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El trotskismo y la teoría de las revoluciones traicionadas: apuntes críticos

Fuentes: Rebelión

A lo largo de su existencia, la imagen proyectada por el trotskismo a nivel mundial -salvo raras excepciones-, ha sido la de una constante y permanente crítica hacia las direcciones más diversas de los numerosos procesos de movilización colectiva (triunfantes o fracasados) ocurridos en cualquier parte del globo a lo largo del siglo XX y […]

A lo largo de su existencia, la imagen proyectada por el trotskismo a nivel mundial -salvo raras excepciones-, ha sido la de una constante y permanente crítica hacia las direcciones más diversas de los numerosos procesos de movilización colectiva (triunfantes o fracasados) ocurridos en cualquier parte del globo a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI.

No hay que extrañarse demasiado. El mismo León Trotsky (2002 [1938]) había dicho en un famoso texto, destinado a convertirse en la guía política del movimiento trotskista internacional, que,

«El principal obstáculo en el camino de la transformación de la situación pre-revolucionaria en revolucionaria consiste en el carácter oportunista de la dirección proletaria, su cobardía pequeño-burguesa ante la gran burguesía y la traidora conexión que mantiene con ella en su agonía.

En todos los países el proletariado está sobrecogido por una profunda inquietud. Grandes masas de millones de hombres vienen incesantemente al movimiento revolucionario, pero siempre tropiezan en ese camino con el aparato burocrático, conservador de su propia dirección.»

Aquella no era un observación fortuita. Páginas enteras de la producción de Trotsky están llenas de sentencias más severas aún1, y bien podría decirse que aquella célebre fórmula se convirtió, a través de los partidos de la IV internacional, en un verdadero canon ideológico desde el cual se interpretaron las revoluciones y los procesos de movilización colectiva de los sectores subalternos. Desde Trotsky en adelante, raras veces el socialismo y/o las revoluciones no triunfaban por factores ajenos a las direcciones del movimiento, sino ¡porque aquellas direcciones mismas evitaban a toda costa el triunfo!

Así lo expresaba Nahuel Moreno (1981), uno de los dirigentes trotskistas más reconocidos de Latinoamérica:

«La crisis de dirección del proletariado mundial, dicho de otra forma, la traición de las direcciones burocráticas reconocidas del movimiento obrero y de masas, son el factor decisivo de las derrotas históricas que se producen, de que todo triunfo o conquista sea congelado, frenado, y de que no haya sido derrotado el imperialismo.

Los grandes partidos obreros, los sindicatos y los estados obreros han quedado distorsionados en la camisa de fuerza de la burocracia: todos ellos son burocráticos, ninguno revolucionario. Todas las direcciones reconocidas sirven a la contrarrevolución.» (p. 10).

La perduración de esta forma de razonamiento en los partidos trotskistas a lo largo de los años no es casual y, de hecho, rara vez un grupo que adscribe a esta concepción puede renunciar a ella fácilmente sin renegar, al mismo tiempo, de todo el aparato doctrinario que se encuentra a su base. Esto se debe, fundamentalmente, a que la noción que insiste en que las revoluciones son siempre traicionadas por sus direcciones es una consecuencia lógica (formal) de todo el aparato conceptual que le precede: la consideración según la cual las fuerzas productivas han dejado de crecer, que el capitalismo se encuentra en un estado de descomposición.

Como comenta Astarita (1999a):

«El fatalismo prepara el terreno para que se instale, paradójicamente, el subjetivismo extremo. Es que si millones de seres humanos se están volcando a la revolución, si la crisis económica es absolutamente sin salida, si la conciencia burguesa de las masas desaparece como obstáculo, es lógico concluir que el impedimento para el avance del socialismo se reduce al «puñado de traidores» de la dirección del proletariado» (p. 14).

Más allá del subjetivismo extremo

En un texto clásico que escribiera Nahuel Moreno (1981) en ocasión de actualizar el programa de transición original que Trotsky había escrito en 1938, el trotskista argentino argumentaba que:

«A partir de la primera guerra imperialista, al iniciarse la época de crisis definitiva del imperialismo y el capitalismo, la época de la revolución socialista, cambian las relaciones causales de los acontecimientos históricos. En relación con las grandes épocas históricas y el desarrollo normal de las sociedades, el marxismo ha sostenido que el hilo rojo que explica todos los fenómenos son los procesos económicos. Pero en una época revolucionaria y de crisis, esta ley general tiene una refracción particular que invierte las relaciones causales, transformando el más subjetivo de los factores -la dirección revolucionaria- en la causa fundamental de todos los otros fenómenos, incluso los económicos. Hasta la Primera Guerra Mundial el proceso económico tenía un carácter predominante y en cambio no tenían mayor importancia los factores subjetivos. La misma lucha de la clase obrera era reformista porque no atentaba contra el proceso de acumulación capitalista, contra el desarrollo económico capitalista, contra sus leyes, sino a lo sumo significaba una ligera variación al proceso. Por eso fue una época reformista. Pero a partir de la Primera Guerra Mundial ya no es así. Los procesos económicos dejan de ser los determinantes; y el factor subjetivo -la dirección- se convierte en el fundamental. No olvidemos que esto es así porque toda la época está determinada por la lucha revolucionaria de las masas» (p. 11).

