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El último juicio

Fuentes: Rebelión

En el periódico Die Zeit leí de cabo a rabo el dossier de Daniel Müller sobre Oskar Gröning, contable en Auschwitz. Hoy tiene 93 años y probablemente será el último hombre de las SS que se siente en un banquillo alemán de acusados de Auschwitz. Desde décadas él y otros muchos hubieran podido ser acusados. […]

En el periódico Die Zeit leí de cabo a rabo el dossier de Daniel Müller sobre Oskar Gröning, contable en Auschwitz. Hoy tiene 93 años y probablemente será el último hombre de las SS que se siente en un banquillo alemán de acusados de Auschwitz. Desde décadas él y otros muchos hubieran podido ser acusados. ¿Acaso la justicia alemana dirime hoy su fracaso y dejación sobre las espaldas de este anciano? 

Wodka, sardinas en aceite y trozos de tocino, esto y no otras cosas parecen ser el recuerdo grabado de Auschwitz en la mente de Oskar Gröning, y no, por ejemplo, la montaña de cadáveres que él vio arder. Ni tampoco los gritos de los niños judíos, de las mujeres y hombres, que él oyó gritar desde las cámaras de gas. Ni siquiera aquel baby, que ante sus ojos fue lanzado contra un camión por un hombre de las SS y, luego, arrojado a la basura.

«Llegamos a Auschwitz y encontramos todo esto, cosas que hacía ya tiempo nosotros no habíamos visto», dice Gröning, «sardinas en aceite, trozos de tocino y, sobre todo, vodka, vodka y más vodka». Oskar Gröning, de 1942 a 1944 SS-Unterscharführer en el campo de concentración de Auschwitz, agarra una botella de agua y mirando al público de la sala dice: «Hago lo que hacía en Auschwitz con el vodka», al tiempo que ingiere media botella de agua.

Oskar Gröning, de 93 años, se halla ante el tribunal de la Audiencia provincial de Lüneburg acusado de prestar ayuda de asesinato 300.000 veces, pero parece como si organizara una sesión de diapositivas. Desde hace un mes se discute y dirime en Lüneburg sobre la culpabilidad o inocencia del ciudadano alemán Oskar Gröning; él en modo alguno niega haber prestado servicio hace más de 70 años en Auschwitz. Las preguntas son de este tenor: ¿Fue Oskar Gröning un reo por convicción o un criminal en contra de su voluntad? ¿En el banquillo de acusados se sienta un ideólogo vigoroso o un anciano digno de compasión, que tuvo la folla de crecer en una dictadura?

A medida que se alarga el proceso aparece más nítidamente que se trata de algo más. Y es debido a personas como Kathleen Zahavi, que tras tres semanas desde el inicio del proceso se sienta a pocos metros del acusado Gröning tratando de entender el asunto. Zahavi tiene 86 años, sobrevivió a Auschwitz. El paso de los años ha convertido a una muchacha joven de 18 años en una anciana. Hoy asiste como testigo. Y entre lágrimas pregunta: «¿Por qué, señor Gröning? ¿Por qué usted, tras las bestialidades que vio y en las que participó, ha podido envejecer como un hombre libre?»

Zahavi pregunta no sólo en interés propio sino que formula la pregunta en nombre de los más de 100 familiares que perdió en Auschwitz. Perdió a su madre, a su padre, a sus hermanas, a sus primos, a sus tíos, a sus abuelos. Pregunta por los millones de judíos que no pueden preguntar.

Y Zahavi no sólo dirige sus preguntas al acusado, a su dolor y rabia debe dar respuesta la justicia en este juicio: ¿Por qué -a ello se dirigen las preguntas de los sobrevivientes- de los cerca 6500 hombres de las SS, que prestaron servicio en Auschwitz-Birkenau, tan sólo se han sentado en un banquillo de acusados alemán 43? ¿Dónde están los 6457 restantes? ¿Han desaparecido o se les perdonó?

