Su eterno chaquetón marinero y su risa estruendosa, que contagiaba alegría, es lo primero que recuerdo de Miguel Enríquez. El optimismo asomaba a sus ojos, a sus gestos, comunicando esa incansable vitalidad que le animaba. Miguel reía con todo el cuerpo, se agitaba y el torrente reventaba con una explosión de alegría. Después descubrí que […]
Su eterno chaquetón marinero y su risa estruendosa, que contagiaba alegría, es lo primero que recuerdo de Miguel Enríquez. El optimismo asomaba a sus ojos, a sus gestos, comunicando esa incansable vitalidad que le animaba. Miguel reía con todo el cuerpo, se agitaba y el torrente reventaba con una explosión de alegría. Después descubrí que también era la forma de reir de su padre, don Edgardo. Miguel era un dinamo, veloz de pensamiento y palabra. Sus frases se precipitaban en ráfagas.
Temible en la polémica, a veces era también -para mi gusto- demasiado duro en la discusión con los compañeros. Abrumaba con argumentos, citaba la historia revolucionaria mundial, especialmente la revolución bolchevique; conocía bien a Lenin (el Pelao, como le llamaba con familiaridad), a Trotsky y Rosa Luxemburgo, se paseaba por la revolución china, conocía en detalle la revolución cubana y sabía mucho de historia de Chile. Por supuesto era carrerino, admiraba a Manuel Rodríguez y se refería con mala voluntad al «guatón O’Higgins». Dedicaba especial atención al estudio y le gustaba discutir con gente de pensamiento diferente al suyo.
Matarlo no fue fácil para la DINA. Los sicarios de la dictadura tuvieron que extremar sus torturas con los detenidos que habían contactado a Miguel o a sus enlaces desde que el líder del MIR pasó a la clandestinidad. La crueldad del capitán Miguel Krassnoff Marchenko, jefe de la Agrupación Caupolicán de la Brigada de Inteligencia Metropolitana de la DINA, y de su principal verdugo, Osvaldo Romo, sin embargo, no tenía límites. El Informe Rettig señala: «La primera prioridad de la acción represiva de la DINA durante el año 1974 fue la desarticulación del MIR. Esta continuó siendo una prioridad durante 1975. Durante estos dos años se produce el mayor número de víctimas fatales atribuibles a este organismo». Creada por decreto en junio de 1974, la DINA venía operando desde noviembre de 1973, en dependencia directa de Pinochet. Quinientos oficiales de las FF.AA. y Carabineros dieron origen a esa estructura secreta que más tarde contaría a miles de funcionarios, asesores e informantes a sueldo.
Matar al secretario general del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, un médico de 30 años que había burlado numerosas trampas y emboscadas, se convirtió en una obsesión para la DINA. Destinó para ello a la Agrupación Caupolicán, mientras la Agrupación Purén se dedicaba a perseguir al resto de la Izquierda. La DINA consiguió datos para localizar el sector de Santiago donde Miguel vivía clandestino. Era en la calle Santa Fe 725, entre Chiloé y San Francisco, en la comuna de San Miguel. Una casa con apariencias de nada con dos portones metálicos que todavía conservan más de treinta impactos de balas. El 5 de octubre de 1974 se libró allí un combate desigual, como el de La Moneda y otros durante 17 años en que hombres y mujeres de la Izquierda chilena dieron lecciones de honor y valentía en combate.
Miguel era uno de los dirigentes chilenos más prometedores. Tenía rasgos indudables de genialidad política. En él «despuntaba un jefe de revolución», como dijo Armando Hart a nombre del Partido Comunista de Cuba en el solemne homenaje que se tributó en La Habana al revolucionario chileno. Los dirigentes cubanos no derrochan ese calificativo porque conocen su significado. Por eso el nombre de Miguel Enríquez lo llevan muchos comités de defensa de la revolución (CDR) y un hospital clínico quirúrgico.