Una verdadera inversión de la lógica explicativa original de Marx (y de los marxistas): de las determinaciones estructuralistas a explicaciones centradas en factores subjetivos. Es la derivación más extrema, desde un punto de vista teórico, de la proposición de Trotsky sobre la decadencia definitiva del capitalismo y el estancamiento crónico de las fuerzas productivas. A la misma vez, es la perfecta justificación teórica -muy cómoda por cierto- para amoldar todos los hechos históricos (incluidas, por supuesto, las revoluciones sociales) en el cajón del «puñado de traidores».

El problema de este enfoque es que reduce la riqueza de los hechos históricos (y más aún, el complejo desenlace de los procesos de movilización colectiva) a una simple variable: la decisión de las direcciones del movimiento de «traicionar» a sus bases, como si entre estas y aquellas no mediase más que el puro sometimiento.

Ya Astarita (1999a) ha criticado esta visión al argumentar que es este:

«Un esquema interpretativo que sólo se sostiene al precio de haber reducido al mínimo la cuestión de la conciencia y su relación con las acciones de las clases. Es que si bien en determinadas coyunturas las direcciones oportunistas enfrentaron a las bases que las desbordaban, no es cierto que las masas estén volcándose siempre a la revolución y chocando con los traidores (…)

Es necesario entonces restablecer un enfoque dialéctico de las relaciones entre bases y direcciones. Estas últimas actúan sobre la clase obrera y la influencian. Tienen su propia dinámica, pero ésta es relativa; en buena medida, están determinadas por las bases y son, hasta cierto punto, su efecto. El enfoque no dialéctico del PT [Programa de Transición] es muy marcado en este punto. Primero, porque no pone en conexión orgánica la situación de las bases con sus direcciones, que parecen surgir de la nada. Y en segundo lugar, porque desprecia la capacidad de aprendizaje de las masas, que repetirían el proceso con los burócratas que las traicionan en sus afanes revolucionarios, sin reconocer nunca a los comunistas que les indican el camino correcto». (p. 14).

En un interesantísimo debate entre André Gunder Frank y Nahuel Moreno ocurrido hace más de treinta años se presentó una interesante reflexión acerca del caso que estamos tratando aquí. En un punto interviene Gunder Frank diciendo que:

«…Ahora voy a algo que nunca se me había ocurrido antes; y agradezco esta discusión que me conduce a caminos aún más desastrosos que antes. Lenin, Stalin, etcétera, según tú son desarrollos subjetivos y en el caso de Stalin malos. Ya mencioné la tesis china, pero parece que no está limitada a los chinos, de siempre encontrar que la dirigencia traiciona a su masa. Yo pienso que eso es una ilusión subjetivista. Que de hecho esa dirigencia refleja en gran parte la posición de la masa que la sigue. Y ahora voy al punto: refleja las condiciones objetivas léase económicas, de la economía mundial (…) Y eso de decir ¡por favor!, que es un problema de la dirigencia, pero lamentablemente el pueblo todavía no se ha dado la dirigencia que merece, es solamente una forma más eufemística de decir que la dirigencia traiciona a los demás. Pero, ¿por qué los traiciona una vez y otra? No por el subjetivismo de la dirigencia, sino por las condiciones objetivas a las cuales la dirigencia, y además el pueblo o el partido que van detrás, responden. Claro que esto es pesimismo. Pero es el pesimismo de un optimismo con experiencia.» (Los sujetos históricos…, 2016 [1984], p. 2).

La respuesta de Nahuel Moreno (por entonces el máximo representante del trotskismo latinoamericano) a las aseveraciones de Gunder Frank son aleccionadoras: no responde absolutamente nada, salvo un vago rastreo histórico de las condiciones objetivas que llevaron a Lenin a aceptar la NEP y señalar que «El compañero Frank cree que no hay ninguna crisis de dirección. No es pesimista porque crea que hay una crisis de dirección que tarda en resolverse» (Los sujetos históricos…, 2016 [1984], p. 4). Luego gasta toda su intervención en refutar (de manera genéricamente correcta, según nuestro punto de vista) el lado más débil del planteamiento de Gunder Frank: el pesimismo extremo.