Resulta casualidad que el proceso de Lüneburg, al que ha llegado Kathleen Zahavi desde Canadá y en el que ahora se juntan supervivientes de todas las partes del mundo, coincida con la conmemoración del final de la Segunda Guerra mundial y la liberación de los campos de concentración, coincida con discursos conmemorativos del acontecimiento y la colocación en recuerdo de coronas de flores. Se habla de asesinato y culpabilidad al tiempo que se abre un gran vacío: ¿Quiénes fueron los asesinos? Las más de las veces gente como Kathleen esperan en vano una respuesta. ¿Por qué se sienta ahora en el banquillo ante el tribunal Oskar Gröning como representando a miles de criminales, y por qué jamás se ha sentado en él por ejemplo Kurt Juraszek, en otros tiempos Unterscharführer y colaborador en la farmacia del campo de concentración de Auschwitz? En los años setenta la fiscalía de Franckfort indagó en su contra. Testificaron testigos que había sido encargado de la entrega y suministro del venenoso gas Zyklon B, con el que murieron gaseados cuando menos 900.000 personas. Juraszeck rechaza la mayoría de las acusaciones pero admite haber suministrado «dos o tres veces botes de zyklon-B», así se recoge en las actas. Pero jamás se llegó a proceso alguno porque la fiscalía del estado no quiso excluir «que el zyklon-B se emplease también, conforme prescripción, para la desinsectización (limpiar de insectos) de ropas y barracas y no sólo para la matanza de presos». Kurt Juraszek tras la guerra siguió viviendo como empleado comercial en Heidelberg. No se conoce que haya muerto.

¿Por qué no se han sentado nunca en el banquillo, en el que ahora se sienta Oskar Gröning, aquellos 13 hombres de las SS, que como miembros de la organización encargada del traslado a Auschwitz transportaron en camiones a multitud de gente hasta las mismas puertas de las cámaras de gas? Hace 40 años casi todos confesaron su culpa o por declaraciones de otros se convencieron de su culpa y, sin embargo, la fiscalía pertinente anotó: «Los miembros del organismo de traslado aparecen en el enjuiciamiento global de lo acaecido en el campo de concentración de Auschwitz como pequeños peones» (kleine Handlanger). En un atraco a banco el conductor de un coche de fuga será acusado, como mínimo, de colaboración; por conducir a la muerte en Auschwitz el proceso se archivó. ¿Y por qué fue perdonado Josef Hofer, implicado en el transporte de personas al campo de concentración? «Cuando menos en 30 casos», escribieron entonces agentes de la investigación de la oficina alemana, «se le acusa de haber participado en la ejecución de asesinato en el campo de concentración de Auschwitz». Pero a juicio del tribunal también en este caso «parece pequeña» la culpa en la «participación referida al hecho», además habría actuado sólo por mandato. Proceso archivado.

¿Además por qué Kurt Juraszek, Josef Holder y los 13 chóferes de los camiones no se preocuparon de que el desarrollo del holocausto se llevara a cabo sin contratiempo ni fricción alguna? ¿Y por qué ellos, al contrario que Oskar Gröning, eludieron el proceso penal? El derecho penal alemán en el parágrafo 27 define: «será castigado como colaborador quien deliberadamente haya prestado ayuda a otro en la comisión deliberada de un acto delictivo». ¿Y qué otra cosa fue sino ayuda deliberada a un asesinato deliberado lo que hicieron estos 15 hombres hace más de 7 décadas?

El único castigo que el estado alemán, de derecho, impuso alguna vez contra ellos fue el siguiente: «De lo que se deduce satisfacer los gastos de los acusados a la caja del estado». La culpa de los acusados no fue suficiente como para sentarles ante el tribunal, pero sí para imponerles los gastos de los procesos».

Son tan sólo tres ejemplos de los innumerables casos, que se han dado a lo largo de las décadas de la historia de la República federal alemana. Tres casos a modo de cianotipo del comportamiento de la justicia alemana referente a los crímenes del nacionalsocialismo. En los años posteriores a la Segunda Guerra mundial los juristas y la población en general se remitían en primera instancia a que los culpables o habían muerto o habían desaparecido o, en última instancia, a que ya los aliados habían depurado responsabilidades. Se había dado ya el proceso de Nuremberg, además de los procesos del tribunal militar de los americanos y británicos y las numerosas sentencias habidas ya tanto en Israel como en Polonia. Además el comandante del campo de concentración de Auschwitz, Rudolf Höss, había sido colgado.