LA CACERIA DEL MIR
La precaria clandestinidad de Miguel, soportó poco más de un año. Había lanzado la desafiante consigna «el MIR no se asila», y quiso dar el ejemplo permaneciendo en Chile para organizar un movimiento de resistencia que concebía amplio y unitario. Explicó: «Nos quedamos en Chile para reorganizar el movimiento de masas, buscando la unidad de toda la Izquierda y de todos los sectores dispuestos a combatir a la dictadura gorila, preparando una larga guerra revolucionaria a través de la cual la dictadura será derribada, para luego conquistar el poder para los trabajadores e instaurar un gobierno de obreros y campesinos».
Desoyó los consejos de muchos camaradas y amigos que le pedían salir del país. Miguel era del tipo de líderes que guían con el ejemplo. No subvaloraba, sin embargo, las tareas de apoyo en el exterior. Encomendó organizarlas a dos miembros de la comisión política, su hermano Edgardo -ingeniero de 34 años, detenido en Buenos Aires en abril de 1976 y desaparecido desde Villa Grimaldi- y René Valenzuela Bejas, hoy preso en España.
La persecución al MIR fue motivo de disputa entre la DINA y el Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea (SIFA), que dirigía el comandante Edgar Ceballos Jones («Comandante Cabeza»). El SIFA llegó a tener numerosos prisioneros en su cuartel general en la Academia de Guerra Aérea (AGA). Mediante el método de hacer desaparecer a los prisioneros y una brutalidad extrema en la tortura, la DINA consiguió finalmente desplazar al SIFA.
El terrorismo de la DINA se hizo sentir con fuerza a partir de abril de 1974. El recinto secreto de Londres 38, un ex local del PS, se convirtió en centro de torturas y en primera estación del vía crucis de muchos detenidos hacia la muerte y desaparición en Colonia Dignidad, como ocurrió con Alvaro Vallejos Villagrán (el «Loro Matías»), estudiante de Medicina de 25 años, uno de los primeros en ser ejecutados en la colonia alemana de Paul Schäffer.
La comisión política del MIR, sin embargo, se mantenía más o menos intacta a comienzos del 74. La pérdida más importante había sido la de Bautista Van Schouwen Vasey, en diciembre de 1973, capturado por una delación en el convento de los Capuchinos de Santiago, donde se ocultaba. Van Schouwen, de 30 años, médico, era uno de los fundadores del MIR e íntimo amigo de Miguel Enríquez, con cuya hermana, Inés, estuvo casado.
A partir de julio del 74, la DINA -ahora en posesión de abundante información y con la colaboración de delatores- aumentó la intensidad de sus golpes. Cayeron detenidos y desaparecieron decenas de miristas como Bárbara Uribe y Edwin Van Yurick, su esposo; el periodista Máximo Gedda, Martín Elgueta, Alfonso Chanfreau, María Angélica Andreoli, Muriel Dockendorff, etc. Muchos fueron atrapados en «puntos de contacto» que entregaban los torturados. Otros cayeron en «ratoneras» montadas en casas de militantes detenidos. Muchos fueron reconocidos en las calles por delatores que salían a «porotear» con los agentes de la DINA.
La represión aumentó y en septiembre del 74 la situación se hizo trágica. Casi todos los presos del MIR eran salvajemente torturados y desaparecían para siempre, como el arquitecto Francisco Aedo Carrasco, de 63 años, liberado desde Chacabuco y arrestado de nuevo el 7 de septiembre, los hermanos Carlos y Aldo Pérez Vargas (cuyos otros tres hermanos, Iván, Mireya y Dagoberto, este último miembro de la comisión política del MIR, morirían en 1975 y 1976), Carlos Gajardo, Vicente Palomino, Manuel Villalobos, etc. Delatores como Marcia Merino («La Flaca Alejandra») asesoraban los interrogatorios, señalando a los torturadores lo que debían preguntar, clasificando la información, participando en los allanamientos o en el «poroteo».