Sin embargo, el problema va más allá del planteamiento de Gunder Frank y Astarita (1999a). Es cierto que entre las direcciones de cualquier movilización y sus bases existen, naturalmente, una espesa red de conexiones identitarias e ideológicas y que, consecuentemente, la mera subordinación de los movilizados a una dirección que le es extraña y que contraría sus aspiraciones es, en la mayoría de los casos, imposible. Sin embargo, el suponer que las decisiones del movimiento son el producto de la vinculación dialéctica entre las aspiraciones e identidades colectivas de las bases y los esquemas analíticos e interpretativos de los dirigentes, no es suficiente, aunque es ya un paso adelante.

En efecto, para comprender el fracaso (o la victoria) de las movilizaciones colectivas y las revoluciones sociales tenemos que ir más allá de analizar la dinámica interna del movimiento. Esto es, debe comprenderse la influencia (e incluso, en algunos casos, la determinación) del entorno político nacional e internacional. Parece obvio, pero no siempre aparece en los análisis del trotskismo un adecuado tratamiento de las estructuras sociales y políticas que constriñen la acción.

Regímenes, agencia y revolución

Un trotskista promedio estaría de acuerdo en estudiar el rol de las estructuras en la definición de los resultados de los procesos revolucionarios; después de todo, los escritos marxianos de orden coyuntural son, antes que nada, profundamente estructuralistas (ver, por ejemplo, Marx 1980a [1848-1850]; 1980b [1851-1852]).

El problema es que el trotskismo reduce, muy a menudo, las estructuras a la economía o, cuando menos, concibe los demás elementos del entorno político como epifenómenos de una supuesta lógica inexorable de la economía. Y, dado que considera que «las condiciones objetivas de la revolución proletaria no sólo están maduras sino que han empezado a descomponerse» (Trotsky, 2002 [1938]), el resultado suele ser siempre un esfuerzo sistemático por presentar un cuadro en el cual las masas avanzan cada vez más decididas sobre las ruinas del Estado y la burguesía, aun cuando semejante análisis choque directamente con la realidad.

Así, cuando el trotskismo se preocupa por estudiar otros factores intervinientes -como la capacidad del Estado y las fuerzas represivas para imponerse a la movilización o la disputa del Estado por la hegemonía de las masas- presenta siempre el mismo cuadro: un desastre económico y político para las elites gobernantes que, de no ser por el «puñado de traidores», serían fácilmente barridas por la fuerza de las masas cada vez más radicalizadas.

El problema es que las estructuras no se reducen a la economía (e incluso de hacerlo, nada más falso que la visión catastrofista del estancamiento crónico del capitalismo, ver Astarita, 1999b). Los estudios más recientes han demostrado que el papel de los Estados y los regímenes políticos ha sido fundamental en los resultados de las movilizaciones revolucionarias2 y el rol de la agencia (no digamos ya de las direcciones) debe ser ubicado en el marco que las estructuras le permiten desarrollar.

Pensemos el caso de las dos revoluciones triunfantes en América Latina en la segunda mitad del siglo XX: Cuba y Nicaragua3. Los regímenes autoritarios que se habían instaurado en cada uno de estos países se distinguían bastante de, por ejemplo, los regímenes militares de El Salvador, Guatemala y Honduras. A diferencia de estos últimos, en aquellos países se instalaron regímenes patrimonialistas que tendieron a concentrar el poder sobre la base de clanes familiares y círculos cercanos. Mientras tanto, en los otros tres países centroamericanos los regímenes autoritarios si bien cerraron los espacios institucionales de participación política -al igual que Batista y Somoza lo hicieron en Cuba y Nicaragua respectivamente- administraron el poder de forma bastante institucionalizada (esto es, repartiendo el poder sobre la base no de clanes familiares, sino de sectores de poder históricamente institucionalizados).

De esa forma, cuando estallaron las movilizaciones de la segunda mitad del siglo XX, la dinámica de estas fue bastante diferenciada. En Cuba y sobre todo en Nicaragua, el acento pluriclasista de las movilizaciones fue mucho más marcado. También, como justamente señala Wickham-Crowley (2001), los regímenes patrimonialistas fueron víctimas de deserciones en sus respectivos aparatos represivos, lo que no les permitió aplastar a los movilizados (un fenómeno que no estuvo presente en los otros países de la región). Aparte, en Cuba y Nicaragua la capacidad (o la disposición) de los regímenes para mantener la hegemonía sobre los sectores urbanos, incluido un importante sector de la burguesía, fue claramente menor comparado con los otros países de la región. Y todos estos son aspectos estructurales del problema; esto es, no dependen de la voluntad de las direcciones del movimiento.