Durante largo tiempo se temió, omitió y se asustó de semejante trabajo, así como de medir la responsabilidad de los muchos pequeños colaboradores o peones. Se ajustaba a la mentalidad del gobierno de Adenauer de dejar y desembarazarse lo antes posible de él, de correr la cortina cuanto antes sobre el pasado nazi. Fue en 1958 cuando tuvo lugar el primer proceso de un tribunal de jurado alemán contra el grupo de intervención de Ulm. Ante el juzgado 10 miembros de las SS, condenados todos ellos a varios años de prisión. En el mismo año se fundó la «Oficina central para la clarificación de crímenes del nacionalsocialismo» en la suaba ciudad de Ludwisburg, juristas analizaron las bestialidades de los nazis. Sus averiguaciones posibilitaron el denominado proceso de Franckfort, el primer trabajo a fondo sobre Auschwitz que discurrió entre 1963 y 1965, con 22 acusados, 360 testigos y más de 20.000 asistentes al proceso a lo largo de 183 días de vistas. 18 años después del final de la guerra.

El que personas como Oskar Gröning se sentaran en el banquillo después de 70 años se debe a que el proceso de Franfort fue una «catástrofe penal». Así lo ve el profesor de derecho penal de Colonia, Cornelius Nestler, quien ahora defiende en Lüneburg a muchos acusadores privados. Entonces la disputa se dilucidó en varias instancias, siendo al final absueltos muchos peones o colaboradores. ¿Por qué? Hablaremos más adelante.

En estos momentos se sienta ante un tribunalalemán Oskar Gröning, tan anciano y doblegado que inspira mucha más compasión que lo que hubiere producido hace veinte o treinta años antes. El paso del tiempo es su aliado; en Gröning se ve hoy a un rentista inofensivo: porta unas gafas de montura dorada, un jersey de color beige, sus ojos parecen empañados, camina al banquillo apoyándose en un andador. ¿Es ésa la imagen de un cómplice de asesinato?

Se hizo el silencio en la sala cuando el primer día del juicio se levantó el fiscal para presentar el escrito de acusación. Gröning tenía ante sí un ejemplar del escrito de acusación, y leía cada palabra al mismo tiempo que el fiscal como queriendo controlar si el fiscal se equivocaba en alguna palabra. Durante toda su vida fue contable, también en Auschwitz. Clasificó, contó y asentó el dinero que los deportados tuvieron que dejar con su equipaje. Y ayudó al régimen nazi a sacar beneficio de las masivas matanzas.

Muchos supervivientes de Auschwitz se hallan de nuevo -por primera vez desde su liberación- ante uno de aquellos criminales. Tras la fila de abogados se sientan los acusadores privados, hombres y mujeres, que como Gröning se han vuelto ancianos y, con el tiempo, también rivales. Calzan auriculares. El juicio se traduce al húngaro, hebreo e inglés. Han llegado para escuchar a Gröning, para mirarle a los ojos, para contar sus historias de Auschwitz. Para, por fin, decirle a Gröning lo que hizo gente como él en aquellos años.

Por ejemplo, narra Kathleen Zahavi: «Mis padres jamás tuvieron la oportunidad de tener su edad. En mi boda no caminaron a mi lado. Nunca tuvieron la oportunidad de ser abuelos. Y mis hijos jamás tuvieron el privilegio de tener abuelos».

El fiscal acusa a Gröning de haber contribuido a «aquella matanza continuada». Gröning estuvo empleado, entre otros lugares, en la rampa del tren del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, también entre mayo y julio de 1944, cuando tan sólo en 57 días llegaron 425.000 judíos de Hungría. Al menos 300.000 fueron gaseados de inmediato, 5000 por día. Esta «acción-Hungría» -la acción de aniquilación más veloz de los nazis- valora el fiscal en Lüneburg como una única acción criminal, de haber colaborado a sabiendas en la comisión de un asesinato taimado y bestial al menos en 300.000 casos. Y como el asesinato no prescribe por eso se le procesa. Y porque Thomas Walther ha googleado.