La situación alcanzó su punto álgido a fines de ese mes y comienzos de octubre con la detención de los dirigentes Sergio Pérez Molina y Lumi Videla Moya (cuyo cadáver terriblemente torturado por Osvaldo Romo lanzaron al interior de la embajada de Italia el 3 de noviembre), María Cristina López Stewart, el sacerdote Antonio Llidó, los hermanos Jorge y Juan Andrónico Antequera, Amelia Bruhn, y una larga lista de mártires.
La DINA obtuvo nuevas pistas para llegar a Miguel Enríquez: el barrio donde vivía, una descripción de su aspecto físico y de su pareja (Carmen Castillo Echeverría, que hacía de enlace en algunos contactos y que estaba embarazada), una Renoleta roja que usaba Miguel (la reconocieron durante un enfrentamiento a tiros en el sector del Estadio Nacional), etc.
LA CASA DE SANTA FE
Desde diciembre de 1973, Miguel vivía clandestino en Santa Fe 725. Un barrio tranquilo, de pequeña burguesía pobre y de obreros, casi todos propietarios de sus viviendas. La mayoría -como la que ocupaba Miguel- son casas de un piso con patio y parrón. Los vecinos se conocen por años. Entonces la mayoría eran de Izquierda, comunistas y socialistas. Frente a la casa de Miguel vivía un viejo obrero comunista, Leyton, «cicerone» del Museo Recabarren.
La casa de Miguel estaba entre la de un obrero cesante y la de un periodista, Rolando Carrasco, comunista, preso en Chacabuco. Allí vivían la mujer de Carrasco, Anita Klöpping (como actriz de teatro y radio más conocida como Anita Mirlo) y sus hijos, Rolando, de 16 , y Valentina, de 11 años.
Miguel y su compañera, Carmen Castillo, llegaron a vivir en esa casa a fines del 73, después de la caída de Van Schouwen. Inicialmente los acompañaba otro dirigente del partido, Humberto (Tito) Sotomayor, y su esposa. Ocasionalmente iban a pasar unos días con ellos las pequeñas hijas de ambos, Javiera, hija de Miguel (con Alejandra Pizarro), y Camila, hija de Carmen (y de Andrés Pascal Allende, también miembro de la comisión política del MIR, que a su muerte reemplazaría a Miguel en la secretaría general del MIR). El otro hijo de Miguel, Marco Antonio (con la periodista Manuela Gumucio), estaba en Francia y apenas tenía un año cuando mataron al líder del MIR.
Una ciudadana británica compró con fondos del MIR la casa de Santa Fe a un dueño de camiones, padre de unas mellizas, a quien en el barrio todos miraban con sospecha porque era opositor al gobierno de la Unidad Popular y porque vendía mercaderías que escaseaban en el mercado.
EL ALIENTO DE LA BESTIA
Miguel, Carmen, Sotomayor y su mujer no lo sabían pero eran objeto de observación en el barrio. Se siente curiosidad por los nuevos vecinos. Se preguntan quiénes son, de dónde vienen, qué hacen, etc. Los jóvenes que viven en Santa Fe 725, parecen gente de desahogada situación económica, se muestran afables y saludan con cortesía pero sin intentar mayores relaciones. Todos observan…y comentan. Al dueño del boliche de la esquina le llama la atención que los nuevos propietarios de la casa de Santa Fe 725 dispongan de más dinero que lo común en el vecindario. Compran mayor cantidad y artículos de más calidad. Para el almacenero es un buen negocio pero comunica sus observaciones y el rumor circula…
Miguel y Carmen, Sotomayor y su mujer, entretanto, hacen una vida normal y buscan establecer una relación discreta con los vecinos. Se dan cuenta que en ese barrio hay que trabar amistad con la gente. Miguel y Carmen ayudan al vecino cesante. Se enteran que Anita tiene a su marido preso en Chacabuco y que trabaja como costurera para sostener el hogar. Carmen le ayuda mandándole hacer ropa para Javiera y Camila, luego para ella o para una amiga que inventa. Un día el joven Rolando Carrasco (hoy arquitecto, casado, dos hijos) está duchándose, la llama se apaga pero el gas sigue fluyendo, Rolo cae desmayado, como de costumbre ha cerrado con llave la puerta del baño. Anita lo siente caer, intenta abrir la puerta, no puede y corre a la casa de Miguel a pedir ayuda. Humberto Sotomayor acude, echa abajo la puerta, reanima al joven y le da instrucciones a Anita para seguir atendiéndolo. Así ella se entera que es médico. Desde ese día siente por sus vecinos del 725 una enorme gratitud y cariño. Ya no le importa la cortés pero firme discreción con que ellos defienden su privacidad.
