo singular del fascismo, más bien, hay que buscarlo en la específica articulación que produce entre lo psíquico y lo sociohistórico: en la apropiación que hace de estos elementos inconscientes reaccionarios y en la modelización de este pueblo como sujeto fiel, valeroso, obediente y desinteresado, capaz de autosacrificarse en nombre de la Causa alemana. En pocas palabras, si hay algo específico al fascismo es su poder para articular en su producción discursiva un deseo de omnipotencia y una promesa de restitución de una unidad social desgarrada. El sufrimiento padecido por más de dos décadas tras la primera guerra, mediante esta perspectiva redentora, adquiere una significación suprema: llevar a la nación a un destino de grandeza. Sobre ese transfondo, resulta menos sorprendente que este discurso político no sólo haya resultado verosímil para una multitud contemporánea, sino también que haya sido capaz de producir una identificación colectiva de gran magnitud (2).
Contrariamente a quienes sostienen el carácter esencialmente único e irrepetible del nazismo y del holocausto judío, habría que insistir en que no hay nada «esencial» en esta forma de totalitarismo. Dicho de otro modo, fuera del carácter performativo de este discurso fascista no hay nada. Su poder de interpelación está ligado, simultáneamente, a la apelación a deseos profundos del ser humano y a la promesa mesiánica de un orden (la «comunidad popular») capaz de restaurar la unidad primigenia de la sociedad. Como formación discursiva, a través de una estética meticulosa y una estrategia propagandística efectiva, escenificó (produjo como escena real) la fantasía delirante del poder de la voluntad, a través de una interminable exhibición de fuerza. La historia del fascismo (que desborda con creces el «fascismo histórico») es la historia de la encarnación del delirio de un funcionamiento maquínico ilimitado, en la que el propio mundo social es administrado racionalmente en función del dominio del sujeto.
Si la construcción de una «sociedad democrática» depende, en primer término, de mantener a raya esos delirios mediante la autolimitación ética y política, esto es, de la posibilidad de darnos normas comunes que permitan un juego transaccional equilibrado entre los otros y nosotros, lo peculiar del fascismo quizás sea el haber llevado más lejos de lo que se había hecho nunca en la historia la institucionalización de ese optimismo ilimitado de sí –mediante la técnica de la guerra y la industrialización de la masacre- en el que la voluntad del otro ya no cuenta. La cámara de gas y los campos de concentración, en este sentido, constituyen la contracara siniestra de esta confianza plena en el triunfo de la voluntad (transindividual): puesto que todo nos está permitido como pueblo, la voluntad de los otros queda reducida a cenizas, literalmente. El mismo hecho de que esas existencias puedan ser reducidas a nada las convierte, en esta lógica circular, en «despreciables».
Así, la resultante de esta investidura psíquica y social es doble: por un lado, la expectativa inquebrantable de dominio por parte de este sujeto hacia el mundo, dominio que compromete simultáneamente la voluntad y la técnica. Por otro lado, un objeto de dominio constituido sobre lo repudiado, expulsado a la exterioridad, despojado de sus derechos de ciudadanía, de sus derechos humanos, de su condición humana. La primera dimensión de esta investidura puede ejemplificarse con la actitud persistente de Hitler ante las sucesivas batallas perdidas en el frente de Moscú (al punto de que la mera posibilidad de la derrota le fuera insoportable); la segunda dimensión queda ilustrada por el despojamiento a judíos y gitanos, entre otros, de su nacionalidad alemana, convirtiéndolos en extranjeros, para luego ser confinados a campos de exterminio. Apenas hace falta insistir que en la estructura misma de esos campos, la humanidad de los confinados queda reducida a la pura animalidad, lo que explica de cierta manera su constitución como objetos de experimentación y eliminación en serie.