El día anterior al inicio del proceso contra Gröning se sienta el otrora juez Walther en la habitación de un hotel, inundada de luz, en el casco viejo de Lüneburg. Sobre su mesa un pilón de actas, es lo único desempaquetado. Su maleta yace cerrada junto a la cama recién hecha. Walther, que junto con el profesor de derecho penal Nestler defiende a la mayoría de acusadores privados, es continuamente entrevistado. Su teléfono suena intermitentemente. Y al hablar Walther comienza a toser, es lo que denomina «tos por estrés».

Walther tiene 71 años, viste chaqueta azul clara, pañuelo al cuello negro, cejas pobladas y pelo revuelto: el hombre, que parece un director de orquesta de vacaciones en la playa, fue durante décadas juez de primera instancia en Baviera. Como último paso al servicio del estado trabajó porque fuera trasladado en el 2006 a la Oficina central de Ludwigsburg. Sus cuatro hijos habían volado ya de casa y Walther quería dedicarse ahora a otra cosa. Conocía que en el trabajo de los crímenes nazis se llevaban décadas de poco avance. Durante la guerra su padre había escondido en su casa a dos familias judías, y siempre había dicho a su hijo: «Joven, haz algo pero en silencio».

Un día de tantos de 2008 Thomas Walther googleando topó con la sentencia 2002 WL 544622 de un tribunal de una audiencia provincial americana en Ohio contra un tal John Demjanjunk. En ella se le retiraba la nacionalidad por su proceder nazi. A Walther le dio qué pensar. ¿Demjanjuk? Tenía que ser aquel hombre, a quien hace años se le condenó a muerte en Israel porque erróneamente se le consideró «Iwan el Terrible», el carnicero de Treblinca. Demjanjuk permaneció siete años en prisión, luego fue puesto en libertad y voló a USA, donde vivía desde 1952. La sospecha de haber ayudado a los nazis en sus asesinatos seguía pesando sobre él.

Walther trabajó durante aquel mes 24 horas al día, rebuscó papeles en archivos alemanes, en Israel y Usa. Desde entonces, confiesa, le acompaña esa tos por estrés. Su investigación febril rindió sus frutos: en contra de todas las dudas, que alimentaban incluso colegas, logró sentar a Demjanjuk ante un tribunal alemán. En mayo de 2011 el tribunal provincial de Munich II condenó a John Demjanjuk de 91 años a cinco años de cárcel por colaboración por asesinato a 28.060 judíos en el campo de concentración de Sobibor. Recurrieron acusadores y defensores, pero antes de que se viera la causa de nuevo murió Demjanjuk en un asilo de ancianos.

Walther en ese momento era ya un pensionista; pero siguió trabajando, y se ha convertido en un comercial de la justicia. Viaja por todo el mundo buscando testigos para otros procesos de la misma calaña. Quiere que se vea que en Alemania sigue ocurriendo algo.

Cuando en 1963 comenzó el proceso de Francfort contra Auschwitz, Walther estaba en la barrera del paso de joven a hombre. Por primera vez los medios informaban detalladamente y entre los oyentes se encontraban escritores como Martin Walser.

Bauer y sus fiscales defendieron tanto en la acusación, como más tarde en el informe del fiscal, la idea de que la matanza perpetrada por orden de Hitler, Himmler y Göring contra los judíos debía ser considerada como un único hecho, como un programa unitario de destrucción. Según Bauer cada uno de los miembros de las SS -desde el vigilante, pasando por el médico del campo hasta un contable como Gröning-, que trabajó en esta máquina asesina fue cómplice de asesinato, ocupara el puesto que ocupase».

Pero ni el tribunal de jurado de Francfort, ni tampoco el tribunal supremo (BGH= Bundesgerichthof) en el proceso de revisión por apelación, quisieron seguir la doctrina Bauer. Y sólo condenaron a quienes se pudo demostrar «una comisión deliberada de actos delictivos concretos». Ambos tribunales fueron de la opinión de que en el holocausto no se trató de un único hecho de destrucción sino de millones de crímenes individuales, independientes unos de otros, que «en cada caso se llevaron a cabo por la decisión volitiva singular de los miembros de las SS distribuidos en el servicio de muelle».

