Cuando Francisco Franco lo tenía bajo su tutela enseñándole las artimañas del poder, parecía un joven aplicado y serio. Con los atropellos del tiempo, la cara se le puso como una luna y le resaltan los ojitos de bribón que Francisco de Goya colocó en los rostros de cada miembro de su familia, en los […]
Cuando Francisco Franco lo tenía bajo su tutela enseñándole las artimañas del poder, parecía un joven aplicado y serio. Con los atropellos del tiempo, la cara se le puso como una luna y le resaltan los ojitos de bribón que Francisco de Goya colocó en los rostros de cada miembro de su familia, en los retratos cortesanos que pintó a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.
Los Borbones siempre tuvieron una aureola de ser cerrados de barba y de mollera, aunque dotados de una astuta perversidad. Lo de cerrado de mollera, creo que no se cumplió en el caso de Juan Carlos quien siempre evidenció un refinado olfato político.
Franco lo restauró como rey con poderes absolutos, conforme la Constitución heredada. Sin embargo en la España que recibió se había formado una nueva clase económicamente dominante: una burguesía industrial y financiera que desplazó a la antigua clase terrateniente – comercial de tradiciones aristócratas y autoritarias. La nueva clase dominante requería de una superestructura política acorde con su perfil económico. Juan Carlos tuvo suficiente lucidez como para darse cuenta que su futuro como monarca sólo sería viable si se aliaba con la nueva clase dominante, y procedió a colaborar en la construcción de un régimen de democracia burguesa: delegó poderes, apoyó la reforma de la Constitución, y colaboró con el llamado proceso de «transición a la democracia». Conservando, sí, una cuota de poder que no sólo fue simbólica sino fáctica, además de exorbitantes privilegios económicos y jurídicos para él y su familia.
Las acciones descritas junto con una bien modelada manipulación mediática, le otorgaron a Juan Carlos un importante ascendiente sobre el pueblo español. Hasta que el curso de la vida se encargó de ir sacando los olores a podredumbre que despedía la Corte española. La larga lista de amantes o como diría una ex-compañera mía, la larga lista de «esclavas sexuales». Los fastos y opulencias de su vida privada. Su creciente fortuna personal amasada mediantes negocios tuertos desde el poder. La explosión de rabiosa arrogancia ululando: «¿por qué no te callas?». La arbitrariedad de sus caprichos, como la organización de un millonario safari para asesinar elefantes, mientras el pueblo cargaba con los devastadores efectos de las políticas neoliberales. Por último, los juicios por corrupción que involucran a su yerno y a su hija. El antiguo prestigio del rey se arrastra por el suelo.
Es en este momento que abdica a favor de su hijo Felipe. En su breve discurso de abdicación habla muy poco de las razones, pero éstas son evidentes. Las políticas neoliberales aplicadas para enfrentar la crisis, la han profundizado y, sobre todo, han generado en la vida de la mayoría de ciudadanos el mayor drama de su historia moderna. Los dos partidos que han sostenido el llamado «proceso de transición» e implantado el neoliberalismo, el PSOE y el PP, salieron vapuleados en las últimas elecciones europeas. En las mismas elecciones, la izquierda antineoliberal (especialmente Podemos e Izquierda Unida) alcanzó un avance significativo en un contexto en que el abstencionismo se impuso como triunfador. La unidad del Estado español se resquebraja con la fuerza que adquieren los movimientos independentistas de Cataluña y Vascongadas.
Se hace evidente, una vez más, el olfato político de Juan Carlos. Su abdicación es un esfuerzo desesperado por salvar en medio de la crisis societal, esa institución antidemocrática y retrógrada que es la monarquía.
Cientos de miles de españoles salen a las calles en diferentes puntos de España, de Europa y del mundo, para demandar: «exigimos un referendo para decidir si queremos o no un monarca como jefe de Estado».
Si el bipartidismo del sistema logra ignorar las demandas populares e imponer la sucesión, la pregunta abierta, dirigida a esos arrogantes burócratas de la Unión Europea que vienen por estos lares a dictar lecciones de democracia (estoy pensando, entre otros, en el impresentable Luis Yáñez, jefe de misión de acompañamiento electoral de la Unión Europea en las últimas elecciones presidenciales de Nicaragua), abierta también a la hueste nativa de demócratas mercenarios. La pregunta es: ¿Quién elige a ese jefe de Estado español, invulnerable ante las leyes y cargado de privilegios insólitos (a Felipe le están construyendo en El Pardo un palacio que tiene una superficie de 3.150 m2), sin contar la renta que recibe la Corona?
«Un pisito como el del principito», gritan las víctimas de los desahucios de viviendas.
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