La tenacidad de este proyecto suprematista, en cualquier caso, rebasa cualquier análisis psicológico e incluso psicoanalítico. Lo que entra en juego es el deseo colectivo de instituir una sociedad como invulnerable, incluso si para ello debe expulsar a crecientes masas sociales de su interior, a partir de algún rasgo identitario juzgado como «degenerado» (ser judío, comunista, homosexual, gitano, deficiente mental…). En este contexto, la aceptación de la propia vulnerabilidad hubiese supuesto la frustración de esa «expectativa inquebrantable de dominio» omnipresente en el fascismo. Como contrapartida a esta ceguera ideológica, dar al otro una posibilidad de existencia autónoma, una mínima consideración de su humanidad, hubiese significado la interrupción definitiva de este optimismo voluntarista. La ceguera, sin embargo, no es algo que pueda rectificarse con evidencias en sentido contrario: si el otro resiste como puede ante el poder de mi voluntad, tanto peor para el otro. Para invertir una expresión de Benjamin: la contratara del fascismo como «optimismo organizado» -que institucionaliza una fantasía delirante de omnipotencia- no es otra que la de los campos de exterminio y de la guerra mundial.
-II-
Si es cierto que en la raíz del fascismo se halla el discurso de la omnipotencia que desprecia todo aquello que podría limitarlo/alterarlo, ¿qué cabría decir sobre ciertas matrices discursivas actuales? Por poner dos ejemplos, ¿qué habría que decir con respecto a esa jerga empresarial en la que sólo hay «ganadores» y «perdedores» o a la retórica belicista de los estados imperiales en la que sólo hay «demócratas» y «terroristas»?
Sería erróneo suponer que el fascismo intrínseco de estos discursos reside en la construcción de una dicotomía (o una separación binaria) entre la propia comunidad y los otros (habitualmente juzgados como inferiores). Puesto que no hay cultura que no instituya de forma específica esa frontera dicotómica, lo distintivo del fascismo reside más bien en el tipo de relación que construye con el Otro (en primer término, como sujeto racializado, pero más en general, como sujeto inconvertible).
Dicho lo cual, si hay un fascismo presente en el discurso capitalista (tanto en su variante empresarial como en su variante imperial) debe rastrearse en su ilimitada voluntad de lucro y poder, institucionalizada como práctica: literalmente, el Otro y los otros no constituyen un límite que habría que respetar. No es difícil adivinar que, en el discurso empresarial dominante, el «perdedor» está secretamente emparentado con el no-consumidor, el pobre por excelencia. A menos que se trate de un consumidor -y entonces el otro no es Otro-, la alteridad -lo que no se deja reducir a una equivalencia general- es considerada absolutamente despreciable. Su voluntad es indiferente: puedo experimentar con él, someterlo a hambrunas y enfermedades, imponerle una deuda infinita, condenarlo al desempleo estructural y a la marginalidad, apropiarme de su producto, encarcelarlo o hacerlo partícipe de una guerra; en suma, sacrificarlo en aras de la rentabilidad. Por su parte, el discurso imperial desde su misma génesis declara su voluntad ilimitada de destrucción: no se trata de negociar o intentar construir con esos otros unos consensos mínimos sino sencillamente de aniquilarlos, incluso si para legitimar esta práctica terrorista contra el Terror necesita crear pánico entre los presuntos protegidos. La cuestión no se limita a los métodos usados contra el terror (tortura, encierros preventivos, control ilegal de las personas, asesinatos selectivos) sino también a los fines que tras esa guerra se urden: en primer término, la instauración de un estado de excepción permanente en el que todos los otros son sospechosos y potenciales enemigos.
Por lo demás, referirse al discurso capitalista no debería inducir a engaños: se trata de un dispositivo material que produce realidades históricas efectivas, reactivando una práctica totalitaria que tal vez haya que redescribir como «fascismo de intensidad variable» (3): el desprecio absoluto del Otro, según contextos sociohistóricos diferenciados, puede manifestarse en distintas magnitudes o intensidades, incluyendo su abandono o su eliminación. Puesto que este Sujeto de la Voluntad se erige en Amo, la voluntad de los otros constituye un obstáculo. Habría que apresurarse a señalar que sólo en el límite la posición del amo coincide con este polo fascista: mientras el amo necesita preservar al otro como esclavo, en el caso del fascismo esa amarra ya no resulta imprescindible, en la medida en que hay un Pueblo dispuesto a auto-sacrificarse. El punto de intersección parece claro: en ambos casos, el valor del Otro es puramente instrumental. Debe ser sometido si ha de triunfar la voluntad. La diferencia es que mientras en la dialéctica del amo y del esclavo este último conserva su vida a cambio de la pérdida de autonomía, en el devenir-fascista la pérdida de autonomía no supone necesariamente la preservación de la vida.