MORIR EN OCTUBRE
Amanece el 5 de octubre de 1974. La DINA está sobre una pista segura para llegar a Miguel. Otras le habían fallado. Por ejemplo, detecta que Javiera, de 5 años, hija de Miguel, vive con su tía, Ana Pizarro, y sus tres hijos. Supone -con razón- que por esa vía existe un vínculo con Miguel. La DINA pierde la paciencia y amenaza de muerte a Ana Pizarro y sus hijos, que se asilan en la embajada de Francia. Pero antes Miguel manda a buscar a su hija. En una carta le dice a su ex cuñada que quiere tener a Javiera por un tiempo porque está seguro que va a morir.
La DINA ya sabe que Miguel vive en la zona sur de Santiago, en un cuadrante enmarcado por Santa Rosa, Gran Avenida, Departamental y Callejón Lo Ovalle. Los esbirros de Krasnoff, capitaneados por Osvaldo Romo que olisquea sangre, «peinan» esa área. Llevan algunos de los presos torturados para que reconozcan calles, ruidos, olores. Pasan algunos días en esa tarea de rastrear las huellas todavía invisibles de Miguel. Buscan una Renoleta roja y una joven señora embarazada. Van en tres vehículos y llevan armas largas por si acaso. Se detienen a preguntar en almacenes y talleres, interrogan a niños y mujeres, carteros, revisores de medidores de luz y agua, recogedores de basura, etc.
Está clareando y en la casa de Santa Fe 725, todos duermen: Miguel, Carmen, Humberto Sotomayor y José Bordas Paz (31 años, encargado de la Fuerza Central, rama armada del MIR). El grupo conversó hasta tarde. Quedaron de acuerdo en que al día siguiente, 5 de octubre, Carmen buscará una casa de emergencia. El instinto les decía que la seguridad del escondite se había resquebrajado, sobre todo después del enfrentamiento a tiros en la Avenida Grecia. Miguel había hecho algunas reuniones en la casa con compañeros que presumiblemente ahora estaban presos. Aunque se habían observado las reglas de la clandestinidad, no se podía descartar que alguno se hubiese dado cuenta del barrio y la calle donde los habían llevado a ciegas. Se iban también a cumplir diez meses viviendo en la misma casa y las normas de clandestinidad prohibían una permanencia tan larga en un mismo lugar.
Dos semanas antes, Miguel arregló el asilo en la embajada de Italia de las pequeñas Javiera y Camila, que entraron en la misión diplomática en la cajuela del automóvil del encargado de negocios. Por último, Miguel había aceptado reducir el ritmo de su trabajo y replegarse a un lugar fuera de Santiago. Una amiga de Carmen, Cecilia Jarpa, se haría cargo de comprar una parcela en Macul. Pero Carmen la llamó el día anterior para entregarle el dinero y el tono y forma de sus respuestas, hicieron a Miguel deducir que Cecilia Jarpa ya estaba en manos de la DINA. Estaba claro que el cerco se estrechaba.