Con estas sentencias de fondo cada hombre de las SS decidía cada mañana de nuevo si quería y cómo quería participar en el asesinato de judíos; una suposición que niega el modo rutinario y continuado del asesinato. Los juristas alemanes interpretaron la sentencia como declaratoria de principios. Y desde entonces la concepción reinante fue: Ante todo hombre de las SS de Auschwitz hay que demostrar que él un día concreto llevó a cabo un determinado servicio. E hizo casi imposible la demostración durante las décadas siguientes.

El proceso de Francfort, loado por los medios del mundo entero como ejemplo tardío pero luminoso de elaboración jurídica del pasado del nacionalsocialismo alemán, fue en realidad una bendición para la gente de las SS, que como Oskar Gröning se calificaban de «rueditas de la maquinaria». Apenas fueron molestados. La sentencia se asemejó a una amnistía general.

Cornelius Nestler, compañero de Walther ante el tribunal provincial de Lüneburg, sostiene hoy día: «Algo alucinante, en Francfort nació un mito según el cual ante cada uno había que demostrar un hecho concreto. Y quienes perseguían el delito se abandonaron demasiado alegremente a este mito». Y tuvo que ver más con la complejidad de los casos, los hechos se remontaban a varias décadas antes y apenas había material de prueba. Los testigos directos habían muerto gaseados o eran los criminales que se disculpaban unos a otros. La plantilla de personal en las fiscalías era escasa, sobre todo teniendo en cuenta el inmenso número a abordar. Resultaba cómodo el dejar estar. Un fiscal, que entonces vivió cómo se archivaron en masa estos procesos, dice hoy: «Había cientos de casos como el de Gröning, que nosotros en los años setenta hubiéramos podido perseguir. Pero en silencio tácito se convino en dejar pasar. Estos procesos hubieran paralizado la justicia».

El caso de Demjanjuk lo cambió todo. Demjanjuk fue condenado años después sin que los jueces pudieran demostrar en su contra casos concretos. Ni hubo testigos que dijeran que había matado a un judío concreto, ni tampoco que le había torturado hasta la muerte. Ni hubo papeles que demostraran que Demjanjuk personalmente hubiera enviado a gente a la cámara de gas. Bastó para los jueces su pertenencia al cuerpo de vigilancia.

La sentencia contra Demjanjuk promovió una oleada de investigaciones por parte de la fiscalía alemana, oleada que ha apresado también a Oskar Gröning. Los juristas en Ludwigsburg se acordaron de una larguísima lista, que hace décadas se presentó en Francfort y que una copia se guardaba también en Ludwigsburg. En ella 4000 nombres de hombres y mujeres, empleados en Auschwitz-Birkenau con dirección, oficio y grado de las SS. Vigilantes, conductores de camiones, sanitarios, contables, teletipistas…

Cuando los agentes de la policía sacaron a la luz la lista en el 2011 constataron rápidamente que la mayoría de aquella gente entretanto había muerto. Pero en toda Alemania entresacaron una lista de 50; se practicaron registros domiciliarios a lo largo y ancho del país. Y en la lista apareció también el nombre de Oskar Gröning. El primero de ellos que ahora se sienta en el banquillo. Sin la condena de Demjanjuk no hubiera sido posible.

Lüneburg cerea también contradicciones. A menudo se oye en la sala que resulta inhumano arrastrar a un viejo ante el tribunal. ¿Debe ocurrir esto? ¿Un hombre en representación de miles?

Estas defensas inoficiales de descargo en los bancos de los oyentes se hacen en pro de un hombre que denomina a los judíos «los otros» y llama a Hitler «don Adolf». Que dice «evacuado y «despachado» en lugar de «asesinado»; que explica que su juventud le enseñó que «en la guerra se dispara y hay quien queda yerto. Y que si los judíos, como enemigos del pueblo alemán, tenían que ser exterminados, pues por qué no».