¿Significa esto que, desde el punto de vista histórico, la agencia humana no tiene importancia alguna? ¿Se impone «inexorablemente» la lógica de las estructuras? Claro que no. El problema es que esta debe ser situada en su lugar correspondiente. Por ejemplo, en la pérdida de hegemonía de los regímenes de Batista y Somoza sobre los sectores urbanos, jugaron un papel de primer orden los movilizados. En Nicaragua el rol de la llamada «tendencia tercerista» para producir un viraje de sectores de la elite empresarial hacia el entendimiento con el FSLN fue clave, pero no podría haberse producido si durante décadas los Somoza no hubiesen instaurado un autoritarismo que excluía (y competía) no ya solo con los sectores subalternos, sino también con la elite empresarial. Incluso, en último momento la ceguera política de Anastasio Somoza impidió un acuerdo con la elite empresarial urbana, que más tarde junto al FSLN terminarían derrocándolo.

El caso salvadoreño: 1977-19924

Veamos ahora un caso concreto: las movilizaciones revolucionarias que sacudieron El Salvador desde 1977 hasta 1992, los primeros años en formas civiles de acción y, después de 1981, principalmente a través de acciones militares. Las movilizaciones radicalizadas de estos años forman, en sentido estricto, un solo período, pero caracterizado por dos ondas de acción, cada una con un tipo de repertorio predominante: el civil desde 1977 hasta 1981 y el militar, de guerra civil desde 1981 hasta 1992.

El desenlace de la primera onda ocurre hacia finales de 1979 y principios de 1981 (en Almeida 2011, p. 294 se encuentra una exposición cuantitativa de este ciclo y su declinación absoluta en 1981), cuando una serie de factores que punteamos más adelante desencadenan el fracaso de la onda civil de movilizaciones, dejando el espacio para la aparición de una guerra civil abierta. Esta es la lectura que el trotskismo5 hizo del período en mención:

«El pico más alto alcanzado por la crisis del estado y el régimen se dio alrededor de la caída del presidente Romero [octubre de 1979]. Hasta esos momentos, estimuladas en el último tramo por el triunfo sandinista, las masas habían desarrollado una ofensiva creciente contra la dictadura de Romero, acorralada y debilitada además por las contradicciones del gobierno de Carter, la pelea con la iglesia y las Fuerzas Armadas. El elemento determinante de la situación era esa ofensiva objetivamente revolucionaria de las masas que, combinada con el cúmulo de contradicciones que enfrentaba la dictadura, determinaba una profunda desestabilización del régimen». (Anexo…, 1981, p. 60).

Y de allí concluyen que, «En esos momentos, el poder estaba al alcance del movimiento de masas: hubiera podido patear la estantería y todo se derrumbaba» (Anexo…, 1981, p. 60). Pero aparecieron «el puñado de traidores» de las direcciones que simplemente no quisieron echar abajo el régimen por lo que éste «paso así los momentos de mayor peligro y logró sobrevivir, constituyendo la primera Junta [Revolucionaria de Gobierno en octubre de 1979]» (Anexo…, 1981, p. 60).

En otro artículo, firmado por el Comité Paritario por la Reconstrucción de la IV internacional (1980) al cual pertenecían, por entonces, dos grupos trotskistas operantes en El Salvador, se decía que:

«El derrocamiento de Romero y la crisis de la nueva junta, constituyen una nueva evidencia de la dinámica de la confrontación de clases hacia la huelga general y el levantamiento insurreccional. Si el 15 de septiembre no se logró el triunfo definitivo fue gracias al papel traidor del PC [Partido Comunista Salvadoreño] que, junto a otros partidos burgueses como la DC [Partido Demócrata Cristina] y el MNR [Movimiento Nacional Revolucionario, de orientación socialdemócrata] que habían estado en oposición a Romero, aceptó formar parte del gabinete de la junta, logrando así crear desconcierto momentáneo en las masas». (Tesis 4, párrafo 3).

El problema fue, sin embargo, mucho más complejo. Es cierto que la falta de unidad de la oposición izquierdista, tanto como la acción poco decidida de las direcciones del movimiento y, sobre todo, su orientación estratégica primordialmente guerrillera fue una dificultad para el derrocamiento del régimen, en tanto imposibilitó disponer del uso de fuerza militar (escasa, pero existente) para una acción insurreccional definitiva6. Pero incluso con la disposición de las direcciones guerrilleras a utilizar a fondo el dispositivo militar en una insurrección civil, es difícil imaginar que el régimen se hubiese desmoronado, por lo menos con la facilidad de «patear la estantería y que todo se derrumbe».