No hay garantía alguna: como metafísica del sacrificio exige una rendición absoluta y, simultáneamente, declara inútil dicha rendición: Auschwitz, los gulags, Guantánamo están ahí. El mismo sujeto popular que se auto-sacrifica está condenado a servir a una Voluntad trascendental de la que él no es más que su instrumento. Como en El Proceso de Kafka, la decisión sobre nuestra culpabilidad es inescrutable. No hay defensa posible. El poder de muerte (la «tanatopolítica») es ejercido de forma discrecional por una autoridad mística que se sustrae de cualquier control público y, en consecuencia, de la posibilidad de su cuestionamiento radical. Como encarnación del triunfo de la voluntad, esta autoridad encumbrada como soberana se arroga la potestad del exterminio. El fascismo como institucionalización de la voluntad ilimitada es la operación que borra los vestigios de otras posibilidades representadas como imposibilidad. Su optimismo radical consiste en una autoafirmación incondicional, perfectible a condición de que se la acepte como el fundamento mismo del Ser. El correlato objetivo de esa subjetividad es la de un mundo mejorable pero insustituible.
Llegados a este punto, ¿no estamos llevando demasiado lejos esta analogía entre «optimismo organizado» y «fascismo»? ¿No incurrimos en un error teórico fundamental al confundir este proyecto totalitario con la realidad histórica? Y más en general: ¿no estamos confundiendo un rasgo común a toda política -la gestión de la promesa- con una característica específica al fascismo? A mi entender, las tres preguntas deben ser contestadas de forma negativa.
La tesis de partida no es que todo voluntarismo optimista sea fascista, sino que el fascismo retoma e intensifica esa dirección práctica al punto en que no cabe ya la reflexión sobre los límites posibles y deseables de la propia acción. Sostener entonces que el fascismo promueve una acción autoafirmada incondicionalmente, fuera de toda limitación ética y política (en la que el Otro es cosificado, reducido a puro obstáculo) no es llevar «demasiado lejos la analogía». Si todo antagonismo social tiende a construir una dicotomía entre «nosotros» y «ellos», el fascismo plantea como forma específica de gestionarlo la imposición unilateral de la propia voluntad de dominio mediante la creación y organización de un sistema que abate a las mayorías, incluso si ese abatimiento no significara de forma inmediata el exterminio físico de los otros sino su confinamiento y marginación sistémicos.
En segundo lugar, la «realidad histórica» no es nada por fuera de los proyectos políticos que la construyen. Como institución efectiva, esa realidad histórica no es una fatalidad sino resultante de la disputa (desigual) entre esos proyectos relativamente elucidados. Si un proyecto totalitario tiende a confundirse con la realidad histórica ello se explica, ante todo, por su carácter hegemónico. Eso no es negar, desde luego, resistencias sociales relativamente organizadas o prácticas sociales ancladas a otros imaginarios políticos. Pero esas resistencias no deberían hacernos perder de vista la hegemonía de un proyecto político que se basa en la construcción de la alteridad como amenaza sistémica que hay que suprimir a toda costa (asumiendo, además, ciertos «daños colaterales» planteados como «inevitables»). Como proyecto que encarna lo que Gramsci llamó una «voluntad colectiva», el fascismo actual pretende justificarse en nuevos fundamentos extra-sociales: no ya la Raza o la Nación, sino el Mercado, la Civilización o incluso la Democracia.