Gröning nunca ha negado el holocausto, incluso ha salido a la palestra para enfrentarse a los que lo niegan. En el 2005 fue entrevistado durante nueve largas horas por la BBC, y posteriormente se dejó retratar por la revista Der Spiegel. Su mensaje: Yo estaba allí y yo lo he visto. Y dijo lo que ahora sostiene también en el proceso, que se siente moralmente culpable.

Una de las acusadoras ha perdonado a Gröning por la foto de Eva Mozes Kor dándole la mano, foto que ha dado la vuelta al mundo. Pero los medios no mostraron que los demás supervivientes de la sala no aceptan el arrepentimiento de Gröning porque hasta hoy día sostiene que «yo no fui ningún criminal».

Es verdad, hubo multitud de hombres de las SS que han cometido peores crímenes que Gröning. ¿Pero es razón para perdonarle? No hay paridad en la injusticia. Gröning en los años ochenta redactó para su familia sus recuerdos de Auschwitz. Algunos extractos publicó el periódico Die Zeit. En ellos describe Gröning cómo llegó a Auschwitz en 1942. Lo denomina como un «viaje fatigoso» pasando por Breslavia y Katowice, y desde allí hasta «esta fatal estación de Auschwitz. El viaje en tren fue una tortura, el tren estaba repleto de soldados, que venían de vacaciones o del hospital militar o de ambos sitios».

Eva Pusztai-Fahidi de 89 años llegó a Auschwitz en un vagón de ganado. Ochenta personas en apenas 20 metros cuadrados. Tres días y tres noches. Había un cubo de agua y un cubo para los excrementos y nada más. «La policía húngara nos apretujó en el vagón como si fuéramos cerdos. Tenían mucha prisa en librarse de nosotros. Yo no pude moverme. A mi tío lo molieron a palos antes de partir, fue agonizando».

Eva Pusztai-Fahidi, una dama grácil con ojos vivos y penetrantes, se sienta una tarde templada de mayo junto a la mesa de la cocina de su piso en la zona peatonal de Budapest. Al igual que Kathleen Zahavi, que perdió a más de 100 familiares, es también acusadora privada en este proceso. Las palabras de Gröning le siguen rondando por su cabeza. «Al escucharle tuve la sensación de que el tercer Reich había vuelto de nuevo. Gröning habla como si Hitler estuviera todavía ahí. Me hubiera gustado escupirle a la cara».

Es muy posible que Oskar Gröning estuviera en la rampa cuando Eva Pusztai-Fahidi, entonces 18 años, fue apremiada a bajarse del tren por la gente de guardia: «Gritaban, ¡rápido, rápido, fuera, fuera!, una y otra vez. Gritaban como cosacos». Todo estaba muy planificado. Quienes llegaban debían formar en filas de cinco, hombres y mujeres separados. «Era todo tan rápido que no vi cuando desapareció mi padre».

Cinco minutos después Eva Pusztai-Fahidi se hallaba ante un hombre, que a ella y a su prima -muy parecida a ella- les preguntó risueñamente: «¿Sois gemelas?» Sólo más tarde supo Pusztai-Fahidi que este hombre era Josef Mengele. El médico que a los presos de Auschwitz martirizaba con experimentos, les torturaba y mataba. «Le respondimos que no. Yo estaba junto a mi prima, al lado en un canasto su baby casi desecado, mi madre, mi hermana, la madre de mi prima. Conmigo se quebraba la línea». Mengele hizo una seña apenas perceptible. Derecha. Izquierda. Vida. Muerte.

Bajo latigazos Eva Puszai-Fahidi fue conducida al baño, tuvo que desvestirse y se le afeitó la cabeza. Los nazis con el pelo fabricaron hilo, el fieltro para las botas de los soldados. Cuando la liberación del campo de concentración el Ejército Rojo encontró 7´7 toneladas de pelo humano.