Es difícil pensar en un triunfo rápido de las movilizaciones de finales de los setentas, principalmente porque el régimen autoritario (antes y después del golpe de octubre de 1979 contra el general Romero) siempre dispuso -pese a las disputas al interior de las elites políticas, económicas y militares- de un aparato de represión homogéneo y preparado para la acción: las Fuerzas Armadas, la Guardia Nacional y las diversas categorías policiales existentes. Esto significa que la capacidad de fuego del régimen nunca se vio seriamente cuestionada (o siquiera cuestionada), ni existieron indicios de deserciones o actos de rebeldía al interior de los aparatos de represión. Más bien al contrario, desde octubre de 1979 hubo una escalada represiva de dimensiones enormes que hacia finales de 1980 y principios de 1981 dieron al traste con las movilizaciones (ver Almeida 2011, p. 268).

A principios de los ochenta las movilizaciones civiles han fracasado, por lo menos en su objetivo de derrotar al régimen por una vía insurreccional de corte predominantemente civil. Sin embargo, parte de los recursos organizativos y humanos acumulados durante las últimas dos décadas que no fueron devorados por la represión fueron trasladados hacia las guerrillas en el campo. Comienza otra onda de protestas, centradas en las acciones militares de las guerrillas, ahora unificadas en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).

El análisis del trotskismo para todo este período de confrontación militar abierta que cubre desde 1981 a 1992 se mantendrá invariable, salvo quizás el primer año que siguió a la Ofensiva Final de 1981, cuando consideraba que «no va haber una caída a corto plazo del gobierno contrarrevolucionario, y lo más probable es que éste se mantenga a la ofensiva, aunque esto no significa que la contrarrevolución haya obtenido el triunfo definitivo». (Anexo…, 1981, p. 62).

Después de este breve período, y sobre todo tras la reactivación de las movilizaciones civiles en 1984, el trotskismo mantuvo la posición que le es característica: mostraba un régimen político básicamente en ruinas y una disposición de lucha de las masas que cada vez viraba más hacia la izquierda. Así lo expresaban:

«(…) El caos político del gobierno donde estallan contradicciones exacerbadas por los fracasos de sus frentes militares concede una ventaja descomunal a las fuerzas insurgentes. En cualquier momento aquel [el gobierno] puede saltar en pedazos y el vacío de poder despertaría la iniciativa de las masas en las grandes ciudades para soldar el frente de la revolución en una ofensiva generalizada.

En estas condiciones, el plan político del FMLN pasa a ser lo cualitativamente fundamental para decidir el final de la guerra con una victoria tajante. Si tal plan político es capitulador, todo entra en el más absoluto impasse y no se haría esperar la recomposición, aunque fuera agónica, de las fuerzas burguesas» (Franceschi, s/f, p. 12).

Y más adelante, en el mismo artículo, se pregunta haciendo referencia a la política de alianzas del FMLN con el FDR (un organismos formado por las organizaciones de masas que aún perviven, partidarios de la socialdemocracia y organismos de la sociedad civil): «¿Cuál es el signo distintivo de la línea oportunista?» e inmediatamente se responde: «Sencillamente algo que pareciera surrealista: pudiendo ganar se niegan a sí mismo la victoria». (Franceschi, s/f, p. 12).

En ese marco es que se considera al FMLN una herramienta contrarrevolucionaria y a la Ofensiva Final de enero de 1981 como un plan cuidadosamente montado para llevar al fracaso la guerra civil. Así lo expresan:

«En el curso de la guerra civil contra la junta militar los diversos agrupamientos pequeñoburgueses nacionalistas [se refiere a las Fuerzas Populares de Liberación -FPL- al Ejército Revolucionario del Pueblo -ERP- y la Resistencia Nacional -RN] con una innegable influencia de masas, han tenido un rol limitado e inconsecuentemente revolucionario. Pero la integración e influencia del estalinismo en el FMLN [se refiere a la integración del PCS] lo trasforma o tiende a trasformar al Frente en una herramienta contrarrevolucionaria (…) Es así como la llamada «Ofensiva Final» en El Salvador tiene que ser juzgada no como una batalla erróneamente preparada, sino como una trampa contrarrevolucionaria cuidadosamente montada por el estalinismo y el castrismo para derrotar o detener cualquier ascenso revolucionario, y en particular sus victorias y consolidación en el campo. Si esta trampa no logró alcanzar el objetivo de derrotar a las masas no se debe a que el estalinismo no lo quisiera, sino a que lo impidió el heroísmo de los trabajadores salvadoreños y el carácter orgánico de la revolución centroamericana». (Capa [Moreno], s/f, p. 32).