Finalmente, no toda promesa se gestiona como «redención» a partir de la autoafirmación ilimitada de la voluntad y por extensión del sacrificio de los otros. Lo peculiar del fascismo -como variante del mesianismo- es que esgrime una promesa de plenitud basada en la restitución mítica de la organicidad del cuerpo social, en la supresión del antagonismo eliminando arquetípicas identidades «parasitarias». En este caso se trata de una promesa construida como certeza de un futuro reconciliado: la erradicación del Otro como reparación de las desgarraduras de la sociedad.
-III-
En su texto sobre «El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea», Walter Benjamin destacaba un peculiar optimismo social-demócrata al que contraponía la «organización del pesimismo» por parte de una política revolucionaria (1988: 59 [4]), caracterizada por una desconfianza múltiple:
Desconfianza en la suerte de la literatura, desconfianza en la suerte de la libertad, desconfianza en la suerte de la humanidad europea, pero sobre todo, desconfianza, desconfianza, desconfianza en todo entendimiento: entre las clases, entre los pueblos, entre éste y aquel (1988: 60).
En efecto, ¿cómo podríamos abogar por una sociedad diferente sin «pesimismo organizado»? Contra el optimismo social-demócrata, Benjamin invoca la «desconfianza» no como forma de eximirse de la propia responsabilidad política ante los otros, ni mucho menos como restauración de una política beligerante sino, por el contrario, como reconocimiento de una dificultad en la construcción de un «entendimiento» común entre clases, pueblos, individuos. De ahí esta desconfianza frente a las expectativas triunfalistas que el reformismo introduce. No hay nada seguro en una «política revolucionaria». La literatura, la libertad, la humanidad europea, el mutuo entendimiento no pueden darse por firmes sin más, como si estuvieran aseguradas de una vez, desterrada al fin la «barbarie».
Sólo nos queda nuestra voluntad (limitada) de intentar un cambio social radical, sin falsos triunfalismos ni esperanzas escatológicas. Antes que la ilusión socialdemócrata de que las «cosas funcionan a pesar de todo» (llámese mercado, estado, democracia o instituciones sociales a secas), esta política antifascista debe partir de un cierto pesimismo organizado, capaz de cuestionar radicalmente la herencia de la masacre industrializada.
En nuestros términos: mientras el reformismo socialdemócrata pretende regular el «sacrificio» que el fascismo produce a diario, una política revolucionaria buscará cuestionar de base la misma economía política del sacrificio que presupone el capitalismo y sus ideólogos neoconservadores. Ahora bien, ¿no son los defensores de la socialdemocracia profundamente cínicos cuando declaran que no saben del sacrificio, de la muerte planificada, del desprecio absoluto que el capitalismo instituye ante los no-consumidores, los disidentes, los parias, en definitiva, los «suicidados de la sociedad»? Si toda burocracia fascista ya es cínica al ocultar su impotencia en un desenfrenado optimismo, ¿no se es infinitamente más cínico cuando se nos llama a mantener un optimismo moderado por este sistema, cuando sabemos que no hay ninguna razón para hacerlo? ¿Qué podrían decir, por lo demás, los profetas neoliberales que no sea una prepotente racionalización del mal ajeno en función de los propios beneficios (simbólicos y económicos), incluso si para ello precisan ocultar el punto de no-retorno que estamos traspasando como humanidad?
Puede que el devenir del capitalismo no tuviera por qué habernos conducido, de forma inevitable, a esta forma de fascismo en la que vivimos (aunque es indudable que su estructura misma ya presupone la desigualdad de clases). Puede incluso que «modernidad» y «holocausto» no estuvieran enlazados de forma constitutiva y se trate de un lazo contingente que se institucionalizó a fuerza de diferentes metamorfosis culturales, políticas y económicas. Si hubiera un devenir ineludible, entonces, no habría estrictamente devenir sino una ley inmanente de desarrollo histórico: el «origen» ya contendría su principio de transformación interna. Pero que ese devenir no fuera la resultante necesaria del capitalismo no niega en lo más mínimo que la «significación imaginaria social» del dominio racional del mundo -para volver a Castoriadis- no haya adquirido una supremacía inédita en la historia humana, al punto de apartar de forma violenta la significación de la autonomía individual y colectiva, central en la modernidad (5). La radicalización de ese «dominio racional» (que desata, por lo demás, fuerzas incontrolables) sobre el mundo y los otros es, precisamente, lo que hemos llamado el optimismo ilimitado del fascismo. En este sentido, nuestra sociedad contemporánea está regida cada más por la locura que supone la voluntad de instauración de un orden racional transparente, regido por imperativos unidimensionales de eficacia y eficiencia.