En la mañana del segundo día Eva Pusztai-Fahidi preguntó a una eslovaca, que como capo vigilaba a los presos, cuándo vería a su familia. La mujer sólo sonrió al tiempo que le indicaba las chimeneas de los crematorios: «Ahí están, en el humo». Pusztai-Fahidi perdió a su madre, a su padre, a su hermana pequeña, a sus tíos y tías, a sus primos y primas. Todos ellos fueron directamente gaseados a su llegada.

Desde hace algunos años Eva Pusztai-Fahidi visita escuelas húngaras, en ocasiones hace un juego con los niños y niñas: Reparte unos papeles y hace que escriban todo lo que ellos denominan «suyo». Personas, cosas… que para ellos son importantes: mi papá, mi ama, mi aita, mi muñeca, mi balón… Luego recoge los papeles escritos y los rompe y rasga a la vista de los niños en diminutos trocitos. «No pasa mucho tiempo hasta que el último trocito cae al suelo. Todo ha desaparecido. Finito. No hay más. Y luego uno está allí, y no tiene nada ni a nadie, y vive y se pregunta: ¿Sigo siendo una persona? ¿Y para qué, qué hago?»

Este vacío resulta imposible simular, dice Eva Pusztai-Fahidi. Pero sí se puede transmitir el sentimiento o sensación de lo rápido y veloz que sucedió todo en Auschwitz.

Luego de 50 años Eva Pusztai-Fahidi vive ahora en su piso entre muebles barrocos y siente su vida colmada. «Aquí soy la más joven», dice mientras sonríe. Se califica a sí misma como «inmensamente optimista». ¿Cómo? ¿Después de todo lo que ha pasado? «El paso del tiempo no ayuda, es terrible. Cuanto más pasa y se pone más tierra por medio más siento la carencia. Jamás en la vida se puede pasar por alto, jamás una se olvida de aquello. Sólo se puede reconocer que hay que vivir. Nadie en el mundo puede valorar tanto la vida como nosotros, los que hemos sobrevivido a Birkenau. Después de aquello una desea vivir la vida a tope entre risas, chistes y alegrías».

El proceso contra Oskar Gröning para Eva Pusztai-Fahidi contribuye a que en su vida se sienta colmada. Ha esperado largo tiempo hasta escuchar a uno de los criminales de aquella matanza. «Es quizá la mayor y más grande satisfacción que jamás haya recibido». Y no se trata de castigar a alguien, dice Eva Pusztai-Fahidi, sino de una sentencia de alguien, de la postura por parte de la justicia alemana. «Se debe constatar que hay culpa y que ella no prescribe, culpa que mañana sigue siendo culpa y también pasado mañana y siempre».

Oskar Gröning ya se libró una vez. Desde 1977 se investigó contra él y 61 más hombres de las SS por la fiscalía de Francfort. Ocho años después, en marzo de 1985, la autoridad archivó el proceso «tras examen profundo de los hechos». No se encontró «el suficiente hecho sospechoso como para presentar una acusación pública», escribió por entonces el fiscal responsable. Su decisión concluía con la frase: «Las razones del archivo se formularán con posterioridad detalladamente debido a la aglomeración del caso». Cosa que jamás ocurrió.

Oskar Gröning, padre de dos hijos y desde hace algunos años viudo, pudo seguir viviendo en su casa unifamiliar en medio de la campiña de Lüneburg.

Tras la entrevista de Gröning en el 2005 en la BBC, la fiscalía de Francfort examinó «la investigación y decisión» del en tiempos tribunal supremo llevado a cabo contra el funcionario del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, el archivo del proceso en 1985, y decidió no retomar de nuevo las investigaciones, ¿razón?: «Gröning «pertenecía…a la administración monetaria de los presos y en virtud del alto grado de secretismo reinante no tuvo una mirada pormenorizada sobre la maquinaria asesina». «Ante la duda de si el culpado fue consciente subjetivamente de la bestialidad en la producción de la muerte mediante el doloroso sofoco por vapores de ácido cianhídrico o de la peligrosidad pública del medio homicida». Oskar Gröning vio cómo se vertía Zyklon B por un hueco en la cámara de gas. Escuchó los gritos y lamentos de los sofocantes. Todo ello lo ha admitido siempre en entrevistas y en el interrogatorio a testigos.