Con una lectura semejante del proceso revolucionario salvadoreño es difícil tomarse en serio el trotskismo, por lo menos en su dimensión historiográfica. De todas formas apresurémonos a decir que el peso de las pugnas y los desplazamientos al interior de la dirección del FMLN durante toda la guerra civil (incluido el «caso Marcial») surtieron un efecto importante: derrotar, no por la fuerza del debate sino por el terror y la calumnia, las posiciones más a la izquierda dentro de la guerrilla. Sin embargo, es difícil pensar que si las tendencias más radicalizadas del FMLN se hubiesen impuesto la insurgencia salvadoreña hubiese triunfado.

Pero el trotskismo tiene una respuesta invariable: el FMLN podía triunfar, sino lo hizo fue por el «puñado de traidores» de la dirección del movimiento que llevaron la revolución al fracaso. Sin embargo, la negociación política de la guerra en 1992 está bastante relacionada, sí con los desplazamientos, el terror y la calumnia contra las posiciones más radicalizadas al interior del FMLN, pero también y más importante, con la capacidad del régimen político salvadoreño (gracias al apoyo logístico, militar y político de Estados Unidos) de sostener la unidad monolítica de sus fuerzas represivas y, en cierta forma, la pasividad cuando no del todo la hegemonía sobre las capas medias y urbanas. Es más, hacia el final de la guerra civil el régimen político también fue capaz de adaptarse a un entorno internacional cambiante caracterizado por lo que los teóricos han dado en llamar «la tercera ola de democratización global» (Huntington, 1994).

En ese sentido, si bien los resultados de la revolución salvadoreña están lejos de expresar una «lógica inexorable de la historia», aquellos hechos demuestran que las direcciones de los movimientos están ligadas (y a menudo constreñidas) a un entorno político nacional e internacional que limita el marco en el cual se desenvuelve la acción.

En el caso salvadoreño, la capacidad del régimen de mantener la unidad monolítica de los aparatos de represión y su disposición a actuar sobre el movimiento en una espiral de violencia creciente durante todo el período, sumado a, después de 1980, su disposición a recobrar la hegemonía sobre las principales ciudades y los sectores urbanos (o, cuando menos, sumergirlos en un estado de pasividad perjudicial a los insurgentes), jugó definitivamente un papel preponderante en la definición de la salida negociada a la guerra.

Pero hay aún un punto más que saldar. Los trotskistas consideraban que las movilizaciones revolucionarias en El Salvador se desarrollaron en medio de un régimen político devastado, por lo cual la disposición de la dirección del FMLN para derribar al gobierno y sus aparatos de represión era lo fundamental. El problema recaía siempre en que las direcciones eran parte del «puñado de traidores» que había atormentado la historia de las clases subalternas durante todo el siglo. Era normal, entonces, que los trotskistas vaticinaran que «las masas revolucionarias» podrían «escapar» al control de sus direcciones y encaminar las movilizaciones por la «senda del socialismo».

Allí se ubicaba precisamente la acción política del trotskismo: toda su tarea estaba enfocada a empujar a los sectores populares a la ruptura política con sus direcciones y dirigirlos hacia la revolución socialista. Es así que se escribía, en el marco de la propuesta de negociación del FMLN-FDR que:

«Para poder vencer, el FMLN debe romper su acuerdo programático con el sector burgués del FDR y con [Guillermo] Ungo, que es quien allí lo representa. Si no lo hace, es probable que las masas que no querrán verse traicionadas tras largos años de gigantescos sacrificios, pasen a desconfiar seriamente de esa dirección. Sus elementos más conscientes buscarán abrir la vía a la realización del programa revolucionario. Pero esto no es automático. Sin una dirección revolucionaria no hay aplicación posible de tal programa, de la misma manera que sin ese programa no hay chance posible de triunfo para quienes quieran dirigir la revolución». (Franceschi, s/f, p. 13).

Pero acá también el trotskismo cae en un error fatal, fruto de su concepción acerca de las direcciones de las movilizaciones como agentes externos y extraños a las bases. En efecto, los estudios recientes demuestran que la identidad de los sectores movilizados durante los años mencionados (esto es, la fuente de sentido de su acción, ver Castell, 2001, p.28-34), dista bastante de las «masas radicalizadas» del discurso trotskista.

«Si bien una identidad más radicalizada -si se quiere, antagonista con la lógica del capital y la racionalidad de la forma social y política por entonces vigente en el país- fue construida en sectores puntuales del movimiento estudiantil y de allí difundida con bastante arraigo en los sectores campesinos (Argueta, 2012; Cabarrús, 19837, p.141-163), el grueso de los sectores urbanos permanecieron en un estadio bastante cercano al corporativismo, el cual solo fue superado cuando las elites del movimiento (ya socializadas políticamente en ideologías radicalizadas, ver Álvarez, 2012) coparon las direcciones de sindicatos y organizaciones populares y las soldaron en unidad en organismos multisectoriales».(Pirker, 2012).