En la mañana del 5 de octubre Carmen Castillo salió a buscar una casa para mudarse ese mismo día. Miguel, Sotomayor y José Bordas también salieron de Santa Fe 725 . Acordaron volver a encontrarse en la casa a las tres de la tarde. Sin embargo, Carmen volvió cerca de la una. Encontró a Miguel y a los otros dos compañeros quemando papeles, con las armas a la mano y en estado de enorme tensión. Habían detectado tres autos sospechosos que rondaban el barrio y que habían pasado ya dos veces, lentamente, observando la casa. Están seguros que es la DINA y que deben estar tendiendo el cerco. Rápidamente terminaron de recoger en dos bolsos lo más importante. Cuando Miguel y Carmen salían al patio donde estaba la Renoleta roja, se produjo el primer ataque de la DINA. Ellos se replegaron al interior de la casa y comenzaron a responder el fuego junto con Sotomayor y Bordas.
El primer cerco no fue muy efectivo. No habían llegado aún suficientes refuerzos. En los primeros momentos Humberto Sotomayor y Jose Bordas lograron escapar. A uno lo vio Anita, la vecina, saltar al patio de su casa y de ahí a la calle San Francisco; el otro huyó en dirección a Varas Mena, una calle paralela al sur de Santa Fe. (Sotomayor se asiló después en la embajada de Italia y José Bordas fue emboscado por el SIFA el 5 de diciembre. Cayó herido y murió dos días después en el hospital de la FACH, donde fue torturado). Carmen Castillo fue herida en el interior de la casa. A ratos perdía la conciencia mientras proseguía el tiroteo sostenido por Miguel. Recuerda haberlo oido gritar: «Hay una mujer embarazada, respeten su vida».
El Informe Rettig dice:»La casa donde se ocultaba Miguel Enríquez, fue rodeada por un nutrido contingente de agentes de seguridad, el que incluía una tanqueta y un helicóptero, quienes comenzaron a disparar. Entre los ocupantes del inmueble se encontraba una mujer embarazada que resultó herida. Miguel Enríquez cayó en el enfrentamiento recibiendo, según el protocolo de autopsia, diez impactos de bala que le causaron la muerte».
Anita, la vecina de Miguel, no sabe cuánto duró el tiroteo; tampoco su hijo, Rolo. Pero les pareció eterno. En su casa estaba otro muchacho, compañero de Rolo, ambos se encontraban en el patio cuando se inició el asalto a la casa vecina. Se agazaparon y vieron saltar el muro al mirista que huyó hacia la calle San Francisco. Anita y la niña, Valentina, permanecieron tiradas en el piso de la casa. Recuerdan el ruido ensordecedor de los disparos, el helicóptero sobrevolando, los altavoces de Carabineros ordenando al vecindario permanecer en sus casas. Cuando cesaron los tiros vieron en la calle Santa Fe a muchos civiles armados, carabineros, soldados, la tanqueta y muchos vehículos. Más tarde cuando sacaban a Carmen Castillo herida (creyeron que iba muerta) y luego el cadáver de Miguel Enríquez.
Miguel no se rindió. Una de las diez balas le perforó el cráneo. Su cuerpo lo encontraron en el patio donde se había parapetado para disparar, mientras intentaba saltar a la casa trasera. La noticia de la muerte de Miguel, que se divulgó esa noche, causó un impacto doloroso en el pueblo. Saber que Miguel estaba en la clandestinidad, intentando reorganizar las fuerzas, fortalecía muchas esperanzas.
La DINA lo celebró mofándose de los presos en el recinto de José Domingo Cañas, donde había trasladado su infierno de torturas. La casa de la calle Santa Fe 725 la ocupó la DINA durante dos meses. Algunos vecinos dicen que allí se hacían fiestas y que los oficiales se emborrachaban y gritaban como locos. Más tarde vivió un microbusero, pariente de un agente de la DINA, y luego volvió el antiguo propietario, el camionero. Cada 5 de octubre, desde 1990, sus moradores se refugian en el interior de la casa cuando un grupo de familiares y ex miristas realizan en la calle un acto recordatorio, encienden velas, se acercan a mirar el patio interior y tocan con emocionada reverencia las perforaciones de balas en los portones de la casa donde Miguel vivió su último día.