El abogado chileno Boris Navia aún conserva las tapas de aquella libreta donde Víctor Jara escribió su última canción, «Estadio Chile», horas antes de ser asesinado por los militares la tarde del 15 de septiembre de 1973. Treinta y un años después evoca la agonía del principal autor de la Nueva Canción Chilena y cómo, a pesar de las torturas y los interrogatorios, pudo salvar sus hermosos versos.
El 11 de septiembre de 1973 Boris Navia contempló el bombardeo de La Moneda desde la Universidad Técnica del Estado, donde era profesor de Derecho, en compañía de cerca de mil personas, entre ellas Víctor Jara. Por la noche se refugiaron en la cafetería de la Escuela de Artes y Oficios, donde éste interpretó por última vez algunas de sus canciones para levantar los ánimos de los presentes. A las siete de la mañana les despertó el estampido del cañón de 120 milímetros y los diversos equipos de artillería con que las Fuerzas Armadas bombardeaban una casa de estudios de orgulloso perfil izquierdista.
Los soldados recorrieron todo el recinto y en la avenida sur reunieron a sus centenares de «prisioneros de guerra», a los que obligaron a permanecer tumbados boca abajo durante cinco horas y sometieron a todo tipo de palizas. A las tres de la tarde fueron conducidos a las pistas de fútbol sala y dos horas después les ordenaron que se dirigieran corriendo en fila india y con las manos en la nuca al Estadio Chile, situado a tan sólo seis manzanas. En la entrada del mayor polideportivo cubierto del país un oficial reconoció a Víctor Jara, le apartó con todo tipo de insultos y le propinó una lluvia de golpes cargados de histeria y brutalidad: «Yo te enseñaré, hijo de puta, a cantar canciones chilenas, no comunistas».
Boris Navia, militante comunista, jamás podrá olvidar aquellos instantes: «En un momento el oficial desenfundó su pistola; nosotros, apuntados por fusiles, estábamos horrorizados porque pensábamos que le iba a descerrajar un tiro y, pese a la orden de avanzar, nos quedamos transidos frente al horror de la tortura de nuestro querido cantor. Víctor no se quejaba, ni pidió clemencia, tan sólo miró con su rostro campesino al torturador fascista, que le golpeó con el cañón del arma y su pelo se empapó de su sangre, al igual que su frente, sus ojos… La expresión de su rostro ensangrentado quedó grabada para siempre en nuestras retinas».
Dentro del Estadio Chile los militares confinaron a Víctor a un pasillo, mientras que sus compañeros de la UTE se hacinaban en los graderíos junto con otros miles de detenidos, en su mayor parte obreros, en una atmósfera donde primaba el terror impuesto por unos militares que se sentían en guerra contra «el marxismo». Acompañado tan sólo por Danilo Bartulín, uno de los médicos del Presidente Salvador Allende detenido en La Moneda la tarde del 11 de septiembre, el autor de «Te recuerdo Amanda» volvió a padecer atroces torturas hasta las tres de la madrugada.
Hasta aquel día el Estadio Chile ocupaba un lugar relevante en su vida ya que en 1969 ganó allí el Primer Festival de la Nueva Canción Chilena con una de sus creaciones más hermosas, «Plegaria a un labrador», una exhortación a quienes derraman su sudor sobre la tierra y extraen de ella sus frutos a unirse a sus compañeros para forjar juntos la nueva sociedad: «Levántate / y mírate las manos / para crecer estréchala a tu hermano, / juntos iremos unidos en la sangre / hoy es el tiempo que puede ser mañana…» Aquella noche, en el abarrotado recinto deportivo rebautizado en septiembre pasado como Estadio Víctor Jara, también actuaron Isabel y Angel Parra, Rolando Alarcón, Patricio Manns o Inti Illimani y aunque el ganador fue él, acompañado en el escenario por Quilapayún, aquel Festival alumbró un inolvidable movimiento cultural que acompañó a su pueblo en aquellos tres años de construcción del socialismo. Porque, como decía Víctor Jara: «La canción auténtica, la revolucionaria, tiene que cambiar al hombre para que éste cambie la sociedad».
Brota la poesía.- La tarde del 13 de septiembre se produjo un cierto revuelo en el Estadio Chile, recuerda Boris Navia, ya que se rumoreaba que en la cercana población La Legua partidarios del derrocado gobierno de Allende se habían enfrentado con las Fuerzas Armadas. «Todos los soldados se dirigieron a la entrada y se olvidaron de Víctor, por lo que lo arrastramos a la grada e intentamos disfrazarle un poco: le dejaron un vestón, que se lo puso sobre la camisa roja que llevaba, y con un cortauñas le recortamos su característica melena ensortijada. Y cuando nos ordenaron que hiciéramos listas de veinte personas para el inminente traslado al Estadio Nacional, pusimos su nombre completo: Víctor Lidio Jara Martínez».