Si esto es cierto, el reformismo no es en absoluto un antídoto contra esa «somnolencia dogmática» en la que quieren sumirnos a fuerza de repetición mediática. Si el fascismo implica la autoexaltación voluntarista -incluso si para ello hunde en un irrevocable pesimismo a cada vez más seres humanos-, la ideología socialdemócrata es el llamado cínico a moderar esas expectativas, sin poner en cuestión los basamentos de este sistema de abatimiento al que nos hemos referido. Una política revolucionaria, antes que proponerse restituir el optimismo entre esos miles de millones de humanos representados como cuerpos descompuestos o como descomposición del Cuerpo Orgánico, tiene que hacerse cargo del pesimismo: organizarlo para articular una promesa que necesariamente parte de la desesperación a la que nos arrojan. En otras palabras, no es nuestra tarea invitar a una confianza en el futuro, enarbolando falsos consuelos, una especie de esperanza metafísica a resguardo de la historia. Más bien, se trata de sumergir en la historia un horizonte de fuga, enganchar -por decirlo así- pesimismo y esperanza. Del pesimismo puede y quizás debe nacer otra forma de promesa: la que sostiene que otro mundo es posible. La que emerge de la negación de que «las cosas funcionan a pesar de todo».
Precisamente porque en primer lugar no se trata de que las cosas funcionen -como si los parámetros instrumentales fueran fines-, ni mucho menos de «volver a lo de antes» o esperar a que «todo se resuelva» (como si las soluciones tecnocráticas actuales no fueran formas de reducir a la nada lo que escapa a ese «todo» deseado). Nada se resuelve: ya no podemos ni queremos aguardar. No tenemos más que el deseo de darnos lo que no tenemos. No es que nutramos secretamente un optimismo futuro. No tenemos certeza de que alguna vez la realidad histórica sea más justa; y si hay lucha, si luchamos todavía, es porque esa realidad no está asegurada ni puede estarlo de una vez. En ese punto, es cierto, siempre fuimos pesimistas. Pero aun así, si luchamos todavía, es porque en esa incerteza, la promesa de una salida revolucionaria nos permite sustraernos de una ética de la resignación. Esa esperanza incierta, minúscula, sustraída del mesianismo (al que tampoco Benjamin escapa) es la que quizás nos atañe en un tiempo en el que, en nombre del optimismo, están aplastando de forma literal nuestras vidas.
Notas:
(1) Este componente proyectivo fue planteado pocos años después del holocausto nazi por Adorno y Horkheimer en «Elementos del antisemitismo» en Dialéctica del iluminismo (1997), trad. H.A. Murena, Sudamericana, México DF.
(2) Al respecto, resulta esclarecedora la reflexión de Castoriadis: «La disolución, en las sociedades capitalistas, de todas las instancias de colectividades intermedias significantes y, por lo tanto, la supresión de posibilidades de identificación alternativa para los individuos, seguramente tuvo como efecto una crispación identificatoria sobre las entidades religión, nación o raza y, por ende, exacerbó inmensamente la tendencia al odio al extranjero en todas sus formas» (Castoriadis, C. [2002]: Figuras de lo pensable op. cit, pág. 195).
(3) Esta redescripción, por lo demás, parte de las reflexiones que Méndez Rubio ha ahondado como «fascismo de baja intensidad», en Méndez Rubio, A. (2012), La desaparición de lo exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad, Eclipsados, Zaragoza.
(4) Benjamin, W. (1988): Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Taurus, Madrid.
(5) Castoriadis, C. (1993): El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.