No hay manera de parar a Uribe, dicen en Colombia. Esa es una premisa falsa. Es cierto que el presidente Álvaro Uribe Vélez ha logrado copar todos los escenarios políticos, institucionales, informativos y de poder en el país y su tercer mandato pareciera inminente, pero hay algunos signos que muestran que el uribismo como estrategia […]
No hay manera de parar a Uribe, dicen en Colombia. Esa es una premisa falsa. Es cierto que el presidente Álvaro Uribe Vélez ha logrado copar todos los escenarios políticos, institucionales, informativos y de poder en el país y su tercer mandato pareciera inminente, pero hay algunos signos que muestran que el uribismo como estrategia política ha comenzado a declinar e incluso a erosionarse.
Uribe llegó al poder rompiendo un paradigma en la política electoral colombiana. No se podía ganar el favor de las mayorías asumiendo el discurso de la extrema derecha. Esto es, proponiendo como salida al conflicto armado la aniquilación militar de las guerrillas, en particular de las FARC.
En el cuatrienio 1982-1986 ganó el conservador (Movimiento Nacional) Belisario Betancur con su propuesta del «si se puede» frente al liberal Alfonso López que pretendía la reelección del «mandato claro». Betancur ofreció un diálogo a la guerrilla y lo concretó en los acuerdos de la Uribe con las FARC, que dio origen a la Unión Patriótica, y de Corinto con el M-19. Es tal vez el único mandatario en ejercicio que reconoció que el origen de la guerrilla no puede separarse de las «causas objetivas y subjetivas» de la realidad colombiana.
12 años más tarde la insurgencia de las FARC vuelven a ser el fiel de la balanza al desempatar a favor de Andrés Pastrana el proceso electoral 1998-2002 en detrimento de las aspiraciones del liberal Horacio Serpa. La experiencia Betancur-López volvió a repetirse. Ganó quién más se acercó a una salida negociada del conflicto.
Antes con el mismo discurso habían sido elegidos los liberales Virgilio Barco (1986-1990) y César Gaviria (1990-1994) quienes derrotaron a Álvaro Gómez legítimo representante de la caverna colombiana en ese entonces, e inspirador del Plan Laso -sigla en ingles- contra las «repúblicas independientes»; entiéndase, enclaves campesinos habitados por guerrillas liberales y comunistas.
Ernesto Samper derrotó a Andrés Pastrana, en 1994, por un estrecho margen, pero sobre todo porque era el candidato más inclinado hacia lo social.
En el periodo, 1974-1982, habían sido elegidos Alfonso López Michelsen y Julio Cesar Turbay Ayala a nombre del liberalismo, partido que siempre incluía en su perfil matices de izquierda que lo distinguía, por lo menos en la retórica, de los conservadores Álvaro Gómez y Belisario Betancur mucho más representativos de la derecha represiva del momento.
En conclusión, desde el Frente Nacional, 1958-1974 (pacto entre los dos partidos), hasta el 2002 se había convertido en un sentencia política ofrecer el diálogo como una salida al conflicto interno si se quería seducir el voto urbano, de opinión o las clases medias y con ello acceder al palacio de gobierno. Tal desconocimiento llevaba de manera indefectible a la derrota, eso se rompió con la aparición en escena de la llamada seguridad democrática de Uribe.
¿Qué tanta responsabilidad le caben a las FARC en el fenómeno Uribe? ¿Qué circunstancias nacionales e internacionales prohijaron el surgimiento del periodo Uribe Vélez? Sobre ello ya se han vertido densos trabajos, ensayos y artículos que merecen ser tenidos en cuenta en el momento de valorar esta circunstancia ciertamente excepcional del acontecer colombiano.
Digamos que en la Colombia reciente lo particular en la conducción del Estado era la alternación o paridad entre los dos partidos liberal y conservador. Virgilio Barco Vargas intentó sin éxito implantar el esquema gobierno de partido y oposición. Los dos socios gobernaban y se hacían oposición mientras mantenían con leyes o con balas a raya a la oposición de izquierda. Pero en el papel los dos partidos aparecían ante la opinión como colectividades «antagónicas» o adversarias. Y el país elector se reclamaba rojo o azul. Pero siempre se alzaba la victoria quien tuviese en su oferta un matiz progresista traducido en interlocución con los rebeldes.