En una frase: nunca se conformó en El Salvador una identidad nítidamente antagonista en las bases de los movilizados (algo normal, de hecho, en el grueso de los procesos revolucionarios), por lo que la ruptura con las direcciones del «puñado de traidores» fue siempre una posibilidad bastante remota. Más bien aquel «puñado de traidores» fue el resultado dinámico de las aspiraciones, la identidad, el estado general de la conciencia -como se le quiera llamar- de los sectores populares salvadoreños de finales de la década de los setenta y ochenta. Es cierto, por otra parte, que la dirección influyó desde el principio en la conformación de la identidad del movimiento (por ejemplo, cuando se socializó políticamente a los campesinos en ideas cristianas y marxistas), pero ya en marcha, la dirección fue en parte el reflejo dinámico, contradictorio de las bases movilizadas. Nada más falso entonces que la visión trotskista de masas radicalizadas que son traicionadas por sus direcciones.

Conclusiones

Con lo dicho hasta aquí, cabe hacer una reconsideración general de la visión trotskista sobre las revoluciones sociales, lo que nos permitirá, a la misma vez, apuntar algunos elementos generales para una teoría de las revoluciones sociales.

En primer lugar, es preciso señalar que las lecturas historiográficas del trotskismo se asientan sobre la base de una premisa teórica catastrofista: la decadencia general del capitalismo global y el estancamiento crónico de las fuerzas productivas. Ello les lleva a invertir la lógica explicativa originaria de Marx y los marxistas acerca del papel de las estructuras en la definición de los procesos de movilización colectiva, acentuando el papel predominante no solo en la acción humana, sino y principalmente en las direcciones de los procesos de movilización colectiva.

A partir de allí, y dado que -según esta visión- desde la primera guerra mundial las condiciones objetivas para la revolución socialista no hacen más que «descomponerse», el análisis riguroso de las estructuras políticas en el marco de las cuales se desenvuelven las movilizaciones, pasa a ser remplazado por una consideración genérica que concibe siempre a los gobiernos y los regímenes como sumergidos en una crisis política y económica sin salida, la cual los empuja al desmoronamiento.

Al mismo tiempo, el examen de la identidad, las aspiraciones o el estado general de conciencia de los sectores subalternos y su ligazón dialéctica y orgánica con las direcciones de los procesos de movilización colectiva tiende siempre a ser sustituido por la imagen de «masas» de hombres y mujeres que se movilizan cada vez más radicalizados sobre las ruinas de un Estado y un régimen devastado que termina siendo salvado, únicamente, por el papel traidor de las direcciones de las movilizaciones.

Este esquema empleado miles de veces por los diferentes grupos y partidos trotskistas diseminados a lo largo del mundo ha resultado totalmente errado y, no obstante chocar con la misma realidad la mayoría de las veces que es invocado, sigue siendo enarbolado como un dogma general por aquella corriente política. El precio al que se sostiene es la falsificación total de la historia, la degeneración más absurda de los análisis históricos de Marx (e incluso de Lenin) y un desprecio total, tanto por las modernas teorías de la acción colectiva, la violencia política y las revoluciones sociales, como por las investigaciones históricas de corte empírico más importantes del siglo pasado y lo que va del presente.

Para comprender los resultados (y también las causas) de los procesos radicalizados de movilización política y las revoluciones sociales es preciso volver a centrar nuestra atención sobre las estructuras, principalmente sobre las configuraciones estatales, de clase y la estructuración particular de los regímenes políticos en cada país, abandonando a la misma vez cualquier idea catastrofista que suponga al capitalismo y al sistema internacional de estados como entidades en crisis crónicas. Más bien, una idea más adecuada sería centrar los análisis en la capacidad de las formas de dominación para recomponerse y mantener la hegemonía sobre el grueso de los sectores subalternos, a pesar de las eventuales crisis económicas y/o políticas.

A la misma vez, el análisis estructural debe ser completado con el examen de las configuraciones identitarias e ideológicas de los sectores subalternos y su permanente ligazón con las direcciones. Acá también es preciso romper con la idea de que existen permanentemente «masas radicalizadas que avanzan hacia la revolución» y que un «puñado de traidores» terminan siempre por traicionarlas. En lugar de eso es preciso comprender concretamente la formación y desarrollo de las subjetividades colectivas de los sectores subalternos. Eso nos dará una idea más clara de las características de las movilizaciones que estudiamos.