Pero la fiscalía encontró que Gröning no habría recogido en su vocabulario «los bajos móviles del odio racista y del desprecio del hombre». «El caso sería el contrario», puesto que Gröning habría pedido repetidamente traslado. Algo que también ahora sostiene de nuevo. Pero salvo una supuesta tercera petición de traslado nada se ha encontrado en las actas. Y el historiador experto en el tema, al que se le escuchó en la segunda semana del proceso, no cree en una conversión interna de Gröning. Ha descubierto una lista, según la cual Oskar Gröning era considerado por la comandancia de las SS de Auschwitz como «kv», es decir kriegsverwendungsfähig, apto para el servicio en el frente, así como también «abkommlich», disponible. Si él hubiera solicitado realmente traslado repetidamente hubiera sido enviado expeditamente al frente.

¿Será declarado culpable? La justicia alemana no siempre ha respondido de igual forma. Durante décadas no molestó a las gentes de las SS. Y sin embargo en la audiencia territorial de la ciudad hanseática de Hamburgo en enero del 2007 fue condenado Mounir al-Motassadeq a 15 años de cárcel por la ayuda al asesinato en 246 casos por los atentados del 11 de septiembre. Su complicidad: Haber pagado durante tres meses el alquiler del terrorista Mohammed Atta.

Quien asiste a la sala y ve a Gröning, quien lee sus recuerdos, se encuentra con un hombre contradictorio. ¿Hitler? Sí, incondicional. ¿Asesinato masivo de judíos? Tenía que suceder. ¿Negar el holocausto? Jamás. ¿Asir a un lactante por las piernas y golpear su cabeza contra un camión? ¡Inhumano! «Al niño se le hubiera podido matar a tiros», dice Gröning.

Parece como si Gröning quisiera pensar distinto a lo que piensa, pero ¿cómo? En un lugar de sus recuerdos escribe cómo él «muy poco a poco fue enterándose de la auténtica verdad sobre el transporte de los judíos». Se habría enfadado, «pero por otro lado me dije que había jurado y prometido seguir incondicionalmente al Führer y sus órdenes». Y a continuación añade una línea de una canción, que le gustaba cantar con sus camaradas en las marchas: «Y no hay nadie, que por cobardía pierda el ánimo, que cansado pregunte por el camino que nos marca el tamborilero».

Cuanto más se alarga el proceso más cansado aparece Gröning. Parece como si las historias escarbada por los acusadores privados le hubieran encogido, como si hubiera comprendido en su interior que su destino como acusado anciano no es nada en comparación con lo que relatan las verdaderas víctimas. En los primeros días, cuando sólo se trataba de él, Gröning se sentaba en la punta de su silla, tan erguido como le es posible a un hombre de 93 años, hoy se sienta doblado, como rama marchita.

H habido momentos en los que ha habido que suspender el juicio durante 90 minutos por no tener fuerza, hubo un día que se suspendió la vista porque por la mañana se sintió «tan débil y quebradizo» que no podía sostenerse, como anunció el presidente.

A final de julio habrá sentencia. Por complicidad en asesinato puede ser condenado a no menos de tres años. Y si es condenado entrará en la cárcel o en el hospital de la cárcel. Oskar Gröning podría ser el último hombre de las SS de Auschwitz, que transite en Alemania este camino.

Fiscales alemanes todavía siguen investigando y hurgando contra algunos hombres de las SS. Pero todos son, como Gröning, mayores de 90 años y están enfermos y quebradizos. Y según se oye siguen con atención el proceso contra su antiguo camarada. Sus abogados han solicitado que decaiga su proceso porque sus clientes serían incapaces de aguantar un proceso semejante. En un caso el abogado ha encargado a un perito que declare a su cliente «completamente incapaz».

En realidad para llevar a cabo un proceso tan sólo se necesitan tres cosas: una fiscalía motivada, un tribunal dispuesto y un acusado capaz de pleitear. A lo largo de cinco largas décadas en Alemania no se dio una de las dos primeras condiciones. De la tercera se va a encargar ahora la muerte.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.