Uribe Vélez, además de dar al traste con la exitosa bandera de la negociación política al conflicto, derrumba las fronteras de los dos partidos cooptándolos y de paso demuele el mito de la reelección infructuosa intentada sin éxito antes por López Michelsen y Lleras Restrepo. En Colombia los políticos aspiraban a ser expresidentes pero nunca a reelegirse. El mérito de Uribe consistió en percibir, a diferencia de todos, el cambio en el sentimiento mayoritario de la nación. Se atrevió a expresarlo y lo convirtió en discurso político movilizador.
Por tanto, hay que prestarle hoy día atención a los signos, incluso a los gestos. Hillary Clinton, secretaria de Estado acaba de afirmar que el concepto de guerra contra el terrorismo ha desaparecido como categoría en el lenguaje oficial del gobierno Obama. Uno de los usufructuarios de tal figura es el presidente colombiano. Para quien Colombia «no tiene conflicto interno sino una lucha de la patria contra el terrorismo».
Hasta hace poco nadie en Colombia se atrevía siquiera a sugerir una interpretación política de la conflictividad a riesgo de convertirse por boca del presidente en aliado del terrorismo y de contera objetivo de la política de seguridad democrática. Con esa tesis alineó bajo su coyunda no sólo a su parcialidad de «buscapuestos» sino a las «gentes de bien», los medios de información, la iglesia, las instituciones, sociedad civil, empresarios y demás estamentos de la nacionalidad.
En esta ocasión el presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana, monseñor Rubén Salazar, habló duro y claro recordando la responsabilidad que el Estado tiene en torno a la búsqueda de la paz nacional por la vía del diálogo y la negociación, el respeto a los derechos humanos y la inconveniencia de un tercer mandato en serie.
Los aliados de hace poco ahora de manera sutil toman distancia y revisan a baja voz la perpetuidad del jefe.
En el campo internacional son muy pocos los que dudan de la participación del Estado en crímenes, ya no selectivos sino generalizados, cubiertos bajo el eufemismo de «falsos positivos». Ha sido denunciada la connivencia oficial, institucional o local con bandas de narcotraficantes y sus instrumentos paramilitares. El fracaso de la lucha contra la droga y la narcotización de la economía, la política y la cultura de los colombianos es cada vez más aceptada.
Ya no solo se insinúa sino que se profundiza en el país la crisis social producto de la debacle monetaria del capitalismo desarrollado. Y las muletas sobre las cuales podría el país moverse, por ejemplo EE. UU., están en latonería y pintura remendando sus costuras en los talleres del G-20, y Venezuela y Ecuador, países hermanos y aliados naturales y además generosos respecto de la balanza comercial, son tratados como abigeos de la comarca.
En el pasado reciente, un papel activo como el cumplido por la senadora Piedad Córdoba en el esfuerzo por abrir una puerta que condujera al intercambio humanitario era suficiente para humillarla en el confinamiento; ahora en poco tiempo, tal actitud la tiene imbatible en las encuestas al interior de su partido y con un nivel de popularidad no imaginado.
Se multiplican las convocatorias y esfuerzos por articular todo tipo de llamamientos y buenos servicios a objeto de romper la escafandra militar y poco a poco el país viene de regreso del mesianismo.
Tanto que hoy, a más de un año de las elecciones venideras, es claro que el uribismo gana pero sólo si el candidato es Uribe. Si el presidente no es el postulante, su uribismo vuela en mil pedazos y tiene el riesgo cierto de perder a manos de una coalición opositora; o de una recomposición liberal-conservadora preuribista.
Las encuestas muestran que esas tendencias en donde Uribe ganaba, o su señalado, en primera vuelta, hacen parte del pasado. Todavía, es cierto, si el «jefe» encabeza puede ganar, pero si no es él, cualquier cosa puede ocurrir. La no presencia de la «inteligencia superior», como lo llamara uno de sus bufones más vergonzantes, en cuerpo y alma en la competencia deja al uribismo improvisando botes en naufragio. Todos los monaguillos sumados apenas igualan las intenciones de voto de las toldas opositoras. El uribismo es Uribe, lo demás subsiste a costa de las nóminas, los contratos y las partidas oficiales. No hay ideología, no hay partidos, no hay líderes, hay puestos.
Y es en ese panorama en donde las fuerzas alternativas a la extrema derecha uribista se equivocan. El liberalismo trata de ganar su espacio en el centro del espectro, en donde hay un potencial a la deriva, incluso coquetea con los clientelistas que ayer abandonaron el viejo cascarón; mientras la izquierda está más interesada en controlar el aparato polista y librar una batalla doméstica y para ello prefiere ausentarse de la realidad que convertirse en protagonista del posturibismo. La miopía ideológica y los personalismos están privando a la izquierda de una ocasión única y feliz.