 

Referencias

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Notas

*El presente artículo es, en cierta forma, una autocrítica. Durante casi tres años fui parte de una organización trotskista en El Salvador, ocupando, en buena parte de mi militancia, cargos de dirección. Quisiera hacer una aclaración importante: la crítica que aquí realizo no es, naturalmente, una crítica global al trotskismo (tal empresa está aún pendiente, aunque ya se ha avanzado bastante en ese sentido), sino apuntes para una crítica de la concepción trotskista de las revoluciones sociales. Eso significa que no tenemos acá el espacio (ni quizás la capacidad) para abordar el conjunto de tópicos que definen como una corriente política particular al trotskismo como tal.

1 No obstante, es preciso reconocer en los escritos sociológicamente más importantes del revolucionario ruso, una forma de razonamiento centrada en factores de orden más estructuralistas (ver por ejemplo sus análisis de lo que él denomino El termidor soviético 2011 [1937]). Sin embargo el estructuralismo de sus obras más importantes declina ante cientos de escritos cortos en los que prevalece el subjetivismo extremo.

2 El estudio más importante para América Latina es quizás el trabajo de Timothy P. Wickham-Crowley (2001); también puede encontrarse un excelente bosquejo de las diferentes perspectivas estructuralistas en Jeff Goodwin (2005); y Timothy P Wickham-Crowley (2005).

3 Las referencias especificas a Cuba, Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Honduras se basan en Paul Almeida (2011); Enrique Baloyra (1983, pp. 33 y ss); Fernando Mires (1988, pp. 279- 331; 376-433); Martí i Puig (2013, pp. 51-197); Rojas Bolaños (1994) y el trabajo ya citado de Wickham-Crowley (2001).

4 Según me comentó un trotskista salvadoreño, en un dialogo acerca del presente artículo, las «caracterizaciones» del trotskismo sobre la situación en El Salvador tras el derrocamiento del general Romero en octubre de 1979, estarían erradas y sufrirían de «impresionismo» (una desviación ideológica que consiste en considerar la situación como demasiado favorable a las fuerzas revolucionarias, cuando la realidad es distinta). A este punto llegamos solo hasta que le expuse que las fuerzas represivas del régimen nunca se desmoronaron, ni sufrieron fracturas de peso como en Nicaragua o Cuba y que, por tanto, el triunfo de las movilizaciones era verdaderamente escaso (a lo que pareció acordar con migo), con independencia de cualquier dirección que estuviese hegemonizando el proceso. Lamentablemente no tuvimos el tiempo para someter el análisis de la guerra civil (1980-1992) al mismo proceso, pero es evidente que, aunque las fuerzas de izquierda hubiesen incrementado su capacidad militar en comparación con el año de 1979, es difícil hablar de un triunfo de la guerrilla porque, gracias al apoyo militar, político y logístico de Estados Unidos, el aparato militar de represión del régimen se mantuvo intacto, con un agravante más: la hegemonía popular sobre las masas urbanas se desbarató casi por completo hacia 1981.

5 A excepción del llamado Secretariado Unificado de la IV internacional, entonces en franca minoría en el movimiento trotskista latinoamericano.

6 La ausencia de unidad orgánica fue un rasgo característico de las movilizaciones de finales de los setentas. Al mismo tiempo, la ausencia de unidades estratégicas y tácticas que permitiese dotar a la movilización de un plan único y homogéneo, redujo la capacidad de la movilización para derrumbar al régimen. Además, entre los grupos guerrilleros primó un fuerte contenido militarista que a la larga terminó imponiéndose sobre las organizaciones civiles (Rauber, 2004). De esa manera, cuando las movilizaciones revolucionarias llegaron a su auge no tuvieron el acompañamiento decidido -en términos de recursos materiales, principalmente humanos y armamentísticos- de los grupos guerrilleros, so excusa de evitar un despilfarro de recursos organizacionales que estropeara la acumulación de fuerzas militares que se pensaba definirían el curso de la revolución.

7 El estudio de Cabarrús es fundamental para comprender la configuración de las identidades de los campesinos del municipio de Aguilares. Si podemos generalizar los hechos a otras zonas similares donde hubo un trabajo pastoral y político análogo, podríamos decir que el único sector que en realidad elaboró una identidad antagonista fue, efectivamente, parte del campesinado. No obstante, Cabarrús «afirma erróneamente – ¿quizás de forma intencionada para no comprometer a la organización campesina? – que no existía una vinculación clara y orgánica entre el movimiento campesino y la guerrilla» (Álvarez y Sprenkels, 2013, p. 217). Esto lleva, necesariamente, a minusvalorar la ligazón entre la formación del movimiento campesino (y su identidad radicalizada) y otros sectores activos, principalmente el movimiento estudiantil y, a través de él, las fracciones del Partido Comunista en primer momento y después las FPL y la juventud democristiana (ver, Argueta, 2012).

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