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El viejo mal de Colombia

Fuentes: Rebelión

¿Cómo hacerles entender a los gobernantes de nuestro país que las guerras contra el crimen, «la mano dura y el corazón grande» ante el delito seguirán siendo inútiles mientras no emprendamos un esfuerzo concertado, inteligente y generoso, no tanto por perseguir y castigar, sino por impedir que los jóvenes se vuelvan delincuentes? La principal causa […]

¿Cómo hacerles entender a los gobernantes de nuestro país que las guerras contra el crimen, «la mano dura y el corazón grande» ante el delito seguirán siendo inútiles mientras no emprendamos un esfuerzo concertado, inteligente y generoso, no tanto por perseguir y castigar, sino por impedir que los jóvenes se vuelvan delincuentes?

La principal causa de delincuencia hoy en Colombia es la falta de un orden incluyente en el cual los jóvenes sientan que son tenidos en cuenta por la sociedad, que se les ofrece educación, salud, respeto, el horizonte de un empleo digno, estímulos para su talento y oportunidades para realizar sus sueños. Todos esos guerrilleros, paramilitares y delincuentes comunes que se desmovilizan y resurgen como hongos después de cada redada no son meras expresiones del mal, son la evidencia de un orden social donde a los jóvenes no se les ofrece otro destino que las armas.

Por la educación, por la salud, por la posibilidad de desarrollar sus talentos, tienen que pagar hasta el último peso, pero por la violencia todos les pagan: la guerrilla, las bandas criminales y hasta el propio Estado.

Despreciar los recursos que ofrece la civilización para prevenir y controlar el delito es la más antigua tradición de la sociedad colombiana. Aquí la educación debería ser gratuita, como en todos los países decentes. La identificación temprana de vocaciones y talentos debería ser una práctica corriente, la orientación de los jóvenes hacia la ciencia, la tecnología, los oficios, las profesiones, la productividad y las artes debería ser la primera prioridad del orden social. Pero basta comparar el presupuesto del Ministerio de Defensa con el presupuesto del Ministerio de Cultura: para nuestros gobiernos, el poder de las armas es doscientas veces más importante que el poder de las ideas, de las costumbres y de la convivencia. Si uno hace un rectángulo y lo divide en doscientos cuadros, dejando todos en blanco y llenando de color solamente uno, tendrá ante los ojos la desconcertante relación que existe en Colombia entre el presupuesto de la guerra y el presupuesto de la cultura.

De prevenir el delito no habla nadie; de castigarlo, hablan todos. Se les hace agua la boca diciendo «cero tolerancia con el delito», y uno creería que están hablando de empleo, de educación, de prevención, de dignidad de las comunidades: no, están hablando de cárceles y a lo mejor de tormentos. Les parece más efectivo reprimir, perseguir, hacer redadas, encarcelar, dar de baja, porque todo eso puede hacerse en seguida, en tanto que la prevención, la recuperación y la reeducación requieren esfuerzo, generosidad y una conciencia profunda de la dignidad de los seres humanos.

Y como cada gobierno sólo dura cuatro años (y el siguiente período nunca está seguro), nadie se siente con el ánimo de emprender una profunda rectificación del modelo de convivencia, que tardará unos pocos años en dar sus frutos, y le apuestan todo a la ilusión del exterminio. Pero como ocurre con el narcotráfico: por cada jefe que cae, veinte se disputan en seguida su puesto, sus rutas, su ámbito de influencia; cada vez que uno de ellos es extraditado, ascienden las nuevas promociones; a rey muerto, rey puesto, y el negocio no deja de ser próspero porque se eliminen del escenario talentos tan fácilmente reemplazables como los de un jefe de mafias.

Nos gobierna una idea de la humanidad basada en el resentimiento, en la lógica insana del furor y el castigo. Y lo que más debería hacernos pensar es que ese mal no es nuevo. Cuando yo tenía cinco años, hace medio siglo, nos decían que Colombia sería un paraíso en cuanto se diera de baja a Desquite y a Sangrenegra, los bandoleros que asolaban los campos. Yo mismo fui testigo del vuelo de los helicópteros que llegaban al norte del Tolima a pacificar la región. Hace veinticinco años me estremecía ver en fotografías de la prensa cómo sacaban cerca de Bogotá pendiendo de helicópteros los cadáveres de los guerrilleros dados de baja, o cómo hacían la exposición de sus cuerpos como de piezas de cacería. Hace veinte años sabíamos que bastaba eliminar a Rodríguez Gacha y a Pablo Escobar para que Colombia descansara por fin.

Hoy nos dicen que la guerra en los campos está terminando, pero que todos los días nacen nuevas bandas de delincuentes en las ciudades. Ahora se llaman «Los chicos malos», «Los falsos», «Los aguacates», «Los Simpson», «Los triana», «Los chachos». 145 bandas en Medellín, 44 en Cali, muchísimas en las otras ciudades, y panfletos amenazantes en 20 departamentos. No es irracional el temor de que, con esta manera absurda de enfrentar el delito sólo por la represión, con estas desmovilizaciones que no parecen estar acompañadas de serios procesos de recuperación de los combatientes, y sin un esfuerzo serio por cambiar la situación de los jóvenes en las barriadas, lo único que estemos haciendo es traer a las ciudades la violencia del campo.

Llegan nuevas oleadas de delincuentes, y empieza a hablarse otra vez de «limpieza social», del terror en los barrios, «toques de queda» dictados por criminales anónimos. Y ¿no era de esperar que fuera así, cuando el Estado no tiene otro lenguaje para los excluidos que el de la violencia y de la guerra? Es urgente que se forme en Colombia una alternativa de civilización que rechace por igual todas las violencias, que no haga de la violencia la única respuesta a las bárbaras consecuencias de la injusticia. Los paños de agua tibia de una legalidad sin justicia no hacen más que demorar el caos que crece, y que puede acabar por arrastrarnos a todos.