Después de comer un huevo crudo, este cantautor empezó a recobrar su contagiosa alegría y, apunta Navia, «mostró la misma sonrisa con la que cantó al amor y a la revolución». Aquella noche durmió junto a sus compañeros de la Universidad Técnica del Estado en los incómodos graderíos del Estadio Chile. El viernes 14 los militares repartieron café entre los prisioneros y les comunicaron que iban a trasladarles al Estadio Nacional, pero finalmente un tiroteo les devolvió a los asientos cuando ya se disponían a salir. Entonces Víctor habló a sus compañeros del amor que sentía por su esposa, Joan, y sus hijas, Amanda y Manuela, pero no se refirió al futuro, por lo que intuyeron que presentía su trágica suerte.
Al día siguiente supieron que dos o tres personas iban a ser dejadas en libertad y se aprestaron a escribir mensajes para que los entregaran a sus familiares. «Víctor estaba sentado entre otro compañero de la UTE y yo y me pidió un papel -señala Boris Navia-. Le di dos hojas de una libreta cuyas tapas aún conservo y escribió hasta que de repente dos soldados llegaron y le condujeron a una caseta de transmisión, aunque antes logró entregarme los dos papeles sin que se dieran cuenta. Unos oficiales de la armada le insultaron y golpearon con furia».
A las seis de la tarde su grupo fue conducido al anfiteatro y desde allí pudieron divisar, horrorizados, el cuerpo inerte de Víctor Jara entre una cincuentena de cadáveres acribillados; minutos después fueron conducidos en autobuses militares al otro extremo de la ciudad. «Entramos al Estadio Nacional dejando un reguero de lágrimas por nuestro querido cantor», asegura Boris Navia con profunda emoción.
Fue en aquel enorme recinto, convertido en el mayor campo de concentración de la dictadura, cuando este abogado por fin abrió su libreta y descubrió que las dos hojas de Víctor Jara no contenían unas palabras dirigidas a su familia, sino su canción, su última e inconclusa canción, titulada «Estadio Chile». «Al instante comprendimos su importancia e hice dos copias como pude con dos cajetillas de cigarros». Días después el ex senador comunista Ernesto Araneda le dijo que dos personas, un médico y un estudiante, saldrían en libertad del Estadio Nacional, por lo que les entregó las reproducciones y, además, se encargó de que un viejo zapatero también preso ocultara las dos hojas manuscritas por Víctor Jara en la suela de su zapato derecho.
Pero en los controles previos a la salida del recinto, los militares descubrieron el texto que portaba el muchacho. «Yo había escrito una pequeña introducción, por lo que me ubicaron y me condujeron al velódromo, donde dos oficiales de la Fuerza Aérea abrieron mi zapato derecho y descubrieron las hojas. Me interrogaron y me torturaron y pensé que mientras más soportara la tortura, más posibilidades habría de que la segunda copia saliera del Estadio. No lograron arrancarme ninguna palabra sobre ella y así el poema de Víctor salió libre del Estadio Nacional, venció al fascismo y ganó la libertad. El militar que le asesinó creyó que mataría su voz, pero Víctor no murió, murió para vivir, vivirá para siempre en el corazón de los pueblos».
Meses después el último poema de Víctor Jara se publicó por primera vez en el libro Chile en la hoguera del periodista Camilo Taufic, exiliado en Argentina, y finalmente llegó a su esposa y recorrió el mundo para denunciar la ignominia de la dictadura de Augusto Pinochet.
– Anexo: «Estadio Chile»
«Somos cinco mil aquí,
en esta pequeña parte de la ciudad.
Somos cinco mil.
¿Cuántos somos en total
en las ciudades y en todo el país?
Somos aquí diez mil manos
que siembran y hacen andar las fábricas.
¡Cuánta humanidad
con hambre, frío, pánico, dolor,
presión moral, terror, locura!
Seis de los nuestros se perdieron
en el espacio de las estrellas.
Un muerto, uno golpeado como jamás creí
se podría golpear a un ser humano.
Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores,
uno saltando al vacío,
otro golpeándose la cabeza contra el muro,
pero todos con la mirada fija en la muerte.
¡Qué espanto causa el rostro del fascismo!
Llevan a cabo sus planes
con precisión artera sin importarles nada.
La sangre para ellos son medallas.
La matanza es acto de heroísmo.
¿Es éste el mundo que creaste, Dios mío?
¿Para esto tus siete días de asombro y de trabajo?
En estas cuatro murallas sólo existe
un número que no progresa,
que lentamente querrá más la muerte.
Pero de pronto me golpea la conciencia
y veo esta marea sin latido
y veo el pulso de las máquinas
y los militares mostrando su rostro de matrona
lleno de dulzura.
¿Y México, Cuba y el mundo?
¡Que griten esta ignonimia!
Somos diez mil manos menos que no producen.
¿Cuántos somos en toda la patria?
La sangre del compañero Presidente
golpea más fuerte que bombas y metrallas.
Así golpeará nuestro puño nuevamente.
Canto, qué mal me sales
cuando tengo que cantar espanto.
Espanto como el que vivo,
como el que muero, espanto
de verme entre tantos y tantos
momentos de infinito
en que el silencio y el grito son las metas
de este canto.
Lo que nunca vi,
lo que he sentido y lo que siento
hará brotar el momento…»